La interpretación del asesinato (32 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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Así que para Hamlet,
ser
es la estasis, el padecimiento, la cobardía, la inacción, mientras que
no ser
es lo vinculado al valor, a la iniciativa, a la acción. O así es como siempre ha entendido todo el mundo este parlamento. Pero yo me sigo preguntando. Sí, al final, cuando por fin Hamlet actúe contra su tío, morirá. Quizá sabe que ése es su destino. Pero
ser
no puede equipararse a la inacción. La vida y la acción son demasiado la misma cosa.
Ser
no puede significar
no hacer nada
. Hamlet se queda paralizado porque, para él,
actuar
ha sido equiparado en cierto modo a
no ser
, y esta falsa identificación, esta equivalencia espuria, no ha sido nunca entendida cabalmente.

Pero, merced a Freud, no puedo ya pensar en Hamlet sin pensar en Edipo, y me temo que algo similar ha empezado a sucederme también con mis sentimientos por la señorita Acton. Si Freud tiene razón y la señorita Acton desea sodomizar a su propio padre, creo que no podría soportarlo. Lo sé: es totalmente irracional por mi parte. Si Freud tiene razón, todo el mundo tiene esos deseos. Nadie puede evitarlo, y nadie debería ser denostado por ello. Sin embargo, en el momento en que contemplo esa posibilidad en la señorita Acton, pierdo mi capacidad para amarla. Pierdo por completo mi voluntad de amor: ¿cómo vamos a merecer ser amados los seres humanos llevando como llevamos dentro esos deseos repugnantes?

En casa de los Acton, la mañana del jueves comenzó con un auténtico alboroto. Nora despertó al alba, se levantó vacilante y se tambaleó hasta la puerta, la abrió y se desplomó sobre el señor Biggs, que dormía en su silla justo enfrente de la alcoba. La noticia corrió como la pólvora, y saltó la alarma: la señorita Acton había sido agredida durante la noche.

Los dos policías que custodiaban la casa en el exterior subieron atropelladamente las escaleras, y acto seguido las bajaron, y fueron de un lado para otro como posesos, con escasos o nulos resultados. Se llamó de nuevo con urgencia al doctor Higginson. El anciano y bienintencionado médico, visiblemente afectado por la nueva agresión padecida por Nora, y abochornado por el lugar de la quemadura—, le dio a la joven un ungüento que ella debía aplicarse a medida que fuera necesitándolo. Luego se marchó, sacudiendo la cabeza, y asegurando a la familia que Nora no había sufrido más daños. Se presentaron más policías en la casa. El detective Littlemore, que se había quedado dormido sobre su mesa la noche pasada, llegó a las ocho de la mañana.

Littlemore encontró a Nora y a sus consternados padres en el dormitorio de la joven. Agentes uniformados examinaban el suelo alfombrado y las ventanas. Littlemore le tendió su equipo de detección a uno de ellos y le dio instrucciones para que comprobase si había huellas dactilares en el pomo de la puerta, en los postes de la cama o en el alféizar de la ventana. Nora, inmóvil centro de atención en todo aquel maremágnum, estaba sentada en una esquina de la cama, aún en camisón, con el pelo alborotado y los ojos atónitos y estupefactos, y prestaba declaración una y otra vez.

Había sido George Banwell, afirmaba invariablemente. Había sido George Banwell, con un cigarrillo y una navaja, en mitad de la noche. ¿Es que nadie iba a detener a George Banwell? La pregunta dio lugar a abrumadas protestas por parte del señor y la señora Acton. No podía haber sido George, repetían. Era imposible. ¿Cómo podía Nora estar absolutamente segura de ello si la agresión había tenido lugar en plena noche?

Littlemore se enfrentaba a un problema. Deseaba tener algo más en contra de Banwell que el testimonio de la joven. Después de todo, la memoria de la señorita Acton no era lo que podía decirse muy fiable. Y, peor aún, hasta ella admitía que ni siquiera pudo ver al hombre que la había atacado aquella noche en su alcoba. Estaba demasiado oscura. Lo que dijo, y a Littlemore le habría gustado que no lo hubiera expresado de ese modo, fue que «estaba segura» de que había sido Banwell. Si Littlemore detenía a Banwell, al alcalde no le haría mucha gracia. Al señor McClellan tampoco le gustaría lo más mínimo que Banwell fuera siquiera interrogado.

Así pues, el detective pensó que lo mejor sería esperar a ver cuáles eran las órdenes del alcalde.

—Con su permiso, señorita Acton —dijo—, ¿podría hacerle una pregunta?

—Adelante —dijo ella.

—¿Conoce usted a William Leon?

—¿Cómo dice?

—William Leon —dijo Littlemore—. Es chino. Conocido también como Leon King.

—No conozco a ningún chino, detective.

—Quizá esto le refresque la memoria, señorita —dijo el detective.

Se metió la mano en el bolsillo del chaleco, sacó una fotografía y se la tendió a la joven. Era la instantánea que había cogido del apartamento de Leon, en la que se veía a éste con dos jóvenes. Una de ellas era Nora Acton.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó la joven.

