La interpretación del asesinato (53 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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Smith Jelliffe abrió la puerta en pijama, con una toalla en la cabeza. La visión del doctor Younger, Brill y Ferenczi lo sobresaltó, pero su sorpresa se hizo mayúscula cuando vio que su Némesis, el detective de la noche anterior, entraba detrás de ellos con paso airoso.

—No lo sabía —le dijo atropelladamente Jelliffe a Littlemore—. No supe nada de eso hasta después de que usted se fuera. Sólo estuvo en la ciudad unas cuantas horas. No hubo incidente de ningún tipo, lo juro. Ya está de vuelta en el hospital. Puede llamar si quiere. No volverá a suceder.

—¿Se conocen ustedes? —preguntó Brill.

Littlemore interrogó a Jelliffe acerca de Harry Thaw durante varios minutos, —para general asombro del resto de los presentes. Cuando el detective hubo quedado satisfecho, preguntó a Jelliffe por qué había enviado a Brill amenazas anónimas, quemado su original, puesto perdido de cenizas su apartamento y difamado al doctor Freud en el periódico.

Jelliffe juró que era inocente. Que no sabía nada de ninguna quema de libros ni envío de amenazas.

—Oh, ¿de veras? —dijo Littlemore—. Entonces, ¿quién puso esas hojas en el original, esas citas de la Biblia y demás?

—No lo sé —dijo Jelliffe—. Deben de haber sido esos tipos de la iglesia…

—Sí, seguro —dijo Littlemore. Le mostró a Jelliffe la prueba que habíamos recogido en el apartamento de Brill camino de la cita con Jelliffe, una hoja de papel del original de Brill en la que se veía no sólo una estrofa de Jeremías sino también la pequeña imagen de un hombre ceñudo con barba y turbante, y prosiguió—: ¿Cómo llegó esto a ese original, entonces? A mí no me da la impresión de que la haya puesto ninguna gente de iglesia, como usted dice…

La boca de Jelliffe se abrió de par en par.

—Pero… —dijo Brill—, ¿sabe lo que es?

—Charaka —dijo Jelliffe.

—¿Qué? —dijo Littlemore.

—Charaka era un antiguo médico hindú —dijo Ferenczi—. Fui yo quien dije hindú. ¿Recuerdan que dije hindú?

Habló Younger:

—El Triunvirato.

—No —dijo Brill.

—Sí —reconoció Jelliffe.

—¿Qué? —preguntó Ferenczi.

Younger se dirigió a Brill:

—Tendríamos que haberlo imaginado desde el principio. ¿Quién en Nueva York está no sólo en el consejo de administración del periódico de Morton Prince, sino al tanto de todo lo que va a publicarse en él, y tiene además el poder suficiente para hacer que detengan a un hombre en Boston con un simple gesto de la mano?

—Dana —dijo Brill.

—¿Y una familia capaz de ofrecer tal donación a la Universidad de Clark? Hall nos dijo que uno de ellos era un médico entendido en psicoanálisis. Sólo hay una familia en el país con el dinero suficiente para financiar un hospital entero y que al mismo tiempo pueda vanagloriarse de contar con un neurólogo de fama mundial entre sus miembros.

—¡Bernard Sachs! —exclamó Brill—. Y el «doctor» anónimo del
Times
es Starr. Debería haber reconocido a ese fanfarrón pomposo nada más leer la primera línea. Starr siempre está alardeando de haber estudiado en el laboratorio de Charcot hace unas décadas. Incluso podría haber conocido allí a Freud.

—¿Quién? —preguntó Ferenczi—. ¿Qué es el Triunvirato?

