Malcolm llevaba un buen rato callado. Le gustaba masticar aquel chicle que a ella le parecía demasiado dulce, y le encantaba meterse dos en la boca a la vez. Durante un instante lo estuvo oyendo masticar a su lado. Después se hizo el silencio. Malcolm simplemente observaba por la ventanilla la enorme nada negra.
—¿Qué le pasó al tío Jackson? —preguntó Malcolm.
—Ya no está— respondió ella—. No lo volveremos a ver.
—Dijo que me iba a enseñar a disparar.
—Te enseñaré yo. Además, no era tu tío de verdad.
Para quitarse el recuerdo de la cabeza, Temple baja el cristal de la ventanilla y deja que el viento juegue con su pelo. Como eso no funciona, decide cantar una cancioncilla que se aprendió una vez. Le cuesta un rato recordar todas las palabras:
Ya ta dará, ta dará, naña harmasa,
ta dará ana casa, ana casa qua ya sala sá:
¡Cafá!
Ye te deré, te deré, neñe hermese,
te deré ene quese, ene quese que ye sele sé:
¡Quefé!
En un largo tramo de carretera rural el motor se apaga, y ella coloca el coche a un lado, frena y levanta el capó para echar un vistazo. Seguramente es la bomba de combustible, pero no puede estar segura sin meterse bajo el coche para fisgonear un poco, y el motor está demasiado caliente para tocar nada durante un buen rato. De todos modos, no tiene ninguna herramienta con la que ponerse a fisgonear, aunque ve una casa algo apartada de la carretera a la que se llega por un pequeño camino de tierra. Tal vez haya herramientas en ella.
Mira al oscuro horizonte, hacia las luces de la ciudad. No es fácil determinar la distancia de noche. Tal vez pueda ir andando hasta allí por la mañana.
Pero esa casa… Tal vez haya en ella algo que merezca la pena.
Hace tiempo que no entra en acción, y se siente osada. Además, quiere algo que la distraiga de sus recuerdos nocturnos. Así que se ata al muslo la daga de los gurkhas, y se mete la pistola en el cinturón de los pantalones: dos balas, sólo para usar en caso de emergencia. Coge la linterna y recorre el camino de tierra batida hacia la casa, donde se dispone a darle una patada a la puerta. Pero no hace falta, porque está abierta.
En la casa hay un olor apestoso, y ella lo reconoce: es carne podrida. Podría ser un cadáver o una babosa. De cualquier modo, decide respirar por la boca y darse prisa.
Encuentra el camino a la cocina, donde hay una mesa de cocina volcada y herrumbrosa, y un papel pintado en la pared con dibujos de plantas trepadoras de fresas. A causa de la humedad, crecen por todas partes las zonas invadidas por un aterciopelado moho verdegrís. Temple abre los cajones de uno en uno, buscando el de las herramientas, pero no encuentra nada. Mira por la ventana de atrás: no hay garaje.
Hay una puerta en la cocina, la abre y encuentra una escalera de madera que desciende bajo tierra.
Aguarda por un instante en lo alto de la escalera, intentando distinguir algún sonido en la casa, y a continuación empieza a bajar lentamente.
En el sótano hay un olor diferente, como de amoniaco, y pasa el haz de luz de la linterna por una mesa que hay en medio de la estancia, con botellas, quemadores, tubos de goma, y una de esas viejas balanzas que tenían un largo brazo a un lado. Algunas de las botellas están medio llenas de un líquido amarillo. Ya ha visto antes ese tipo de tinglado: es un laboratorio de meta. Fueron muy populares hace unos años, cuando algunos se aprovechaban de que todo el mundo estaba tan sólo pendiente de las babosas.
Encuentra un banco de trabajo puesto contra la pared, y revuelve en busca de un destornillador de cruz y una llave inglesa, aunque lo que de verdad necesita son unos alicates.
Deja la linterna sobre la mesa, pero empieza a rodar y cae al suelo, donde la luz parpadea, pero permanece. Menos mal: no le apetece nada tener que volver al coche a tientas.
Pero al volverse, ve otra cosa que antes se le ha pasado por alto: junto a la escalera hay un pequeño retrete, y mientras está mirándolo, la puerta del retrete, iluminada por el débil halo de luz de la linterna, tiembla primero y se abre después de repente, como si alguien se hubiera desplomado contra ella.
Entonces lo huele, el olor de la carne podrida, que ahora es mucho más fuerte: antes estaba disimulado por el olor de amoniaco del laboratorio.
Salen a trompicones del retrete. Son tres: dos hombres en mono de trabajo, con el pelo largo, y una mujer vestida sólo con una combinación de satén, que ha quedado rasgada por delante, mostrando un pecho reseco.
Temple ya no se acordaba de aquel olor tan desagradable, esa mezcla cenagosa de moho y putrefacción, petróleo y mierda rancia. Ve un excremento que cae húmedo de detrás de las piernas de la mujer. Deben de haber comido recientemente, así que estarán fuertes. Y se encuentran entre ella y la escalera.
