Esta amenaza surtió el efecto que sus promesas no habían podido lograr. Toda la fiebre de Aristide se inflamó con la idea de aquella fortuna de la que su hermano le hablaba. Le pareció que lo soltaban por fin en la refriega, autorizándolo a degollar a la gente, pero legalmente, sin hacerla gritar demasiado. Eugéne le dio 200 francos para llegar a fin de mes. Luego se quedó pensativo.
—Pienso cambiar de apellido —dijo por fin—, tú deberías hacer otro tanto… Nos estorbaríamos menos.
—Como quieras —respondió tranquilamente Aristide.
—No tendrás que ocuparte de nada, me encargo de las formalidades. ¿Quieres llamarte Sicardot, con el apellido de tu mujer?
Aristide alzó los ojos al techo, repitiendo, escuchando la música de las sílabas:
—Sicardot… Aristide Sicardot… No, a fe mía; es obtuso y suena a quiebra.
—Busca otra cosa, entonces dijo Eugéne.
—Preferiría Sicard a secas —prosiguió el otro tras un silencio—; Aristide Sicard… no está mal… ¿verdad? Quizá un poco demasiado alegre… —Soñó todavía un momento, y, con aire triunfante—: Ya está, lo encontré —gritó—. Saccard, ¡Aristide Saccard!… con dos, ces… ¿Eh? Hay dinero en ese nombre; se diría que se cuentan monedas de cinco francos.
Eugéne gastaba bromas despiadadas. Despidió a su hermano; diciéndole con una sonrisa:
—Sí, un nombre como para ir a presidio o ganar millones.
Unos días después, Aristide Saccard estaba en el ayuntamiento. Se enteró de que su hermano había tenido que emplear toda su influencia para que lo admitieran sin los exámenes al uso.
Entonces comenzó, para la pareja, la vida monótona de los pequeños empleados. Aristide y su mujer reanudaron sus hábitos de Plassans. Sólo que despertaban de un sueño de súbita fortuna, y su vida mezquina les pesaba más, desde que la miraban como un período de prueba cuya duración no podían fijar. Ser pobre en París, es ser doblemente pobre. Angèle aceptaba la miseria con su desidia de mujer clorótica; se pasaba los días en la cocina, o bien tumbada en el suelo, jugando con su hija, y sólo se lamentaba con la última moneda de un franco. Pero Aristide temblaba de rabia con aquella pobreza, con aquella existencia estrecha, en la que daba vueltas como un animal enjaulado. Fue para él un tiempo de sufrimientos indecibles: su orgullo sangraba, sus ardores insatisfechos lo azotaban furiosamente. Su hermano consiguió que le enviaran al Cuerpo legislativo por el distrito de Plassans, y él sufrió todavía más. Percibía demasiado la superioridad de Eugéne para estar neciamente celoso; lo acusaba de no hacer por él lo que hubiera podido hacer. En varias ocasiones, la necesidad lo obligó a llamar a su puerta para pedirle prestado algún dinero. Eugéne prestó el dinero, pero reprochándole con dureza carecer de valor y de voluntad. A partir de entonces, Aristide se curtió aún más. Juró que no pediría un céntimo a nadie, y mantuvo su palabra. Los ocho últimos días del mes, Angèle comía pan duro, suspirando. Este aprendizaje remató la terrible educación de Saccard. Sus labios se adelgazaron más; ya no cometió la tontería de soñar con sus millones en voz alta; su flaca persona se volvió muda, no expresó sino una sola voluntad, una idea fija acariciada a todas horas. Cuando corría desde la calle Saint Jacques al ayuntamiento, sus tacones gastados sonaban agriamente en las aceras, y se abotonaba dentro de su levita raída como en un asilo de odio, mientras su hocico de garduña olfateaba el aire de las calles. Angulosa semblanza de la miseria celosa que se ve vagabundear por el empedrado de París, paseando su plan de fortuna y el sueño de saciarlo.
Hacia comienzos de 1853, Aristide fue nombrado inspector de vías públicas. Ganaba 4.100 francos. Este aumento llegaba a tiempo; Angèle se desmejoraba; la pequeña Clotilde estaba muy pálida. Conservó su reducido alojamiento de dos piezas, el comedor amueblado en nogal, y el dormitorio de caoba, y siguió llevando una existencia rígida, evitando las deudas, sin querer meter las manos en el dinero de los otros hasta que pudiera hundirlas hasta los codos. Engañó así a sus instintos, desdeñoso de los pocos cuartos de más que le llegaban, y permaneció al acecho. Angèle se sintió completamente feliz. Se compró algunos trapitos, utilizó el espetón todos los días. No entendía nada de las cóleras mudas de su marido, de su pinta sombría de hombre que persigue la solución de algún temible problema.
