Renée sintió frío en el corazón. Veía a Céleste pasar por detrás de ella y Maxime, mientras se besaban, y la veía con su indiferencia, su perfecto despego, pensando en sus cinco mil francos. Sin embargo, todavía intentó retenerla, espantada por el vacío en el que iba a vivir, soñando a pesar de todo con conservar a su lado a aquella bestia cabezona a la que había creído abnegada, y que no era sino egoísta. La otra sonreía, negaba con la cabeza, murmurando:
—No, no, no es posible. Aunque se tratara de mi madre, me negaría… Compraré dos vacas… Quizás monte una tiendecita, una mercería… En nuestra tierra se está muy bien. ¡Ah!, desde luego, quiero que usted venga a verme. Es cerca de Caen. Le dejaré la dirección.
Entonces Renée no insistió más. Lloró a lágrima viva, pero cuando estuvo sola. Al día siguiente, por un capricho de enferma, quiso acompañar a Céleste a la estación del Oeste, en su propio cupé. Le dio una de sus mantas de viaje, le hizo un regalo en metálico, se afanó en torno a ella como una madre cuya hija emprende un largo y penoso viaje. En el cupé, la miraba con los ojos húmedos. Céleste charlaba, decía lo contenta que estaba de irse. Después, envalentonada, se desahogó, dio consejos a su ama.
—Yo, señora, no habría entendido la vida como usted. Me lo he dicho a menudo, cuando la encontraba con el señorito Maxime. «¿Es posible que una sea tan tonta con los hombres?». Eso siempre acaba mal. ¡Ah, bueno! ¡Lo que es yo, siempre he desconfiado! —Se reía, se echaba hacia atrás en el rincón del cupé—. ¡Son mis escudos los que habrían entrado en danza! —continuó—, y hoy no tendría ojos a fuerza de llorar. Por eso, en cuanto veía a un hombre, cogía el mango de la escoba… Nunca me atreví a decirle todo esto. Además, no era asunto mío. Usted era muy dueña, y yo no tenía más que ganarme honradamente mi dinero.
En la estación, Renée quiso pagar por ella y le cogió un billete de primera. Como habían llegado con anticipación, la retuvo, estrechándole las manos, repitiéndole:
—¡Cuídese mucho, tenga mucho cuidado, mi buena Céleste!
Ésta se dejaba acariciar. Seguía tan feliz bajo los ojos anegados de su ama, el rostro fresco y risueño. Renée habló aún del pasado. Y, bruscamente, la otra exclamó:
—Se me olvidaba; no le conté la historia de Baptiste, el ayuda de cámara del señor… No habrán querido decírselo…
La joven confesó que, en efecto, no sabía nada.
—¡Bueno! Se acordará usted de todos sus aires de dignidad, sus miradas desdeñosas, usted misma me hablaba de eso… Pues todo era pura comedia… No le gustaban las mujeres, no bajaba nunca a la cocina cuando estábamos nosotras; e incluso, puedo repetirlo ahora, pretendía que el salón era asqueroso, a causa de los trajes escotados. ¡Ya lo creo, no le gustaban las mujeres! —Y se inclinó al oído de Renée; la hizo ruborizarse, al tiempo que ella misma conservaba su honesta placidez—: Cuando el nuevo mozo de cuadra —continuó—, se lo contó todo al señor, el señor prefirió echar a Baptiste en vez de entregarlo a la justicia. Parece que desde hacía años en las cuadras ocurrían cosas muy feas… ¡Y pensar que ese grandullón hacía como si le gustaran los caballos! Lo que le gustaba eran los palafreneros.
La campana la interrumpió. Cogió a toda prisa los ocho o diez bultos de los que no había querido separarse. Se dejó besar. Y después se marchó, sin mirar atrás.