Younger y Brill se lo explicaron por turnos. Los hombres que acababan de mencionar —Charles Loomis Dana, Bernard Sachs y el señor Allen Starr— eran los tres neurólogos más poderosos del país. Los tres juntos eran conocidos como el Triunvirato de Nueva York. Debían su extraordinario prestigio y poder a una impresionante combinación de logros profesionales, árbol genealógico y dinero. Dana era autor del texto canónico en el país sobre las enfermedades nerviosas de los adultos. Sachs tenía fama mundial —sobre todo por sus trabajos acerca de una dolencia que describió por primera vez el inglés Warren Tay—, y escribió el primer libro de texto sobre las enfermedades nerviosas de los niños. Como es natural, los Sachs no eran ni por asomo del mismo abolengo social que las mejores ramas de los Dana. Ni siquiera podían participar en sociedad en modo alguno, dada su religión. Pero eran más ricos. El hermano de Bernard Sachs estaba casado con una Goldman; el banco privado fundado a raíz de esta alianza estaba a punto convertirse en uno de los bastiones de Wall Street. Starr, catedrático en Columbia, era el menos laureado de los tres.

—No es más que una cotorra —dijo Brill, refiriéndose a Starr—. Una marioneta de Dana.

—Pero ¿por qué quieren arruinar la reputación de Freud? —preguntó Ferenczi.

—Porque son neurólogos —respondió Brill—. Freud les da terror.

—No le sigo.

—Pertenecen a la escuela somática —dijo Younger—. Creen que toda enfermedad nerviosa se debe a una anomalía neurológica, no a causas psicológicas. No creen en los traumas de infancia; no creen que la represión sexual pueda ser la causa de las dolencias mentales. El psicoanálisis es tabú para ellos. Lo llaman secta.

—¿Y sólo por desacuerdos científicos —preguntó Ferenczi son capaces de hacer todo eso: quemar originales, amenazar, lanzar falsas acusaciones?

—La ciencia no tiene nada que ver en esto —replicó Brill—. Los neurólogos lo controlan todo. Son los «especialistas en el terreno de los nervios», lo que los convierte en los expertos en las «dolencias nerviosas». Todas las mujeres acuden a ellos en busca de alivio para la histeria, las palpitaciones, las angustias, las frustraciones. Y ello les reporta millones de dólares. Así que a nosotros nos ven como al mismísimo diablo. Los vamos a echar del negocio. Nadie consultará a un neurólogo cuando caiga en la cuenta de que las enfermedades psicológicas las causa la psicología, no la fisiología.

—Dana estuvo en su fiesta, Jelliffe —prosiguió Younger—. Y mostró una hostilidad contra Freud como no había visto en la vida. ¿Sabía lo del libro de Brill?

—Sí —le respondió Jelliffe—. Pero él jamás lo habría quemado. Me animó a publicarlo. Incluso me encontró un corrector para que ayudara a preparar el manuscrito.

—¿Un corrector? —preguntó Younger—. ¿Y ese corrector sacó alguna vez el manuscrito de la editorial?

—Por supuesto —dijo Jelliffe—. Suele llevarse los manuscritos para seguir trabajando en casa.

—Bien, ahora ya lo sabemos —dijo Brill—. El muy bastardo.

—¿Qué es eso de Charaka? —preguntó Littlemore.

—Es su club —dijo Jelliffe—. Uno de los clubs más exclusivos de la ciudad. No admiten en él a casi nadie. Los socios llevan un anillo de sello con la imagen de una cara. Y es la cara que… la que ha aparecido en la hoja del original.

—Es un conciliábulo —dijo Brill—. Una sociedad secreta.

—Pero son científicos —protestó Ferenczi—. ¿Serían capaces de quemar el original y echar cenizas en el apartamento de Brill?

—Seguro que también queman incienso y sacrifican vírgenes —respondió Brill.

—La cuestión es si son o no responsables de lo de Jung que va a salir en el
Times
—dijo Younger— Eso es lo que necesitamos saber.

—¿Lo son? —le preguntó Littlemore a Jelliffe.

—Bueno, yo puede que les haya oído hablar de ello una vez… —dijo Jelliffe—. E hicieron los arreglos pertinentes para que Jung hablara en Fordham.

