Al divisarla, la marquesita se levantó vivamente, corrió hacia ella, le cogió las dos manos; y, examinándola de pies a cabeza, murmuraba con voz aflautada: —¡Ah! ¡Qué hermosura, qué hermosura…!
Mientras tanto hubo un gran revuelo, todos los convidados acudieron a saludar a la hermosa señora Saccard, como llamaban a Renée en sociedad. Ella dio la mano a casi todos los hombres. Después besó a Christine, pidiéndole noticias de su padre, quien no venía jamás al palacete del parque Monceau. Y siguió en pie, sonriente, saludando aún con la cabeza, los brazos blandamente curvados, ante el corro de damas que miraban curiosas el collar y el tembleque.
La rubia señora Haffner no pudo resistir la tentación; se acercó, miró largamente las joyas, y dijo con voz envidiosa:
—¿Son el collar y el tembleque, verdad?
Renée hizo un ademán afirmativo. Entonces todas las mujeres se deshicieron en elogios; las joyas eran preciosas, divinas; luego acabaron hablando, con una admiración llena de envidia, de la venta de Laure de Aurigny, en la que Saccard las había comprado para su esposa; se quejaron de que aquellas mujerzuelas se llevaban las cosas más bonitas, pronto no habría ya diamantes para las mujeres honradas. Y, en sus quejas, se traslucía el deseo de sentir sobre su piel desnuda una de esas joyas que todo París había visto sobre los hombros de una ilustre impura, y que les contarían acaso al oído los escándalos de las alcobas donde se detenían con tanta complacencia sus sueños de grandes damas. Conocían los elevados precios, citaron un soberbio chal de cachemira, blondas magníficas. El tembleque había costado quince mil francos, el collar cincuenta mil francos. La señora de Espanet estaba entusiasmada con estas cifras. Llamó a Saccard, le gritó:
—¡Venga a que lo feliciten! Ahí tienen a un buen marido!
Aristide Saccard se acercó, se inclinó, se hizo el modesto. Pero su rostro gesticulante delataba una viva satisfacción. Y miraba con el rabillo del ojo a los dos contratistas, los dos albañiles enriquecidos, plantados a unos pasos, y oía cómo sonaban las cifras de quince mil y de cincuenta mil francos con visible respeto.
En ese momento, Maxime, que acababa de entrar, adorablemente entallado por su frac, se apoyó con familiaridad en el hombro de su padre y le habló en voz baja, como a un amigo de su edad, señalándole con la mirada a los albañiles. Saccard esbozó la sonrisa discreta de un actor aplaudido.
Llegaron todavía algunos convidados. Había al menos unas treinta personas en el salón. Las conversaciones se reanudaron, durante los momentos de silencio se oían, tras las paredes, leves rumores de vajilla y de cubertería. Por fin Baptiste abrió una puerta de dos hojas y, majestuosamente dijo la frase sacramental:
—La señora está servida.
Entonces, lentamente, comenzó el desfile. Saccard dio el brazo a la marquesita; Renée cogió el de un anciano caballero, un senador, el barón de Gouraud, ante quien todo el mundo se rebajaba con gran humildad; en cuanto a Maxime, se vio obligado a ofrecer su brazo a Louise de Mareuil; detrás venía el resto de los convidados, en procesión, y, al final de todos, los dos contratistas, con las manos caídas.
El comedor era una vasta pieza cuadrada, cuyos revestimientos de peral ennegrecido y barnizado alcanzaban la altura de un hombre, adornados con delgados filetes de oro. Los cuatro grandes paneles los habían previsto seguramente para recibir pinturas de bodegones, pero habían quedado vacíos, pues sin duda el propietario del palacete retrocedió ante un gasto puramente artístico. Se limitaron a tapizarlos con terciopelo verde oscuro. El mobiliario, las cortinas y los portiers de la misma tela, daban a la estancia un carácter sobrio y grave, calculado para concentrar en la mesa todos los esplendores de la luz.
