—¿Por qué haces esto, Moses? Tú no quieres hacerlo.
—Las apetencias no tienen nada que ver con esto. Eso lo sabes bien, chiquilla. Tú mataste a mi hermano.
—Él no era un buen hombre.
Moses Todd se encoge de hombros con tristeza.
—Hay personas —dice—, que se esconden de los ojos del mundo. Se agachan y tiemblan. Encuentran cuatro paredes lo bastante altas para ponerlas entre ellos y todo lo demás. Esas pesonas… para ellas el mundo es un lugar aterrador. Sin embargo, tú y yo somos diferentes. Cuando somos llamados a movernos, nos movemos. No importa la causa ni la distancia. Venganza o protección, razón o locura, para nosotros da igual. Puede que no nos guste, pero vamos allá, porque tú y yo, chiquilla, somos hijos de Dios, somos soldados, somos viajeros. Y para nosotros el mundo es asombro.
A su pesar, las cosas que dice Moses Todd le dan la impresión de ser ciertas. Y los ojos de él se impregnan de una especie de súplica, como si Moses Todd necesitara que ella lo comprendiera, como si la pistola que le apunta a la cabeza fuera una mano tendida fraternalmente.
Pero ella sabe lo que es: una camaradería vital que habla un lenguaje de muerte.
La voluntad de él de matarla, y la voluntad de ella de permanecer viva: ambas cosas son hermosas y sagradas.
—Entonces, ¿ahora qué? —le pregunta ella.
—Ahora mueres —le responde él sencillamente.
—De acuerdo —dice ella.
—Será mejor que te des la vuelta.
—No. Tendrás que hacerlo mirándome a la cara.
—Eso no me detendrá.
—Lo sé.
—Será más fácil para ti si no lo ves venir.
—La facilidad no es mi manera de afrontar las cosas.
—Lo voy a hacer.
—Pues hazlo.
Temple lo mira a los ojos, y se ve a sí misma reflejada en ellos: una criatura violenta, una cosa brutal, una cosa triste. Entonces observa la mano de él, firme, el dedo puesto en el gatillo de la pistola. Se fija en ese dedo, tratando de captar el más leve temblor.
Temple tiene una oportunidad: es el filo de un instante, la punta de una uña del tiempo, la pizca que va desde el cerebro que ordena apretar el gatillo al dedo que obedece: ésa es su ventana. Demasiado pronto, y la pistola la seguirá con clara agudeza de mente. Demasiado tarde será demasiado tarde. Pero existe esa porción de segundo, ella lo sabe, esa sombra entre el pensamiento y la acción. Ahí es donde reside el arrepentimiento, cuando la mente ya se está disculpando por las acciones del cuerpo. Lo sabe. Y Dios sabe que ella lo sabe. Temple sabe qué sensación produce en la piel, en los dedos. Puede verlo tan bien como si tuviera visión de rayos X.
Moses Todd, sus ojos, sus labios detrás de esa barba oscura, el cañón de la pistola, el dedo en el gatillo, el movimiento, el momento: ¡ahora!
Temple se lanza hacia abajo y hacia delante, la pistola estalla por encima de ella, allí donde se encontraba su cabeza una milésima de segundo antes. Lanza con fuerza su cabeza contra la barriga de él, doblando en dos al hombretón, y le coge la pistola por el cañón y la retuerce para que la mano de él la suelte. Pero antes de que Temple pueda apuntarla hacia él, Moses la golpea con la mano para enviarla al otro extremo del dormitorio, donde impacta contra el papel estampado de la pared y cae detrás de la mesita de noche.
—Maldita sea, chiquilla.
Moses Todd recupera el aliento, la empuja contra la butaca y le echa las manos al cuello, hundiéndole los gruesos pulgares en la tráquea. Temple le agarra las muñecas e intenta desembarazarse de sus manos, pero los brazos del hombre son pesados y recios como ramas recién cortadas de un árbol.
—Es necesario que mueras por mi mano, chiquilla —dice él con una voz impregnada de algo que no es ira—. No hay más que eso, es necesario que mueras por mi mano. Si no es así, nada tiene ningún sentido. Tú lo sabes, porque tú y yo, los dos somos capaces de ver.
Los ojos de Temple se llenan de estrellas que aparecen en la cara interior de los párpados. La cabeza empieza a flotar, y se va… y la garganta no puede tragar, y lo único que oye por encima de los latidos de su propio corazón es la voz de él, que dice palabras que suenan a consejos de sabio.
—Los dos somos capaces de ver —repite él.
Temple da una patada con el pie y le alcanza con fuerza entre las piernas. Las manos de él se desprenden de su garganta. Temple tose, asfixiada. Sus pulmones se llenan de aire y la cabeza le palpita, pero ya no se siente ingrávida, recupera su peso y su fuerza, y los aprovecha para levantarse y correr hacia la puerta, pasando a su lado.
