La jauría (42 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Mientras tanto, las damas de los coches sonreían discretamente, los peatones se señalaban al príncipe. Un hombre gordo afirmaba que el emperador era el caballero que daba la espalda al cochero, a la izquierda. Algunas manos se alzaron en un saludo. Pero Saccard, que se había quitado el sombrero antes incluso de que hubieran pasado los batidores, esperó a que el coche imperial se encontrara exactamente frente a él y, entonces, gritó con su gruesa voz provenzal:

—¡Viva el emperador!

El emperador, sorprendido, se volvió; reconoció, sin duda, al entusiasta, le devolvió el saludo sonriente. Y todo desapareció en el sol, los carruajes volvieron a juntarse, Renée ya no vio, por encima de las crines, entre las espaldas de los lacayos, más que los gorros verdes de los batidores, que saltaban con sus borlas de oro.

Se quedó un momento con los ojos muy abiertos, llenos de esta aparición, que le recordaba otra hora de su vida. Le parecía que el emperador, al mezclarse con la fila de carruajes, acababa de poner en ella el último rayo necesario y de dar un sentido a este desfile triunfal. Ahora era la gloria. Todas aquellas ruedas, todos aquellos hombres condecorados, todas aquellas mujeres que se exhibían lánguidamente, se marchaban entre el relámpago y el fragor del landó imperial. Esta sensación resultó tan aguda y dolorosa que la joven sintió la imperiosa necesidad de escapar de aquel triunfo, de aquel grito de Saccard que resonaba aún en sus oídos, de la vista del padre y del hijo, del brazo, charlando y andando a menudos pasos. Buscó, con las manos en el pecho, como abrasada por un fuego interior; y con una repentina esperanza de alivio, de saludable frescor, se inclinó y dijo al cochero:

—¡Al palacete Béraud!

El patio tenía su frialdad de claustro. Renée dio la vuelta bajo las arcadas, feliz con la humedad que caía sobre sus hombros. Se acercó al pilón verde de musgo, pulido en los bordes por el desgaste; miró la cabeza del león semiborrada, las fauces entreabiertas, que arrojaban un hilillo de agua por un tubo de hierro. Cuántas veces, ella y Christine, habían cogido aquella cabeza entre sus brazos de crías, para agacharse, para llegar hasta el hilo de agua, cuyo chorro helado les gustaba sentir sobre sus manitas. Después subió la gran escalera silenciosa, vislumbró a su padre al fondo de la sucesión de inmensas estancias; enderezaba su alta talla, se hundía lentamente en las sombras de la vieja morada, de esta soledad altanera, en la que se había enclaustrado totalmente después de la muerte de su hermana; y pensó en los hombres del Bosque, en aquel otro viejo, el barón de Gouraud, que hacía rodar su carne al sol, sobre almohadas. Subió aún más, avanzó por los pasillos, por las escaleras de servicio, hizo el viaje de la habitación de las niñas. Cuando llegó arriba del todo, encontró la llave en el clavo habitual, una gruesa llave herrumbrosa, donde las arañas habían hilado su tela. La cerradura lanzó un grito quejoso. ¡Qué triste era el cuarto de las niñas! Se le puso un nudo en la garganta al encontrarlo tan vacío, tan gris, tan mudo. Cerró la puerta de la pajarera, que había quedado abierta, con la vaga idea de que por esa puerta debían de haber alzado el vuelo las alegrías de su infancia. Delante de las jardineras, llenas aún de una tierra endurecida y resquebrajada como barro seco, se detuvo, rompió con los dedos un tallo de rododendro; aquel esqueleto de planta, canijo y blanco de polvo, era cuanto quedaba de sus vivos canastillos de verdor. Y la estera, la propia estera, desteñida, comida por las ratas, se extendía con una melancolía de sudario que espera desde hace años la muerte prometida. En un rincón, en medio de aquella muda desesperación, de aquel abandono cuyo silencio lloraba, encontró una de sus viejas muñecas; todo el serrín se había escurrido por un agujero, y la cabeza de porcelana seguía sonriendo con sus labios de esmalte, encima de aquel cuerpo blando, agotado al parecer por locuras de muñeca.

