La interpretación del asesinato (37 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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Littlemore fue andando hacia el río, mezclándose con la masa humana de operarios. Si quería, podía mezclarse casi con cualquier tipo de individuos. Littlemore era muy bueno dando la impresión de estar a sus anchas, porque
estaba
a sus anchas; sobre todo porque las cosas encajaban en su sitio. Chong Sing tenía dos empleos, y los dos se los había proporcionado el señor George Banwell. ¿No era interesante?

El detective llegó al atestado muelle central justo a tiempo para el cambio de turno. Centenares de hombres sucios y con botas pululaban por el muelle, mientras otros, en una larga fila, esperaban para montar en el elevador que les bajaría al cajón. El fragor de las turbinas, un vibrante ruido mecánico, llenaba el aire con su furioso son monótono.

Si alguien le hubiera preguntado a Littlemore cómo detectaba un problema, una infelicidad en el ambiente, no habría sabido responder. Entabló conversación con un grupo de hombres y supo enseguida el mal final que había tenido Seamus Malley. El pobre Malley, le explicaron los obreros, era otra víctima del mal del cajón. Cuando abrieron la puerta del elevador, hacía un par de mañanas, lo encontraron tirado en el suelo, muerto, con hilos de sangre seca en las orejas y en la boca.

Los hombres se quejaban amargamente del cajón, al que llamaban «la caja» o «el ataúd». Algunos pensaban que estaba maldito. Casi todos tenían problemas de salud, le echaban la culpa al cajón. La mayoría decía que estaban contentos de que el trabajo estuviera casi acabado, pero los más viejos chascaban la lengua y replicaban que pronto echarían de menos aquel trabajo bajo el agua: en cuanto dejara de llegar regularmente el jornal a su bolsillo. ¿Podía llamarse «jornal» a tres dólares por doce horas de trabajo?

—Mira Malley —dijo uno—. Ni siquiera podía permitirse un techo sobre su cabeza con ese «jornal». Por eso está muerto. Lo han matado. Nos están matando a todos nosotros.

Pero otro replicó que Malley tenía un techo; tenía incluso una esposa…, y que era por
eso
por lo que se pasaba las noches en el cajón, allá abajo.

Littlemore vio huellas de arcilla roja por todo el muelle; se agachó para atarse los cordones de los zapatos, y cogió con disimulo algunas muestras. Preguntó si el señor Banwell iba mucho por aquel muelle. La respuesta fue afirmativa. De hecho, le dijeron, el señor Banwell bajaba al ataúd como mínimo una vez al día, a fin de ver cómo iba el trabajo. A veces le acompañaba el mismísimo McClellan, el alcalde.

El detective preguntó qué opinión les merecía trabajar para Banwell. Un infierno, le respondieron. Todos estuvieron de acuerdo en que a Banwell le tenía sin cuidado cuántos de ellos morían en el cajón, y en que lo único que le importaba era que el trabajo avanzara más rápido. Que ellos recordaran, el día anterior había sido la primera vez que Banwell había mostrado alguna preocupación por sus vidas.

—¿A qué se refieren? —preguntó Littlemore.

—Nos dijo que no nos preocupáramos por la ventana cinco.

Las «ventanas», le explicaron los obreros, eran los compartimentos utilizados para deshacerse de los escombros. Cada una tenía un número, y la ventana cinco se había obstruido. Normalmente el patrón, Banwell, habría ordenado arreglarla de inmediato, algo que todo operario del cajón odiaba, porque requería una maniobra difícil y arriesgada en la que al menos un hombre debía permanecer dentro de ella mientras ésta estaba llena de agua. Pero el día anterior, por primera vez, Banwell les dijo que no se preocuparan. Un hombre sugirió que tal vez el patrón se estaba ablandando. Pero los otros discreparon: decían que Banwell no tenía ningún interés en correr riesgos estando el puente a punto de terminarse.

Littlemore asimiló esta información. Y luego fue hasta el elevador.

El hombre que lo manejaba —un viejo arrugado y sin un pelo en la cabeza— estaba en su interior, sentado en un taburete. El detective le preguntó quién había cerrado las puertas del elevador dos noches atrás: la noche en que murió Malley.

—Yo —dijo el viejo, con aires de propietario.

—¿Estaba el elevador aquí arriba cuando lo cerró con llave esa noche? ¿O estaba abajo?

—Aquí arriba, por supuesto. No es usted muy despierto, ¿eh, joven? ¿Cómo iba a estar mi montacargas allá abajo si yo estaba aquí arriba?

Una buena pregunta. El elevador se manejaba manualmente. Sólo un hombre en su interior podía hacer que ascendiera o descendiera. De ahí que, cuando el encargado del elevador terminaba su jornada nocturna, éste quedaba necesariamente arriba, en el muelle. Pero si el viejo a cargo del elevador le había formulado a Littlemore una buena pregunta, Littlemore le contestó con una pregunta mejor.

—¿Cómo llegó él hasta aquí arriba, entonces?

—¿Qué?

—El muerto —dijo Littlemore—. Malley. ¿Estuvo abajo el martes por la noche, cuando todo el mundo estaba arriba?

