La interpretación del asesinato (28 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—Santo Dios, Betty, tendrías que haberte marchado. No tendrías que haberte unido a ningún piquete ni haberte puesto a romper cristales y demás.

Betty estaba mitad indignada, mitad confusa.

—No estuve en ningún piquete, Jimmy.

—Bueno, ¿y por qué te han detenido, entonces?

—Porque me fui. Los jefes nos dijeron que iríamos a la cárcel si nos marchábamos, pero no les creí. Y nadie se puso a romper cristales. Los policías no paraban de dar palos a la gente.

—Ésos no eran policías.

—Oh, sí, sí que lo eran.

—Oh, Dios —dijo Littlemore—. Tengo que sacarte de aquí.

Le hizo una seña a uno de los guardias y le explicó que Betty era su chica y que no había ido a la huelga en absoluto, que estaba en el calabozo por error. Al oír las palabras «mi chica», Betty miró hacia el suelo y sonrió con embarazo.

El guardia, compadre de Littlemore, le respondió con pesar que tenía las manos atadas.

—No soy yo, Jimmy —dijo—. Tienes que hablar con Becker.

—¿Con Beck? —preguntó Littlemore, mientras se le iluminaban los ojos—. ¿Está aquí Beck?

El guardia condujo a Littlemore por un pasillo hasta una salita donde cinco hombres bebían, fumaban y jugaban a un ruidoso juego de cartas bajo una bombilla eléctrica de luz vacilante. Uno de ellos era el sargento Charles Becker, un hombre robusto como una boca de incendios, de cabeza pequeña y redonda y poderosa voz de barítono. Becker, que llevaba quince años en el cuerpo, trabajaba en el distrito policial más depravado de Manhattan, conocido como el Tenderloin, donde los casinos y burdeles, incluido el de Susan Merrill, se mezclaban con los más chabacanos teatros de vodevil y los «palacios» de la langosta. La presencia de Becker en aquellos calabozos era un golpe de buena suerte para el detective Littlemore, que se había pasado seis meses como policía de ronda de la brigada de Becker.

—Hola. Becker —saludó Littlemore.

—¡Littlemouse!
[13]
—bramó Becker. que repartía las cartas—. Chicos. Os presento a mi hermanito, que es detective en el centro. Jimmy. éste es Gyp, y éstos Whitey, Lefty y Dago. Te acuerdas de Dago. ¿no?

—Dago… —dijo Littlemore.

—Hace dos o tres años —contó Becker a sus compadres, refiriéndose a Littlemore—. este colega me resolvió un caso de atraco en un santiamén. Y me entregó al atracador, que aún está pagando por lo que hizo. Los malos siempre pagan, chicos. ¿Qué estás haciendo aquí, Jimmy, echando una ojeada?

Becker escuchó lo que Littlemore tenía que decirle, sin quitar los ojos de la mesa de póquer. Con el bramido de un hombre que saborea su gran despliegue de magnanimidad, ordenó a los guardias que soltaran a la chica del detective. Littlemore le dio las más sentidas gracias a Becker y volvió corriendo a la celda, donde se hizo cargo de Betty. Camino de la calle. Littlemore asomó la cabeza en la sala de la partida de póquer y volvió a darle las gracias a Becker.

—Oye, Becker —añadió luego—: ¿Me harías otro favor?

—Tú dirás, hermanito —dijo Becker.

—Hay una señora ahí dentro, con un bebé. ¿Alguna posibilidad de soltarla también a ella?

Becker aplastó la colilla de un cigarrillo. Su voz siguió siendo normal, pero la actitud jocosa de sus compadres cesó de inmediato.

—¿Una señora? —preguntó Becker.

Littlemore supo enseguida que algo se había torcido, pero no sabía qué.

—Se refiere a Susie, jefe —dijo Gyp, cuyo verdadero nombre era Horowitz.

—¿Susie? Susie Merrill no está en mi calabozo, ¿o sí, Whitey? —dijo Becker.

—Está ahí dentro, jefe —respondió Whitey, cuyo nom bre verdadero era Seidenschner.

—¿Tienes algo con Susie. Jimmy?

—No, Beck —dijo Littlemore—. Es que he pensado que hombre, que estando con ese bebé y demás…

—Ajá —dijo Becker.