Aristide seguía los consejos de Eugéne: escuchaba y miraba. Cuando fue a agradecerle a su hermano el ascenso, éste comprendió la revolución que se había operado en él; lo felicitó por lo que denominó su buen comportamiento. El empleado, a quien la envidia endurecía en su interior, se había vuelto maleable e insinuante. En unos meses se convirtió en un prodigioso comediante. Toda su labia meridional había despertado, y llevaba su arte tan lejos que sus compañeros del ayuntamiento lo consideraban un buen chico, a quien su cercano parentesco con un diputado designaba de antemano para cualquier buen empleo. Ese parentesco le atraía igualmente la benevolencia de sus jefes. Vivía así con una especie de autoridad superior a su empleo, que le permitía abrir ciertas puertas y meter la nariz en ciertas carpetas, sin que sus indiscreciones pareciesen culpables. Se le vio, durante dos años, merodear por todos los pasillos, abstraerse en todas las salas, levantarse veinte veces al día para ir a charlar con un compañero, llevar una orden, hacer un viaje a través de los despachos, eternos paseos que hacían decir a sus colegas: «¡Este diablo de provenzal! No puede estarse quieto, tiene azogue en las piernas» . Sus íntimos lo tenían por perezoso, y el digno hombre reía, cuando lo acusaban de no pretender sino robarle unos minutos a la administración. Jamás cometió la falta de escuchar por las cerraduras; pero tenía una forma rotunda de abrir las puertas, de atravesar las estancias, con un papel en la mano, con aire absorto, con un paso tan lento y regular, que no se perdía palabra de las conversaciones. Fue una táctica genial; acabaron por no interrumpirse, al paso de aquel activo empleado, que se deslizaba por la sombra de los despachos y parecía tan preocupado por sus tareas. Tuvo también otro método; era de una amabilidad extremada, se ofrecía para ayudar a sus compañeros cuando éstos andaban retrasados con su trabajo, y estudiaba entonces los registros, los documentos que pasaban ante sus ojos, con reconcentrado afecto. Pero una de sus debilidades fue entablar amistad con los ordenanzas. Llegaba hasta a darles apretones de mano. Durante horas, les tiraba de la lengua, de pasada, con risitas ahogadas, contándoles chistes, provocando sus confidencias. Aquella buena gente lo adoraba, decía de él: «¡Es un tipo nada orgulloso!». En cuanto había un escándalo, él era el primero en estar informado. Así fue como, al cabo de dos años, el ayuntamiento no tuvo misterios para él. Conocía al personal hasta el último mico, y el papeleo hasta las facturas de las lavanderas.
En ese momento París ofrecía, para un hombre como Aristide Saccard, el más interesante de los espectáculos. Acababa de ser proclamado el Imperio, con ese famoso viaje durante el cual el príncipe presidente había conseguido caldear el entusiasmo de ciertos departamentos bonapartistas. En la tribuna y en los periódicos se había hecho el silencio
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. La sociedad, salvada una vez más, se felicitaba, descansaba, dormía a pierna suelta, ahora que un gobierno fuerte la protegía y hasta le quitaba la preocupación de pensar y de arreglar sus asuntos. La gran inquietud de la sociedad consistía en saber con qué diversiones mataría el tiempo. Según la feliz expresión de Eugéne Rougon, París se sentaba a la mesa y soñaba chocarrera con el postre. La política espantaba, como una droga peligrosa. Los ánimos hastiados se volvían hacia los negocios y los placeres. Los que poseían algo desenterraban su dinero y los que no lo poseían buscaban por los rincones los tesoros olvidados. Había, en el fondo del barullo, un estremecimiento sordo, un ruido naciente de monedas de cinco francos, risas claras de mujeres, tintineos aún débiles de vajillas y de besos. En el gran silencio del orden, en la chata paz del nuevo reinado, se extendían toda clase de rumores amables, de promesas doradas y voluptuosas. Parecía estar pasando por delante de una de esas casitas con cortinas que cuidadosamente corridas sólo dejan ver sombras femeninas, y donde se oye sonar el oro sobre el mármol de las chimeneas. El Imperio iba a hacer de París el lugar de perdición de Europa. Aquel puñado de aventureros que acababan de robar un trono necesitaban un reinado de aventuras, de negocios turbios, de conciencias vendidas, de mujeres compradas, de borrachera furiosa y universal. Y, en la ciudad donde la sangre de diciembre estaba recién lavada, crecía, tímida aún, esa locura por el goce que iba a arrojar a la patria al manicomio de las naciones podridas y deshonradas.