Renée se quedó en la estación hasta que silbó la locomotora, y cuando el tren hubo partido, no supo ya qué hacer, desesperada; sus días le parecían extenderse ante ella, vacíos como esta gran sala, donde se había quedado sola. Subió a su cupé, le dijo al cochero que regresara a casa. Pero, por el camino, cambió de idea; tuvo miedo de su cuarto, del aburrimiento que la esperaba; ni siquiera se sentía con ánimos para mudarse de vestido, para su habitual vuelta al lago. Tenía necesidad de sol, necesidad de gentío.
Ordenó al cochero que se dirigiera al Bosque.
Eran las cuatro. El Bosque despertaba de la pesadez de los calores de primera hora de la tarde. A lo largo de la avenida de la Emperatriz volaban nubecillas de polvo, y se veían, a lo lejos, las alfombras de verdor desplegadas, que limitaban los collados de Saint-Cloud y de Suresnes, coronados por la mole grisácea del monte Valérien. El sol, alto en el horizonte, se derramaba, llenaba con un polvo de oro los huecos del follaje, encendía las ramas altas, mudaba aquel océano de hojas en un océano de luz. Pero, pasadas las fortificaciones, en la avenida del Bosque que conducía al lago, acababan de regar; los carruajes rodaban sobre la tierra parda, como sobre la lana de una moqueta, en medio de un frescor, de un aroma envolvente de tierra mojada. A los dos lados, los arbolitos de los planteles hundían, entre los zarzales bajos, el tropel de sus jóvenes troncos, perdiéndose en el fondo de una penumbra verdosa, en la que unos rayos de luz abrían, aquí y allá, claros amarillos; y, a medida que se acercaban al lago, las sillas de las aceras se hacían más numerosas, familias sentadas contemplaban, con rostros tranquilos y silenciosos, el interminable desfile de ruedas. Después, al llegar a la encrucijada, delante del lago, se producía un deslumbramiento; el sol oblicuo hacía de la redondez del agua un gran espejo de plata pulida, que reflejaba la faz resplandeciente del astro. Los ojos parpadeaban; no se distinguía, a la izquierda, cerca de la orilla, sino la mancha oscura de la barca de paseo. Las sombrillas de los carruajes se inclinaban, con movimiento suave y uniforme, hacia aquel esplendor, y sólo volvían a alzarse en la avenida a lo largo del lienzo de agua, que, desde lo alto de la ribera, adoptaba entonces negruras de metal rayadas por bruñidos de oro. A la derecha, los bosquecillos de coníferas alineaban sus columnatas, tallos frágiles y rectos, cuyo violeta tierno enrojecían las llamas del cielo; a la izquierda se extendían los céspedes, anegados de claridad, semejantes a campos de esmeraldas, hasta el lejano encaje de la puerta de La Muette. Y al acercarse a la cascada, mientras volvía a iniciarse por un lado la penumbra de los planteles, las islas, mas allá del lago, se alzaban en el aire azul, con los rayos de sol de sus riberas, las sombras enérgicas de sus abetos, al pie de los cuales el Chalet parecía un juguete infantil perdido en un rincón de una selva virgen. Todo el Bosque se estremecía y reía bajo el sol.
Renée se avergonzó de su cupé, de su vestido de seda parda, en aquel admirable día. Se hundió un poco más, con los cristales abiertos, mirando aquel chorro de luz sobre el agua y el verdor. En las revueltas de las avenidas veía la fila de ruedas que giraban como estrellas de oro, en una larga cola de destellos cegadores. Los paneles barnizados, los brillos de las piezas de cobre y de acero, los vivos colores de los trajes, marchaban al trote regular de los caballos, ponían sobre los fondos del Bosque una ancha franja móvil, un rayo caído del cielo, que se estiraba y seguía las curvas de la calzada. Y, en ese rayo, la joven veía a veces, guiñando los ojos, destacarse el rubio moño de una mujer, la espalda negra de un lacayo, la crin blanca de un caballo. Las redondeces tornasoladas de las sombrillas relampagueaban como lunas de metal.
