La interpretación del asesinato (39 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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No tenía el número de teléfono del detective Littlemore, pero sabía que trabajaba en la nueva jefatura de policía del centro. Si no lograba dar con él, le dejaría un recado.

XX

En el edificio Van den Heuvel, un recadero corrió escaleras arriba al despacho del
coroner
Hugel para anunciarle que una ambulancia acababa de dejar un cuerpo en el depósito de cadáveres. Impertérrito, el
coroner
despidió al chico, pero éste no se iba. No era cualquier cadáver, le explicó el chico. Era el cadáver del detective Littlemore. El
coroner
Hugel, rodeado de cajas y de papeles sueltos amontonados por todo el suelo, lanzó un juramento y corrió al sótano con mayor rapidez si cabe que el recadero.

El cuerpo de Littlemore no estaba en la morgue, sino en la antecámara del laboratorio, donde Hugel hacía las autopsias. Habían entrado al detective en una camilla rodante y lo habían depositado sobre una de las mesas de autopsias. Los hombres de la ambulancia ya se habían ido.

Hugel y el recadero entraron atropelladamente en la antecámara y se quedaron petrificados al ver el cuerpo retorcido del detective. Hugel cogió del hombro al chico con inusitada fuerza, y avanzó despacio hacia la mesa de las autopsias.

—Oh, no… —dijo—. Es culpa mía.

—No, no lo es, señor Hugel —dijo el cadáver, abriendo los ojos.

El recadero soltó un grito.

—¡Por Martín Lutero redivivo, joder! —aulló Hugel.

El detective se incorporó en la camilla y se sacudió las solapas de la chaqueta: En los ojos del
coroner
vio una mezcla, al cincuenta por ciento, más o menos, de alivio y de ira que se le iba acumulando por momentos.

—Lo siento, señor Hugel —dijo, como avergonzado—. Pensé que sería una buena baza si el tipo que ha intentado matarme creía que lo había conseguido.

El
coroner
se apartó un par de pasos. Littlemore saltó de la mesa, y, en cuanto tocó el suelo con los pies, lanzó un grito de dolor. Tenía la pierna izquierda peor de lo que pensaba. Siguió al
coroner
Hugel pisándole los talones, y explicándole su teoría de la muerte de Seamus Malley.

—Absurdo —fue la respuesta de Hugel, que siguió subiendo las escaleras sin siquiera volverse para mirar a Littlemore, que cojeaba a su espalda—. ¿Por qué iba Banwell a arrastrar el cuerpo de Malley hasta el montacargas después de matarlo? ¿Para que le hiciera compañía mientras subía hasta el muelle?

—Puede que Malley muriera mientras subían juntos.

—Oh, ya veo… —dijo el
coroner—
. Banwell lo mata en el montacargas, y luego lo deja allí para multiplicar por mil las posibilidades de que lo detengan por dos asesinatos. Banwell no es ningún estúpido, detective. Es un hombre muy calculador. Si hubiera hecho lo que usted dice, habría bajado en el montacargas hasta el cajón, habría matado al tal Malley y se habría deshecho de su cuerpo de la misma forma en que usted dice que se deshizo del cuerpo de la señorita Riverford.

—Pero la arcilla, señor Hugel… Se me había olvidado contarle lo de la arcilla.

—No quiero oírlo —dijo el
coroner
. Habían llegado a su despacho—. No quiero oír ni una palabra más sobre el asunto. Vaya a ver al alcalde, ¿por qué no lo hace? No hay duda de que le escuchará de muy buen grado. Se lo dije: el caso está cerrado.

Littlemore pestañeó y sacudió la cabeza. Reparó en los montones de documentos y de cajas de embalar que había tiradas por todo el despacho.

—¿Va a alguna parte, señor Hugel?

—Pues la verdad es que sí —dijo el
coroner—
. Dejo el empleo.

—¿Se va?

—No puedo trabajar en estas condiciones. Mis conclusiones no se respetan.

—Pero ¿adónde piensa ir, señor Hugel?

—¿Cree que ésta es la única ciudad que necesita un médico forense?

El
coroner
examinó las cajas de informes diseminadas por el suelo de su despacho.

—De hecho tengo entendido que hay un puesto libre en Cleveland, Ohio. Allí seguro que valoran mis opiniones. Me pagarán menos, por supuesto, pero eso no importa. Tengo un dinero ahorrado. Nadie podrá quejarse de mis informes, detective. Mi sucesor encontrará un sistema perfectamente organizado. Que yo creé. ¿Tiene alguna idea del estado de la morgue antes de mi llegada?

—Pero señor Hugel… —dijo el detective Littlemore. En ese momento, Louis Riviere y Stramam Younger aparecieron en el pasillo.


¡Monsieur
Littlemore! —exclamó Riviere—. ¡Está vivo!

—Por desgracia —concedió el
coroner—
. Caballeros, si me disculpan, tengo trabajo que hacer.