—Por supuesto —dijo Brill—. Están promocionando a Jung para echar por tierra a Freud. Y Hall se lo está tragando todo. ¿Qué vamos a hacer? No podemos luchar contra Charles Dana.

—Yo no sé nada de todo eso —dijo Littlemore. Y volvió a dirigirse a Jelliffe—: Usted mencionó a Dana anoche, ¿no es cierto? ¿Es la misma persona?

Jelliffe asintió con la cabeza.

El criado que nos atendió a la puerta de la pequeña y elegante mansión de la calle Cincuenta y tres con la Quinta Avenida nos informó que el señor Dana no estaba en casa.

—Dígale que un detective quiere hacerle unas preguntas sobre Harry Thaw —le respondió Littlemore—. Y dígale también que vengo de ver al doctor Smith Jelliffe. Quizá esté en casa después de oír esto.

Siguiendo el consejo del detective Littlemore, sólo él y yo habíamos ido a ver a Charles Dana a su casa; Brill y Ferenczi habían vuelto al hotel. Un minuto después, se nos invitó a pasar.

En la casa de Dana no había ni rastro de la ostentosidad chabacana que habíamos visto en el apartamento de Jelliffe y en otras casas construidas recientemente en la Quinta Avenida. Era un sobrio edificio de ladrillo rojo. El mobiliario era de bella factura y en absoluto recargado. Cuando Littlemore y yo entramos en el vestíbulo, Dana surgió de una biblioteca oscura y bien provista. Cerró las puertas a su espalda y nos saludó. Le sorprendió verme, creo, pero reaccionó con cabal aplomo. Me preguntó por la tía Mamie, y yo por algunos de sus primos. No preguntó la razón por la que acompañaba al detective Littlemore. Era imposible no quedar impresionado por la gracia natural de aquel hombre. Aparentaba su edad —unos sesenta años, diría—, pero era una edad que le sentaba como un guante. Nos hizo pasar a otra estancia, donde, imagino, se ocupaba de sus asuntos y veía a sus pacientes.

Nuestra conversación con Dana fue breve. El tono de Littlemore cambió. Con Jelliffe había sido intimidatorio. Le había espetado acusaciones y retado a que las refutara. Con Dana se mostró más cauteloso, sin dejar de transmitirle, sin embargo, que sabíamos algo que él no quería que supiéramos.

Dana no mostró ninguno de los acobardamientos de Jelliffe. Reconoció que Thaw había contratado sus servicios en relación con el juicio, pero hizo constar que, al contrario que Jelliffe, en calidad de mero asesor. No había aportado opinión diagnóstica alguna sobre el estado mental de Thaw en ningún momento, pasado o presente.

—¿Aportó alguna opinión sobre la visita de Thaw a Nueva York el fin de semana pasado? —le preguntó Littlemore.

—¿Estuvo el señor Thaw en Nueva York el fin de semana pasado? —replicó Dana.

—Jelliffe dice que fue decisión de usted.

—Yo no soy el médico del señor Thaw, detective. Su médico es Jelliffe. Corté mi relación profesional con el señor Thaw el año pasado, como los archivos públicos pueden demostrar. El doctor Jelliffe ha solicitado de cuando en cuando mi consejo, y yo se lo he brindado. No sé nada de las decisiones últimas de Jelliffe respecto al tratamiento, y ciertamente no puede decirse que las haya tomado yo.

—Muy bien —dijo Littlemore—. Creo que podría detenerle por conspiración en la fuga de un preso del estado, pero todo parece indicar que no lograría que lo condenaran.

—Dudo que lo lograra, en efecto —dijo Dana—. Pero es muy probable que hiciera que lo despidieran si lo intentara.

—E imagino —añadió Littlemore— que tampoco tomaría ninguna decisión en relación con el robo, la quema y la siembra de cenizas en la casa del doctor Abraham Brill.

Por primera vez, Dana pareció desconcertado.

—Bonito anillo, doctor Dana —dijo a continuación Littlemore.

