Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—Haré todo lo que quiera —dijo Greta con voz gimiente—. Lo que sea.
Littlemore consideró la posibilidad de obtener información de aquella mujer a quien acababan de quitarle su bebé.
—Es gratis —dijo, poniéndose el sombrero—. Decidle a Susie que volveré.
Había llegado hasta la puerta principal cuando oyó la voz de Greta a su espalda:
—Estuvo aquí. Vino a eso de la una de la madrugada.
—¿Thaw? —dijo Littlemore—. ¿Este domingo pasado? Greta asintió con la cabeza.
—Puede preguntarles a las chicas. Estaba como loco. Quiso estar conmigo. Siempre he sido su preferida. Le dije a Susie que no quería, pero no me hizo ningún caso. Y como siempre le empezó a pedir el dinero que le debe por que tengamos la boca cerrada, pero él se echó a reír a carcajadas y…
—¿Dinero para que tengáis la boca cerrada?
—El dinero para que nosotras tampoco testificáramos en el juicio, para que no contáramos todo lo que nos había hecho. Susie sacó cientos de dólares. Susie le dijo que eran para todas, pero se lo quedó todo ella. No vimos ni un centavo. Pero la madre de Thaw dejó de pagar cuando lo mandaron al manicomio. Por eso estaba tan furiosa Susie. Le dijo que tendría que pagar el doble y por adelantado si quería estar conmigo. Y le hizo prometer que iba a ser bueno. Pero no lo fue. —La expresión ausente volvió al semblante de Greta, que siguió hablando como si contara cosas que le habían sucedido a otra persona—. Después de desnudarme, arranca las sábanas de la cama y me dice que va a atarme, como solía hacer siempre. Le digo que se aparte o… Y me dice: «¿O qué?», y se echa a reír como un loco. y luego dice: «¿No sabes que soy un demente? Puedo hacer lo que me dé la gana. ¿Qué van a hacer? ¿Encerrarme?» y es entonces cuando aparece Susie; supongo que había estado escuchando todo el tiempo.
—No, ella no —terció una de las chicas del grupo, que se había congregado en el pasillo—. La que estaba escuchando era yo. Y fui y le conté a Susie lo que estaba pasando. Y Susie entró en tromba en el cuarto. Él le tiene un miedo del demonio a Susie. Claro que Susie no habría hecho nada si le hubiera pagado por adelantado, como le había pedido. Pero tendría que haber visto al tipo corriendo por la casa como una rata.
—Vino a mi cuarto —dijo otra chica—. Lloriqueando y moviendo los brazos como un chiquillo. Luego entró Susie y lo echó fuera con cajas destempladas.
La chica del cigarrillo fue la que puso el broche a la historia:
—Lo persiguió por toda la casa. ¿Y sabe dónde acabó pillándolo? Detrás de la nevera. Mordiéndose las uñas. Susie lo sacó de las orejas, lo llevó a rastras por el pasillo y lo echó a la calle. Como el saco de basura que es. Por eso la metieron en el calabozo, ya sabe. Becker vino un par de días después…
—¿El sargento Becker? —preguntó Littlemore.
—Sí, Becker —le respondió la chica—. Jamás sucede nada sin que Becker meta las narices.
—¿Testificaría que Thaw estuvo aquí el domingo pasado? —preguntó Littlemore.
Ninguna de las chicas respondió. Hasta que Greta dijo:
— Yo lo haré. Si encuentra a mi Fannie.
Littlemore estaba de nuevo a punto de marcharse cuando la fumadora le preguntó:
—¿Quiere saber adónde fue después?
—¿Cómo lo sabes? —le respondió el detective.
—Se lo oí a su amigo; se lo dijo al conductor. Yo estaba aquí arriba, en la ventana.
—¿Qué amigo?
—El que vino con él.
—Pensaba que había venido solo —dijo Littlemore.
