—¡Bah! Están acostumbrados —dijo el médico, llevándose el puro a los labios—. Son unos animales.
Mientras tanto, habían llegado a uno de los inmuebles que tenían que ver. Despacharon su trabajo en un cuarto de hora y reanudaron el paseo. Poco a poco, ya no les inspiraba tanto horror el fango; caminaban en medio de las charcas, abandonando la esperanza de proteger las botas. Al dejar atrás la calle Ménilmontant, uno de los industriales, el ex afilador, empezó a inquietarse. Examinaba las ruinas que le rodeaban, ya no reconocía el barrio. Decía que había vivido por allí, hacía más de treinta años, a su llegada a París, y que le gustaría mucho encontrar el sitio. Lo escudriñaba todo con la mirada, cuando la vista de una casa que la piqueta de los demoledores había ya partido en dos lo detuvo en seco, en medio del camino. Estudió la puerta, las ventanas. Después, señalando con el dedo un rincón de la demolición, exclamó muy alto:
—¡Ahí está! ¡La reconozco!
—¿El qué? —preguntó el médico.
—Mi habitación, ¡pardiez! ¡Es ésa!
Era, en el quinto, un cuartito que antiguamente debía de dar a un patio. Un muro abierto lo mostraba completamente desnudo, ya mermado por un lado, con su papel de grandes rameados amarillos, con un ancho desgarrón que temblaba al viento. Se veía aún el hueco de un armario, a la izquierda, revestido de papel azul. Había, al lado, el agujero de una estufa, donde se encontraba un trozo de tubo.
La emoción embargaba al ex obrero.
—Pasé ahí cinco años —murmuró—. Las cosas no iban bien en aquel tiempo, pero es igual, yo era joven… Ya ven ustedes el armario; allí es donde economicé trescientos francos, céntimo a céntimo. Y el agujero de la estufa, aún me acuerdo del día en que lo hice. El cuarto no tenía chimenea, hacía un frío de perros, tanto mas cuanto que con frecuencia uno dormía solo.
—Vamos —interrumpió bromeando el médico—, nadie le pide que nos haga confidencias. Ya se habrá corrido usted sus juergas, como los demás.
—Eso es cierto —continuó ingenuamente el digno caballero—. Me acuerdo aún de una planchadora de la casa de enfrente… Miren, la cama estaba a la derecha, cerca de la ventana… ¡Ay!, mi pobre cuarto, ¡cómo me lo han dejado!
Estaba realmente muy triste.
—Ea —dijo Saccard—, no es una desgracia que tiren al suelo esas viejas pocilgas. En su lugar van a construir hermosas casas de piedra de sillería… ¿Es que viviría usted hoy en semejante cubil? En cambio, podrá alojarse perfectamente en el nuevo bulevar.
—Eso es cierto —respondió de nuevo el fabricante, que pareció muy consolado.
La comisión de investigación se detuvo aún en dos inmuebles. El médico se quedó en la puerta, fumando, mirando al cielo. Cuando llegaron a la calle de los Amandiers, las casas ralearon, ya sólo cruzaban grandes cercados, terrenos incultos, en los que aparecían unas casuchas semiderruidas. Saccard parecía regocijado por este paseo entre ruinas. Acababa de acordarse de la cena de antaño, con su primera mujer, en la Butte Montmartre, y recordaba perfectamente haber indicado, con el filo de su mano, el corte que partía París desde la plaza de Le Château-d'Eau hasta la barrera de Le Trône. La realización de esta remota predicción le encantaba. Seguía el corte, con secretas alegrías de autor, como si hubiera dado él mismo los primeros golpes de piqueta, con sus dedos de hierro. Y saltaba los charcos, pensando que tres millones le aguardaban bajo unos escombros, al final de aquel río de pringoso barro.
