—Parece que está bien. Podemos hacerle un examen completo cuando volvamos.
—No si quieres seguir respirando —dice ella.
—Ven con nosotros —dice el hombre rubio—. Cuidaremos de ti. Estarás bien.
—¿Tenéis hielo?
—¿Qué?
—¿Tenéis cubitos de hielo para echar a la bebida?
—Sí, tenemos congeladores.
—Entonces vale. Por donde diga usted, señor mío.
La guían por entre las elevadas torres del centro, y por el camino disparan a un par de babosas en la cabeza.
—Para mantener baja la población —explica el rubio, que se llama Louis.
Louis va al frente del grupo, y los demás van detrás, escudriñando la zona en todas direcciones.
Temple lo sigue, pero apartada a un lado y guardando un espacio fijo entre ella y los demás. En particular, hay un hombre cuya mirada no le gusta. Es flaco y tiene una melena de pelo grasiento que sujeta bajo una gorra de béisbol. Y él parece trastornado con ella. Reflejada en los oscuros escaparates de las tiendas, Temple percibe la intensa mirada del hombre fija en su cuerpo. Empieza a ir más despacio y se queda en la parte de atrás del grupo para alejarse de él, pero él hace otro tanto hasta que vuelven a encontrarse juntos, al final de la fila.
—Me llamo Abraham —le dice él—. ¿Cómo te llamas tú?
—Sarah Mary.
—¿Sarah Mary qué más?
—Sarah Mary Williams.
—¿Cuántos años tienes, Sarah Mary?
—Veintisiete.
Él la mira de arriba abajo, y sus ojos se demoran en cada parte con un cierto desdén.
—Tú no tienes veintisiete años —dice.
—Demuéstralo.
—Mi hermano Moses dice que tengo intuición para distinguir la verdad de la mentira. Dice que huelo a un mentiroso a cien metros. Es mi talento secreto. Y puedo olerte a ti, Sarah Mary.
Ella mira al frente, rechinando los dientes y pensando en un vaso alto de coca-cola lleno de cubitos de hielo, y con una pajita flexible.
—Veamos —sigue él—. Yo diría que tienes dieciséis años, diecisiete como mucho.
—Ya he vivido unos años, no importa cuántos.
—¿De dónde vienes, Sarah Mary?
—Del sur.
—¿Ves?, por eso sé que no me dices la verdad. Al sur de aquí no hay nada. Es territorio de los horripilantes desde aquí a los Cayos.
Temple nota sus ojos clavados en ella, que parecen penetrar bajo su ropa y apretarle la piel.
—Entonces, ¿cuál es tu historia, Sarah Mary? ¿Te has escapado de algún novio? ¿Buscas a alguien que te cuide? A mí me lo puedes contar. Me encargaré de que estés bien.
Ella se muerde el labio para no decir nada, y acelera para acercarse al que parece el jefe, Louis.
—¿Adónde vamos? —le pregunta.
—Levanta la mirada —contesta él.
Por encima de ella se elevan cuatro torres idénticas, cada una de las cuales comprende una manzana entera. Hay tiendas al por menor en los bajos, y seguramente oficinas en el resto de los pisos. Los cuatro edificios están conectados a la altura del sexto piso más o menos mediante pasarelas cerradas, creando una enorme unidad. En semejante construcción se podría albergar con seguridad a un millar de personas.
Louis marca el camino rodeando uno de los edificios hasta el callejón de detrás, donde el hormigón desciende hasta un muelle de carga. Se acercan a una pequeña puerta que hay junto a la verja de acero y miran a su alrededor para asegurarse de que no los sigue ninguna babosa. A continuación, Louis abre rápidamente la puerta e invita a pasar a los demás.
—¿Ésta es vuestra fortaleza? —le pregunta Temple.
Cuando han entrado todos, él cierra la puerta, gira la llave en la cerradura y pasa una barra.
—Ésta es nuestra fortaleza —responde.
La confían a una mujer llamada Ruby, que le da de comer, le proporciona ropa nueva que proviene del departamento comercial bien cerrado que hay en el bajo de uno de los edificios, y le enseña un lugar en que puede dormir en el piso decimosexto, donde las oficinas han sido convertidas en residencias.
Ruby intenta vestirla con un vestido de algodón azul cielo a cuadros, pero Temple insiste en ponerse unos vaqueros como los que lleva, sólo que sin rasgar y sin manchas de sangre seca. Ruby los examina cuando Temple se los entrega desde el probador, mueve la cabeza hacia los lados en señal de negación, y chasquea la lengua como hace cierta especie de pájaros del desierto:
—Pobre chiquilla —dice Ruby—. El camino hasta llegar aquí tiene que haber sido muy duro.
—El camino estaba bien —responde Temple—. El problema eran los pellejos.
—¡Qué mundo…!
Parece que Ruby tiene algo más que decir sobre el tema, pero se le corta la voz, como si la angustia no la dejara hablar.