Clara Banwell estaba refrescándose en la bañera cuando oyó que la puerta principal de la casa se cerraba con ruido. Era un cuarto de baño tipo turco, con azulejos mudéjares azules, de Andalucía, instalado en el apartamento de los Banwell por deseo expreso de Clara. Como oyera a su marido gritando a voz en cuello su nombre desde el vestíbulo, se arropó apresuradamente con dos toallas de baño blancas, una para el torso y la otra, a modo de turbante, para el pelo.

Aún chorreando agua a su paso, encontró a su marido en el vastísimo salón, con un vaso en la mano, mirando el río Hudson. Se estaba sirviendo un bourbon con hielo.

—Ven aquí —dijo Banwell desde el otro extremo del salón, sin volverse—. ¿La has visto?

—Sí.

Clara siguió donde estaba.

—¿Y?

—La policía cree que se hizo la quemadura ella misma. Creen que o está loca o que quiere vengarse de ti.

—¿Qué les has dicho? —preguntó Banwell.

—Que estuviste aquí en casa toda la noche.

Banwell soltó un gruñido.

—¿Qué dice ella?

—Nora es muy frágil, George. Creo que…

El vivo ruido de la botella de whisky golpeando contra la mesa de cristal cortó en seco sus palabras.

La mesa no se rajó, pero el alcohol salpicó al salir con fuerza del gollete de la botella. George Banwell se volvió para encararse con su esposa.

—Ven aquí —dijo.

—No quiero.

—Ven aquí.

Clara obedeció. Cuando estuvo cerca de él, él miró hacia abajo.

—No —dijo ella.

—Sí.

Clara empezó a soltarle el cinturón. Mientras lo sacaba de las trabillas del pantalón, él se sirvió otro whisky. Ella le tendió el cinturón de piel negra. Y levantó las manos con las palmas juntas. Banwell le ató las muñecas con el cinturón, pasó el extremo por la hebilla, estiró con fuerza. Ella hizo una mueca de dolor.

Él la atrajo bruscamente hacia sí y trató de besarla en los labios. Ella sólo le permitió besarla en las comisuras, volviendo la mejilla ora a un lado, ora a otro. Él hundió la cabeza en el cuello desnudo de ella; ella aspiró profundamente el aire.

—No —dijo Clara.

Banwell la obligó a arrodillarse. Aunque atada por las muñecas, Clara podía mover las manos con la suficiente libertad para desabrocharle el pantalón. Banwell le arrancó la toalla blanca que la envolvía.

Minutos después, George Banwell estaba sentado en el gran sofá, completamente vestido, bebiendo bourbon, mientras Clara, desnuda, seguía arrodillada en el suelo, de espaldas a su esposo.

—Dime lo que te ha dicho Nora —le ordenó Banwell, aflojándose la corbata.

—George… —Clara levantó la mirada hacia él—. ¿No podrías dejado ya? No es más que una chiquilla. ¿Cómo va a hacerte daño?

Se dio cuenta enseguida de que
sus
palabras habían atizado, más que aquietado, la ira latente de su esposo. Éste se levantó del sofá, abotonándose.

—Una chiquilla… —repitió.

El francés debía de tener debilidad por el detective Littlemore, porque le plantó sendos besos en las mejillas.

—Tendré que hacerme el muerto más a menudo —dijo Littlemore—. Jamás había sido usted tan amable conmigo, Louie.

Riviere le puso una gran carpeta en los brazos.

—Ha salido perfecta —dijo—. Me he sorprendido hasta yo, la verdad. No esperaba tanto detalle en una ampliación. No es habitual.

Dicho lo cual, el francés se alejó por el pasillo, aclarando mientras lo hacía que no se trataba de un
adieu
sino de un
au revoir
.

Me quedé solo, pues, con el detective Littlemore.

—¿Se ha estado… haciendo el muerto? —le pregunté.

—Era una broma. Cuando recobré el conocimiento, estaba en la ambulancia, y se me ocurrió que podía ser divertido.

Reflexioné un poco.

—¿Y lo ha sido?

Littlemore miró a su alrededor.

—Muy divertido —dijo—. Oiga, ¿qué está haciendo
usted
aquí?

Le conté al detective que había hecho un descubrimiento relativo al caso Acton potencialmente importante. De pronto, sin embargo, caí en la cuenta de que no estaba muy seguro de cómo iba a exponérselo. Nora había experimentado una forma de desdoblamiento astral, fenómeno por el que uno parece estar en dos sitios al mismo tiempo. Recordaba vagamente que, en mis tiempos de Harvard, había leído cosas sobre el desdoblamiento en relación con algunos de los experimentos primeros con las nuevas anestesias que tanto habían cambiado la medicina quirúrgica. Mi investigación de este caso lo confirmaba: estaba convencido de que a Nora le habían administrado cloroformo. A la mañana siguiente el olor habría desaparecido, y no quedaría ni rastro de cualquier posible efecto.

Mi problema estribaba en que Nora me había confesado que no le había contado nada al detective Littlemore sobre el extraño modo en que ella había vivido el incidente. Había tenido miedo de que no la creyera. Decidí ser directo:

—Hay algo que la señorita Acton no le ha contado de la agresión que padeció la noche pasada. Ella la vio; es decir, experimentó su propia participación en ella y su contemplación de ella, como si hubiera estado fuera de su cuerpo. —Al oír mis propias y lúcidas palabras, caí en la cuenta de que había elegido la menos comprensible y menos convincente de las explicaciones posibles. La expresión en el semblante del detective no contribuyó gran cosa a que cambiara mi impresión. Añadí—: Como si estuviera flotando por encima de su cama.