—Olvida lo que he dicho. Beck —dijo Littlemore—. Me refería a que si…

Becker gritó a los guardias que soltaran a Susie inmediatamente. Acompañó la orden con una sarta de imprecaciones selectas que expresaban su indignación por el hecho de que un bebé estuviera en su calabozo y gritando a voz en cuello que si volvían a entrar «otros bebés» allí en el futuro se los trajeran de inmediato a su presencia. Este último comentario desató un torrente de carcajadas entre los compadres de la timba. Littlemore decidió que lo mejor era esfumarse sin tardanza. Dio las gracias por tercera vez a Becker —ahora éste no le contestó— y condujo a Betty hasta la calle.

La calle Diez estaba casi desierta. Una brisa soplaba desde el oeste. En la escalinata de la entrada de la cárcel, bajo las sombras del colosal edificio victoriano, Betty se detuvo:

—¿Sabes quién es esa mujer? —le preguntó a Littlemore— ¿La del bebé?

—Me hago una idea.

—Pero Jimmy, es…, es una madama.

—Lo sé —dijo Littlemore, sonriendo—. He estado en su casa.

Betty le dio una bofetada en un lado de la boca.

—Huy —dijo Littlemore—. Sólo fui a hacerle algunas preguntas sobre el asesinato de Riverford.

—Oh, Jimmy, ¿y por qué no lo has dicho antes? —dijo Betty. Se llevó las manos a la cara, y luego las puso en la de él, y sonrió—. Lo siento…

Se abrazaron. Seguían abrazándose instantes después, cuando las pesadas puertas de roble de la cárcel se abrieron con ruido y cayó sobre ellos un haz de luz. Susan Merrill estaba en el umbral, cargada con el bebé, con uno de sus enormes sombreros. Littlemore la ayudó a bajar las escaleras. Betty se ofreció a coger al bebé en brazos, a lo que la mujer accedió de buen grado.

—Así que eres tú el que me ha echado una mano —dijo Susie—. Supongo que crees que ahora te debo algo, ¿no?

—No, señora.

Susie levantó la cabeza para mirar mejor al detective. Reclamó el bebé a Betty y, en un susurro tan tenue que Littlemore apenas alcanzó a oírla, dijo:

—Vas a hacer que te maten.

Ni Littlemore ni Betty dijeron nada.

—Sé a quién andas buscando —siguió Susie, aún en voz apenas audible—. El 18 de marzo de 1907.

—¿Qué?

—Sé quién, y sé qué. Tú no lo sabes, pero yo sí. Pero yo no hago nada gratis.

—¿Qué pasa con el 18 de marzo de 1907?

—Averígualo tú. Y échale el guante tú —dijo Susie entredientes, con un veneno tan virulento en el tono que cubrió con una mano la cara del bebé como si quisiera protegerlo de él.

—¿Qué pasó ese día? —insistió Littlemore.

—Pregúntalo en la puerta de al lado —susurró Susie Merríll, antes de desaparecer en la penumbra creciente.

Rose nos echó del apartamento; una verdadera delicadeza por su parte. No quería por nada del mundo que Freud se metiera en labores de limpieza. Y en cuanto a Brill, parecía tan nulo como un soldado con síndrome de DaCosta.
[14]
No iba a venir a la cena, anunció, y nos pidió que lo excusáramos de algún modo.

Jones tomó el metro hasta su hotel, que estaba un poco más al sur de la ciudad y era más barato que el nuestro, mientras que Freud, Ferenczi y yo decidimos caminar hasta el Hotel Manhattan atajando por el parque. Es asombroso lo desierto que puede estar al anochecer el mayor parque de Nueva York. Primero barajamos hipótesis acerca del extraordinario estado en que habíamos encontrado el apartamento de Brill; luego Freud nos preguntó a Ferenczi y a mí cómo debería responder a la carta del presidente Hall.

Ferenczi declaró que debíamos enviar un desmentido inmediato, explicando que la conducta impropia atribuida a Freud era en realidad imputable a Jones y a Jung. A ojos de Ferenczi, lo único que estaba por ver era si Hall nos creía o no.

— Ya conoce a Hall. Younger —dijo Freud—. ¿Qué opina al respecto?