Yo no había reparado en él. Dana llevaba en la mano derecha un anillo con un sello. Nadie dijo nada. Dana enlazó los largos dedos ante sí —sin llegar a ocultar el sello, sin embargo—, y se reclinó en su butaca.

—¿Qué es lo que quiere, señor Littlemore? —preguntó. Se volvió hacia mí—. ¿O debería preguntárselo a usted, doctor Younger?

Me aclaré la garganta.

—Es una trama de mentiras —dije—. Las acusaciones que han hecho ustedes contra el doctor Freud. Todas y cada una de ellas son falsas.

—Supongamos que sé de qué me está hablando —respondió Dana—. Vuelvo a preguntar: ¿qué quieren?

—Son las tres y media —dije yo—. Dentro de media hora voy a enviar un telegrama a Worcester, a G. Stanley Hall. Le voy a decir que en el
New York Times
de mañana no va a publicarse cierta historia. Y quiero que mi telegrama no falte a la verdad.

Dana siguió sentado en silencio, sosteniendo mi mirada.

—Déjeme que le diga algo —dijo al fin—. El problema es éste: nuestro conocimiento del cerebro humano es incompleto. No tenemos medicamentos capaces de hacer que cambie el modo de pensar de las gentes. De curar sus delirios. De liberar sus deseos sexuales al tiempo que se les impide superpoblar la tierra. De hacer que sean felices. Todo es neurología, ¿saben? Tiene que serlo. El psicoanálisis va a hacemos retroceder cien años. Su licenciosidad servirá de señuelo para las masas. Su lascivia atraerá a las mentes científicas jóvenes, y también a algunas de edad avanzada. Convertirá a las masas en exhibicionistas y a los médicos en místicos. Pero un día la gente despertará al hecho de que ése es todo el traje nuevo del emperador. Tarde o temprano, descubriremos fármacos capaces de cambiar cómo piensan las gentes. Que controlarán cómo sienten. La cuestión es sólo si, llegado el momento, seguiremos teniendo el sentido de la vergüenza suficiente para sentir embarazo ante el hecho de que todo el mundo ande desnudo. Envíe ese telegrama, doctor Younger. No faltará a la verdad…, de momento.

Después de dejar la casa de Dana, Littlemore me llevó en el coche a través de la ciudad.

—Bien, doctor —dijo—. Sé lo que siente por Nora y demás, pero ¿no está usted…? Quiero decir que me pregunto por qué hizo Nora todo eso…

—Por Clara —respondí.

—Pero ¿por qué?

—No voy a contestarle.

Littlemore sacudió la cabeza.

—Todo el mundo ha hecho todo lo que ha hecho por Clara.

—Le conseguía chicas a Banwell —dije.

—Lo sé —replicó Littlemore.

—¿Lo sabe?

—Anoche —dijo— Nora nos estuvo contando a Betty y a mí la labor que hacían Clara y ella con las familias de los inmigrantes, y me pareció que la cosa no encajaba del todo, si sabe a lo que me refiero, después de todo lo que llevo oído del asunto. Así que le pedí unos cuantos nombres y direcciones a Nora, y he ido a comprobarlo esta mañana. He encontrado a varias de las familias a las que Clara había «ayudado». La mayoría no ha querido hablar, pero al final me he enterado de la historia. Y es fea de verdad, puede creerme. Clara encontraba chicas sin padre, algunas sin padre ni madre. Chicas jovencísimas de trece, catorce, quince años. Untaba bien a las personas que las tenían a su cargo y se las llevaba a Banwell.

Littlemore siguió conduciendo sin hablar.

—¿Ha averiguado —le pregunté— cómo es que hay un pasadizo que lleva a la habitación de Nora?

—Sí. Nos lo ha contado Banwell esta mañana —dijo el detective—. Le echa toda la culpa a Nora. Jamás había sospechado que Clara estuviera en su contra; hasta ayer. Tres o cuatro años atrás, los Acton lo contrataron para que les reformara la casa de Gramercy Park. Así se conocieron.

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