—¿Por qué has venido aquí, pellejo? —le pregunta—. ¿Es que has olido el aroma de sangre de muchacha, llevado por el viento? ¿Necesitabas tomar un poco? Lo que sé es que no has venido nadando. Eres demasiado lento y tonto para eso.
Le sale un gorgoteo de la garganta, y un cangrejo azulado surge de la abertura de la tráquea y echa a correr.
—¿Sabes lo que me parece? —dice ella—. Creo que intentaste trepar por esas rocas, y que te pillaron las olas y te despeñaste la mar de bien. Eso es lo que me imagino. ¿Qué me dices tú?
Él saca el brazo de debajo del cuerpo y lo tiende hacia ella. Pero los dedos no la alcanzan por poco, y caen en la arena trazando surcos.
Bueno, dice ella, tendrías que haber estado aquí anoche. Había una luna tan grande que parecía que podías alargar la mano y cogerla del cielo. ¡Y esos peces electrizados que me corrían alrededor de los tobillos…! Eso había que verlo, señor mío. Te lo aseguro: si existen los milagros, ése lo fue.
Temple observa el ojo que gira, y los estremecimientos del torso.
—Puede que no estés muy interesado en los milagros. Pero aun así quizá te alegraría ver uno, aunque no te lo merezcas. Todos, incluso los malos, estamos en deuda con la belleza del mundo. Tal vez los malos los que más.
Lanza un suspiro hondo y prolongado.
—De todos modos —dice ella— ,me parece que ya has aguantado bastante cháchara por mi parte. Le estoy dando a la mandíbula por ti y por mí. Dándole a la mandíbula, ¿pillas la gracia?
Se ríe de su chiste, y su risa se apaga poco a poco mientras se pone en pie y se sacude la arena de las manos y observa el continente al otro lado del agua. Entonces se va caminando hacia un grupo de palmeras que hay más arriba de la playa y busca entre las hierbas, pisando por todas partes hasta que encuentra lo que busca. Se trata de una piedra grande, más grande que un balón de fútbol. Le cuesta media hora cavar a su alrededor con un palo para arrancarla de la tierra: a la naturaleza no le gusta que le anden cambiando las cosas de sitio.
A continuación vuelve con la piedra a la playa, donde yace el hombre, casi inmóvil.
Cuando la ve, el hombre revive y empieza a retorcerse, a estremecerse, a hacer ruidos con la garganta.
—En cualquier caso, —le dice ella—, eres el primero en llegar aquí. Eso cuenta, supongo. Eso te convierte en una especie de Cristóbal Colón. Pero con esta marea y tal… ¿te quieres apostar a que no tardan en venir más de los tuyos? ¿Te apuestas algo a que todas tus amigas babosas van a intentarlo también? Es una apuesta muy segura por mi parte, yo diría.
Asiente con la cabeza y vuelve a mirar hacia el bajío.
—De acuerdo, entonces. —dice ella levantando la piedra por encima de la cabeza de él y dejándola caer contra su cara, produciendo un fuerte y húmedo crujido.
Los brazos se le siguen moviendo, pero ella sabe que eso ocurre a veces durante un rato. Temple vuelve a levantar la piedra y la deja caer otras dos veces más, sólo para asegurarse.
Entonces deja la piedra donde está, a modo de lápida, y se va hacia la red. Encuentra en ella un pez de tamaño mediano. Se lleva el pez de regreso al faro, donde lo cocina al fuego y se lo come con un poco de sal y pimienta.
A continuación asciende la escalera hasta la parte de arriba de la torre, sale por la pasarela y otea a lo lejos, en dirección al continente.
Se arrodilla, apoya la barbilla contra la fría barandilla de metal, y dice:
—Supongo que ha llegado el momento de volver a ponerse en movimiento.
Esa noche, a la luz de la lumbre, saca por la trampilla que hay en el suelo las cosas que guardó en el sótano el día que llegó: la nevera, la cantimplora, la pistola a la que le quedan dos balas dentro en buen estado… Después, coge su daga de los gurkhas y una piedra pequeña de afilar, se las lleva con ella a la playa, y se sienta en la arena a afilar la daga mediante largas y suaves pasadas de la piedra. Se toma su tiempo para hacerlo, sentada bajo la luna durante casi una hora, hasta que es capaz de comprobar en la lengua el filo de la hoja. Es un buen cuchillo, con sus treinta centímetros de longitud y curvado hacia dentro. Cuando corta el aire con ella, se oye un silbido.
Esa noche duerme a pierna suelta, pero se despierta justo antes del alba para coger sus cosas.
Coloca el cuchillo, la pistola, la cantimplora y el sombrero panamá dentro de la nevera, y lo arrastra todo hacia la playa. A continuación regresa al faro para decirle adiós.
Es triste dejar la casa de uno, y aquella ha sido una buena casa para ella. Se siente como un guisante en la base de aquella alta torre. Sube por última vez la escalera que lleva a la pasarela, y se contempla en los mil diminutos espejos bajo la luz mortecina. Tiene el pelo largo y greñudo. Coge una goma y se lo recoge por detrás.