—¿Flotando por encima de su cama? —repitió Littlemore.

—Eso es.

—¡Cloroformo! —dijo Littlemore.

Me quedé estupefacto.

—¿Cómo diablos puede usted saber eso?

—H. G. Wells. Es mi autor preferido. Tiene un relato en el que un tipo pasa por esa misma experiencia cuando le están sometiendo a una operación después de aplicarle cloroformo.

—Me parece que he perdido la tarde en la biblioteca.

—No, nada de eso —dijo el detective—. Así puede usted encontrar un apoyo científico a…, ya sabe, a lo de flotar y el cloroformo y demás.

—Sí. ¿Por qué lo dice?

—Escuche: dejemos eso unos segundos, ¿de acuerdo? Tengo que comprobar una cosa mientras estamos aquí. ¿Viene conmigo? —Littlemore echó a andar por el pasillo y bajó las escaleras, cojeando ostensiblemente. Y me explicó, por encima del hombro—: Hugel tiene un microscopio muy bueno ahí abajo.

En el sótano, fuimos hasta un pequeño laboratorio forense, con cuatro losas de mármol y equipo médico de calidad excelente. Littlemore sacó de los bolsillos tres sobres pequeños, con sendas muestras de tierra o arcilla rojiza en su interior. Una de ellas, me explicó, procedía del apartamento de Elizabeth Riverford, otra del sótano del Balmoral, y la tercera del Puente de Manhattan, de un muelle propiedad de Banwell. Colocó las tres muestras sobre los portaobjetos de tres microscopios. Se movió de uno a otro con rapidez.

—Casan —dijo—. Las tres. Lo sabía.

Abrió la carpeta de Riviere. La fotografía, pude ver por fin, mostraba el cuello de una joven marcado con un pequeño círculo oscuro, granulado. Era, si había entendido bien al detective, cosa de la que no estaba muy seguro, la imagen «en negativo» de la fotografía de una marca que habían encontrado en el cuello de la difunta señorita Riverford. Littlemore examinó con detenimiento esta fotografía, comparándola con un alfiler de corbata dorado que se había sacado de otro bolsillo. Me enseñó el alfiler —que llevaba el monograma G B— y me invitó a compararlo con la fotografía.

Lo hice. Con el alfiler en la mano, vi que el círculo oscuro del cuello de la joven asesinada, con su enlace de iniciales, era a todas luces similar al sello del alfiler de corbata.

—Son muy parecidos —dije.

—Sí —dijo Littlemore—. Casi idénticos. El único problema es que, según Riviere, no deberían ser parecidos. Deberían ser contrarios. No lo entiendo. ¿Sabe dónde encontramos ese alfiler? En el jardín trasero de los Acton. Para mí, este alfiler prueba que Banwell estuvo en casa de los Acton; y que trepó a un árbol. seguramente para meterse por la ventana del cuarto de la chica. —Se sentó en una silla; sin duda le dolía demasiado la pierna para seguir de pie—. Usted sigue pensando que fue Banwell. ¿no. doctor?

—Así es.

—Tiene que venir conmigo a ver al alcalde —dijo el detective.

Smith Ely Jelliffe, sentado cómodamente en un asiento de primera fila del Hippodrome, el teatro cubierto más grande del mundo, lloraba mansamente. Y lo mismo hacían la mayoría de los que asistían con él al espectáculo. Se sentían conmovidos por aquella solemne marcha de jóvenes buceadoras, sesenta y cuatro en total. que se sumergían en el lago de cinco metros de profundidad que se abría en el gigantesco escenario del Hippodrome. (El agua era real; receptáculos de aire y pasillos submarinos hacían posible una vía de escape hacia la trasera del escenario.) ¿Quién podía contener las lágrimas ante el espectáculo de aquellas adorables y decorosas jóvenes en traje de baño que desaparecían en las aguas rizadas del lago para no volver a ver la tierra nunca más. condenadas a actuar en el circo del rey marciano para siempre y tan lejos de casa?

El dolor de Jelliffe ante aquello se veía aliviado por el conocimiento de que volvería a ver a dos de las chicas y pronto. Media hora más tarde. con sendas buceadoras a cada lado, del brazo. Jelliffe entró con visible satisfacción en el comedor con columnas del Roman Gardens de Murray, en la calle Cuarenta y dos. Tras Jelliffe iban dejando su estela dos largas boas rosas que llevaban al cuello sus acompañantes femeninas. Ante él las enormes columnas de escayola del Roman Gardens, ornadas de hojas, se alzaban hasta los techos de treinta metros de altura, donde las estrellas eléctricas centelleaban y una luna gibosa cruzaba el firmamento a una velocidad antinatural. Una fuente pompeyana de tres niveles susurraba en el centro del restaurante, mientras doncellas desnudas jugueteaban en la distancia del trampantojo de las paredes.

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