Aristide Saccard, desde los primeros días, sentía llegar esta oleada ascendente de la especulación, cuya espuma iba a cubrir París entero. Siguió sus progresos con profunda atención. Se hallaba de pleno bajo la cálida lluvia de escudos que caía a chorros sobre los tejados de la ciudad. En sus carreras continuas a través del ayuntamiento, había sorprendido el vasto proyecto de la transformación de París
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, el plan de esas demoliciones, de esas vías nuevas y de esos barrios improvisados, de ese agio formidable a cuenta de la venta de terrenos e inmuebles, que encendían, en las cuatro esquinas de la ciudad, la batalla de los intereses y el resplandor del lujo a ultranza. Desde entonces, su actividad tuvo una meta. Fue en esa época cuando se convirtió en un hombre campechano. Engordó incluso un poco, dejó de correr por las calles como un gato flaco en busca de una presa. En su despacho, era más charlatán, más cortés que nunca. Su hermano, a quien iba a hacer visitas en cierto sentido oficiales, lo felicitaba por poner tan dichosamente en práctica sus consejos. A comienzos de 1854, Saccard le confió que tenía varios negocios a la vista, pero que necesitaría anticipos bastante importantes.
—Habrá que buscarlos —dijo Eugéne.
—Tienes razón, los buscaré —respondió sin el menor mal humor, sin parecer percatarse de que su hermano se negaba a proporcionarle los primeros fondos.
El pensamiento de esos primeros fondos lo consumía ahora. Su plan estaba trazado; lo maduraba cada día. Pero los primeros miles de francos seguían siendo imposibles de encontrar. Su voluntad se tensó aún más; ya sólo miró a la gente de una manera nerviosa y profunda, como si buscara un prestamista en el primer transeúnte. En la vivienda, Angèle seguía llevando su vida discreta y feliz. Él acechaba una oportunidad, y sus risas campechanas se hacían más agudas a medida que esa oportunidad tardaba en presentarse.
Aristide tenía una hermana en París. Sidonie Rougon se había casado con un pasante de abogado de Plassans que había venido a intentar con ella, en la calle Saint-Honoré, el comercio de los frutos del sur. Cuando su hermano la encontró, el marido había desaparecido, y habían consumido el dinero del almacén hacía tiempo. Habitaba en la calle del
faubourg
Poissonnière, en un pequeño entresuelo, compuesto por tres habitaciones. Tenía alquilada también la tienda del bajo, situada debajo de su piso, una tienda estrecha y misteriosa, en la cual aseguraba tener un comercio de encajes; había, efectivamente, en el escaparate, trozos de guipur y de valenciennes, colgados de varillas doradas; pero el interior parecía una antesala, de relucientes revestimientos de madera, sin la menor apariencia de mercancías. La puerta y el escaparate estaban provistas de ligeras cortinas que, poniendo el comercio al abrigo de las miradas de la calle, acababan de darle el aire discreto y velado de una sala de espera, que se abría hacia algún templo desconocido. Era raro ver entrar una clienta en casa de Sidonie; incluso con mucha frecuencia estaba quitado el pomo de la puerta. En el barrio, ella repetía que iba en persona a ofrecer sus encajes a las señoras ricas. Sólo la instalación del piso, decía, le había hecho alquilar la tienda y el entresuelo que se comunicaban por una escalera oculta en el muro. En efecto, la vendedora de encajes estaba siempre fuera; se la veía entrar y salir diez veces al día, con aire presuroso. Por lo demás, no se limitaba al comercio de encajes, utilizaba su entresuelo, lo llenaba con cualquier saldo sacado quién sabe de dónde. Había vendido objetos de caucho: impermeables, chanclos, tirantes, etc.; después se vio allí sucesivamente un nuevo aceite crecepelo, aparatos ortopédicos, una cafetera automática, invento patentado, cuya explotación le dio muchos quebraderos de cabeza. Cuando su hermano fue a verla, vendía pianos, su entresuelo estaba atestado de esos instrumentos; había hasta en el dormitorio, una habitación coquetamente decorada, y que se daba de patadas con el revoltillo comercial de las otras dos habitaciones. Llevaba sus dos negocios con perfecto método; los clientes que iban por las mercancías del entresuelo entraban y salían por una puerta cochera que la casa tenía en la calle Papillon; había que estar en el secreto de la escalerita para conocer el tráfico en parte doble de la vendedora de encajes. En el entresuelo, se llamaba señora Touche, con el apellido de su marido, mientras que sólo había puesto su nombre de pila en la puerta de la tienda, lo cual hacía que la llamasen generalmente señora Sidonie.
