La jauría (6 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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—No, de veras, caballeros, se equivocan —balbucía Saccard con falsa modestia.

—Vamos, ¡no lo niegues! —le gritó jocosamente Maxime—. A tu edad, está muy bien.

El joven, que acababa de tirar su puro, regresó al gran salón. Había llegado mucha gente. La galería estaba llena de fraques, de pie, charlando a media voz, y de faldas, desplegadas ampliamente a lo largo de los confidentes. Los lacayos empezaron a pasar bandejas de plata, cargadas de helados y de vasos de ponche.

Maxime, que deseaba hablar con Renée, cruzó el gran salón en toda su longitud, sabiendo perfectamente dónde encontraría el cenáculo de aquellas damas. Había, en el otro extremo de la estancia, haciendo juego con el salón de fumar, una habitación redonda en la que habían hecho una adorable salita. Esta sala, con sus colgaduras, sus cortinas y sus portiers de raso botón de oro, tenía un encanto voluptuoso, de un sabor original y exquisito. La claridad de la araña, delicadísimamente rebuscada, cantaban una sinfonía en amarillo menor, en medio de todas aquellas telas del color del sol. Era como un desbordamiento de rayos dulcificados, una puesta de astro durmiéndose sobre una alfombra de trigos maduros. En el suelo, la luz moría sobre una alfombra de Aubusson sembrada de hojas secas. Un piano de ébano taraceado en marfil, dos mueblecitos cuyos espejos dejaban ver un mundo de bibelots, una mesa Luis XVI, una consola jardinera coronada por un enorme ramo de flores, bastaban para amueblar la pieza. Los confidentes, los sillones, los pufs, estaban tapizados de raso botón de oro bordado con vistosos tulipanes. Y había también asientos bajos, asientos volantes, todas las variedades elegantes y raras del taburete. No se veían las maderas de esos muebles; el raso, el acolchado lo cubrían todo. Los respaldos se curvaban con mullidas redondeces de cabezales. Eran como lechos discretos donde se podía dormir y amar entre algodones, en medio de la sensual sinfonía en amarillo menor.

A Renée le gustaba esta salita, una de cuyas puertas acristaladas se abría hacia el magnífico invernadero soldado al costado del palacete. Durante el día, pasaba allí sus horas de ociosidad. Las colgaduras amarillas, en lugar de apagar su cabellera pálida, la doraban con extrañas llamas; su cabeza se destacaba en medio de un resplandor de aurora, toda rosa y blanca, como la de una Diana rubia que despertase en la luz de la mañana; y por eso, sin duda, le gustaba esta pieza que ponía de relieve su belleza.

En ese momento, estaba allí con sus íntimas. Su hermana y su tía acababan de marcharse. Sólo quedaban, en el cenáculo, unas cuantas cabecitas locas. Medio reclinada en el fondo de un confidente, Renée escuchaba los secretos de su amiga Adeline, que le hablaba al oído, con mohines de gata y bruscas risas. Suzanne Haffner estaba muy solicitada; se las tenía tiesas con un grupo de jóvenes que se apelotonaban a su alrededor, sin que ella perdiera su languidez de alemana, su descaro provocador, desnudo y frío como sus hombros. En un rincón, Sidonie adoctrinaba en voz baja a una joven señora de pestañas de virgen. Más lejos, Louise, de pie, charlaba con un chico alto y tímido, que se ruborizaba; mientras que el barón de Gouraud, en plena claridad, dormitaba en su sillón, desplegando sus carnes fofas, su anchura de elefante pálido, entre la gracia frágil y la sedosa delicadeza de las damas. Y en la estancia, sobre las faldas de raso de pliegues duros y charolados como porcelana, sobre los hombros de una blancura lechosa que se constelaba con diamantes, caía en un polvillo de oro una luz de fábula. Una voz delgadita, una risa parecida a un arrullo, sonaban, con limpideces de cristal. Hacía mucho calor. Los abanicos se movían lentamente, como alas, lanzando a cada soplo, en el aire lánguido, los perfumes almizclados de los corpiños.