Entonces, frente a la plena luz, en los anchos rayos de sol, pensó en la ceniza fina del crepúsculo que había visto caer una tarde sobre el follaje amarillento. Maxime la acompañaba. Era en la época en que el deseo de aquel niño despertaba en ella. Y volvía a ver el césped bañado por el aire de la tarde, los planteles en sombra, las avenidas desiertas. La fila de carruajes pasaba con un ruido triste, a lo largo de las sillas vacías, mientras que hoy el fragor de las ruedas, el trote de los caballos, sonaban con alegrías de charanga. Después evocó todos sus paseos por el Bosque. Había vivido allí, Maxime había crecido allá, a su lado, sobre el cojín de su carruaje. Era su jardín. La lluvia los sorprendía en él, el sol los devolvía a él, la noche no siempre los echaba. Paseaban por él en todos los tiempos, saboreaban en él los aburrimientos y las alegrías de su vida. En el vacío de su ser, en la melancolía de la marcha de Céleste, estos recuerdos le causaban una alegría amarga. Su corazón decía: ¡Nunca mas! ¡Nunca más! Y se quedó helada cuando evocó este paisaje en invierno, el lago inmóvil y empañado donde habían patinado; el cielo era del color del hollín, la nieve cosía en los árboles guipures blancos, el cierzo les arrojaba a los ojos y a los labios una fina arena.
Entre tanto, a la izquierda, por la vía reservada a los jinetes, había reconocido al duque de Rozan, al señor De Mussy y al señor De Saffré. Larsonneau había matado a la madre del duque, al presentarle, a su vencimiento, los ciento cincuenta mil francos de pagarés firmados por su hijo, y el duque se comía su segundo medio millón con Blanche Muller, tras haber dejado los primeros quinientos mil francos entre las manos de Laure de Aurigny. El señor De Mussy, que había dejado la embajada de Inglaterra por la embajada de Italia, había vuelto a ser un galán, y dirigía el cotillón con nuevas gracias. En cuanto al señor De Saffré, seguía siendo el escéptico y el vividor más amable del mundo. Renée lo vio adelantar su caballo hasta la portezuela de la condesa Vanska, de quien estaba locamente enamorado, decían, desde el día en que la había visto de Coral, en casa de los Saccard.
Todas aquellas señoras se encontraban allí, por lo demás: la duquesa de Sternich, con su eterna carretela; la señora De Lauwerens, detrás de la baronesa de Meinhold y la menuda la señora Daste, en un landó; la señora Teissiére y la señora de Guende, en victoria. En medio de aquellas damas, Sylvia y Laure de Aurigny se exhibían sobre los cojines de una magnífica calesa. E incluso pasó la señora Michelin, en el fondo de un cupé; la linda morena había ido a visitar la capital del señor Hupel de la Noue, y, a su regreso, se la había visto en el Bosque en aquel cupé, al que esperaba agregar pronto un coche descubierto. Renée vislumbró también a la marquesa de Espanet y a la señora Haffner, las inseparables, ocultas tras sus sombrillas, que reían tiernamente, mirándose a los ojos, tumbadas una junto a otra.
Después pasaban los señores: el señor De Chibray, en berlina; mister Simpson, en
dogcart
, los señores Mignon y Charrier, más ávidos de tareas, pese a su sueño de próximo retiro, en un cupé que dejaban en la esquina de una avenida, para recorrer un trecho de camino a pie; el señor De Mareuil, todavía de luto por su hija, en busca de saludos por su primera interrupción lanzada la víspera en el Cuerpo legislativo, paseando su importancia política en el coche del señor Toutin-Laroche, que acababa una vez más de salvar al Crédito Vitícola, tras haberlo puesto a dos dedos de la ruina, y a quien el Senado adelgazaba y volvía aún más considerable.
Y para cerrar el desfile, como suprema majestad, el barón de Couraud se entorpecía al sol, sobre las almohadas dobles que guarnecían su carruaje. Renée tuvo una sorpresa; sintió asco al reconocer a Baptiste al lado del cochero, con su cara blanca, su aire solemne. El alto lacayo había entrado al servicio del barón.