A su espalda se eleva un ronco bramido de dolor que cuando va por la mitad cambia, se profundiza, se convierte en un gruñido furioso. Moses Todd se golpea contra el marco de la puerta y lanza su cuerpo cojeante hacia delante al tiempo que ella alcanza la escalera, al final del pasillo.
Que no se acerque a Maury
, piensa Temple.
Que no se acerque a Maury. Tengo que salir de la casa. Suceda lo que suceda, bien puede tener lugar fuera de la casa. Maury no tiene necesidad de verlo ni de oírlo. Maury ya ha visto bastante.
Baja la escalera saltando y abre la puerta de la calle. Entonces todo empieza a ocurrir más despacio. Temple mira hacia atrás rápidamente. En la oscuridad distingue la cara de Maury, que la atisba desde su rincón del comedor, donde sigue sentado, sosteniendo tranquilamente la bola de cristal que contiene la flor.
Maury
. Su nombre se repite en la mente de ella:
Maury, Maury, Maury
. Como para fijarlo allí para siempre. Como para grabarlo en el viejo cuero de su fatigado cerebro. Y entonces se mezcla con otro nombre:
Malcolm
. De nuevo Malcolm, siempre Malcolm. Tantas cosas guardadas para después. Tantas cosas a las que mirar y en las que pensar en los momentos de calma.
Maury.
Entonces se vuelve y sale por la puerta de delante, uno, dos, tres, cuatro pasos enteros antes de ver a la niña, que está de pie delante de ella.
Y no comprende lo que ve hasta que ya es demasiado tarde.
Es Millie, la niña mutante. La heredera de la Tierra. Millie, con los dientes como palas, una niña que ha crecido grotescamente, como una muñeca más alta que la propia Temple, con la piel resquebrajada en las articulaciones y levantada completamente en una mano, como si por dentro creciera más rápido que por fuera.
Sigue llevando el mismo vestido de cuadros que tenía puesto la última vez que ella la vio. Y su voz gruñe de modo inarticulado, jadeante y bovina:
—Te voa matá.
Tiene algo en la mano, con lo que apunta a Temple de modo torpe, sin levantar apenas el brazo.
Sólo después de oír el disparo, Temple comprende que se trata de una pistola. Entonces se detiene y cae de rodillas sobre la hierba muy crecida y aún mojada del jardincito delantero de la casa.
Algo no encaja. Y es el tipo de error que uno siente por todo el cuerpo. Lo siente en los dedos de los pies y detrás de los ojos y en las rodillas, que se empapan ya de la humedad que absorben los pantalones, y también en lo más hondo.
Algo no encaja, y cuando se lleva una mano al pecho y se mira los dedos, comprende qué es. Tiene sangre. Se le está escapando la vida por un agujero. Allí, en el pueblo fantasma de Point Comfort, Texas, se le escapa la vida.
No hay dolor: sólo un viaje.
Sigue de rodillas, inmóvil, como un feligrés preparado para recibir la comunión. Todo está muy tranquilo. De repente han desaparecido las prisas. Habrá tiempo para todo: para las brisas que soplan y para el agua de lluvia que se seca en los regatos, para que Maury encuentre un lugar seguro en el mundo, para que Malcolm regrese de entre los muertos a hacerle preguntas sobre pájaros y aviones. También para las grandes cosas, cosas como la belleza y la venganza y el honor y la rectitud y la gracia divina y el lento fluir de la Tierra desde el día a la noche y luego de vuelta nuevamente al día.
Se extiende ante ella, comprimido en un solo instante. Podrá verlo todo si es capaz de mantener abiertos sus somnolientos ojos.
Se encuentra en una especie de sueño. Es un sueño en el que te encuentras bajo el agua y sientes pánico hasta que comprendes que ya no necesitas respirar, y puedes seguir bajo la superficie para siempre.
Siente que su cuerpo cae de costado en la hierba. Ocurre despacio, y ella espera un impacto que no tiene lugar a causa de que su mente está saltando y ya no sabe en qué camino se encuentra, como la luna por encima de ella y los peces por debajo y ella en el medio flotando, como en la superficie del río, flotando entre el mar y el cielo, el mundo todo piel, todo menisco. Y ella también es una parte de él.
Moses Todd le dijo que si te apoyabas en la barandilla de las cataratas del Niágara, aquello te cortaba la respiración, como si te diera la vuelta, lo de dentro para fuera. Y Lee el cazador le dijo que en otro tiempo la gente se metía en toneles para traspasar el borde.
Y allí está ella también, flotando por el borde de las cataratas; el bramido del agua es tan ensordecedor que es como no oír nada en absoluto, como tener almohadas en los oídos, y el agua está exactamente a la temperatura de la piel, mientras caes y el agua cae, y el agua es simplemente más de ella misma, ya que todo es simplemente más de ella misma, no son más que diferentes configuraciones de las cosas que la conforman.
Allí está ella, navegando por las cataratas, cayendo y cayendo. Y eso lleva mucho tiempo porque las cataratas son uno de los grandes misterios de Dios, y son tan altas que superan cualquier edificio, y así se mantiene ella, dando vueltas en el aire, con los ojos cerrados porque también está dando vueltas por dentro, mientras cae y cae.