Cuando Maxime apareció en el umbral de la puerta, Renée, que escuchaba a la marquesa con oídos distraídos, se alzó vivamente, fingió tener que cumplir con su papel de anfitriona. Pasó al gran salón, adonde el joven la siguió. Allí, dio unos pasos, sonriente, estrechando manos; luego, atrayendo a Maxime aparte:

—¡Eh! —dijo a media voz, con aire irónico—, la pejiguera es grata, ya no es tan idiota hacerle la corte.

—No entiendo —respondió el joven, que iba a defender la causa del señor De Mussy.

—Pues me parece que hice bien al no librarte de Louise. Vais a toda prisa, los dos. —Y añadió, con una especie de despecho—: Era indecente, en la mesa.

Maxime se echó a reír.

—¡Ah, sí!, nos hemos contado historias. Desconocía yo a esa chiquilla. Es muy graciosa. Tiene pinta de chico. —Y, como Renée continuaba poniendo la mueca irritada de una mojigata, el joven, que no le conocía tales indignaciones, prosiguió con sonriente familiaridad—: ¿Es que te crees, mamá, que le pellizqué las rodillas por debajo de la mesa? ¡Qué diablos, uno sabe conducirse con su prometida!… Tengo una cosa más seria que decirte. Escúchame… ¿Me escuchas, verdad?… —Bajó afín más la voz—: Eso es… El señor De Mussy es muy desgraciado, acaba de decírmelo. Como comprenderás, no es mi papel reconciliaros, si ha habido una pelea. Pero, ya sabes, lo conocí en el colegio, y como tenía una pinta realmente desesperada, le prometí que te diría unas palabritas… —Se detuvo. Renée lo miraba con aire indefinible—. ¿No respondes?… —continuó él—. Es igual, yo he dado mi recado. Arreglaos como queráis… Pero, de veras, te encuentro cruel. Ese pobre chico me ha dado pena. En tu lugar, yo le enviaría al menos una notita amable.

Entonces Renée, que no había cesado de mirar a Maxime con sus ojos fijos, donde ardía una llama viva, respondió:

—Dile al señor De Mussy que me fastidia.

Y reanudó su lenta marcha entre los grupos, sonriendo, saludando, dando apretones de mano. Maxime se quedó plantado, con pinta sorprendida; luego soltó una risa silenciosa.

Poco deseoso de llevarle el recado al señor De Mussy, dio una vuelta por el gran salón. La velada tendía a su fin, maravillosa y trivial como todas las veladas. Era casi medianoche, la gente se iba poco a poco. No queriendo ir a acostarse con una impresión de aburrimiento, decidió buscar a Louise. Pasaba ante la puerta de salida cuando vio, en el vestíbulo, a la linda señora Michelin, a quien su marido envolvía delicadamente en una salida de baile azul y rosa:

—Ha estado encantador, encantador —decía la joven—. Durante toda la cena hemos charlado sobre ti. Hablará con el ministro; sólo que no es de su competencia… —Y como, al lado de ellos, un lacayo arropaba al barón de Gouraud en un gran abrigo de pieles—: ¡Es ese tío gordo el que llevará el asunto! —añadió al oído de su marido, mientras éste le anudaba bajo la barbilla el cordón de la capucha—. Hace lo que quiere en el Ministerio. Mañana, en casa de los Mareuil, habrá que intentar…

El señor Michelin sonreía. Condujo a su mujer con precaución, como si hubiera llevado en brazos un objeto frágil y valioso. Maxime, tras haberse asegurado con un vistazo de que Louise no estaba en el vestíbulo, se fue derecho a la salita. En efecto, se encontraba aún allí, casi sola, esperando a su padre, que seguramente había pasado la velada en el salón de fumar, con los políticos. Las damas, la marquesa, la señora Haffner, se habían marchado. Sólo quedaba Sidonie, contándoles cuánto le gustaban a los animales a algunas esposas de funcionarios.