Entonces alarga la mano para arrancar con los dedos uno de aquellos espejitos diminutos, y se lo guarda en el bolsillo, como recuerdo del tiempo que ha pasado allí.
A decir verdad, Temple no es aficionada a la introspección. Pero hay secretos que merodean la mente, y no quiere que ninguno de ellos la sorprenda de pronto. A veces merece la pena mirar dentro de uno mismo aun cuando los rincones oscuros te produzcan mareos.
Vuelve a la base de la torre, sale y cierra la puerta. La deja bien apretada para que no la abra el viento y remueva todo lo que hay dentro. Es reconfortante imaginarse que todo sigue igual aun después de que uno se haya ido lejos.
Permanece al pie de la torre y estira el cuello para mirar a lo alto.
—Adiós, mi vieja torre —dice. Sigue ahí, firme—. Espero que protejas al próximo que se cobije aquí, sea vivo o muerto, santo o pecador.
Asiente con la cabeza. Piensa que ha sido una cosa bonita lo que ha dicho: parece como una bendición o un brindis o un deseo de cumpleaños o un sermón de funeral. Y ella sabe que las palabras son capaces de hacer realidad las cosas, si se dicen como se deben decir.
En la playa, se desnuda y mete la ropa y las zapatillas en la nevera, con todo lo demás. Cierra la tapa lo mejor que puede, pisando en ella varias veces. Tira de la nevera hacia el agua, hasta que empieza a mecerse en las olas. A continuación la gira para situarla delante de ella, y la empuja sobre las olas que rompen en la orilla hasta que quedan atrás.
Va nadando hacia el continente, manteniéndose a una distancia prudencial del bajío para que la corriente no la estrelle contra las rocas. Rodea la nevera con las manos y se impulsa con los pies, y cuando se cansa se detiene y flota, y no pierde de vista la tierra firme, para saber hacia dónde la empuja la corriente. La brisa corre sobre la superficie del agua, y le pone carne de gallina en la piel mojada, pero es mejor eso que intentar hacer el trayecto a mediodía, cuando tienes el sol directamente sobre la cabeza y te quema la piel.
No tiene modo de contabilizar el tiempo, pero no es una nadadora rápida, y le parece que transcurre como una hora hasta que alcanza el continente y arrastra la nevera hasta la orilla. Se sienta sobre una piedra para escurrirse el agua salada del cabello y secarse la piel bajo la brisa de la mañana.
La playa está desierta, y Temple abre la nevera para sacar un catalejo en miniatura. Sube una escalera de hormigón resquebrajado hasta un apartadero de grava desde el que se domina la playa, con intención de examinar los alrededores. Hay un par de coches aparcados en la carretera, y varias casuchas en la distancia. Recortadas contra el horizonte, distingue varias babosas. No han captado su olor, y siguen andando a su modo azaroso, cojeando y dando a veces pequeños saltos. Temple no levanta la cabeza, y vuelve a dirigir el catalejo hacia los dos coches: uno de ellos es un jeep, y el otro es un coche pequeño, rojo, con dos puertas. A primera vista, todas las ruedas parecen intactas.
De regreso en la playa, se peina el pelo con los dedos, y por debajo de la pantalla de cabello que se ha echado hacia delante consigue ver una figura en la playa, a lo lejos. No necesita mirar por el catalejo, pues lo ve claramente en la manera de avanzar pesadamente: es una babosa. Acaba de desenredarse el pelo y se lo recoje en una cola de caballo.
Entonces coge la ropa de la nevera y se viste.
La babosa la ha visto y se dirige hacia ella, pero sus pies no dejan de tropezar en la arena.
Temple saca el catalejo y mira por él.
La mujer muerta va vestida con uniforme de enfermera. La parte de arriba es verde hospital, pero la de abajo es de un color brillante, como unos pantalones de pijama. Temple no sabe muy bien cuál es el dibujo de esos pantalones, pero parecen piruletas.
Cierra el catalejo y se lo guarda en el bolsillo. Entonces regresa a la nevera y saca la pistola, comprobando las balas para asegurarse de que no se han mojado, se coloca la daga enfundada de los gurkhas, y se la ata al muslo con dos cordones de cuero.
Cuando ha acabado, la enfermera se encuentra a menos de veinte metros, y tiende las manos hacia delante, movida por un deseo instintivo. Hambre, sed, lujuria: todos los impulsos permanecen como vestigios, revueltos en un estómago perezoso.
Temple dirige una última mirada a la enfermera, y a continuación se vuelve y sube por la escalera de cemento hacia la carretera.
Las otras babosas siguen lejos, pero Temple sabe que no tardarán en descubrirla, y que la tendencia es a que unas pocas se conviertan rápidamente en un grupo, y el grupo en multitud. Así que se va derecha hacia los coches aparcados, y abre la puerta del pequeño coche rojo. Han dejado las llaves puestas, pero el motor no funciona.
Busca las llaves en el jeep y no las encuentra, pero hay un destornillador bajo el asiento delantero, y lo emplea para sacar la tapa deldistribuidor. Entonces busca con los dedos el ruptor, aplica allí la punta del destornillador, y lo gira.