—Oye, —dice Temple— aquí tenéis cubitos de hielo, ¿verdad? Estoy pensando que ahora sería perfecto tomarse una coca-cola muy fría en un vaso largo.
De manera que Ruby le lleva un vaso de coca-cola con cubitos de hielo, y las dos bajan para ver cómo juegan los niños en uno de los vestíbulos. De uno de los departamentos comerciales han arrastrado hasta allí un columpio y un tobogán de plástico, y han pintado en el suelo, con tiza, una rayuela.
—También tenemos una escuela —explica Ruby—. La dirige mi hermana Elaine. Funciona por las mañanas, seis días a la semana. Por supuesto, la educación es lo más importante para que podamos reconstruirlo todo cuando esto haya acabado. ¿Tú has ido a la escuela?
—He aprendido algunas cosas.
—Yo sólo era una jovencita cuando todo empezó. Supongo que tú no habías ni nacido.
—No, señora.
—Este mundo tiene que parecerte muy extraño.
—No, señora.
—¿No?
—El mundo te trata bien siempre que no intentes ir contra él.
Ruby mira a Temple y niega con la cabeza, suspirando. Es una mujer regordeta, con la cara redonda y ojos que se arrugan por los extremos cuando se ríe. Tiene arreglado el pelo en un estilo que Temple no había visto nunca: la mayor parte está recogido por arriba, pero parte le cae, suelto; lleva un vestido amplio y largo, sin forma; calza sandalias, y lleva pintadas tanto las uñas de las manos como las de los pies de un tono muy bonito de rojo burdeos. El mismo color, piensa Temple, que tiene la sangre derramada cuando han transcurrido unos veinte minutos.
El ruido de los niños que juegan retumba en las paredes de mármol del vestíbulo. Hay veinte en total, de diferentes edades. Los ventanales están pintados para que, supone Temple, las babosas no vean que están ahí y empiecen a congregarse en la parte de fuera. Por todo el perímetro del vestíbulo han instalado grandes focos amarillos para ayudar a difundir la luz del sol absorbiéndola a través de una fina y poco uniforme capa de pintura marrón.
Piensa en Malcolm, y se lo representa allí, entre todos aquellos niños. Sin duda él habría querido salir, y habría rascado la pintura de los cristales para ver lo que había al otro lado. Pero eso hubiera sido hace dos años. Ahora Malcolm sería ya mayor que la mayoría de ellos.
—¿Cuánta gente tenéis aquí? —pregunta Temple.
—Tenemos a setecientas trece personas repartidas por los cuatro vecindarios. Tú haces la setecientas catorce.
—¿Vecindarios?
—Me refiero a los cuatro edificios. Nos gusta llamarlos vecindarios.
—¿Y éstos son todos los niños que hay?
—La mayoría. Para la gente resulta duro tener niños aquí. Tenemos un médico, pero nuestros recursos sanitarios son limitados. Y, además, es que a la gente le resulta difícil ser… optimista.
—¡Ah!
Ruby le sonríe con una sonrisa de oreja a oreja, como si ella misma fuera la principal emisaria del optimismo.
—Me gusta tu sombrero —le dice, indicando con un gesto de la cabeza el sombrero panamá de Temple—. Aquí no tenemos sombreros como ése.
—Gracias. A mí me gusta tu pintura de uñas.
—¿Sí? ¿Quieres ponértela? Aquí la mayor parte de las mujeres no se preocupan de pintarse las uñas, así que queda mucha.
Ruby la lleva al departamento comercial, a la zona de cosmética, y le muestra una fila de frasquitos polvorientos de cien colores diferentes, y nombres en la parte de abajo que describen los colores. Temple se decide por un tipo de rosa que Ruby dice que se llama «algodón de azúcar». No tiene ni idea de qué es el algodón de azúcar, pero en su mente aparece la imagen de piruletas hechas de tela de camiseta.
Entonces Ruby sube con Temple en el ascensor hasta el piso decimosexto, donde se encuentra la habitación que le han adjudicado, una pequeña oficina con un colchón en el suelo, una mesa con una lámpara, y una planta artificial.
—El cuarto de baño está al otro lado del vestíbulo, junto a los ascensores —dice Ruby como disculpándose—. Tenemos que compartirlo.
—Gracias —responde Temple—. Por el refresco y la pintura de uñas, y por la comida, y por todo.
—De nada, espero que te encuentres bien. Me alegro de que estés aquí con nosotros. Te cuidaremos, Sarah Mary.
Temple no dice nada. Trata de imaginarse que se queda allí, en aquel lugar, con aquella gente, y le sorprende ver que la idea no le resulta completamente inaceptable. Se pregunta si eso querrá decir que se está haciendo mayor.
—Ah, y otra cosa más —dice Ruby—. Puedes ir a donde quieras, pero te recomiendo que evites el vecindario número cuatro. Ahí es donde están la mayor parte de los hombres, los solteros, como los que patrullan las calles y te han traído hoy aquí. La mayoría de ellos son muy agradables, considerados y caballerosos. Pero a veces, cuando están juntos, pueden volverse un poco burros. No quiero que te lleves una impresión equivocada sobre nosotros, no es más que eso. Somos una comunidad muy agradable.