—¡Ah!, ahí viene mi maridito —exclamó Louise—. Siéntese aquí y dígame en qué sillón ha podido dormirse mi padre. Se habrá creído ya en la Cámara.

Maxime le respondió en el mismo tono, y los jóvenes volvieron a soltar sus carcajadas de la cena. Sentado a sus pies, en un asiento muy bajo, él acabó por cogerle las manos, para jugar con ella, como con un amigo. Y en verdad, con su traje de fular blanco con lunares rojos, de cuerpo cerrado, el pecho plano, la cabecita fea y taimada de pilluelo, parecía un chico disfrazado de niña. Pero a veces sus brazos delgaduchos, su talle torcido, tenían actitudes de abandono, y por el fondo de sus ojos llenos aún de puerilidad pasaban ardores, sin que se ruborizara en lo más mínimo ante los ojos de Maxime. Y venga a reír los dos, creyéndose solos, sin advertir siquiera a Renée, de pie en medio del invernadero, semioculta, que los miraba desde lejos.

Desde hacía un instante, la visión de Maxime y de Louise, cuando ella cruzaba un sendero, había detenido bruscamente a la joven detrás de un arbusto. En torno a ella, el cálido invernadero, semejante a una nave de iglesia, y en el que delgadas columnillas de hierro ascendían de golpe para sostener la vidriera cimbrada, desplegaba sus vegetaciones carnosas, sus lienzos de hojas poderosas, sus tallos desbordantes de verdor.

En el centro, en un estanque oval, a ras de suelo, vivía, con la vida misteriosa y glauca de las plantas de agua, toda la flora acuática de los países de sol. Unos ciclantos, irguiendo sus penachos verdes, rodeaban, con un cinturón monumental, el surtidor, que se asemejaba al capitel truncado de alguna columna ciclópea. Después, en los dos extremos, grandes monsteras alzaban sus extrañas ramas por encima del estanque, sus maderas secas, desnudas, retorcidas como serpientes enfermas, y dejaban caer raíces aéreas, semejantes a redes de pescador colgadas en pleno aire. Cerca del borde, un pandano de Java dilataba su ramo de hojas verduzcas, estriadas de blanco, delgadas como espadas, espinosas y dentadas como puñales malayos. Y a flor de agua, en la tibieza del lienzo durmiente suavemente caldeado, las ninfeas abrían sus estrellas rosa, mientras que los eurialos arrastraban sus hojas redondas, sus hojas leprosas, nadando planos como dorsos de sapos monstruosos cubiertos de pústulas.

Como césped, una ancha franja de selaginela rodeaba el estanque. Este helecho enano formaba una espesa alfombra de musgo, de un verde tierno. Y al otro lado del gran sendero circular, cuatro enormes macizos llegaban con vigoroso impulso hasta la cimbra: las palmeras, levemente inclinadas en su gracia, dilataban sus abanicos, desplegaban sus copas redondeadas: sus palmas colgaban como remos cansados de su eterno viaje por el azul del aire; los grandes bambúes de la India ascendían rectos, endebles y duros, soltando desde lo alto su lluvia ligera de hojas; un ravenala, el árbol del viajero, alzaba su ramo de inmensas pantallas chinas; y, en un rincón, un plátano, cargado con sus frutos, alargaba hacia todas partes sus largas hojas horizontales, donde dos amantes podrían acostarse a sus anchas apretándose uno contra otro. En los ángulos, había euforbios de Abisinia, esos cirios espinosos, contrahechos, llenos de jorobas vergonzosas, que rezuman veneno. Y bajo los árboles, para cubrir el suelo, helechos bajos, los adiantos, los pteris, ponían sus encajes delicados, sus finas cortaduras. Las alsófilas, de especie más alta, desplegaban sus filas de ramos simétricos, sexangulares, tan regulares que hubiérase dicho grandes piezas de loza destinadas a contener los frutos de algún postre gigantesco. Además, una bordura de begonias y caladios rodeaba los macizos; las begonias, de hojas retorcidas, manchadas soberbiamente de verde y de rojo; los caladios cuyas hojas en punta de lanza, blancas con nervaduras verdes, se parecen a anchas alas de mariposa; plantas extravagantes cuyo follaje vive extrañamente, con un brillo sombrío en el cual palidecen flores malsanas.

