La jauría (39 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La jauría
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Pero, en la oscuridad, volvió a ver la mancha de carne del tocador, y vislumbró, amén de eso, la suavidad gris del dormitorio, el oro tierno de la salita, el verde crudo del invernadero, todas esas riquezas cómplices. Era allí donde sus pies habían cogido la savia mala. No habría dormido con Maxime en un catre, en el fondo de una buhardilla. Habría sido demasiado innoble. La seda había vuelto coqueto su crimen. Y soñaba con arrancar esos encajes, con escupir sobre esa seda, con romper su gran cama a patadas, con arrastrar su lujo a cualquier arroyo, del que saldría tan gastado y sucio como ella.

Cuando abrió los ojos, se acercó al espejo, se miró de nuevo, se examinó de cerca. Estaba acabada. Se vio muerta. Toda su cara le decía que el desmoronamiento cerebral se remataba. Maxime, esa última perversión de sus sentidos, había terminado su obra, agotado su carne, desequilibrado su inteligencia. Ya no le quedaban alegrías por disfrutar, ninguna esperanza de despertar. Ante esta idea, una feroz cólera se encendió en su interior. Y, en una postrera crisis de deseo, soñó con recuperar su presa, con agonizar en brazos de Maxime y llevárselo consigo. Louise no podía casarse con él; Louise sabía muy bien que no era suyo, puesto que los había visto besarse en la boca. Entonces se echó sobre los hombros un abrigo de piel, para no cruzar el baile totalmente desnuda. Y bajó.

En la salita se encontró frente a frente a Sidonie. Ésta, para disfrutar del drama, se había apostado de nuevo en la escalinata del invernadero. Pero ya no supo qué pensar, cuando Saccard reapareció con Maxime, y respondió brutalmente, a sus preguntas hechas en voz baja, que estaba soñando, que no había «nada de nada». Después se olió la verdad. Su cara amarilla se demudó, la cosa la parecía demasiado fuerte. Y, despacito, fue a pegar la oreja a la puerta de la escalera, esperando que oiría a Renée llorar, arriba. Cuando la joven abrió la puerta, la hoja casi abofeteó a su cuñada.

—¡Me estaba espiando! —le dijo con cólera.

Pero Sidonie respondió con gran desdén:

—¡Cómo si yo me ocupara de sus porquerías! —Y, levantándose el traje de maga, retirándose con una mirada majestuosa—: Hijita mía, no tengo la culpa si le ocurren accidentes… Pero no le guardo rencor, ¿comprende? Y entérese bien de que habría encontrado y todavía encontrará en mí una segunda madre. La espero en mi casa, cuando le apetezca.

Renée no la escuchaba. Entró en el gran salón, cruzó una figura muy complicada del cotillón, sin ver siquiera la sorpresa que causaba su abrigo de pieles. Había, en el centro de la estancia, grupos de damas y caballeros que se mezclaban, agitando banderolas, y la voz aflautada del señor De Saffré decía:

—Vamos, señoras, la «Guerra de México»… Las damas, que hacen de zarzas, tienen que extender sus faldas en círculo y quedarse en el suelo… Ahora, los caballeros giran en torno a la zarza… Después, cuando bata palmas, cada uno de ellos bailará con su zarza.

Batió palmas. Los cobres sonaron, el vals desplegó una vez más a las parejas alrededor del salón. La figura había tenido poco éxito. Dos señoras se habían quedado sobre la alfombra, enredadas en sus enaguas. La señora Daste declaró que lo que le divertía, en la «Guerra de México», era sólo hacer «un queso» con su vestido, como en el internado.

Renée, al llegar al vestíbulo, encontró a Louise y a su padre, a quienes acompañaban Saccard y Maxime. El barón de Gouraud se había marchado. Sidonie se retiraba con los Mignon y Charrier, mientras que el señor Hupel de la Noue acompañaba a la señora Michelin, a quien su marido seguía discretamente. El prefecto había empleado el resto de la velada en hacerle la corte a la linda morena. Acababa de convencerla de pasar un mes de verano en su capital, «donde se veían antigüedades realmente curiosas».