Entre tanto, aquellos caballeros se creían en el campo. La vía pasaba entre jardines, cuyas tapias había derribado. Había grandes macizos con capullos de lilas. La vegetación era de un verde tierno muy delicado. Cada uno de aquellos jardines se ahondaba, como un reducto cubierto por el follaje de los arbustos, con un estanque estrecho, una cascada en miniatura, rincones de tapia donde había efectos pintados, síntesis de cenadores, fondos azulados de paisaje. Las viviendas, dispersas y discretamente escondidas, parecían pabellones italianos, templos griegos; y el musgo roía el pie de las columnas de yeso, mientras que los hierbajos habían disgregado la cal de los frontones.
—Son casitas —dijo el médico con un guiño de ojos. Pero, como vio que aquellos señores no comprendían, les explicó que los marqueses, bajo Luis XV, tenían allí retiros para sus partidas de placer. Era la moda. Y prosiguió—: Les llamaban casitas. Este barrio estaba lleno… ¡Se lo pasaban en grande!
La comisión de investigación se había vuelto muy atenta. Los dos industriales tenían los ojos brillantes, sonreían, miraban con vivo interés aquellos jardines, aquellos pabellones, a los que no echaban ni un vistazo antes de las explicaciones de su colega. Una gruta los retuvo un buen rato. Pero, cuando el médico dijo, al ver una vivienda ya tocada por la piqueta, que reconocía la casa del conde de Savigny, bien conocida por las orgías de este gentilhombre, toda la comisión abandonó el bulevar para ir a visitar la ruina. Subieron sobre los escombros, entraron por las ventanas en las piezas de la planta baja; y, como los obreros estaban almorzando, pudieron entretenerse allí, a sus anchas. Se quedaron media hora larga, examinando los rosetones de los techos, las pinturas de las sobrepuertas, las molduras retorcidas de aquellos cascotes amarilleados por la edad. El médico reconstruía la morada.
—Miren —decía—, esta pieza debe de ser la sala de los festines. Allí, en ese hueco de la pared, había seguramente un inmenso diván. Y fíjense, estoy casi seguro de que un espejo coronaba ese diván; ahí tienen los clavos del espejo… ¡Oh, eran unos tunantes, que sabían disfrutar tan ricamente de la vida!
No habrían abandonado aquellas viejas piedras que cosquilleaban su curiosidad si Aristide Saccard, impaciente, no les hubiera dicho, riendo:
—Por mucho que busquen, las damas ya no están… Sigamos a lo nuestro.
Pero, antes de alejarse, el médico subió a una chimenea, para desprender delicadamente, de un golpe de piqueta, una pintura con una cabecita de amor, que se metió en el bolsillo de la levita.
Llegaron, por fin, al término de su correría. Los antiguos terrenos de la señora Aubertot eran muy vastos; el café cantante y el jardín apenas ocupaban la mitad; el resto se encontraba sembrado de unas cuantas casas sin importancia. El nuevo bulevar cogía este gran paralelogramo al sesgo, lo cual había calmado uno de los temores de Saccard; éste se había imaginado durante mucho tiempo que sólo tocaría de refilón al café cantante. Por eso, Larsonneau tenía órdenes de chillar mucho, pues la plusvalía de los linderos debía de quintuplicar al menos su valor. Amenazaba ya a la Villa con servirse de un reciente decreto que autorizaba a los propietarios a entregar sólo el suelo necesario para las obras de utilidad pública.
Fue el agente de expropiaciones el que recibió a aquellos señores. Los paseó por el jardín, les hizo visitar el café cantante, les enseñó un legajo enorme. Pero los dos industriales habían vuelto a bajar, acompañados por el médico, y seguían preguntándole aún por la casita del conde de Savigny, que llenaba su imaginación. Lo escuchaban boquiabiertos, plantados los tres al lado de un juego de la rana. Y les hablaba de la Pompadour, les contaba los amores de Luis XV, mientras el señor De Mareuil y Saccard proseguían solos la investigación.
—Ya está listo —dijo este último al regresar al jardín—. Si lo permiten, caballeros, me encargaré de redactar el informe.