Se lleva la mano a la pistola y medita: son sus dos últimas balas.
No merece la pena.
En su lugar, saca la daga de los gurkhas de la funda y le da una patada al hombre que tiene delante, y lo derriba contra la placa de cemento del suelo. Blande la daga y la hunde en el cráneo del segundo hombre, cuyos ojos se cruzan de modo ridículo antes de caer al suelo. Pero cuando intenta retirar la daga, encuentra que está atascada en suturas de hueso húmedo.
Entonces la mujer la agarra de la muñeca apretándola con su carne. Temple nota las uñas quebradizas que se le hunden en la piel.
—Suéltame el brazo— le dice.
No consigue extraer la daga de la cabeza del hombre, así que la suelta y ve cómo el cuerpo cae hacia atrás con la hoja atascada en la cabeza.
La mujer se inclina para arrancarle un mordisco del hombro, pero Temple lanza con toda su fuerza su puño contra la cabeza de la babosa, una vez, luego otra, y aún una tercera vez, intentando aturdirle el cerebro para que deje de obedecer a sus impulsos instintivos.
Pero ahora el otro hombre se ha vuelto a poner en pie y se acerca a ella, así que Temple hace girar el cuerpo de la mujer para colocarlo entre ellos, y el hombre choca contra ambas con un abrazo tremendo que la derriba a ella y la impulsa contra el banco de trabajo.
El olor, cuando chocan contra ella, es insoportable. Los ojos se le empañan, y las lágrimas le emborronan la visión.
Busca con las manos detrás de ella, y encuentra un destornillador, que agarra con toda su fuerza para clavarlo en el cuello del hombre. Él la suelta y se tambalea hacia atrás, pero el ángulo en que ha penetrado el destornillador no es el adecuado, y le penetra hasta el cerebro, de manera que empieza a caminar en círculos, gorgoteando al abrir y cerrar la mandíbula.
La mujer, que tiene agarrada la muñeca de Temple, abre de nuevo la boca como para morderla en la mejilla, pero Temple vuelve a girarla y le golpea el brazo contra el borde del banco. El brazo se rompe, y la mano afloja su presión contra la muñeca.
Entonces Temple se agacha y se acerca al cadáver, le pone un pie en la cara para hacer palanca, y extrae la daga de los gurkhas con ambas manos.
La mujer está muy cerca, detrás de ella, pero eso no importa. Temple blande la daga con fuerza y acierto. La hoja pasa limpiamente por el cuello, segándole la cabeza.
El último hombre está trastornado, agarrando con torpeza el destornillador que tiene clavado en el cuello. Temple se va detrás de él para recuperar el aliento. El hombre tiene el pelo largo y greñudo, con trozos de pintura en él, como si la casa se le hubiera caído encima a trozos. Entonces levanta la daga y la baja con fuerza para asestar dos golpes rápidos, tal como aprendió hace tiempo: uno para romper el cráneo y otro para partir el cerebro.
Coge la linterna del suelo, que ahora está resbaladizo a causa de la sangre y los excrementos. Encuentra un trozo limpio en la combinación de la mujer, y lo arranca para limpiar la daga de los gurkhas con él.
—Un tango macabro— dice—. Menudo asco que da todo esto.
Mira, hay una música producida por el mundo, y hay que estar escuchando, o de lo contrario uno se la pierde, eso está claro. Como cuando ella sale de la casa y el aire nocturno le da en la cara, frío y maravilloso, y huele a la pureza de una tierra nueva recién estrenada. Como cuando algo viejo, roto y polvoriento, se retira de un estante para hacer sitio a una cosa nueva y reluciente.
Y es el alma de uno mismo la que desea moverse y ser parte de ello, sea lo que sea, para salir fuera a las llanuras requemadas donde los vivos caen y los muertos se levantan, y los muertos caen y los vivos se levantan: como el ciclo de la vida que una vez intentó explicarle a Malcolm.
—Es una cosa natural— le dijo mientras él intentaba hincarle el diente a uno de esos caramelos como piedras que tenía a un lado de la boca—. Es una cosa natural, y la naturaleza nunca muere. Tú y yo también somos naturaleza, incluso cuando morimos.
Hay almas y cielos abiertos y estrellas brillantes por dondequiera que uno mire. Temple toma la decisión de coger algunas cosas del coche y hacer a pie el resto del camino en dirección a aquellas luces que se ven en el horizonte. No tarda en ver un letrero, y enfoca la linterna hacia él. No puede descifrar las letras, que no se parecen al nombre de ninguna ciudad que conozca y recuerde, pero el número es el 24.
Si produce en el cielo un brillo que puede ser visto a 24 kilómetros, entonces no puede tratarse de una ciudad pequeña. Ése es el lugar adecuado para ella, un lugar donde pueda conocer a alguna persona y ponerse al corriente de lo que ocurre en la verde tierra de Dios. Y tal vez tomar un refresco con hielo. Veinticuatro kilómetros, eso no es nada: no son más que tres o cuatro horas de paisaje nocturno y pensamientos profundos y serenos, procurando no dejar paso a las ideas tristes.