A Louise, que masticaba a hurtadillas el turrón que llevaba en el bolsillo, le dio un ataque de tos en el momento de salir.

—Tápate bien —dijo su padre.

Y Maxime se apresuró a apretar más el lazo de la capucha de su salida de baile. Ella alzaba la barbilla, se dejaba arrebujar. Pero cuando apareció la señora Saccard, el señor De Mareuil regresó, se despidió de ella. Se quedaron allí todos, charlando un instante. Renée dijo, queriendo explicar su palidez, sus temblores, que había cogido frío, que había subido a su cuarto para echarse el abrigo por los hombros. Y espiaba el instante en que podría hablar en voz baja con Louise, que la miraba con su tranquilidad curiosa. Mientras los hombres seguían estrechándose las manos, se inclinó y murmuró:

—¡No se casará usted con él! No es posible. Sabe usted muy bien…

Pero la niña la interrumpió, se empinó, diciéndole al oído:

—¡Oh! Puede estar tranquila, me lo llevo… No importa, ya que nos vamos a Italia.

Y sonreía con su sonrisa vaga de esfinge viciosa. Renée se quedó balbuciente. No entendía nada, se imaginó que la jorobada se burlaba de ella. Después, cuando los Mareuil se hubieron marchado, repitiendo varias veces «¡Hasta el domingo!», miró a su marido, miró a Maxime, con ojos espantados, y, viéndolos tan tranquilos, en actitud satisfecha, ocultó la cara entre las manos, huyó, se refugió en el fondo del invernadero.

Los senderos estaban tranquilos. Las grandes hojas dormían y, sobre el pesado lienzo del estanque, dos brotes de ninfeas se abrían lentamente. Renée habría querido llorar; pero este calor húmedo, este olor fuerte que reconocía, le ponía un nudo en la garganta, estrangulaba su desesperación. Miraba a sus pies, al borde del estanque, a aquel sitio de la arena amarilla, donde extendía la piel de oso el invierno pasado. Y cuando alzó los ojos, vio todavía una figura del cotillón, muy al fondo, por las dos puertas que estaban abiertas.

Era un ruido ensordecedor, una confusa barahúnda en la que sólo distinguió, al principio, faldas voladoras y piernas negras que pataleaban y giraban. La voz del señor De Saffré gritaba: «¡Cambio de damas! ¡Cambio de damas!». Y las parejas pasaban en medio de un fino polvo amarillo; cada caballero, tras haber dado tres o cuatro vueltas de vals, arrojaba a su dama en brazos del vecino, que le arrojaba la suya. La baronesa de Meinhold, con su disfraz de Esmeralda, caía de las manos del conde de Chibray en las manos de mister Simpson; éste la agarraba a la buena de Dios, por un hombro, mientras que la punta de sus guantes se deslizaba bajo el corpiño. La condesa Vanska, roja, haciendo sonar sus colgantes de Coral, iba, de un salto, del pecho del señor De Saffré al pecho del duque de Rozan, a quien enlazaba, a quien obligaba a piruetear durante cinco compases, para colgarse a continuación de la cadera de mister Simpson, que acababa de lanzar a la Esmeralda al director del cotillón. Y la señora Teissiére, la señora Daste, la señora De Lauwerens brillaban, como joyas vivientes, con la palidez rubia del Topacio, el azul tierno de la Turquesa, el azul ardiente del Zafiro, se abandonaban por un instante, se arqueaban bajo la muñeca tendida de un bailarín, después volvían a marchar, llegaban de espaldas o de frente a un nuevo abrazo, visitaban en fila todas las caricias masculinas del salón. Mientras tanto, la señora De Espanet, delante de la orquesta, había logrado atrapar a la señora Haffner al pasar y vallaba con ella, sin querer soltarla. El Oro y la Plata bailaban juntas, amorosamente.

