Resulta extraño comprender que aquello era parte de todo lo que ella hizo en su vida, y ahora es independiente. Se dispone a dejarlo donde estaba, en el talego, pero cambia de idea y lo mete en la guantera.
Parcelitas con su vivienda unifamiliar. Esos magníficos hogares color blanco roto que se repiten fila tras fila en cuadrículas que parecen crecer como cristales con la nitidez y precisión de la artesanía divina, con aceras suavemente inclinadas y zonas cuadradas de hierba de crecimiento desbordado, y puertas de garaje que parecen sonrisas de dientes deslumbrantes. Le gustan. Le gusta la manera en que las casas encajan unas con otras como las piezas de un rompecabezas. Cuando oye la palabra comunidad, ésa es la imagen que le acude a la cabeza: familias que anidan en cubos de idéntico espacio, unidos por el mismo color del estuco. Si viviera en otra época, le gustaría vivir allí, donde todo es igual para todos, hasta los buzones.
Allí, entre aquellas bonitas casas, en una carretera de cuatro carriles con una ancha mediana de hierba en el medio en la que están plantados los ficus a intervalos regulares, encuentra una acumulación de pellejos, en fila, unos veinte, que trotan con torpeza en la misma dirección. Después de pasarlos detiene el coche, al frente de la línea: allí se encuentra un hombre grande que intenta huir de aquella congregación. En sus brazos lleva el cuerpo de una anciana, no mayor que el de un niño.
Detiene el coche a su lado y baja la ventanilla.
—Eh, amigo —dice ella—, has reunido a toda una multitud. Te vas a ver en un buen apuro si te cansas de andar antes que ellos.
El hombre la mira con inexpresivos ojos grises, vacíos de comprensión, y sigue caminando.
—Vamos —dice ella—, es un triste desfile el que llevas detrás. ¿Por qué no dais la vuelta tu abuela y tú y entráis en el coche? Si te gustan tanto las carreras, lo menos que puedo hacer es darte un poco de ventaja de partida.
El hombre vuelve a mirarla. Es grande, con un sucio pelo color paja que le cae en greñas y cara de palangana con ojos lentos, de párpados pesados, que parecen demasiado pequeños para la anchura de sus planos pómulos. Hay algo en su frente que parece como hollín, y respira por la boca, sacando el labio inferior. Se le enredan los pies, y Temple tiene la impresión de que lleva mucho tiempo caminando. La anciana que lleva en los brazos está muerta, pero parece una muerta reciente.
—Eres un bobo, ¿no? Un poco lento de entendederas… De acuerdo, bobo, lo haremos a tu manera.
Detiene el coche nada más pasar al hombre, apaga el motor, busca en el talego el rifle AR-15 con mirilla, encaja un cartucho en él y sale del coche.
El hombre pasa caminando a su lado, sin pararse, y ella pone una rodilla en tierra, se apoya contra el coche para estar más firme, y empieza a disparar. La detonación no suena como las de los rifles más viejos que ha usado en otras ocasiones. Ésta es un arma militar, y produce un estallido apagado en cada disparo, como el cigüeñal de un motor.
A los primeros dos les da en la cabeza, cosa de la que está segura por la profusión de sangre y hueso que sale y la manera en que caen, inmóviles y muertos ya antes de llegar al suelo.
Al tercero, que es una mujer en camisón, le da en el hombro, lo que la hace girarse, y necesita dos disparos más para acertarle en la parte de atrás de la cabeza.
El siguiente disparo le da en el cuello a una obesa babosa que levanta las manos como un pájaro para detener el flujo de sangre. Acto seguido, le da en la frente.
Sigue disparando hasta que el cargador está vacío, y entonces va al coche a buscar la daga de los gurkhas para terminar con el resto y asegurarse de que no se levantan. A continuación se sale de en medio de toda aquella porquería, se abanica con el sombrero panamá, siente el aire en su rostro y respira el aire puro que llega de entre las palmeras que hacen fila en la calle.
Junto al coche, el hombre ha colocado delicadamente a la anciana sobre la acera. Se agacha a su lado, dirigiendo a Temple una mirada que expresa una lamentable indecisión.
—Debería haberte dejado morir, bobo —dice ella—. ¿En qué pensabas para llevar detrás semejante comitiva de babosas? No estás destinado a sobrevivir en este mundo. Lo más probable es que por salvarte haya ido contra la voluntad de Dios respecto a ti, de puro tonta que soy.
Él levanta la vista hacia ella y después la dirige a la carnicería que hay detrás.
—¿Hablas? —le pregunta—. ¿O eres del tipo de bobos que no dicen nada?
Él alarga la mano hacia el cadáver de la anciana, y utiliza los nudillos para retirarle el pelo del rostro. Se le escapa de la boca un suave gemido inarticulado, como el lloriqueo de un bebé.
—¿Cuánto tiempo lleva muerta tu abuela? No demasiado, me parece. Pero sería mejor que la dejaras antes de que empiece a arrastrarse por ahí. Porque cuando vuelva a moverse ya no será para traerte la sopa.