—Nanay —dijo la chica—. Un hombre gordo. Me vino como caído del cielo. Desprendido con el dinero, eso tengo que concedérselo. Doctor Smith: así se llamaba a sí mismo.
—Doctor Smith —repitió el detective, con la sensación de haber oído aquel nombre recientemente—. ¿Adónde fueron?
—Gramercy Park. Oí que se lo decía al conductor bien alto y claro.
—Hijo de perra —dijo Littlemore.
Cuando llegué al hotel eran más de las diez. El empleado de recepción me tendió la llave mientras miraba con aire altivo la chaqueta gastada de Littlemore, que dejaba un llamativo vacío entre los extremos de las mangas y el comienzo de mis manos. Se me informó de que había llegado una carta para mí y que el doctor Brill la había recogido en mi nombre. El empleado de recepción me indicó con un gesto un rincón del vestíbulo, y vi a Brill sentado con Rose y Ferenczi.
—Santo Dios, Younger —dijo Brill cuando me acerqué a saludarlos—. Tiene un aspecto horrible. ¿Qué ha estado haciendo toda la noche?
—Tratar de mantener la cabeza fuera del agua, más que nada —dije.
—Abraham… —le dijo Rose a su marido en tono de reproche—. Lleva una chaqueta que no es suya, eso es todo.
—Rose ha venido —me dijo Brill— para decide a todo el mundo lo cobarde que soy.
—No —replicó Rose con firmeza—. Estoy aquí para decirle al doctor Freud que él y Abraham deben seguir con la publicación del libro del doctor Freud. Los cobardes son los que han escrito esos terribles mensajes. Abraham me lo ha contado todo, doctor Younger, y no nos vamos a dejar intimidar. ¿Se imagina la quema de un libro en este país? ¿Es que no saben que tenemos libertad de prensa?
—Entraron en nuestro apartamento, Rosie —dijo Brill—. Y lo dejaron todo lleno de ceniza.
—¿Y tú quieres correr a esconderte en tu madriguera? —le respondió Rose.
—¿Lo ve? —me dijo Brill, alzando las cejas en un gesto de impotencia.
—Bien, pues yo no. Y tampoco voy a permitirte que utilices la excusa de mis faldas, como si fuera a mí a quien estuvieras protegiendo. Doctor Younger, tiene que ayudarme. Dígale al doctor Freud que para mí sería un insulto si la preocupación por mi seguridad demorara lo más mínimo la publicación de su libro. Esto es Norteamérica. ¿Para qué murieron todos aquellos jóvenes en Gettysburg?
—¿Para asegurarse de que toda esclavitud fuera una esclavitud asalariada? —preguntó Brill.
—Cállate —le dijo Rose—. Abraham ha puesto todo su corazón en ese libro. Ese libro ha dado un sentido a su vida. No somos ricos, pero en este país tenemos dos cosas que valen más que cualquier otra: dignidad y libertad. ¿Qué nos queda si cedemos en eso ante esa gente?
—Ahora está haciendo campaña —dijo Brill, lo que provocó que Rose arremetiera con el bolso contra el hombro de su marido—. Pero ya ve por qué me casé con ella.
—Hablo en serio —continuó Rose, arreglándose el sombrero—. El libro de Freud tiene que salir. No me voy de este hotel hasta que pueda decírselo al doctor Freud en persona.
Elogié la valentía de Rose, y Brill me reprendió por ello, afirmando que el mayor peligro que yo había arrostrado en la vida era el de bailar toda la noche con debutantes sobremanera ansiosas. Le respondí que probablemente tenía razón, y pregunté por Freud. Al parecer no había bajado aquella mañana. Según Ferenczi, que había llamado a su puerta, se encontraba «indigesto». Además, añadió en un susurro, Freud y Jung habían tenido una formidable bronca la noche anterior.
—Y va a montarse una mayor cuando Freud lea lo que Hall le ha mandado esta mañana a Younger —dijo Brill, tendiéndome la carta que le había entregado el recepcionista.
—¿No habrá abierto mi correspondencia, Brill? —le pregunté.
—¿No es horrible? —dijo Rose, refiriéndose a su marido—. Lo ha hecho sin decírnoslo. Yo nunca se lo habría permitido.
—Era de Hall, por el amor de Dios —protestó Brill—. Younger no aparecía por ninguna parte. Si Hall quiere suspender las conferencias de Freud, ¿no creen que todos deberíamos saberlo?
—Imposible —dije yo.
—Puede darlo casi por hecho —replicó Brill—. Véalo usted mismo.
Era un sobre abultado. Dentro había unos folios doblados de papel vitela. Cuando los desdoblé me vi ante un artículo a siete columnas, como la plana de un periódico, con el siguiente gran titular: «NORTEAMÉRICA SE ENFRENTA A SU MOMENTO MÁS TRÁGICO», DR. CARL JUNG. Debajo podía verse una fotografía de cuerpo entero de un digno Jung con gafas, al que se aludía como «el famoso psiquiatra suizo». Lo extraño era que el papel era demasiado grueso y de buena calidad para que pudiera ser papel de prensa. Y, más extraño aún, la fecha que aparecía en la parte superior era el domingo, 5 de septiembre, dos días después.
—Son las galeradas de un artículo que aparecerá en el
Times
del próximo domingo —dijo Brill—. Lean la nota de Hall.
Reprimiendo mi irritación, hice lo que me sugería. La carta de Hall decía lo siguiente:
Mi querido Younger:
Esto que le adjunto lo he recibido de la familia que ha hecho a la universidad la generosísima donación que usted ya conoce. Me informa de que es una página del
New York Times
que verá la luz el domingo. Vea lo que dice. La familia ha sido tan amable de enviármela de antemano para que pueda tomar medidas ahora en lugar de esperar a que estalle el inevitable escándalo. Por favor, haga saber al doctor Freud que no tengo deseos de cancelar sus conferencias, que con tan sumo interés he esperado, pero es muy probable que, dadas las circunstancias, al doctor Freud, o incluso a nosotros, no le interese llamar excesivamente la atención viniendo aquí a pronunciarlas. Obviamente yo no doy crédito a semejantes insinuaciones, pero estoy obligado a tener en cuenta lo que puedan pensar los demás. Tengo la ferviente esperanza de que este artículo periodístico no sea en realidad más que un montaje y de que nuestro vigésimo aniversario pueda celebrarse sin contratiempos, con toda normalidad.
Suyo afectísimo, etcétera etcétera.
La carta, para mi consternación, confirmaba la opinión de Brill: Hall estaba a punto de cancelar las conferencias de Freud en la Universidad de Clark. ¿Quién estaba orquestando aquella campaña en su contra? ¿Y qué tenía que ver Jung con todo aquello?
—Francamente —dijo Brill, quitándome el artículo de las manos—, no sé quién sale peor parado en este texto estúpido: Freud o Jung. Atiendan. ¿Dónde está…? Ah, sí, aquí: «A las chicas norteamericanas les gusta la forma de hacer el amor de los varones europeos». Es lo que dice nuestro amigo Jung. ¿Pueden creerlo? «Nos prefieren a nosotros porque ellas
sienten
que somos un poco… peligrosos». De lo único que sabe hablar es de lo mucho que lo desean las chicas norteamericanas. «Es natural en la mujer sentir temor cuando aman. La mujer norteamericana quiere que la dominen y la posean al modo arcaico europeo. El varón norteamericano no quiere más que ser el hijo obediente de su madre-esposa». Y ésta es la «tragedia norteamericana». Jung ha perdido por completo el juicio.
—Pero no es un ataque a Freud —dije.
—Tienen a otro individuo ocupándose de Freud.
—¿A quién? —pregunté.