El motor carraspea un par de veces y arranca. Los indicadores del salpicadero resucitan.
—Vale, —dice Temple—. Esto es una gran ayuda. Y queda medio depósito. Prepárate, mundo, que ahí voy yo.
El mundo se parece mucho a lo que ella recuerda: todo está consumido y pálido, como si hubiera venido alguien con una esponja para absorber con ella todo el color y la humedad y lo hubiera dejado todo reseco y gris. Pero al mismo tiempo le alegra haber vuelto. Le han faltado este tiempo las construcciones humanas, que son realmente maravillosas cuando uno se fija: esos altos edificios de ladrillo, con todas sus pequeñas habitaciones y puertas y armarios, como colonias de hormigas o avisperos cuando rompes sus conchas de papel. Una vez, cuando era pequeña, estuvo en Orlando, y recuerda haberse quedado en la base de aquel edificio tremendamente alto, pensando que la civilización tenía alguna gente fuera de serie trabajando para el progreso, y dando patadas a la base del edificio para ver si el chisme entero se caía, y comprobando que ni se caía ni lo haría nunca.
En la primera ciudad a la que llega, ve en una esquina una tienda de esas que abrían hasta las tantas, y aparca el coche en la acera de delante. Estamos en pleno territorio babosa: hay pellejos pululando por donde quiera que se mire, pero están esparcidos, así que no deben de tener mucho que cazar por ahí. Y son lentos, algunos apenas se mueven. Llevarán mucho tiempo sin comer, supone Temple. Aquel es un lugar borrado del mapa: tendrá que seguir hacia el norte.
Pero antes entra en la tienda. Descubre una caja entera de esas galletas que le gustan, ésas de queso de color naranja en forma de sándwich con relleno de mantequilla de cacahuete. Abre uno de los paquetes y se las come allí mismo, en la tienda, de pie ante el escaparate por el que contempla a las babosas, que se acercan poco a poco.
Piensa en la dieta que ha llevado en la isla.
Ningún pez de los que nadan por el mar, se dice, podría mejorar estas galletas.
Coge el resto de la caja y un paquete de veinticuatro latas de coca-cola y algunas botellas de agua y tres latas de pringles y algunas de chile y sopa y cajas de macarrones con queso y otras cosas: una linterna con sus pilas, una pastilla de jabón por si encuentra ocasión de lavarse, un cepillo de dientes con un tubo de pasta, un cepillo para el pelo, y un pinchapapeles lleno de billetes de lotería, porque le gusta ver lo millonaria que hubiera podido ser en los viejos tiempos.
Mira detrás del mostrador por si encontrara una pistola, o balas, pero no ve nada.
Entonces ve que las babosas se acercan, así que carga todo el botín en el asiento del copiloto y vuelve a ponerse en marcha.
Tras salir de la ciudad, durante un largo trecho de carretera de doble carril, abre una lata de coca-cola y otro paquete de galletas de mantequilla de cacahuete, que saben ligeramente a paraíso anaranjado.
Mientras come, piensa en lo atinado que anduvo Dios al hacer que a los pellejos no les interesara la comida de verdad, para que se la dejaran toda a la gente normal. Recuerda un viejo chiste que la hace sonreír, aquél sobre un pellejo al que invitan a una boda, y al final de la boda ha quedado el doble de sobras de lo normal, pero la mitad de invitados.
Se ríe. La carretera es larga.
Sigue durante un rato la carretera de la costa, que está rodeada de palmeras greñudas, y por cuyas grietas crece desmesurada la hierba de playa. Después gira hacia el interior, por cambiar. Cocodrilos. Nunca había visto tantos. Toman el sol sobre el negro asfalto de la autopista, y cuando ella se acerca se apartan del camino sin muchas prisas. Hay otras ciudades, pero siguen sin mostrar signos de vida normal. Empieza a imaginarse que ella es la única persona que ha quedado en el planeta, rodeada de todos esos pellejos. En tal caso, lo primero que haría sería buscar un mapa y recorrer el país para hacer turismo. Empezaría por Nueva York y después se aventuraría a recorrer todo el camino hasta San Francisco, donde tienen esas empinadas calles. Podría encontrar un perro callejero o domesticar un lobo y hacerle que se sentara a su lado y sacara la cabeza por la ventanilla. Podrían conseguir un coche con asientos cómodos y cantar canciones mientras van en el coche.
Asiente con la cabeza. Eso estaría bien.
El sol desciende, y ella da las luces. Uno de los faros aún funciona, así que puede ver la carretera delante de ella pero no para los dos lados. Se ven luces a lo lejos, un resplandor en el horizonte que debe de ser una ciudad. Se dirige hacia allí.
Pero en la carretera, de noche, uno empieza a pensar en cosas desagradables. Recuerda un día, debe de hacer cinco años, que iba conduciendo por Alabama, con Malcolm en el asiento al lado del suyo. Entonces ella era muy pequeña. Tenía que serlo, porque recuerda que había echado el asiento a tope para delante, y aun así había tenido que sentarse en el borde para alcanzar los pedales. Y Malcolm aún era más pequeño.