—Si pudiera usted decirme quién es, señorita —dijo Littlemore—. Es muy importante. Puede ser un hombre peligroso.

—No lo sé. Nunca lo he sabido. Insistió en sacarse esta foto con Clara y conmigo.

—¿Clara?

—Clara Banwell —dijo Nora—. Es la que está a su lado. Él era uno de los chinos de Elsie Sigel.

Ambos nombres le resultaron enormemente interesantes al detective Littlemore. A menos que William Leon tuviera debilidad por las Elsies y conociera a varias, acababa de identificar no sólo a la otra mujer de la fotografía, sino asimismo a la autora de las cartas que había encontrado en el baúl; y, muy posiblemente, la chica que estaba dentro del baúl, junto al manojo de cartas.

—Elsie Sigel —repitió Littlemore—. ¿Puede usted hablarme de ella, señorita? ¿Es una chica judía?

—No, santo Dios, no —dijo Nora—. Elsie hacía una labor misionera. Habrá oído hablar de los Sigel. Su abuelo era muy famoso. Hay una estatua de él en Riverside Park.

Littlemore silbó para sus adentros. El general Franz Sigel era famoso de verdad, un héroe de la guerra de Secesión que llegó a ser un político muy popular en la ciudad de Nueva York. A su funeral, en 1902, asistieron más de diez mil neoyorquinos que quisieron rendir un último homenaje a aquel anciano, de cuerpo presente en uniforme de gala. Se suponía que las nietas de los generales de la guerra de Secesión no escribían cartas de amor a directores de restaurantes chinos de Chinatown. Que no escribían cartas a hombres chinos de ninguna clase. Littlemore preguntó cómo había conocido la señorita Sigel a William Leon.

Nora le contó lo poco que sabía. La primavera anterior, Clara y ella se habían ofrecido para colaborar en una de las asociaciones de caridad del señor Riis. Habían visitado casas de vecinos de todo el Lower East Side, prestándose a ayudar en lo que pudieran. Un domingo, en Chinatown, se habían encontrado con Elsie Sigel, que estaba dando una clase de Sagradas Escrituras. Uno de los alumnos tenía una cámara. Nora se acordaba bien, porque era muy diferente de los demás: mucho mejor vestido, de inglés mucho más cultivado. Nora nunca supo su nombre, pero Elsie parecía conocerlo bien. Fue su aparente amistad con Elsie lo que les llevó a Clara y a ella a acceder a sus persistentes ruegos para que se hicieran una fotografía juntos.

—¿Sabe dónde vive Elsie Sigel, señorita Acton? —preguntó Littlemore.

—No, pero dudo que vaya a encontrarla en casa, detective —dijo Nora—. Elsie se escapó con un joven en julio. A Washington. Lo sabe todo el mundo.

Littlemore asintió con la cabeza. Dio las gracias a Nora, y luego le preguntó al señor Acton si había algún teléfono que él pudiera utilizar. Cuando consiguió comunicar con la jefatura de policía, dejó instrucciones para que localizaran a los padres de una tal Elsie Sigel, nieta del general Franz Sigel. Si los Sigel confirmaban que no habían visto a su hija desde julio, debían llevarlos al depósito de cadáveres.

Cuando Littlemore volvió al dormitorio de Nora, ya no quedaban en él más que la joven y la señora Biggs, su anciana sirviente. Se iba en ese momento el último agente de policía, que informó a Littlemore de que no había encontrado ninguna huella ni en los postes de la cama ni en los alféizares. En cuanto a los pomos, había entrado y salido de la alcoba de la joven demasiada gente. La señora Biggs trataba de restaurar el orden en el caos dejado por los policías. Nora seguía tal como la había dejado Littlemore, que ahora examinaba el dormitorio.

—Señorita Acton —dijo al cabo—, ¿cómo cree que entró aquí ese hombre anoche?

—Bueno…, supongo que ha debido de… No lo sé.

Era, se dijo Littlemore, un verdadero enigma. En la casa de los Acton sólo había dos puertas: la principal y la trasera. Ambas habían sido custodiadas durante toda la noche por sendos y fornidos policías, que juraron que nadie había pasado por delante de ellos. El viejo señor Biggs se había dormido enseguida, es cierto, pero había pegado la silla a la puerta de su joven señora, por eso Nora se había desplomado sobre él al abrir la puerta por la mañana. Habría sido muy difícil que alguien hubiera logrado pasar la barrera del criado sin despertarlo.

¿Era posible que el intruso hubiera escalado el muro hasta su ventana? El dormitorio de Nora estaba en la primera planta. No parecía probable que el hombre hubiera podido hacerlo; y, dado que además la alcoba daba al parque, cualquiera que hubiera acometido tal arriesgada empresa se habría expuesto a la vista del policía apostado ante la puerta principal. ¿Podría haberse deslizado desde el tejado? Tal vez. Al tejado se podía acceder desde los tejados de los edificios colindantes. Pero los vecinos juraron que ningún extraño había entrado en sus casas la noche anterior. Al detective Littlemore, además, se le antojaba bastante improbable que un hombre corpulento hubiera podido deslizarse a través de la ventana de la señorita Acton.