Temple se dirige al coche, abre la puerta y entra. El día es luminoso y por delante la carretera es amplia, y la brisa fresca, y le resulta agradable en la piel, y la mano no le duele. Pero sabe que no se le va a ir esa imagen de la cabeza: la imagen de ese hombre arrodillado junto a su abuela muerta, arreglándole el pelo. Así que vuelve a salir del coche.
—Maldita sea —dice—. Vamos, bobo, vamos a enterrar a tu abuelita.
En un garaje próximo encuentra una pala, dos pequeñas estacas y un ovillo de cuerda. Lo carga todo en los brazos del hombre, y le lleva a uno de los pequeños terrenos donde la tierra está suelta. Entonces le entrega la pala.
—Vamos, bobo: empieza a cavar, que no era mi abuela.
Temple indica dónde, y el hombre cava. Él le saca dos cabezas a ella, y sus hombros caen como si fuera difícil soportar el denso y torpe peso de su cuerpo. Temple tiene que enseñarle cómo utilizar la pala, cómo cogerla. Pero cuando él la aplica contra la tierra, la pala se hunde con seguridad hasta el fondo. Mientras tanto, ella coge las dos estacas, las pone en cruz, y utiliza la cuerda para atar la una a la otra.
—Ahora tienes que ponerla dentro —dice ella cuando el agujero es lo bastante hondo. Señala el viejo cuerpo huesudo y después el agujero.
Él la levanta y la coloca con mucho cuidado en la tierra arcillosa. Después mira a Temple como si esperara recibir nuevas instrucciones.
—Vale, eh… ahora tienes que coger algunas flores. Un ramo entero.
Temple coge una florecilla silvestre diminuta que hay junto a sus pies. Como ésta, pero más grande. Por la parte de delante de la casa hay suficientes para hacer un ramo. Por ahí. Vamos.
Él se va, y Temple saca la pistola que ha cogido del coche y se mete en la tumba. Examina de cerca a la mujer, tocándole los dedos y las muñecas. A continuación le levanta los párpados para ver los ojos. Están en blanco, pero ya empiezan a moverse, muy levemente.
Temple intenta abrirle la boca, pero tiene los dientes muy apretados. Coloca los dedos bajo la nariz de la anciana:
—Huele esto, abuelita —le dice—. Vamos, ahora abre la boca.
La cabeza de la anciana se inclina ligeramente hacia arriba y la mandíbula se abre intentando apresar con los dientes los dedos de Temple. Temple aprovecha para meterle en la boca el cañón de la pistola, apunta hacia arriba, y dispara. A continuación, echa unos puñados de tierra en la tumba, la coloca bajo la cabeza de la anciana para ocultar el estropicio, y sale del agujero.
Cuando el hombre aparece con aspecto de asustado por la esquina de la casa, ella le muestra la pistola y apunta a un árbol lejano.
—No hay de qué preocuparse —le dice—. He disparado al tuntún contra una ardilla. Se ha escapado. ¿Has traído las flores?
Tiene unas cuantas. Son flores pálidas y de tallo quebrado, con raíces y pegotes de tierra que les cuelgan.
—Con ésas valdrá —le dice ella—. Ahora ven aquí y rellena el agujero.
Él lo hace, y Temple contempla sus lentos movimientos, que le parecen como corrimientos tectónicos, glaciales y retumbantes, llenos de médula y mineral.
Temple coge la cruz de estacas y la clava en el suelo, a la cabeza de la tumba.
—Esto es para que Dios sepa dónde encontrarla cuando la venga a buscar —le explica—. Ahora adelántate y ponle encima esas flores. Vamos.
Él pone las flores y la mira.
—Vale, bobo, supongo que tendrás más posibilidades de que no te pillen las babosas ahora que te has deshecho de la abuelita. Sólo Dios sabe para qué has venido a este mundo, pero me imagino que encontrarás tu sitio entre los santos y los pecadores.
A mitad de camino hacia el coche ella se da cuenta de que él la está siguiendo. Aquellos ojos débiles y turbios la miran a las piernas, siguiendo la sombra que ella proyecta en la acera.
—¿Qué haces, bobo? No puedes venir conmigo. Yo no soy la encargada de cuidarte. No soy ninguna criatura angelical. ¿Me entiendes? Mira, te has equivocado de chica. No tendría nada de raro que te diera de comer a los pellejos. No necesito ningún memo del que preocuparme.
Mira al coche y después de nuevo al hombre.
—Maldita sea, bobo. Tú tienes un destino igual que yo, igual que todo el mundo. Tu vida y tu muerte no tienen nada que ver conmigo. No puede ser. Quédate ahí y deja de seguirme.
Temple levanta las manos para indicarle que debe quedarse, y regresa lentamente al coche. Entra en él, cierra la puerta y le mira una última vez: él se ha quedado allí, en medio de la calle, como el tocón de un árbol.
Entonces Temple arranca el coche y se va, apretando fuerte el volante, y el dolor regresa a su mano. Lo agarra y no lo suelta, pues le parece que es un dolor merecido.