—Eso es —dijo el viejo, sacudiendo la cabeza—. Maldito idiota. No era la primera vez. Le dije que no debía hacerlo. Se lo dije.

—¿Y lo encontraron aquí arriba, en su montacargas, a la mañana siguiente?

—Eso es. Y bien muerto. Aún puede verse la sangre. Llevo ya dos días intentando limpiarla, y no se va. Con jabón, con sosa, y nada. ¿Lo ve?

—Bien, entonces ¿cómo subió hasta aquí arriba? —volvió a preguntar el detective.

XIX

Carl Jung estaba de pie, alto y derecho, en el umbral de la habitación de Freud. Iba formalmente vestido, con traje completo. Nada en su actitud sugería que instantes antes hubiera estado jugando con ramitas y guijarros en el suelo de su habitación.

Freud, en mangas de camisa y chaleco, rogó a su visitante que se pusiera cómodo. Su instinto le decía que aquella entrevista iba a ser decisiva. Jung, en efecto, no parecía estar bien. Freud no daba crédito a las acusaciones de Brill, pero empezaba a aceptar que Jung podía estar moviéndose fuera de la órbita de él, su maestro.

Freud sabía que Jung era más inteligente y creativo que cualquier otro de sus seguidores, y quien más potencial tenía para abrir nuevas fronteras. Pero Jung padecía, no había duda, de «complejo del padre». Cuando, en una de las cartas de los primeros tiempos, Jung rogaba a Freud que le enviara una fotografía suya, diciendo que la conservaría «como algo precioso», Freud se sintió halagado. Pero cuando le pidió explícitamente que lo mirara no como a un igual sino como a un hijo, Freud empezó a preocuparse, y se dijo a sí mismo que tendría que dedicar un cuidado especial a este asunto.

Razonó Freud que, por lo que él sabía, Jung no tenía ningún otro amigo varón. Jung siempre se rodeaba de mujeres, de muchas mujeres, de demasiadas mujeres. Ahí radicaba la otra dificultad. Dada su posición ante Hall, Freud no podía ya eludir durante más tiempo una conversación con Jung sobre la joven que había escrito afirmando ser su paciente y amante. Freud había leído la carta sin escrúpulos que Jung le envió a la madre de la joven. Y luego estaba lo que le acababa de contar Ferenczi del estado en que había visto su habitación del hotel.

El punto sobre el que Freud no albergaba ninguna duda era la adhesión de Jung a los principios fundamentales del psicoanálisis. En sus cartas privadas, en horas y horas de conversaciones, Freud había puesto a prueba, por activa y por pasiva, tal adhesión. No había duda alguna: Jung creía firme y totalmente en la etiología sexual de los trastornos psíquicos. Y había llegado a tal convicción por la mejor de las vías posibles: la superación de su propio escepticismo al ver que las hipótesis de Freud se confirmaban una y otra vez en la praxis clínica.

—Siempre hemos hablado con franqueza el uno con el otro —dijo Freud—. ¿Podemos seguir haciéndolo?

—Nada me gustaría más —dijo Jung—. Sobre todo ahora que me he liberado de su autoridad paternal.

Freud trató de no dejar traslucir su sorpresa.

—Estupendo, estupendo. ¿Café?

—No, gracias. Sí. Sucedió ayer, cuando usted decidió mantener oculta la verdad de su sueño del conde Thun a fin de preservar su autoridad. ¿Ve la paradoja? Tenía miedo de perder su autoridad, y, como consecuencia, la ha perdido. Le importa más la autoridad que la verdad; para mí no puede existir más autoridad que la verdad. Pero es mejor así. Su causa sólo prosperará si yo conservo mi independencia. Ya está prosperando, de hecho. ¡He resuelto el problema del incesto!

De todo este torrente de palabras, Freud se ciñó a dos:


¿Mi
causa?

—¿Qué?

—Ha dicho «su causa» —repitió Freud.

—No lo he dicho.

—Sí lo ha hecho. Es la segunda
vez
.

—Bien, es suya, ¿no? Suya
y
mía. Será infinitamente más fuerte ahora. ¿No me ha oído? He resuelto el problema del incesto.

—¿A qué se refiere con «resolver»? —dijo Freud—. ¿Qué problema?

—Sabemos que el hijo ya mayor no codicia sexualmente a su madre, con sus venas varicosas y sus pechos caídos. Esto es una obviedad. Ni la codicia el hijo infante, que aún no tiene ni una intuición de la penetración. ¿Por qué, entonces, las neurosis adultas giran tan frecuentemente en torno al complejo de Edipo, como sus casos y los míos nos confirman? La respuesta me vino dada en un sueño de la noche pasada. El conflicto adulto
reactiva el material infantil
. La libido reprimida del neurótico se ve forzada a regresar a los canales infantiles —¡justo como usted siempre dijo!—, donde encuentra a la madre, que una vez fue algo tan valioso para él. La libido se apega a ella, sin que la madre haya sido deseada realmente nunca.

Estas consideraciones causaron una reacción física singular en Sigmund Freud. Se produjo un aflujo de sangre a las arterias que rodean el córtex cerebral, y él lo acusó como una pesadez en el cráneo. Tragó saliva y dijo:

—¿Está negando el complejo de Edipo?