Renée se ahogaba, en medio de aquel aire podrido de su primera edad. Abrió la ventana, miró el inmenso paisaje. Allí nada estaba ensuciado. Encontró las alegrías eternas, la eterna juventud del aire libre. Detrás de ella, el sol debía de estar bajando; no veía sino los rayos del astro en su puesta, que amarilleaban con suavidades infinitas aquel trozo de ciudad que ella conocía tan bien. Era como una canción postrera del día, un alegre estribillo que se dormía lentamente sobre todas las cosas. Abajo, la estacada brillaba con resplandores de llamas leonadas, mientras el puente de Constantino recortaba el negro encaje de sus cordajes de hierro sobre la blancura de sus pilares. Después, a la derecha, las umbrías del Mercado de los Vinos y del jardín Botánico formaban una gran charca, de aguas estancadas y musgosas, cuya superficie verdosa iba a anegarse en las brumas del cielo. A la izquierda, el muelle Henri IV y el muelle de La Rapée alineaban la misma hilera de casas, esas casas que las chiquillas, veinte años antes, habían visto allí, con las mismas manchas pardas de los cobertizos, las mismas chimeneas rojizas de las fábricas. Y, sobre los árboles, el tejado pizarroso de La Salpètrière, azuleado por el adiós del sol, se le apareció de repente como un viejo amigo. Pero lo que la calmaba, lo que ponía un frescor en su pecho, eran las largas riberas grises; era, sobre todo, el Sena, el gigante que miraba llegar desde el extremo del horizonte, derecho hacia ella, como en los dichosos tiempos en que tenía miedo de verlo crecer y subir hasta la ventana. Recordaba la ternura que les inspiraba el río, su amor a la corriente colosal, al temblor de aquel agua rugiente, que se desplegaba como un lienzo a sus pies, se abría a su alrededor, detrás de ellas, en dos brazos que no veían, y cuya grande y pura caricia sentían aún más. Eran ya coquetas, y decían, los días de cielo claro, que el Sena se había puesto su hermoso traje de seda verde moteado de llamas blancas; y las corrientes donde el agua se rizaba ponían en el traje encañonados de satén, mientras a lo lejos, más allá del cinturón de los puentes, placas de luz desplegaban paños de tela del color del sol.

Y Renée, alzando los ojos, miró el vasto panorama que se perdía, de un azul tierno, fundido poco a poco en el borroso crepúsculo. Pensaba en la ciudad cómplice, en el resplandor de las noches del bulevar, en las tardes ardientes del Bosque, en los días macilentos y crudos de los grandes palacetes nuevos. Después, cuando bajó la cabeza y volvió a ver con una mirada el apacible horizonte de su infancia, aquel rincón de ciudad burguesa y obrera donde soñaba con una vida de paz, una suprema amargura acudió a sus labios. Con las manos unidas, sollozó en la noche que caía.

El invierno siguiente, cuando Renée murió de una meningitis aguda, fue su padre quien pagó sus deudas. La cuenta de Worms ascendía a doscientos cincuenta y siete mil francos.

FIN

Émile Zola, nació en París, el 2 de abril de 1840, hijo de un ingeniero civil italiano. Tras la muerte de su padre, la familia vivió en la pobreza. Su primer trabajo fue el de empleado en una editorial. A partir de 1865 se ganó la vida escribiendo poemas, relatos y crítica de arte y literatura. Su primera novela importante, Thérèse Raquin (1867), es un detallado estudio psicológico del asesinato y la pasión.

Más tarde, inspirado por los experimentos científicos sobre la herencia y el entorno, Zola decidió escribir una novela que ahondara en las profundidades de todos los aspectos de la vida humana, que documentara los males sociales, al margen de cualquier sensibilidad política. Asignó a esta nueva escuela de ficción literaria el nombre de naturalismo y escribió una serie de veinte novelas entre 1871 y 1893, bajo el título genérico de Les Rougon-Macquart, con el fin de ilustrar sus teorías a través de una saga familiar. Tras una ardua investigación produjo un sorprendente y completo retrato de la vida francesa, especialmente la parisina, de finales del siglo XIX. Sin embargo, fue calificado de obsceno y criticado por exagerar la criminalidad y el comportamiento a menudo patológico de las clases más desfavorecidas.

Algunos de los libros que se ocupan de las cinco generaciones de la familia Rougon-Macquart, alcanzaron una gran popularidad. Entre las novelas de esta serie destacan La taberna (1877), un estudio sobre el alcoholismo; Nana, basada en la prostitución; Pot-bouille (1882), un análisis sobre las pretensiones de la clase media; Germinal (1885), un relato sobre las condiciones de vida de los mineros; La bestia humana (1890), una novela que analiza las tendencias homicidas; y El desastre (1892), un relato sobre la caída del Segundo Imperio. Estos libros, que el propio Zola consideraba documentos sociales, influyeron enormemente en el desarrollo de la novela naturalista.