Sidonie contaba treinta y cinco años; pero se vestía con tal despreocupación, su facha era tan poco femenina, que se la hubiera juzgado mucho más vieja. A decir verdad, no tenía edad. Llevaba un eterno vestido negro, con brillos en los pliegues, chafado y blanqueado por el uso, que recordaba esas togas de abogados desgastadas en el tribunal. Tocada con un sombrero negro que le bajaba hasta la frente y le tapaba el pelo, calzada con gruesos zapatos, trotaba por las calles, llevando al brazo una cestita cuyas asas estaban reparadas con cordeles. Esa cesta, de la que no se separaba nunca, era todo un mundo. Cuando la entreabría, salían muestras de todas clases, agendas, carteras, y sobre todo puñados de papeles timbrados, cuya escritura ilegible descifraba con particular destreza. Había algo en ella del corredor y del alguacil. Vivía en los protestos, en las citaciones judiciales, en los requerimientos; cuando había colocado diez francos de crema o de encaje, se insinuaba para gozar del favor de su clienta, se convertía en su hombre de negocios, recorría por ella procuradores, abogados, jueces. Llevaba así legajos en el fondo de su cesta durante semanas, tomándose un trabajo de mil diablos, yendo de una punta a otra de París, con un trotecillo parejo, sin coger nunca un carruaje. Habría sido difícil decir qué provecho sacaba de semejante oficio; lo hacía ante todo por una afición instintiva a los negocios turbios, una afición a los pleitos; y además obtenía multitud de pequeños beneficios: cenas sacadas a diestro y siniestro, monedas de cinco francos recogidas acá y allá. Pero la ganancia más clara eran las confidencias que recibía por doquier y que la ponían sobre la pista de buenos golpes y de buenas gangas. Al vivir en casa de los demás, dentro de los asuntos de los demás, era un auténtico repertorio vivo de ofertas y demandas. Sabía dónde había una chica que tenía que casarse en seguida, una familia que necesitaba tres mil francos, un anciano señor que prestaría los tres mil francos, pero con garantías sólidas, y con altos intereses. Sabía cosas aún más delicadas: las tristezas de una dama rubia a la que su marido no comprendía y que aspiraba a ser comprendida; el secreto deseo de una buena madre que soñaba con colocar ventajosamente a su hija soltera; los gustos de un barón inclinado a las cenitas íntimas y a las chicas muy jóvenes. Y llevaba de un lado a otro, con pálida sonrisa, esas demandas y esas ofertas; recorría dos leguas para poner en comunicación a la gente; enviaba al barón a casa de la buena madre, decidía al anciano señor a prestar los tres mil francos a la familia en apuros, encontraba consuelo para la dama rubia y un marido poco escrupuloso para la chica que había que casar. Tenía también grandes negocios, negocios que podía confesar muy alto, y con los que calentaba los cascos a la gente que se le acercaba: un largo proceso que una noble familia arruinada le había encargado seguir, y una deuda contraída por Inglaterra respecto a Francia, en la época de los Estuardo, y cuya cifra, con los intereses compuestos, ascendía a cerca de tres mil millones. Esta deuda de tres mil millones era su manía: explicaba el caso con gran lujo de detalles, daba toda una clase de historia, y rubores de entusiasmo subían a sus mejillas, blancas y amarillas de ordinario como la cera. A veces, entre un mandado a un alguacil y una visita a una amiga, colocaba una cafetera, un impermeable de caucho, vendía un retal de encaje, alquilaba un piano. Eran preocupaciones menores. Después corría a toda prisa a su comercio, donde una clienta la había citado para ver una pieza de chantilly. La clienta llegaba, se deslizaba como una sombra en la tienda discreta y velada. Y no era raro que un caballero entrase por la puerta cochera de la calle Papillon, yendo al mismo tiempo a ver los pianos de la señora Touche, en el entresuelo.