—No, en absoluto. ¿Cómo iba a negarlo? El término lo inventé yo.

— El término
complejo
es suyo —dijo Freud—. Y lo retiene, pero niega lo
edípico
.

—¡No! —clamó Jung—. Preservo todos sus descubrimientos fundamentales. El neurótico tiene complejo de Edipo. Su neurosis le hace creer que codicia sexualmente a su madre.

—Está diciendo que no existen deseos incestuosos reales. No en las personas sanas, al menos.

—¡Ni siquiera en los neuróticos! Es maravilloso. En el neurótico se genera un complejo de la madre porque su libido le fuerza a volver a los canales infantiles. Así, el neurótico se da a sí mismo una razón ilusoria para castigarse. Se siente culpable de un deseo que jamás tuvo.

—Ya veo. ¿Qué es entonces lo que le ha causado la neurosis? —preguntó Freud.

—Su conflicto actual. Cualquier deseo que el neurótico no admite tener. Cualquier tarea vital a la que no logra enfrentarse.

—Ah, el conflicto actual —dijo Freud. La cabeza ya no le pesaba. Lo que ahora sentía en ella era una peculiar ligereza—. Así que no hay necesidad de rastrear en el pasado sexual del paciente. Ni, por supuesto, en su niñez.

—Exacto —dijo Jung—. Nunca pensé así. Desde una perspectiva puramente clínica, es el conflicto actual el que debe desvelarse y sobre el que se debe actuar. El material sexual de la niñez, reactivado, puede sondearse, pero no es más que un señuelo, una trampa. Es el esfuerzo del paciente por huir de sus neurosis. Estoy escribiendo todo esto. Verá cuántos partidarios gana el psicoanálisis si se reduce el papel de la sexualidad.

—Oh, elimínelo por completo; nos irá aún mejor —dijo Freud—. ¿Puedo hacerle una pregunta? Si el incesto no se desea realmente, ¿por qué es un tabú?

—¿Tabú?

—Sí —dijo Freud—. ¿Por qué habría de haber una prohibición del incesto en cada una de las sociedades humanas que han existido hasta hoy, si jamás se ha dado en nadie tal deseo?

—Porque…, porque… muchas cosas son tabú y en realidad no se desean.

—Dígame una.

—Bueno, hay muchas. Hay una larga lista —dijo Jung.

—Dígame una.

—Bueno…, por ejemplo…, los cultos prehistóricos a los animales, los tótems; son… —Jung no fue capaz de terminar la frase.

—¿Puedo hacerle otra pregunta? —dijo Freud—. Dice que la idea le ha venido de la interpretación de un sueño. Me pregunto qué sueño será. Y si no será posible interpretarlo de otra manera.

—No dije que fuera a través de la interpretación de un sueño —replicó Jung—. Dije
en
un sueño. De hecho no estaba dormido del todo.

—No comprendo —dijo Freud.

—Ya sabe esas voces que oímos de noche, justo antes de conciliar el sueño. He aprendido a atender a esas voces. Una de ellas me habla con una sabiduría antigua. Y he visto a quien me habla. Es un anciano, un gnóstico egipcio…, una quimera, en realidad, que se llama Filemón. Ha sido él quien me ha revelado el secreto.

Freud no respondió.

—No me arredran sus insinuaciones de incredulidad —dijo Jung—. Hay más cosas en el cielo y en la tierra,
Herr Professor
, de las que pueda soñar su psicología.

—Seguro que sí. Pero dejarse llevar por una voz, Jung…

—Quizá le estoy dando una impresión errónea —dijo Jung—. No acepto la palabra de Filemón sin razonamiento. Me expuso sus argumentos a través de una exégesis de los cultos primitivos de la madre. Le aseguro que al principio no creí lo que me decía. Puse varias objeciones, y a todas ellas me dio una contestación satisfactoria.

—¿Habla con él?

—Es obvio que no le gusta nada mi innovación teórica.

—Me preocupa su fuente —dijo Freud.

—No, le preocupan sus teorías, sus teorías sexuales —dijo Jung, con indignación visible y creciente—. Y por tanto cambia de tema y trata de llevarme a una conversación acerca de lo sobrenatural. Pero no me dejaré engañar. Tengo razones objetivas.

—¿Que le ha proporcionado un espíritu?

—Porque usted no haya experimentado nunca un fenómeno de ese tipo no quiere decir que no existan.

—Le concedo eso —dijo Freud—. Pero hay que aportar pruebas, Jung.

—¡Lo he visto, se lo aseguro! —exclamó Jung—. ¿No es eso una prueba? Lloraba contándome cómo los faraones borraban los nombres de sus padres de las lápidas de los mausoleos, práctica que no conocía y que he verificado luego. ¿Quién es usted para decir lo que es una prueba y lo que no lo es? Usted da por supuesta su conclusión: ese espíritu no existe, luego lo que veo y lo que oigo no cuentan como prueba.

—Lo que
usted
oye. No, no es una prueba, Carl, si sólo una persona puede oírlo.

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