Y en ese momento, en efecto, en medio de la ancha alfombra persa, de tintas oscuras, que ahogaba el ruido de los pasos, bajo la cruda claridad de la araña, la mesa, rodeada de sillas con respaldos negros, con filetes de oro, que la enmarcaban con una línea oscura, era como un altar, como una capilla ardiente, donde, sobre la blancura deslumbrante del mantel, ardían las llamas claras de los cristales y de las piezas de la cubertería. Por encima de los respaldos tallados, en una sombra flotante, se distinguían apenas los revestimientos de las paredes, un gran aparador bajo, terciopelos que arrastraban. Forzosamente los ojos volvían a la mesa, se llenaban con aquel deslumbramiento. Un admirable centro de plata mate, cuyas cinceladuras relucían, ocupaba el medio; era una banda de faunos que raptaban a unas ninfas; y, por encima del grupo, saliendo de un ancho cuerno, un enorme ramo de flores naturales caía en racimos. En los dos extremos, unos jarrones contenían igualmente ramos de flores; dos candelabros, emparejados con el grupo del centro, hechos cada uno con un sátiro corriendo, que llevaba en uno de sus brazos una mujer desmayada, y sujetaba con el otro un hachón de diez velas, sumaban el brillo de sus bujías al resplandor de la araña central. Entre estas piezas principales, los calientaplatos, grandes y pequeños, se alineaban simétricamente, cargados con el primer servicio, flanqueados por conchas que contenían entremeses, separados por cestas de porcelana, jarrones de cristal, platos llanos, fruteros repletos, que contenían la parte de los postres que estaba ya en la mesa. A lo largo del cordón de los platos, el ejército de los vasos, las jarras de agua y vinos, los pequeños saleros, todo el cristal del servicio era fino y ligero como muselina, sin una cinceladura, y tan transparente que no daba la menor sombra. Y el centro de mesa, las grandes piezas parecían fuentes de fuego; a lo largo del bruñido flanco de los calientaplatos corrían destellos; los tenedores, las cucharas, los cuchillos de mango de nácar, formaban rayas de llamas; arco iris encendían los vasos; y, en medio de esta lluvia de chispas, en esta masa incandescente, las jarras de vino manchaban de escarlata el mantel calentado al rojo blanco.
Al entrar, los convidados, que sonreían a las damas que llevaban del brazo, mostraron una expresión de discreta beatitud. Las flores llenaban de frescor el aire tibio. Rondaban olores ligeros, mezclados con el perfume de las rosas. Y lo que dominaba era el aroma áspero de los cangrejos de río y el olor agridulce de los limones.
Después, cuando todos hubieron encontrado su nombre, escrito en el reverso de la tarjeta del menú, se oyó un ruido de sillas, un gran frufrú de faldas de seda. Los hombros desnudos, constelados de diamantes, flanqueados por fraques que hacían resaltar su palidez, sumaron sus blancuras lechosas al resplandor de la mesa. Comenzó el servicio, entre sonrisitas intercambiadas por los vecinos, en un silencio a medias que sólo interrumpía aún el tintineo sordo de las cucharas. Baptiste desempeñaba las funciones de jefe de comedor con sus actitudes graves de diplomático; tenía a sus órdenes, amén de los dos lacayos, cuatro ayudantes a quienes contrataba solamente para las grandes cenas. A cada plato, que se llevaba, y que iba a trinchar, al fondo de la estancia, en una mesa auxiliar, tres de los sirvientes daban lentamente la vuelta a la mesa, con una bandeja en la mano, ofreciendo los manjares por su nombre, a media voz. Los otros servían los vinos, vigilaban el pan y las jarras. Los entremeses y los entrantes se marcharon y se pasearon lentamente así, sin que la risa cristalina de las damas se hiciera más aguda.
Los convidados eran demasiado numerosos para que la conversación pudiera fácilmente resultar general. Sin embargo, en el segundo servicio, cuando los asados y las ensaladas hubieron ocupado el lugar de los entremeses y los entrantes, y los grandes vinos de Borgoña, el pommard, el chambertin, sucedieron al léoville y al château-lafite, el ruido de las voces creció, las carcajadas hicieron tintinear los ligeros cristales. Renée, en el centro de la mesa, tenía a su derecha al barón de Gouraud, a su izquierda al señor Toutin-Laroche, ex fabricante de velas, a la sazón concejal, director del Crédito Vitícola, miembro del consejo de vigilancia de la Sociedad General de los Puertos de Marruecos, hombre flaco y eminente, a quien Saccard, sentado en frente, entre la señora de Espanet y la señora Haffner, llamaba, con voz halagadora, bien «Mi querido colega», bien «Nuestro gran administrador». A continuación venían los políticos: señor Hupel de la Noue, un prefecto que pasaba ocho meses del año en París; tres diputados, entre los cuales el señor Haffner exhibía su ancha cara alsaciana; después el señor De Saffré, un joven encantador, secretario de un ministro; el señor Michelin, jefe del servicio de vías y obras; y otros empleados superiores. El señor De Mareuil, candidato perpetuo a una diputación, se pavoneaba frente al prefecto, a quien echaba miradas afectuosas. En cuanto a señor De Espanet, jamás acompañaba a su mujer en sociedad. Las señoras de la familia estaban colocadas entre los más notables de estos personajes. Sin embargo Saccard se había reservado a su hermana Sidonie, a quien había sentado más lejos, entre los dos contratistas, el señor Charrier a la derecha, el señor Mignon a la izquierda, como en un puesto de confianza donde se trataba de vencer. La señora Michelin, la mujer del jefe de servicio, una linda morena, torneadita, se encontraba al lado del señor De Saffré, con quien charlaba vivazmente en voz baja. Después, en los dos extremos de la mesa, estaba la juventud, auditores del Consejo de Estado, hijos de padres poderosos, pequeños millonarios en agraz, el señor De Mussy, que lanzaba a Renée miradas desesperadas, Maxime, con Louise de Mareuil a su derecha, y a quien su vecina parecía estar conquistando. Poco a poco, se habían echado a reír muy alto. Fue de allí de donde partieron las primeras explosiones de alegría.