Sus obras posteriores, escritas a partir de 1893, son menos objetivas, más evangelizantes y, en consecuencia, menos logradas como novelas. Entre éstas figura la serie Las tres ciudades (3 volúmenes, 1894-1898), que incluye Lourdes (1894), Roma (1896) y París (1898). Zola escribió también varios libros de crítica literaria en los que ataca a sus enemigos, los escritores románticos. El mejor de sus escritos críticos es el ensayo La novela experimental (1880) y la colección de ensayos Los novelistas naturalistas (1881).

En enero de 1898, Zola se vio envuelto en el caso Dreyfus, cuando escribió una carta abierta que se publicó en el diario parisino L'Aurore. Es la famosa carta conocida como
J'accuse
(Yo acuso), en la que Zola arremete contra las autoridades francesas por perseguir al oficial de artillería judío Alfred Dreyfus, acusado de traición. Tras la publicación de esta carta, Zola fue desterrado a Inglaterra durante un año.

Murió en París, el 29 de septiembre de 1902, intoxicado por el monóxido de carbono que producía una chimenea en mal estado.

Notas

[1]
Stapper debe de ser una mala transcripción de
stepper
, anglicismo que aparece en francés a partir de 1862 y que designa un caballo trotón de marcha viva, que levanta mucho las patas delanteras, lanzándolas muy hacia delante. (N. del T.)
<<

[2]
La actual avenida Noch. (N. del T.)
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[3]
La avenida de la Reina Hortensia, que llevaba el nombre de la madre de Napoleón III, era la actual avenida Hoche, que va desde la plaza de l’Etoile hasta el parque Monceau. (N. del T.)
<<

[4]
Los edificios construidos entre 1852 y 1857 para terminar el Palacio del Louvre. (N. del T.)
<<

[5]
La prensa había sido sometida a una rigurosa represión por unos decretos-ley de Febrero de 1852, que estuvieron en vigor hasta 1868. (N. del T.)
<<

[6]
Desde antes del Segundo Imperio estaban en estudio ciertos proyectos de remodelación urbanística de París, pero sólo en 1853, cuando Haussmann fue nombrado prefecto del Sena, se aceleró su realización. (N. del T.)
<<

[7]
Las «comisiones mixtas», creadas a finales de diciembre de 1852, incluían un magistrado, un funcionario de la prefectura y un oficial. Decidían la suerte de quienes se habían opuesto al golpe de Estado y podían condenar al acusado, sin posibilidad de defensa ni de recurso, a penas que iban desde la libertad vigilada hasta la deportación. (N. del T.)
<<

[8]
La colina de Montmartre estaba en las afueras de París en el momento de la narración, en un marco todavía campestre. Sólo en 1858 pasará a formar parte de la ciudad, convirtiéndose en el distrito XVIII. (N. del T.)
<<

[9]
El gran crucero (
la grande croisée
) estaba formado por la avenida de los Campos Elíseos y la calle de Rivoli, de este a oeste, y los bulevares de Estrasburgo, Sebastopol y Saint-Michel, de norte a sur. (N. del T.)
<<

[10]
La barrera de Le Trône era la actual Plaza de la Nación. (N. del T.)
<<

[11]
La antigua
Place Royale
es la actual Plaza de los Vosgos, en el Marais. (N. del T.)
<<

[12]
La
estacade
era una barrera de altas estacas que protegía la ciudad de los hielos del Sena. (N. del T.)
<<

[13]
La pasarela de Constantino enlazaba L'île Saint Louis con el muelle de Saint Bernard. (N. del T.)
<<

[14]
Se trata del antiguo Colegio Borbón, en la actualidad Liceo Condorcet entre la calle Caumartin y la de Le Havre. (N. del T.)
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[15]
Le Moniteur Universal
, diario casi oficial del gobierno. (N. del T.)
<<

[16]
El
bal Mabille
era un baile popular al aire libre, cerca del rond-point de los Campos Elíseos. (N. del T.)
<<

[17]
Alexis Piron (1689-1773), poeta y autor de sátiras y de canciones a veces licenciosas. (N. del T.)
<<

[18]
El actual bulevar Voltaire. (N. del T.)
<<

[19]
Los bailes de la ópera precedían en unos días a las fiestas de Carnaval y eran bailes populares. (N. del T.)
<<

[20]
La prisión de la calle de Clichy, donde se encarcelaba a los deudores insolventes. La cárcel por deudas sólo fue abolida en 1867. (N. del T.)
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