Fue mientras Littlemore inspeccionaba esas ventanas cuando en el relato de Nora Acton empezaron a aparecer algunos puntos flacos. El primero fue el descubrimiento por parte de la señora Biggs de un cigarrillo apagado en la papelera de la señorita Acton, una colilla con restos de lápiz de labios. La señora Biggs pareció muy sorprendida. Y Littlemore también.

—¿Es suyo esto, señorita? —le preguntó éste a la joven.

—Por supuesto que no —dijo Nora—. No fumo. Ni siquiera tengo barra de labios.

—¿Y qué es lo que hay en sus labios ahora? —preguntó Littlemore.

Nora se llevó las manos a la boca. Y entonces recordó que había visto cómo Banwell le pintaba los labios. Lo había olvidado por completo. El episodio entero era tan borroso, tan extrañamente nebuloso en su cabeza… Le contó al detective lo que le había hecho Banwell. Añadió que sin duda había puesto también lápiz de labios en la boquilla del cigarrillo, y lo había dejado en la papelera antes de marcharse. Pero no mencionó el rasgo más extraño de su recuerdo del incidente: que había visto a Banwell desde arriba, y no desde abajo. Y siguió insistiendo en que no tenía ningún producto de maquillaje.

—¿Le importa que eche un vistazo a su cuarto, señorita Acton? —preguntó Littlemore.

—Sus hombres lo han inspeccionado durante más de una hora, detective —le respondió la joven.

—¿Le importa si lo hago, señorita?

—Hágalo.

Ninguno de los agentes había examinado hasta entonces los efectos personales de la señorita Acton. Littlemore lo hizo ahora. En el cajón de abajo del tocador encontró varios cosméticos: una polvera, un frasco de perfume, un lápiz de labios. También encontró un paquete de cigarrillos.

—Nada de eso es mío —dijo Nora—. No sé de dónde ha salido.

Littlemore hizo venir de nuevo a los agentes para que llevaran a cabo una inspección más a fondo del dormitorio. Minutos después, en una balda alta del armario, escondido bajo un montón de jerséis de invierno, uno de los policías encontró algo totalmente inesperado. Un látigo corto, de mango doblado. Littlemore no estaba familiarizado en absoluto con las prácticas medievales de la flagelación. Pero hasta él podía ver que aquel tipo de látigo permitía azotar zonas de difícil acceso, como la espalda del flagelador.

Menos mal que no hemos detenido a Banwell, pensó Jimmy Littlemore.

El detective no supo qué pensar, sin embargo, cuando otro de los policías le obsequió con un descubrimiento que había realizado en el jardín. Se había subido a un árbol para ver si era posible pasar desde él al tejado. No era posible, pero al bajarse había visto algo que al principio tomó por una moneda: un pequeño y reluciente círculo de metal. Estaba en una hendidura del tronco del árbol, como a unos treinta centímetros del suelo. Le tendió el objeto a Littlemore: un alfiler de corbata de oro, redondo, con un monograma, y un hilo de seda blanca prendido de su broche. Las iniciales del monograma eran
GB
.

Brill llegó tarde a desayunar; nunca lo había hecho antes. Cuando apareció en la sala del desayuno, su aspecto era lamentable. Sin afeitar, con una de las puntas del cuello de la camisa disparado hacia arriba. Rose, nos contó a Freud, Ferenczi y a mí, había tenido insomnio durante toda la noche. Hacía una hora le había dado láudano. Él apenas había dormido. Dijo que necesitaba hablar con nosotros en privado, fuera de la vista pública. Fuimos, pues, nosotros cuatro, a la habitación de Freud, y dejamos un mensaje abajo para Jones y otro para Jung, que ni siquiera sabíamos si estaba en el hotel.

—No puedo hacerlo —estalló Brill, cuando llegamos a la habitación de Freud—. Lo siento, pero no puedo. Ya se lo he dicho a Jelliffe. —Se refería, al parecer, a su traducción del libro de Freud—. Si sólo me afectara a mí, les aseguro que… Pero no puedo poner en peligro a Rose. Ella es todo lo que tengo. Lo entienden, ¿verdad?

Hicimos que se sentara. Cuando se calmó lo suficiente para poder hablar con normalidad y coherencia, Brill trató de persuadimos de que las cenizas de su apartamento estaban relacionadas con los telegramas bíblicos que había estado recibiendo.

—Ya la han visto ustedes —dijo, refiriéndose a Rose—. La convirtieron en una estatua de sal. Lo ponía en el telegrama, y ha sucedido.

—¿Alguien puso deliberadamente cenizas en su casa? —preguntó Ferenczi—. ¿Por qué?

—Como advertencia —respondió Brill.

—¿Advertencia de quién? —pregunté yo.

—De la misma gente que detuvo a Prince en Boston. La misma gente que está tratando de boicotear las conferencias de Freud en Clark.

—¿Cómo saben dónde vive usted? —preguntó Ferenczi.

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