Los planteles seguían huyendo, el agua del lago se irisaba bajo los rayos más oblicuos, la fila de carruajes alargaba sus resplandores danzantes. Y la joven, presa también de aquel placer y arrastrada por él, tenía una vaga conciencia de todos los apetitos que rodaban en medio del sol. No sentía indignación contra aquella jauría. Pero los odiaba, por su alegría, por el triunfo que se los mostraba en pleno polvillo de oro del cielo. Eran soberbios y sonrientes; las mujeres se exhibían, blancas y gruesas; los hombres tenían miradas vivas, aspecto encantado de amantes dichosos. Y ella, en el fondo de su corazón vacío, no encontraba sino una lasitud, una sorda envidia. ¿Era ella mejor que los otros, por doblarse así bajo los placeres? ¿O los dignos de alabanza eran los otros, por tener las espaldas más anchas que las suyas? No lo sabía; ansiaba nuevos deseos para dar uno nuevo comienzo a la vida cuando, al volver la cabeza, vio, a su lado, en la acera que bordeaba los planteles, un espectáculo que la desgarró con un golpe supremo.
Saccard y Maxime caminaban a pasos menudos, uno del brazo del otro. El padre había debido de ir a visitar al hijo, y ambos habían bajado desde la avenida de la Emperatriz al lago, charlando.
—Entiéndeme —repetía Saccard—, eres un memo… Cuando uno tiene dinero como tú, no hay que dejarlo dormir en el fondo de un cajón. Se puede ganar un cien por cien en el negocio que te digo. Es una inversión segura. ¡Sabes perfectamente que yo no quiero darte el pego!
Pero el joven parecía aburrido de esta insistencia. Sonreía con aire gracioso, miraba los carruajes.
—Fíjate en esa mujercita de allá, la de violeta —dijo de pronto—. Es una lavandera que ese animal de Mussy ha lanzado.
Miraron a la mujer de violeta. Después, Saccard sacó un puro del bolsillo y, dirigiéndose a Maxime, que fumaba:
—Dame fuego. —Entonces se detuvieron un instante, frente a frente, acercando sus rostros. Cuando el puro estuvo encendido—: Mira —continuó el padre cogiendo a su hijo del brazo, apretándolo estrechamente—, serías un imbécil si no me hicieras caso. ¿Qué? ¿Entendido? ¿Me traerás mañana los cien mil francos?
—Sabes perfectamente que ya no voy por tu casa —respondió Maxime, frunciendo los labios.
—Bah! ¡Tonterías! ¡Eso tiene que acabar de una vez!
Y mientras daban unos pasos en silencio, en el momento en que Renée, sintiéndose desfallecer, hundía la cabeza en el acolchado del cupé, para no ser vista, un rumor creció, corrió a lo largo de la fila de carruajes. En las aceras, los peatones se paraban, se daban la vuelta, boquiabiertos, siguiendo con los ojos algo que se aproximaba. Hubo un ruido de ruedas más vivo, las carrozas se apartaron respetuosamente, y aparecieron dos batidores vestidos de verde, con gorros redondos en los que saltaban borlas de oro, con los hilos cayendo en cascada. Corrían, un poco inclinados, al trote de sus grandes bayos. Detrás de ellos dejaban un vacío. Entonces, en ese vacío, apareció el emperador.
Iba en el fondo de un landó, solo en el asiento. Vestido de negro, con su levita abotonada hasta la barbilla, llevaba una chistera muy alta, ligeramente ladeada, y cuya seda relucía. Frente a él, ocupando el otro asiento, dos caballeros, vestidos con esa elegancia correcta que estaba bien vista en las Tullerías, iban muy serios, con las manos en las rodillas, con el aire mudo de dos invitados a una boda a quienes se pasea entre la curiosidad de la muchedumbre.
Renée encontró envejecido al emperador. Bajo los gruesos bigotes engomados, la boca se abría con mayor blandura. Los párpados eran más pesados, hasta el punto de cubrir a medias los ojos mortecinos, cuyo gris amarillento se nublaba más. Y sólo la nariz seguía conservando su seca línea en medio del rostro vago.