Entonces Ruby se va, y Temple se queda sola. Localiza el cuarto de baño. Hay uno comunal, pero entra en el individual, que se encuentra al lado, y está preparado para gente en silla de ruedas. Deja la daga de los gurkhas en el borde del lavabo, se desnuda completamente y se lava en condiciones con el paño y la toalla que Ruby le ha dado. A continuación mete la cabeza en el lavabo, y deja que el pelo se empape con el agua caliente y jabonosa durante un buen rato. Después de eso, se peina y se mira detenidamente en el espejo.
Pelo rubio, rostro delgado con largas pestañas que enmarcan dos brillantes ojos azules. Podría ser guapa. Intenta adoptar un aspecto más femenino, colocándose como ha visto que se colocan las chicas: haciendo un mohín con los labios, bajando la barbilla y levantando las cejas. Sus pequeños pechos no son gran cosa, y tiene el culo plano, pero ha visto en las revistas mujeres atractivas que tienen cuerpos como el suyo, así que supone que no pasa nada.
Se pone las bragas nuevas que le ha dado Ruby. Son de algodón, todas estampadas de rosas. Ruby también le ha traído un sujetador, pero no se lo pone.
De nuevo en su habitación, se pinta las uñas de las manos y los pies con aquel esmalte rosa algodón de azúcar. Pero es descuidada y no tiene mucha paciencia y se llena de pintura toda la piel. A continuación se tiende para dejar que se le sequen las uñas, y contempla el cielo que se oscurece a través de la ventana. Las luces de la ciudad se encienden mientras ella mira. Algunas responden a un dispositivo automático que hace que se enciendan todos los días a la misma hora, según supone. Pero otras las da gente de verdad, gente como ella.
Se dirige a la ventana y ve que su aliento empaña el cristal. Da las buenas noches al mundo iluminado por el sol, y siente que la acomete la intensa gravedad del sueño, de manera que se tiende sobre el colchón, junta las palmas de las manos, susurra una oración y escucha el suave murmullo del edificio hasta que la mente se le amplía y los sueños la conducen al vasto laberinto exterior.
Al día siguiente pasea por los edificios, sonriendo cortésmente a los saludos que recibe por parte de los residentes. Están contentos de ver una cara nueva, contentos de ver sus filas engrosadas por otro ladrillo en el baluarte contra la marea que arremete contra ellos desde fuera. Algunos cuentan historias sobre el lugar del que proceden, y los mayores tejen relatos del mundo anterior. Temple ha oído muchas versiones de esta historia, pero la mayoría incluyen niños que bajan en bicicleta por las tardes por calles arboladas,
picnics
en los parques, o encuentros con gente amable en la tienda de la esquina. O acampadas en las que uno no tenía de qué preocuparse, a excepción de las picaduras de los mosquitos.
A Temple esas historias siempre le han parecido sospechosas, siempre le ha parecido que estaban endulzadas por la nostalgia. Por su propia experiencia, ha aprendido que la felicidad y la tristeza encuentran su propio nivel sin importar qué sea lo que te muerda, si un mosquito o un pellejo.
Se ofrece a ayudar en la cocina, donde un grupo de mujeres prepara lo que parece una comida bastante elaborada. Le dicen que puede cascar un cuenco de huevos (en las azoteas tienen gallineros y jardines), pero cuando ven cuánto tiempo le lleva recoger del cuenco los trocitos de cáscara, la echan de allí, diciéndole que descanse y vaya a familiarizarse con el lugar y la gente. Ya tendrá tiempo de ayudar en la cocina.
Esa noche acude a la sala de conferencias que han acondicionado como cine y teatro, y se sienta en la oscuridad, con todos los demás, a ver una vieja película que proyectan sobre una gran pantalla. Es una película sobre naves espaciales y planetas que parecen desiertos, y ella la mira, y una niña que está junto a ella le entrega un cuenco con palomitas de maíz. Coge unas pocas y lo pasa.
Al día siguiente, sin embargo, se encuentra aburrida e inquieta. Mira por los ventanales del tercer piso y ve a la patrulla, que abandona el edificio y hace su camino por la calle con movimientos tácticos y serpenteantes. Le gusta el modo en que se mueven esos hombres, como un solo cuerpo con distintas partes.
Esa noche no puede dormir, y se pasea por los mudos pasillos de los edificios, pensando que su insomnio es una especie de enfermedad.
Cuando el silencio llega a ser excesivo, atraviesa la pasarela hacia el edificio número cuatro, donde encuentra a los hombres jugando a las cartas apostando pastillas. Están en el sexto piso, reunidos en un espacio grande que comprende dos pisos y amplifica en ecos sus risas estridentes y sus voces graves. Sería el vestíbulo de la sede de alguna empresa, supone, alguna de esas empresas monolíticas que ocupaban varios pisos en el edificio.