Detrás de los macizos, otro sendero, más estrecho, daba la vuelta al invernadero. Allí, sobre gradas, tapando a medias los tubos de calefacción, florecían las marantas, suaves al tacto como terciopelo, las gloxíneas, de campanas violetas, las dracenas, semejantes a láminas de vieja laca barnizada.

Pero uno de los encantos de este jardín de invierno era, en las cuatro esquinas, antros de verdor, glorietas profundas, recubiertas por espesas cortinas de bejucos. Trozos de selva virgen habían edificado, en esos lugares, sus muros de hojas, sus espesuras impenetrables de tallos, de ágiles vástagos, enganchándose a las ramas, salvando el vacío con atrevido vuelo, cayendo de la bóveda como borlas de ricas colgaduras. Un pie de vainilla, cuyas vainas maduras exhalaban un aroma penetrante, corría sobre la redondez de un pórtico guarnecido de musgo; las cocas de Levante tapizaban las columnillas con sus hojas redondas; las bohinias, de racimos rojos, los quiscualis, cuyas flores colgaban como collares de abalorios, escapaban, se hundían, se anudaban, como delgadas culebras, jugando y alargándose sin fin en la oscuridad del verdor.

Y bajo los arcos, entre los macizos, aquí y allá, cadenitas de hierro sostenían cestas, en las cuales se desplegaban orquídeas, las plantas extravagantes de pleno cielo, que extienden por todas partes sus retoños rechonchos, nudosos y alabeados con miembros lisiados. Estaban los zuecos de Venus, cuya flor se parece a una pantufla maravillosa, guarnecida en el tacón por alas de libélula; las aeridas, tan tiernamente perfumadas; las stanhopeas, de flores pálidas, atigradas, que desprenden de lejos, como gargantas amargas de convalecientes, un aliento acre y fuerte.

Pero lo que, desde todas las revueltas de los senderos, llamaba la atención, era un gran hibisco de la China, cuyo inmenso tapiz de verdor y de flores cubría todo el costado del palacete, al que el invernadero estaba soldado. Las anchas flores purpúreas de esta malva gigantesca, sin cesar renacientes, sólo viven unas cuantas horas. Semejaban bocas sensuales de mujer que se abrían, los labios rojos, blancos y húmedos, de alguna Mesalina gigante, magullados por los besos, y que renacían siempre con su sonrisa ávida y sangrienta.

Renée, cerca del estanque, tiritaba en medio de aquellas espléndidas floraciones. Detrás de ella, una gran esfinge de mármol negro, agazapada sobre un bloque de granito, la cabeza vuelta hacia el acuario, tenía una sonrisa de gato discreto y cruel; y era como el ídolo sombrío, de muslos relucientes, de aquella tierra de fuego. En ese momento, unos globos de cristal esmerilado iluminaban los follajes con rayos lechosos. Unas estatuas, cabezas de mujer con el cuello echado hacia atrás, henchido de risas, blanqueaban al fondo de los macizos, con manchas de sombra que retorcían sus locas risas. En el agua densa y durmiente del estanque, jugaban extraños reflejos, iluminando formas vagas, masas glaucas, semejantes a esbozos de monstruos. Sobre las hojas lisas del ravanala, sobre los abanicos barnizados de las latanias, una oleada de resplandores blancos corría; mientras que, del encaje de los helechos, caían en lluvia fina gotas de claridad. En lo alto brillaban reflejos de cristal, entre las copas oscuras de las altas palmeras. Y detrás, todo alrededor, se agolpaba la negrura; las glorietas, con sus colgaduras de bejucos, se ahogaban en las tinieblas, cual nidos de reptiles dormidos.

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