Se pregunta si pegará contra el fondo, se pregunta si llegará el chapuzón.
Puede que no, porque Dios es un tipo con maña que sabe mucho de infinitudes. Los infinitos son lugares cálidos que no terminan nunca. Y no tienen nada que ver con el bien y el mal, no son más que lugares tranquilos, y es en ellos donde terminan siempre los viajeros. Y son redondeados por donde quiera que los mires, porque no puede haber bordes en los infinitos.
Y, además, los infinitos logran que la eternidad parezca una cosa bien.
Moses Todd llega tambaleándose a la puerta de la calle justo a tiempo de ver caer al suelo el cuerpo arrodillado de la chica, como un castillo de naipes que se derrumba hermosamente, sin sonido, con la complicidad de la brisa.
Su muchacha. Su chiquilla.
—No —dice en voz muy baja.
Entonces ve a la niña mutante, que está de pie con la pistola sostenida aún en una torpe posición.
—¡Maldita! —brama dirigiéndose a grandes zancadas hacia la niña mutante. Le arranca la pistola de la mano, aprieta el cañón contra sus costillas, y le dispara dos veces en el pecho.
La mutante se tambalea hacia atrás con mirada sorprendida, antes de caer hacia delante sobre la hierba. La sangre ya ha empezado a formar flores rojas en su vestido de cuadros.
—¡Vete al infierno, maldita! —le grita Moses Todd mirando fijamente a la niña que yace inmóvil sobre la hierba, y disparándole tres balas más en el torso.
—Era algo entre nosotros dos —dice Moses sin saber muy bien lo que dice—. Era entre ella y yo.
Dispara una vez más, sin apuntar, a la parte de atrás de la cabeza de la niña mutante. Le gustaría poder matarla de nuevo, matarla una y otra vez hasta que remitiera la terrible sensación que lo embarga. Hasta que toda la furia y todo el miedo y todo el amor y toda la pérdida que siente en el pecho quedaran borrados por la violencia.
Retrocede hacia donde yace su muchacha, de costado sobre la hierba.
Se agacha sobre ella y le pone los dedos en el delicado cuello blanco para comprobarle el pulso, pero no lo encuentra, tal como esperaba. Le aparta el pelo de la cara y se lo pasa por detrás de la oreja.
Ella conocía las fuerzas de las cosas, y entendía de Norteamérica la Bella, y no tenía miedo salvo de sí misma.
Una vez concluida la tragedia, Point Confort, en Texas, regresa a su pertinaz silencio: la humedad del aire tras días de lluvias torrenciales, la ausencia de cantos de pájaros, el agua de lluvia que sigue cayendo de los aleros y canalones de las casas, por todas partes de la calle.
Al final de la manzana algo se mueve, y Moses ve un par de coyotes desgreñados, detenidos a mitad de zancada, que lo observan con atención. Tal vez hayan llegado atraídos por los disparos, por la promesa de actividad en aquellas tierras muertas. Por unos instantes se miran a los ojos ellos y él. Después los dos huesudos animales se van en busca de otro sitio en el que hurgar.
Moses Todd recuerda lugares como aquel, recuerda cómo eran antes de la llegada de las babosas. La verdad es que no hay tanta diferencia. Las filas de casas son como lápidas en un cementerio. Defendidas, incluso entonces, contra el ataque de la realidad.
Vuelve a observar el rostro de la chiquilla. Se pregunta adónde habrá ido esa polvorita, esa chiquilla inquieta. Se pregunta si sabrá ver en la expresión de su rostro adónde ha ido.
Y se sonríe al ver que sí puede verlo.
Está claro que los ángeles la han querido.
Se cuida de que ella no regrese mediante un simple disparo en la cabeza, donde no estropee esa cara suya.
Entonces deja caer la pistola al suelo, se yergue, se estira y respira el aire vaporoso mientras el sol matutino se abre paso entre las nubes y la humedad empieza a evaporarse por todos lados.
Vuelve hacia la casa y atraviesa la puerta que da al garaje. Encuentra una pala, la saca al abandonado jardín delantero y cava una tumba lo bastante honda para que los coyotes no escarben en ella. Le cuesta casi una hora. Cuando ha terminado, levanta a la muchacha para meterla en la tumba y se asombra de lo poco que pesa. Se pregunta si pesaría más cuando estaba viva, si había alguna cualidad vital que le infundía el peso suficiente para no salir volando por los aires cada vez que soplaba un poco de viento.
La posa con suavidad, le coloca las manos sobre el pecho y le arregla la ropa para que no le queden arrebujones en los hombros y los muslos.
En pie ante la tumba, trata de pensar en algo que decir. Pero ninguna de las oraciones que conoce parecen ajustarse a la situación, así que se limita a decir:
—Chiquilla. Chiquilla.
Y entonces lo repite una tercera vez, porque tres veces parece lo correcto: