La interpretación del asesinato (43 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—¿Y qué hacemos con el baúl?

—Nos lo llevamos con nosotros. —El baúl tenía dos asas de cuero. Cada uno de ellos asió una de ellas—. No se olvide de gritar, Littlemore. ¿Preparado?

—Eso creo.

—¡Una, dos…
tres
!

Younger accionó el tirador rojo. Las hojas de la trampilla del techo se abrieron al instante, y los dos hombres, cargados con un gran baúl negro y gritando como energúmenos, salieron hacia lo alto del hueco del elevador como disparados por un cañón.

XXII

El amplísimo vestíbulo del ático de los Banwell en el Balmoral tenía el suelo de baldosas de mármol, de un blanco lechoso veteado de plata, en el centro del cual podían leerse, embutidas en el mármol, dos iniciales entrelazadas de color verde oscuro:
G. B.
Tales iniciales proporcionaban al señor Banwell una satisfacción extraordinaria cada vez que las veía; le encantaba ver sus iniciales en todo aquello que poseía. Clara Banwell las detestaba. Una vez se atrevió a poner una costosa alfombra oriental en el vestíbulo, y le explicó a su marido que el mármol estaba tan pulido que sus invitados corrían el riesgo de resbalar y caerse. Al día siguiente, el vestíbulo estaba vacío. Clara jamás volvió a ver la alfombra, y nadie en aquella casa volvió a mencionarla, ni ella ni Banwell.

A las diez de aquel viernes por la mañana, un mayordomo recibió el correo de Banwell en el vestíbulo. En un sobre se veía la bonita y curvilínea letra de Nora Acton. Estaba dirigida a la señora Clara Banwell. Por desgracia para Nora, George Banwell estaba aún en casa. Por fortuna, el mayordomo tenía por costumbre llevarle el correo a la señora Banwell en primer lugar, y es lo que hizo aquella mañana. Por desgracia, Clara aún tenía en la mano la carta de Nora cuando entró en el dormitorio su marido.

Clara, de espaldas a la puerta, sintió que su marido estaba detrás de ella. Se volvió para saludarle, mientras mantenía la carta de Nora oculta a su espalda.

—George —dijo—. Aún no te has ido…

Banwell miró de hito en hito a su mujer.

—A otro perro con ese hueso —le replicó.

—¿Con qué hueso?

—Con esa expresión inocente. La recuerdo de cuando actuabas sobre un escenario.

—Pensaba que te gustaba vérmela en los escenarios —dijo Clara.

—Me gustaba, sí. Pero sé lo que significa.

George Banwell se acercó a su mujer, la rodeó con los brazos y le arrancó la carta de las manos.

—No lo hagas —dijo Clara—. Vas a enfurecerte.

La lectura de la carta de otra persona puede proporcionar el gusto de violar a dos personas a un tiempo: el remitente y el destinatario. Cuando Banwell vio que la carta que escondía su mujer era de Nora, tal gusto se hizo más dulce. Pero en cuanto fue cayendo en la cuenta de su contenido la cosa se le empezó a antojar menos dulce.

—No sabe nada —dijo Clara.

Banwell siguió leyendo, y sus facciones fueron endureciéndose.

—Nadie la creerá, además, George.

George Banwell le tendió la carta a su mujer.

—¿Por qué? —le preguntó Clara en voz baja, cogiéndola.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué te odia tanto?

Despuntaba el alba cuando Littlemore y yo finalmente llegamos al coche de policía que el detective había hecho apostar a unas manzanas al sur del Puente de Manhattan. Los dos habíamos salido despedidos por el hueco del elevador, y, después de seguir subiendo unos tres metros en el aire, caímos en picado y nos zambullimos en el agua. Aún no habíamos llegado a tierra firme, pues. Tuvimos que quedarnos allí agarrados a los cables del elevador, ateridos y exhaustos, hasta que el agua subió lo bastante para que pudiéramos subirnos al muelle. Allí cargamos el baúl en un bote de remos, el mismo que habíamos utilizado para desplazarnos hasta el muelle la noche anterior. Por fortuna, el coche de Littlemore nos esperaba en un muelle situado a unas manzanas al sur; no creo que ninguno de nosotros hubiera podido remar mucho más. Me daba la impresión de que Littlemore se había saltado ciertas normas para conseguir el coche policial, pero eso era asunto suyo.

Le dije al detective que teníamos que telefonear a los Acton; no podíamos perder ni un segundo. Tenía el terrible presentimiento de que algo había sucedido durante la noche. Fuimos, empapados, hasta la comisaría. Esperé en el coche mientras Littlemore entraba cojeando. Volvió al cabo de unos minutos: todo estaba en orden en casa de los Acton. Nora estaba bien.

Desde la comisaría fuimos al apartamento de Littlemore, en Mulberry Street. Nos cambiamos de ropa —el detective me dejó un traje que me quedaba bastante mal—, y nos tomamos varios litros de café caliente cada uno. Sugerí que rompiéramos la tapa del baúl con una piqueta, pero Littlemore estaba decidido a cumplir con las normas a partir de aquel momento. Mandó a un chico en busca de los cerrajeros, y nos quedamos allí esperando, con el pelo aún mojado, paseándonos con impaciencia. O, más bien, paseándome yo solo. Porque Littlemore se había sentado en una mesa de operaciones, para descansar la pierna. A sus pies estaba el baúl. Estábamos solos. Cuando llegamos a la comisaría, Littlemore confiaba en encontrar al
coroner
, a quien yo había visto el día anterior, pero no había ni rastro de él por ninguna parte.

Tendría que haberme marchado y dejado solo a Littlemore. Tendría que haber vuelto a reunirme con el doctor Freud y mis otros invitados en el hotel. Aquel viernes era el último día que habríamos de pasar en Nueva York. Saldríamos para Worcester al día siguiente al atardecer. Pero yo quería ver lo que había en el baúl. Si la joven Riverford estaba dentro, sin duda se probaría que Banwell era el asesino, y Littlemore podría detenerle al fin.

—Dígame, doc —me dijo Littlemore—. ¿Sabría decir si alguien ha sido estrangulado con sólo ver su cadáver? —El detective me llevó a la fría cámara de la morgue. Buscó entre los cuerpos, y se detuvo ante uno, y lo descubrió. Era el cadáver parcialmente embalsamado de Elsie Sigel. Littlemore me había contado ya lo que sabía de ella.

—Esta chica no fue estrangulada —dije.

—Lo que significa que Chong Sing está mintiendo. ¿Cómo sabe que no fue estrangulada?

—No veo ningún edema en el cuello —respondí—. Y mire este pequeño hueso aquí… Está intacto. Normalmente se rompe cuando la víctima muere estrangulada. No hay ni rastro de traumatismo traqueal o esofágico. No tiene ningún aspecto de estrangulamiento. Aunque sí de muerte por asfixia.

—¿Cuál es la diferencia?

—Murió por falta de oxígeno. Pero no por estrangulamiento.

Littlemore hizo una mueca.

—¿Quiere decir que alguien la encerró en el baúl cuando aún estaba viva? ¿Y que murió asfixiada?

—Eso parece —dije—. Extraño. ¿Se ha fijado en las uñas?

—A mí me parecen normales, doc.

—Eso es lo extraño. Tienen las puntas intactas. Littlemore lo comprendió al instante.

—No luchó en absoluto —dijo—. No trató de salir del baúl arañando la tapa.

Nos miramos.

—Cloroformo —dijo el detective.

En ese momento tocaron a la puerta principal del laboratorio. Eran Samuel e Isaac Friedlander, los cerrajeros. Con unas tijeras enormes parecidas a las de podar, cortaron los dos candados del baúl. Littlemore les hizo firmar un papel que daba fe de lo que habían hecho, y les pidió que se quedaran para que fueran testigos de la apertura del baúl. Aspiró profundamente, y levantó la tapa.

No percibí ningún olor. Lo primero que vi fue una embrollada mezcla de ropas apretadas y empapadas, tachonadas de joyas. Luego Littlemore señaló una mata de pelo negro apelmazado.

—Ahí está —dijo—. Esto no va a ser agradable.

Se puso un par de guantes, cogió el pelo y lo levantó. y se le quedó en la mano un puñado de pelo enmarañado y chorreante.

—La han descuartizado —dijo uno de los Friedlander.

—La han hecho pedacitos —dijo el otro.

—Vaya —dijo Littlemore, apretando los dientes y echando sobre la mesa la mata de pelo. Pero acto seguido volvió a levantarla—. Un momento —dijo—. Es una peluca.

El detective empezó a vaciar el contenido del baúl, un objeto tras otro, registrando cada uno de ellos en un cuaderno de inventarios y metiéndolos en bolsas u otros recipientes. Además de la peluca, había varios pares de zapatos de tacón alto, numerosas prendas de lencería, media docena de vestidos de fiesta, un buen puñado de joyas y artículos de tocador, una estola de visón, un abrigo ligero de mujer… Pero ninguna mujer.

—Pero ¿qué diablos…? —exclamó Littlemore, rascándose la cabeza—. ¿Dónde está la chica? Seguro que había otro baúl. Doc, seguro que había otro y que ni llegó a verlo.

Le expresé al detective lo que pensaba sobre tal hipótesis.

Littlemore me acompañó hasta la calle ferozmente luminosa. Le pregunté qué pensaba hacer a continuación. Su plan, me explicó, era examinar a conciencia el baúl y su contenido en busca de algo que pudiera relacionarlo con Banwell o con la chica asesinada. Quizá la familia de la señorita Riverford, que vivía en Chicago, pudiera reconocer alguna de sus pertenencias.

—Si consigo poner el nombre de Elizabeth Riverford en uno solo de esos collares, tengo pillado a Banwell —dijo Littlemore—. ¿Quién sino Banwell habría metido sus cosas en un baúl, bajo el Puente de Manhattan, al día siguiente de que fuera asesinada? ¿Por qué iba a hacerlo si no fuera el asesino?

—¿Y por qué iba a hacerlo si fuera el asesino? —dije yo.

—¿Y por qué iba a hacerlo si no lo fuera?

—Un conversación muy fructífera —hice notar.

—Muy bien, no sé por qué. —Littlemore encendió un cigarrillo—. ¿Sabe?, hay montones de cosas en este caso que se me escapan. Durante un tiempo creí que el asesino era Harry Thaw.


¿Ese
Harry Thaw?

—Sí. Iba a anotarme el mayor tanto de la historia de la investigación policial. Pero luego resultó que Thaw está encerrado en un manicomio del norte del estado.

—Yo no lo llamaría exactamente «encerrado».

Le expliqué lo que sabía por Jelliffe: que las condiciones de confinamiento de Thaw eran de lo más laxas. Littlemore quería saber la fuente de esta información. Le dije que Jelliffe era uno de los principales psiquiatras de Thaw, y que por lo que yo sabía la familia de Thaw parecía estar pagando a todo el personal del hospital psiquiátrico.

Littlemore se quedó con la mirada fija.

—Ese nombre… Jelliffe. Lo conozco de algo. ¿No vivirá en el Balmoral, por un casual?

—Sí. Cené en su casa hace dos noches.

—Hijo de perra —dijo Littlemore.

—Creo que es la primera vez que le oigo decir palabrotas, detective Littlemore.

—Creo que es la primera vez que lo hago. Hasta luego, doc.

Moviéndose con toda la rapidez que le permitía la pierna, entró cojeando en el edificio, no sin darme de nuevo las gracias por encima del hombro antes de desaparecer.

Caí en la cuenta de que no llevaba dinero. Mi cartera había quedado en los pantalones que colgaban del tendedero exterior de la ventana de la cocina de Littlemore. Por fortuna, encontré una moneda de cinco centavos en el bolsillo del pantalón de Littlemore. Y también tuve suerte al despertar cuando mi tren entró en la estación subterránea de Grand Central, no sé dónde habría acabado si no llego a despertarme.

En una casa de dos pisos de la calle Cuarenta, justo a unas calles de Broadway, el detective Littlemore tocó con furia la chabacana aldaba. Transcurridos unos instantes, abrió la puerta una chica que el detective no había visto nunca.

—¿Dónde está Susie? —preguntó.

La chica, a través de un cigarrillo que no se molestó en quitarse de los labios, le dijo escuetamente que la señora Merrill no estaba en casa. Al oír voces femeninas al fondo del pasillo, Littlemore se abrió paso hasta el salón, una amplia estancia con profusión de espejos. Había una docena de chicas en diversos grados de desnudez, y con ropa interior predominantemente negra y escarlata. En el centro descubrió a la chica que buscaba.

—Hola, Greta —dijo.

Greta pestañeó, pero no abrió la boca. Parecía mucho menos somnolienta que la vez anterior.

—Ha venido este fin de semana, ¿verdad? —le preguntó Littlemore.

Greta seguía sin abrir la boca.

—Sabes de quién te estoy hablando —dijo Littlemore—. De Harry.

—Conocemos a montones de Harrys —dijo una de las chicas.

—Harry Thaw —dijo el detective.

Greta se sorbió la nariz. Sólo entonces se dio cuenta Littlemore de que la chica había estado llorando. Trataba de ocultarlo, pero de pronto se derrumbó y hundió la cara en un pañuelo. Las otras chicas se agruparon a su alrededor enseguida, y le susurraron palabras de solidaridad y consuelo.

—Fue a ti, ¿no, Greta? —dijo Littlemore—. Era a ti a quien azotaba, ¿verdad? ¿Lo hizo también el domingo pasado? —Repitió la pregunta, esta vez dirigida a las demás chicas—. ¿Le hizo daño Thaw? ¿Fue eso lo que pasó?

—Déjela en paz —dijo la chica del cigarrillo en la boca.

Además del pañuelo, Greta asía una pequeña tela rosa con unas cintas rosas colgando de ella: un babero. El detective cayó en la cuenta de que no se oía en absoluto el llanto de bebé que tan patente había sido en su visita anterior.

—¿Qué le ha pasado al bebé? —preguntó.

Greta se quedó inmóvil.

Littlemore aventuró:

—¿Qué le ha pasado a tu bebé, Greta?

—¿Por qué no he podido quedármela? —estalló Greta, sin dirigirse a nadie en concreto. Volvió a echarse a llorar. Sus compañeras hicieron lo que pudieron por consolarla, pero no lo lograron—. No hacía daño a nadie.

—¿Alguien le ha quitado el bebé? —preguntó Littlemore.

Greta volvió a ocultarse la cara. Una de las chicas dijo:

—Se la ha quitado Susie. Una crueldad, eso es lo que es. Se la ha dado a una familia de la Cocina del Infierno.
[15]
Y a Greta ni siquiera le ha dicho quiénes son.

—Y encima le está descontando a Greta tres dólares a la semana para pagar a quienes la cuidan —añadió otra—. No es justo.

—Y apuesto a que Susie no les está dando más que un dólar y medio a la semana —apostilló la fumadora con perspicacia.

—No me importa el dinero —dijo Greta—. A la que quiero es a Fannie. Quiero que me la devuelva.

—Quizá yo pueda conseguir que te la devuelva —dijo Littlemore.

—¿De verdad? —dijo Greta, esperanzada.

—Podría intentarlo.

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