Renée comprendió entonces aquel remolineo de las faldas, aquel pataleo de las piernas. Estaba situada más abajo, veía la furia de los pies, el revoltillo de las botas de charol y de los blancos tobillos. A veces, le parecía que una ráfaga de viento iba a llevarse los trajes. Aquellos hombros desnudos, aquellos brazos desnudos, aquellas cabelleras desnudas que volaban, que remolineaban, cogidas, arrojadas y vueltas a coger, en el fondo de aquella galería, donde el vals de la orquesta enloquecía, donde los cortinajes rojos desfallecían bajo las postreras fiebres del baile, se le aparecieron como la imagen tumultuosa de su vida, de sus desnudeces, de sus abandonos. Y experimentó tal dolor al pensar que Maxime, para tomar a la jorobada entre sus brazos, acababa de arrojarla a ella allí, a aquel lugar donde se habían amado, que soñó con arrancar un tallo de la tanguinia que le rozaba la mejilla, y masticarlo hasta la madera. Pero era cobarde, se quedó delante del arbusto tiritando bajo el abrigo que sus brazos ceñían, apretaban estrechamente, con un gran gesto de aterrada vergüenza.

Capítulo 7

Tres meses después, en una de esas tristes mañanas de primavera que devuelven a París la luz baja y la humedad sucia del invierno, Aristide Saccard bajaba del coche, en la plaza de Le Château-d'Eau
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, y se internaba, con otros cuatro señores, por el boquete de las demoliciones que excavaba el futuro bulevar del Príncipe Eugenio. Era una comisión investigadora que el jurado de las indemnizaciones enviaba a los lugares para tasar ciertos inmuebles cuyos propietarios no habían podido entenderse amistosamente con la Villa.

Saccard renovaba el golpe de suerte de la calle de la Pepiniére. Para que el nombre de su mujer desapareciera por completo, ideó primero una venta de los terrenos y del café cantante. Larsonneau se lo cedió todo a un supuesto acreedor. La escritura de venta incluía la colosal cifra de tres millones. Esta cifra era tan exorbitante que la comisión del ayuntamiento, cuando el agente de expropiaciones, en nombre del imaginario propietario, reclamó el precio de compra como indemnización, no quiso conceder nunca más de dos millones quinientos mil francos, pese al sordo trabajo del señor Michelin y los alegatos del señor Toutin-Laroche y del barón de Gouraud. Saccard se esperaba este fracaso; rechazó la oferta, dejó que el expediente fuera al jurado, del cual justamente él formaba parte con el señor De Mareuil, por un azar al que debía de haber contribuido. Y era así como se encontraba encargado, con cuatro de sus colegas, de hacer una investigación sobre sus propios terrenos.

El señor De Mareuil lo acompañaba. De los otros tres jurados, había un médico, que fumaba un puro sin preocuparse para nada por los cascotes que saltaban, y dos industriales, uno de los cuales, fabricante de instrumentos de cirugía, había sido antes afilador ambulante.

El camino por el que se metieron aquellos caballeros era horroroso. Había llovido toda la noche. El suelo, empapado, se convertía en un río de fango, entre las casas derruidas, sobre aquella carretera trazada en plena tierra blanda, donde los volquetes de transporte se hundían hasta media rueda. A los dos lados, lienzos de muros, reventados por la piqueta, seguían en pie; altos edificios destripados, que mostraban sus entrañas macilentas, abrían en el aire sus cajas de escalera vacías, sus habitaciones colgadas, semejantes a los cajones rotos de un mueble basto y feo. Nada más lamentable que los papeles pintados de aquellas habitaciones, cuadrados amarillos o azules que caían en jirones, indicando, a una altura de cinco y seis pisos, hasta debajo del tejado, pobres gabinetitos, agujeros estrechos, donde acaso había cabido toda una existencia humana. Sobre los muros desnudos, las cintas de las chimeneas ascendían una junta a otra, con bruscos recodos de un negro lúgubre. Una veleta olvidada chirriaba en el borde de un tejado, mientras que canalones semidesgajados colgaban como harapos. Y el boquete seguía hundiéndose, en medio de aquellas ruinas, como una brecha que hubiera abierto el cañón; la calzada, todavía apenas indicada, llena de escombros, tenía jorobas de tierra, charcos de agua profundos, se extendía bajo el cielo gris, en la lividez siniestra del polvo de yeso que caía, y como bordeada con filetes de luto por las cintas negras de las chimeneas.