Al pasar el siguiente tramo ascendente de la carretera, hay una tienda y una gasolinera. Los surtidores todavía funcionan, y Temple llena el depósito y después coge algo de comida. Encuentra unas galletas de queso, se las lleva fuera de la tienda y se sienta sobre el bordillo de la acera a comérselas, mientras a lo lejos, inconscientes de su presencia, deambulan algunas babosas de un lado a otro.
Recuerda cuando el tío Jackson se los encontró a ella y a Malcolm escondidos en una alcantarilla, sobreviviendo a base de ardillas y bayas.
—
¿De dónde vienes, pequeña?
—le había preguntado.
Ella no tendría seguramente ni diez años, y estaba allí gruñéndole, enseñándole los dientes como una alimaña.
—
Eres una salvaje, ¿eh?
—le dijo él—.
No me convence. Veo algo que brilla ahí, muchacha. Tienes inteligencia, te guste o no. Mi cabaña está por ahí, a menos de un kilómetro. Podéis venir en cuanto os canséis de vuestra alcantarilla.
El tío Jackson le enseñó a disparar, a contener la respiración cuando se apunta en la distancia. Y le enseñó también a conducir un coche y a arrancarlo sin tener las llaves. Les dio de comer a ella y a Malcolm copos de avena en cuencos de cerámica.
Le preguntó:
—
¿Cuánto tiempo llevas cuidando de ese niño?
—
Un tiempo.
—
¿Eres su hermana?
Se encogió de hombros:
—
Nos criamos en el mismo lugar
—dijo—.
Todo estaba revuelto. Nadie estaba seguro.
El tío Jackson asintió.
—
Ven aquí
—le dijo—.
Tengo un regalo para ti. Es un khukuri.
—
¿Qué es eso?
Revolvió en un baúl que había en un rincón de la sala, y sacó algo que estaba envuelto en una manta. Era una daga curvada hacia dentro, y brillaba con destellos rojos a la luz del fuego. Era bella, y Temple quiso tocarla. Se imaginaba que estaría fría, que transmitiría una vibración a los dedos.
—
Es de Nepal
—le explicó él—.
En Nepal había unos guerreros llamados gurkhas, muy fuertes y muy fieros, capaces de sobrevivir por sí mismos. Como tú. Y llevaban dagas como ésta.
—
¿Cómo lo has llamado? ¿Cuqui?
—
Khukuri. Pero si no consigues recordar ese nombre, puedes llamarla simplemente daga de los gurkhas.
Recuerda que después Malcolm, tan sólo un par de años menor que ella, estaba dormido sobre un montón de mantas en un rincón, y el tío Jackson roncaba al otro lado de la sala, y la luz de las brasas que quedaban lanzaba un pálido brillo por toda la cabaña. Con los ojos cerrados, ella daba vueltas y vueltas a la daga en las manos, sintiendo el peso del arma y cómo estaba distribuido, cogiéndola para conocerla, arrimándosela a la piel de la cara y a los labios.
Era un regalo. Era el primer regalo que le daba nadie desde que podía recordar.
En el aparcamiento de la tienda, Temple se levanta y regresa al coche. Se queda un buen rato sentada frente al volante, pensando en un montón de cosas desaparecidas.
Al final arranca el coche y gira el volante para volver a las parcelitas con su vivienda unifamiliar.
Él sigue inmóvil donde ella le dijo que se quedara, tirándose de las puntas del pelo grasiento y mirando con ojos entrecerrados bajo el sol.
Ella detiene el coche cerca de él y baja el cristal de la ventanilla.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte ahí, bobo? —le pregunta—. ¿Qué intenciones tenías, esperar ahí hasta que las babosas te dieran un motivo para moverte? Nunca he visto un bobo como tú. Y mira que los he visto incomparables…
Los ojos tristes y abobados de él miran al interior del coche. Temple intenta seguirle la mirada, pero hacia donde él está mirando realmente es al interior de su propia cabeza. Tiene cara de sartén y cuerpo de árbol, ojos mansos y lentos, y una mente sin puertas ni ventanas.
Ella alarga la mano y abre la puerta del asiento de al lado. A continuación echa el talego en el asiento de atrás.
—Bueno, entra si quieres —le dice—. Pero no te prometo que vayas a sobrevivir.
Él sigue tirándose del pelo y rascándose, y Temple no tarda en darse cuenta:
—Tienes bichos en la cabeza, bobo.
En la siguiente ciudad, donde las tuberías siguen teniendo agua, encuentra una casa que dispone de un grifo en el patio lateral, con una manguera enchufada a él.
—Desnúdate, bobo —le dice. Él no comprende, así que ella le tiene que enseñar desabotonándole dos botones de la camisa. Los ojos de él miran con atención sus dedos—. Vamos —le dice ella—, no seas vergonzoso. No tienes nada que yo no haya visto ya.
Se desnuda y se queda en el medio del patio lleno de maleza. Cierra los ojos con fuerza y sujeta el trapo que Temple le da, mientras ella, con la manguera, le echa agua por detrás y por delante.