Mientras tanto, el señor Hupel de la Norte preguntó hábilmente:
—¿Tendremos el placer de ver a Su Excelencia esta noche?
—No creo —respondió Saccard con un aire importante que ocultaba una secreta contrariedad—. ¡Mi hermano está tan ocupado!… Nos ha enviado a su secretario, el señor De Saffré, para presentarnos sus excusas.
El joven secretario, a quien la señora Michelin acaparaba decididamente, alzó la cabeza al oír pronunciar su nombre, y exclamó al buen tuntún, creyendo que se habían dirigido a él:
—Sí, sí, se celebra una reunión de ministros a las nueve, en el Ministerio de Justicia.
Durante ese tiempo, el señor Toutin-Laroche, a quien habían interrumpido, continuaba gravemente, como si estuviera perorando en el silencio atento del Concejo:
—Los resultados son soberbios. Este empréstito de la Villa perdurará como una de las mejores operaciones financieras de la época. ¡Ah!, señores…
Pero aquí su voz se vio de nuevo cubierta por unas carcajadas que estallaron bruscamente en uno de los extremos de la mesa. Se oía, en medio de aquella ráfaga de alegría, la voz de Maxime, que remataba una anécdota:
—Esperen, que aún no he acabado. La pobre amazona fue recogida por un peón caminero. Dicen que le da una brillante educación para casarse con él más adelante. Ella no quiere que un hombre que no sea su marido pueda presumir de haber visto cierta señal negra situada por encima de su rodilla.
Las carcajadas se reanudaron con más fuerza; Louise reía francamente, más alto que los hombres. Y suavemente, entre esas risas, como sordo, un lacayo metía en ese momento, entre cada convidado, su cabeza grave y pálida, ofreciendo filetitos de pato salvaje, en voz baja.
Aristide Saccard se enojó por la poca atención que se le prestaba al señor Toutin-Laroche. Prosiguió, para demostrar que él lo había escuchado:
—El empréstito de la Villa…
Pero el señor Toutin-Laroche no era hombre que perdiera el hilo de una idea:
—¡Ah!, señores —continuó cuando las risas se hubieron calmado—, el día de ayer ha sido un gran consuelo para nosotros, para nuestra administración, blanco de tantos ataques. Se acusa al Concejo de llevar a la Villa a la ruina, y, ya lo ven, en cuanto la Villa lanza un empréstito, todo el mundo nos aporta su dinero, incluso los que chillan.
—Han hecho ustedes milagros —dijo Saccard—. París se ha convertido en la capital del mundo.
—Sí, es realmente prodigioso —interrumpió el señor Hupel de la Noue—. Imagínense que yo, que soy un viejo parisiense, ya no reconozco mi París. Ayer, me he perdido yendo del ayuntamiento al Luxemburgo. ¡Es prodigioso, prodigioso! —Hubo un silencio. Todos los hombres serios escuchaban ahora.
—La transformación de París —continuó el señor Toutin-Laroche— será la gloria del reinado. El pueblo es ingrato: debería besar los pies del emperador. Yo lo decía esta mañana en el Concejo, donde se hablaba del gran éxito del empréstito: «Señores, dejemos hablar a esos protestones de la oposición: cambiar de arriba abajo París, es fertilizarlo».
Saccard sonrió cerrando los ojos, como para saborear mejor la finura de la frase. Se inclinó por detrás de la espalda de la señora De Espanet, y le dijo al señor Hupel de la Noue, lo bastante alto para que lo oyeran:
—Tiene un ingenio admirable.
Mientras tanto, desde que se hablaba de las obras de París, el señor Charrier alargaba el cuello, como para mezclarse en la conversación. Su asociado Mignon se ocupaba sólo de Sidonie, que le daba mucho que hacer. Saccard, desde el comienzo de la cena, vigilaba con el rabillo del ojo a los contratistas.
—La administración —dijo—, ¡ha encontrado tantas adhesiones! Todo el mundo quiere contribuir a la gran obra. Sin las ricas compañías que han acudido en su ayuda, la Villa jamás habría podido actuar tan bien ni tan de prisa. —Se volvió y, con una especie de brutalidad halagadora—: Los señores Mignon y Charrier saben algo de esto, ellos que han tenido su parte en el trabajo, y que tendrán su parte de gloria.
Los albañiles enriquecidos recibieron beatíficamente esta frase en pleno pecho. Mignon, a quien Sidonie decía melindrosa: «¡Ah, caballero, usted me halaga! No, el rosa sería demasiado joven para mí…», la dejó en el medio de su frase para responder a Saccard:
—Es usted demasiado amable; hemos hecho nuestros negocios.
Pero Charrier era más pulido. Acabó su vaso de pommard y encontró la manera de hacer una frase:
—Las obras de París —dijo— han hecho vivir al obrero.
—Y diga también —prosiguió el señor Toutin-Laroche— que han dado un magnífico impulso a los asuntos financieros e industriales.
—Y no olviden el lado artístico; las nuevas vías son majestuosas —agregó el señor Hupel de la Noue, que se preciaba de tener gusto.