—Una fuente anónima —dijo Brill— que se identifica como «doctor» y que habla en nombre de una «reputada» comunidad médica norteamericana. Escuchen lo que dice:
Conocí muy bien al doctor Freud de Viena hace unos cuantos años. Viena no es una ciudad moral. Antes bien lo contrario. La homosexualidad, por ejemplo, se considera allí un signo de temperamento ingenioso. Trabajando codo con codo con Freud en el laboratorio durante todo un invierno, supe que disfrutaba de la vida vienesa, disfrutaba de ella a conciencia. No ponía reparo alguno a la cohabitación, ni siquiera al engendramiento de hijos fuera del matrimonio. No era un hombre que viviera en un plano humanamente elevado. Su teoría científica, si es así como ha de llamarse, es el resultado de su entorno saturnal y la vida peculiar que llevaba en Viena.
— Dios santo —dije.
—Es un ataque claramente personal —apuntó Ferenczi—. ¿Habrá algún periódico norteamericano que lo publique?
—Aquí tienes tu libertad de prensa —dijo Brill, que recibió una fulminante mirada de su esposa—. Han ganado. Hall suspenderá las conferencias. ¿Qué podemos hacer?
—¿Lo sabe Freud? —pregunté.
—Sí. Se lo ha dicho Ferenczi —dijo Brill.
—Le leí fragmentos del artículo —explicó Ferenczi— a través de la puerta. No parecía muy molesto. Me ha dicho que ha oído cosas peores.
—Pero Hall no —dije yo. Freud viene soportando calumnias desde hace mucho tiempo. Nunca le han extrañado; hasta cierto punto, incluso se ha hecho inmune a ellas. Pero Hall no; tiene tanto terror a los escándalos como cualquier ciudadano de Nueva Inglaterra de vieja estirpe puritana. Que el
New York Times
lo proclame libertino el día antes de la inauguración de las celebraciones de la Universidad de Clark sería demasiado para él. Dije en voz alta—:
—¿Tiene Freud alguna idea de qué norteamericano de Nueva York lo conoció en Viena?
—Ninguno —exclamó Brill—. Dice que jamás ha trabajado con ningún norteamericano.
—¿Qué? —dije—. Pues ahí lo tenemos… Puede que todo el artículo sea falso. Brill, llama a tu amigo del
Times
. Pregúntale si van a publicar esto, y dile que es un libelo. No pueden publicar algo que es a todas luces mentira.
—¿Y por qué van a creerme a mí? —arguyó Brill. Antes de que pudiera responderle, reparé en que Ferenczi y Rose habían fijado la mirada en algún punto situado a mi espalda. Me di la vuelta y me encontré con un par de ojos azules que me miraban. Era Nora Acton.
Creo que mi corazón llegó literalmente a pararse durante unos segundos. Todos los rasgos de la persona de Nora Acton —los cabellos sueltos que le brincaban sobre las mejillas, los implorantes ojos azules, los brazos delgados, las manos de guantes blancos, el torso que menguaba gradualmente del pecho a la cintura—… todo en ella se confabulaba contra mí.
Al ver a Nora en el vestíbulo del hotel, pensé que era yo quien necesitaba tratamiento, más que ella, en cualquier caso. Por una parte, dudaba que alguna vez pudiera volver a sentir por alguien lo que sentía por ella; por otra, me sentía asqueado. En el cajón, cuando la muerte me rondaba de cerca, sólo podía pensar en Nora. Pero, al verla ahora en persona, una vez más me resultó imposible quitarme de la cabeza el secreto de sus repugnantes anhelos sexuales.
Debí de quedarme mirándola fijamente durante bastante más tiempo del que la cortesía autoriza. Rose Brill acudió a rescatarme diciendo:
—Usted debe de ser la señorita Acton. Nosotros somos amigos del doctor Freud y del doctor Younger. ¿Podemos ayudarla en algo, querida?
Con admirable gracia, Nora estrechó manos, cumplió con las cortesías de rigor y dejó bien claro, sin llegar a decirio, que quería hablar conmigo. Yo tenía la certeza de que la joven estaba pasando por una gran conmoción interior.