El fabricante de instrumentos quirúrgicos ni siquiera lo oyó. Estaba en plena Regencia.
—¡Qué buenos tiempos, después de todo! —murmuró.
Después encontraron un simón, en la calle de Charonne, y se marcharon, embarrados hasta las rodillas, tan satisfechos de su paseo como de una excursión al campo. En el simón, la conversación dio un giro, hablaron de política, dijeron que el emperador hacía grandes cosas. Nunca se había visto nada parecido a lo que acababan de ver. Esta gran calle tan recta sería soberbia, cuando se hubieran edificado las casas.
Fue Saccard quien redactó el informe, y el jurado concedió los tres millones. El especulador estaba con el agua al cuello, no habría podido esperar un mes más. Este dinero lo salvaba de la ruina, y hasta en parte de los tribunales. Entregó quinientos mil francos a cuenta del millón que debía a su tapicero y a su contratista, por el palacete del parque Monceau. Tapó otros agujeros, se lanzó a sociedades nuevas, ensordeció a París con el ruido de aquellos escudos auténticos que arrojaba a paladas sobre los anaqueles de su armario de hierro. El río de oro tenía, por fin, sus fuentes. Pero no se trataba aún de una fortuna sólida, encauzada, que fluyera como un chorro igual y continuo. Saccard, salvado de una crisis, se encontraba miserable con las migajas de sus tres millones, decía ingenuamente que todavía era demasiado pobre, que no podía detenerse. Y pronto la tierra se resquebrajó de nuevo bajo sus pies.
Larsonneau se había conducido tan admirablemente en el asunto de Charonne que Saccard, tras una corta vacilación, llevó su honradez hasta darle su diez por ciento y su gratificación de treinta mil francos. El agente de expropiaciones abrió entonces una casa de banca. Cuando su cómplice, en tono desabrido, lo acusaba de ser más rico que él, el currutaco de guantes amarillos respondía riendo:
—Ya lo ve, mi querido maestro, es usted estupendo para hacer llover monedas de cinco francos, pero no sabe recogerlas.
Sidonie aprovechó el golpe de suerte de su hermano para pedirle prestados diez mil francos, con los cuales se fue a pasar dos meses a Londres. Regresó sin un céntimo. Nunca se supo dónde se habían metido los diez mil francos.
—¡Vaya, esas cosas cuestan! —respondía cuando la interrogaban—. He rebuscado en todas las bibliotecas. Tenía tres secretarios para mis investigaciones.
Y cuando le preguntaban si tenía, por fin, datos seguros sobre los tres mil millones, sonreía primero con aire misterioso y, después, acababa por murmurar:
—Todos ustedes son unos incrédulos… No he encontrado nada, pero lo mismo da. Ya verán, ya verán un día.
Sin embargo, no había perdido todo su tiempo en Inglaterra. Su hermano el ministro aprovechó el viaje para encargarla de una comisión delicada. Cuando regresó, obtuvo grandes pedidos del Ministerio. Fue una nueva encarnación. Cerraba tratos con el gobierno, se encargaba de todos los abastecimientos imaginables. Le vendía víveres y armas para las tropas, mobiliario para las prefecturas y la administración pública, madera para la calefacción de oficinas y museos. El dinero que ganaba no fue capaz de persuadirla de cambiar sus eternos trajes negros, y conservó su cara amarilla y doliente. Saccard pensó entonces que era ella a quien había visto salir furtivamente de casa de su hermano Eugéne. Debía de haber tenido en todo momento relaciones secretas con él, para tareas que nadie conocía.