Aquellos señores, con sus botas bien lustradas, sus levitas y sus chisteras, ponían una nota singular en aquel paisaje fangoso, de un amarillo sucio, por donde no pasaban más que obreros descoloridos, caballos embarrados hasta el lomo, carretillas cuya madera desaparecía bajo una costra de polvo. Ellos se seguían en fila, saltaban de piedra en piedra, evitando las charcas de barro fluido, hundiéndose a veces hasta los tobillos y jurando entonces al sacudirse los pies. Saccard había hablado de tomar por la calle Charonne, lo cual les habría evitado este paseo por aquellas tierras llenas de baches; pero, infortunadamente, tenían que visitar varios inmuebles en la larga línea del bulevar y, como les picaba la curiosidad, habían decidido pasar justo por el centro de las obras. Además, les interesaba mucho. Se detenían a veces en equilibrio sobre unos cascotes que habían rodado al fondo de una rodera, levantaban la nariz, se llamaban para mostrarse un suelo desfondado, un tubo de chimenea que había quedado al aire, una vigueta caída sobre un tejado vecino. Aquel rincón de ciudad destruida, al salir de la calle de Le Temple, les parecía de lo más divertido.

—Es realmente curioso —decía el señor De Mareuil—. Fíjese, Saccard, mire esa cocina, allá arriba; queda una vieja sartén colgada encima del fogón… La veo perfectamente.

Pero el médico, el puro entre los dientes, se había plantado delante de una casa demolida, de la que no quedaban sino las piezas de la planta baja, atestadas de los escombros de los otros pisos. Un solo lienzo de pared se alzaba entre el montón de cascotes; para derribarlo de una sola vez, lo habían rodeado con una cuerda, de la que tiraban una treintena de obreros.

—No lo conseguirán —murmuró el médico—. Tiran demasiado a la izquierda.

Los otros cuatro habían vuelto sobre sus pasos, para ver caer el muro. Y los cinco, con ojos atentos, la respiración entrecortada, aguardaban la caída con un temblor de gozo. Los obreros, aflojando, se atiesaban bruscamente después, gritaban:

—¡Eh! ¡Tira!

—No lo conseguirán —repetía el médico.

Después, al cabo de unos segundos de ansiedad:

—Se mueve, se mueve —dijo alegremente uno de los industriales.

Y cuando el muro cedió, por fin, se derrumbó con espantoso estruendo, levantando una nube de yeso, aquellos señores se miraron con sonrisas. Estaban encantados. Sus levitas se cubrieron con un fino polvo, que les blanqueó los brazos y los hombros.

Ahora hablaban de los obreros, al reanudar su marcha prudente en medio de los charcos. No había muchos buenos. Eran todos unos haraganes, unos derrochadores y, encima, testarudos, y sólo soñaban con la ruina de sus patronos. El señor De Mareuil, que, desde hacía un instante, contemplaba con un estremecimiento a dos pobres diablos encaramados en la esquina de un tejado, atacando un muro a golpes de piqueta, formuló la idea de que aquellos hombres tenían, no obstante, mucho valor. Los otros se detuvieron de nuevo, alzaron la vista hacia los demoledores en equilibrio, encorvados, golpeando con todas sus fuerzas; empujaban las piedras con el pie y las miraban tranquilamente aplastarse abajo; si la piqueta hubiera golpeado en falso, el mero impulso de sus brazos los habría arrojado al suelo.

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