Llegará a la hora de desayunar.
Las calles están desiertas, excepto de babosas y perros salvajes. La ciudad es demasiado grande para cercarla con vallas, y sus avenidas demasiado serpenteantes para patrullarlas, pero, razona Temple, la electricidad la mantiene alguien que no son las babosas. Los habitantes deben de estar escondidos.
Se sube a una valla publicitaria que hay junto a una vía de acceso a la autovía, y se zampa un paquete de galletas de mantequilla de cacahuete mientras otea el horizonte.
En su camino hacia el norte, Temple había pasado por una comunidad costera, donde todos los edificios eran elegantes, pintados de colores pastel. La principal arteria estaba llena de restaurantes que en otro tiempo habían contado con terrazas en las amplias aceras, lugares donde debían de haberse tomado sus cócteles los ricos, vestidos con camisas color crema. Ahora, sin embargo, la mayor parte de aquellos escaparates de vidrio pulido estaban rotos, y el resquebrajado reflejo blanco del sol iluminaba todos los picos del cristal, como colmillos que rodean la abertura del negro interior. La pintura de color pastel se descascarillaba y dejaba al descubierto el quebradizo cemento que había debajo. Delante de algunos de los restaurantes, las mesas de hierro forjado y las sillas habían sido apiladas formando barreras defensivas, en las que hacía mucho tiempo se habían abierto brechas.
Aquel era un barrio bonito, piensa Temple, pese a estar vacío. Tal vez regrese a él algún día. Pero era un barrio bajo, pues ninguno de los edificios tenía más de seis pisos de altura. A diferencia de la ciudad que contempla ahora, cuyo centro, desde donde lo observa, parece un castillo alzado sobre una colina, lleno de chapiteles de plata y de metálica majestuosidad.
Se baja de la valla y camina otros quince minutos hacia los altos edificios del centro, donde las largas sombras cruzan la calle de una acera a la otra y resultan agradables en su piel recalentada. Encuentra una joyería y se queda largo rato contemplando el escaparate. Hay bisutería polvorienta que cuelga de cuellos de terciopelo artificiales, y anillos guardados en el interior de pequeñas y bonitas cajas. Un sinsentido: en otra época, esos objetos tenían valor; ha conocido gente en el pasado que coleccionaba tales chismes, acaparándolos a la espera de que el futuro restaurara la gloria de una economía de baratija. Las coleccionaban en cajitas que metían en cajas más grandes, y éstas en otras aún más grandes, que cuidaban y protegían como si fueran miembros de una aristocracia temerosa.
Pero hay una cosa que a Temple no le importaría meterse en el bolsillo para rodearla con los dedos y palparla de vez en cuando: un pendiente formado por un rubí en forma de lágrima, la misma forma que tenía su isla. Incluye un engaste de oro sujeto a una cadena, pero si el pendiente fuera suyo le arrancaría los trozos de metal y se quedaría sólo con la piedra, para darle vueltas y vueltas entre los dedos.
Mientras lo mira, percibe un movimiento reflejado en el cristal del escaparate de la joyería: algo que se acerca a ella por detrás.
Sin pensarlo, saca de la funda la daga de los gurkhas y se da la vuelta. Levanta la daga por encima de la cabeza, dispuesta a hundirla de arriba abajo.
Pero entonces ve el cañón del rifle, que le apunta directamente a la cara.
—Alto ahí, señor mío —dice ella bajando la daga— .Estaba a punto de cortarlo en trozos pensando que era una babosa. ¿Por qué se acerca a la gente a hurtadillas?
En cuanto la oye hablar, el hombre baja el rifle.
—Creí que eras uno de ellos —dice. —Llevabas ahí demasiado tiempo sin hacer nada.
—Mis excusas por quedarme examinando el escaparate.
Él observa a su alrededor. Es un hombre apuesto de treinta y tantos años, diría ella, de pelo rubio y liso que le cae en los ojos. Está bien afeitado y tiene una mirada despierta que a ella le recuerda la de un gato o un roedor: un animal encorvado, listo para echar a correr.
—Éste no es un lugar seguro —le dice a Temple—. Ven con nosotros.
—¿Quiénes sois vosotros, rubio?
Entonces él se lleva dos dedos a la boca para lanzar un silbido. De las esquinas de los edificios y de los callejones sale a toda velocidad un pequeño ejército de hombres, tal vez doce en total, que la rodean.
Un hombre que lleva gafas se le acerca y empieza a examinarle los brazos y la piel del cuello.
—¿Estás herida? —le pregunta—. ¿Te han mordido en alguna parte?
—Estoy impoluta, déjame en paz.
Él le pone ambas manos en los lados de la cabeza y le mira las pupilas de los ojos. A continuación se vuelve hacia el hombre rubio.