En medio de estos intereses, de estas sedes ardientes que no podían satisfacerse, Renée agonizaba. La tía Elisabeth había muerto; su hermana, casada, había dejado el palacete Béraud, donde sólo su padre seguía en pie, a la sombra grave de las grandes estancias. Se comió en una temporada la herencia de la tía. Ahora jugaba. Había encontrado un salón donde las señoras se sentaban hasta las tres de la mañana, perdiendo cientos de miles de francos cada noche. Debió de intentar beber; pero no pudo, la sublevaba un asco invencible. Desde que se había encontrado sola, entregada a la oleada mundana que la arrastraba, se abandonaba aún más, sin saber cómo matar el tiempo. Acabó de probarlo todo. Y nada la emocionaba, entre el inmenso aburrimiento que la aplastaba. Envejecía, sus ojos se cercaban de azul, su nariz se afilaba, el mohín de sus labios tenía risas bruscas, sin causa. Era el final de una mujer.
Cuando Maxime se casó con Louise y los jóvenes partieron hacia Italia, no volvió a inquietarse por su amante, e incluso pareció olvidarlo por completo. Y cuando, al cabo de seis meses, Maxime regresó solo, tras haber enterrado a «la jorobada» en el cementerio de un pueblecito de Lombardía, fue odio lo que le demostró. Se acordó de
Fedra
, recordó sin duda aquel amor envenenado al cual había oído prestar sus sollozos a la Ristori. Entonces, para no encontrarse en su casa con el joven, para ahondar para siempre un abismo de vergüenza entre el padre y el hijo, obligó a su marido a conocer el incesto; le contó que, el día en que la había sorprendido con Maxime, era éste quien la perseguía desde hacía mucho tiempo, quien trataba de violarla. A Saccard lo contrarió horriblemente la insistencia de ella en querer abrirle los ojos. Tuvo que enfadarse con su hijo, dejar de verlo. El joven viudo, rico con la dote de su mujer, se marchó a vivir como un soltero, en un hotel de la avenida de la Emperatriz. Había renunciado al Consejo de Estado, tenía caballos de carreras. Renée saboreó con ello una de sus últimas satisfacciones. Se vengaba, arrojaba a la cara de aquellos dos hombres la infamia que habían puesto en su interior; se decía que, ahora, ya no los vería burlarse de ella, uno del brazo del otro, como compañeros.
En el derrumbamiento de sus afectos, llegó un momento en que Renée no tuvo más persona a quien querer que su doncella. Poco a poco le había cogido un cariño maternal a Céleste. Quizás esta chica, que era todo cuanto quedaba a su alrededor del amor de Maxime, le recordaba unas horas de placer muertas para siempre. Quizá la conmovía simplemente la fidelidad de aquella sirvienta, de aquel gran corazón cuya tranquila solicitud nada parecía quebrantar. Le daba las gracias, desde el fondo de sus remordimientos, por haber asistido a su vergüenza sin abandonarla con asco; se imaginaba abnegaciones, toda una vida de renuncia, para llegar a comprender la calma de la camarera ante el incesto, sus manos heladas, sus atenciones respetuosas y tranquilas. Y se encontraba tanto más feliz con su devoción cuanto que sabía que era honrada y ahorrativa, sin amantes, sin vicios.
A veces le decía, en sus horas tristes:
—Anda, hija mía, eres tú quien me cerrará los ojos.
Celeste no respondía, esbozaba una sonrisa singular. Una mañana, la informó tranquilamente de que se marchaba, de que regresaba a su pueblo. Renée se quedó temblorosa, como si le ocurriera una gran desgracia. Protestó, la acosó a preguntas. ¿Por qué la abandonaba, cuando se entendían tan bien juntas? Y le ofreció doblarle el sueldo.
Pero la camarera, a todas sus buenas palabras, respondía que no con un gesto, de una forma apacible y terca.
—Mire, señora —acabó por responder—, aunque me ofreciera todo el oro del Perú, no me quedaría una semana más. ¡Usted no me conoce!… Hace ocho años que estoy con usted, ¿no? ¡Bueno! Pues desde el primer día me dije: «En cuanto haya reunido cinco mil francos, regresaré allá; compraré la casa de Lagache, y viviré muy feliz». Es una promesa que me hice, compréndalo. Y tengo los cinco mil francos desde ayer, cuando me pagó usted mi sueldo.