—El presidente Hall aceptará vuestra palabra —respondí, queriendo decir que aceptaría la
mía—
. Pero me he estado preguntando, doctor Freud, si no será precisamente eso lo que ellos quieren que usted haga.

—¿Quiénes?

—Quienes estén detrás de todo esto —dije.

—No le sigo dijo Ferenczi.

—Entiendo lo que Younger quiere decir —dijo Freud—. Quienquiera que haya urdido esto sabe sin duda que esas conductas son atribuibles a Jones y a Jung, no a mí. Por lo tanto me empujan a incriminar a mis amigos, con lo que Hall ya no podrá afirmar que se enfrenta a un mero rumor. Por el contrario, yo habré corroborado la acusación, y Hall se verá obligado a tomar medidas. Que posiblemente incluirán el veto de las conferencias de Jones y Jung la semana próxima. Yo sigo pronunciando las mías, a cambio de la caída en desgracia de dos de mis seguidores; de los dos mejor situados para expandir mis ideas por el mundo.

—Pero no puede usted no decir nada —protestó Ferenczi—. Como si fuera usted culpable de lo que le acusan.

Freud se quedó pensativo.

—Negaremos las acusaciones; pero no haremos más que eso. Le mandaré a Hall una breve carta haciendo constar los hechos: soy un hombre casado, jamás me han despedido de un hospital, jamás me han disparado, etcétera. Younger, ¿le colocará a usted esto en una situación incómoda?

Comprendí la pregunta. Quería saber si me sentiría obligado a informar a Hall de que, si bien Freud era inocente de los cargos que se le imputaban, Jones y Jung no lo eran. Naturalmente, yo no iba a hacer tal cosa.

—En absoluto, señor —le respondí.

—Perfecto —concluyó Freud—. A partir de ahí, lo dejaremos en manos de Hall. Si, a causa de la «jugosa donación» prometida, Hall está dispuesto a impedir que en las aulas de su universidad se enseñen las verdades del psicoanálisis, entonces… no es un aliado que merezca la pena, y los Estados Unidos pueden irse al diablo.

Ante la entrada de la cárcel de Jefferson Market, Betty Longobardi le dijo a Littlemore:

—Vámonos de aquí.

Littlemore no sentía los mismos deseos de irse. Hizo que Betty le siguiera hacia la Sexta Avenida, con su riada de hombres y mujeres rumbo al norte camino de casa. En la esquina, a unos pasos de la escalinata del juzgado, Littlemore se detuvo y se negó a moverse. Por encima del estruendo atronador del tren elevado, empezó a contarle a Betty, lleno de excitación, el ajetreado día que había tenido hasta entonces.

—Pero esa mujer ha dicho que van a matarte, Jimmy —fue la respuesta de Betty, y a Littlemore le pareció que ésta no denotaba por sus logros todo el aprecio que él hubiera deseado.

—También ha dicho que debía preguntar en la puerta de al lado —respondió—. Y seguro que se refería a este juzgado. Vamos; lo tenemos ahí delante.

—No quiero.

—Es un juzgado, Betty. No puede pasarnos nada malo en un juzgado.

Una vez dentro, Littlemore le mostró la placa al funcionario, que les dijo dónde estaban los archivos, pero advirtiéndoles de que nadie iba a estar allí a aquellas horas. Después de subir dos tramos de escaleras y de recorrer un intrincado y vacío laberinto de pasillos, Littlemore y Betty llegaron a una puerta en la que se leía ARCHIVOS. La puerta estaba cerrada con llave, y al otro lado, entrevieron, todo estaba a oscuras. Forzar cerraduras para entrar en los sitios no era el
modus operandi
habitual de Littlemore, pero dadas las circunstancias lo juzgó justificado. Betty miró a derecha e izquierda, nerviosa.

Littlemore forzó la cerradura. Cerró la puerta a su espalda, encendió la luz eléctrica. Estaban en una pequeña oficina con un gran escritorio. Había una puerta al fondo, y no estaba cerrada con llave. La puerta daba a un espacioso cuarto que parecía un almacén, lleno de armarios dispuestos uno tras otro, con cajones rotulados.

—No pone fechas —dijo Betty—. Sólo letras.

—Habrá una agenda de casos —dijo Littlemore—. Siempre hay una agenda de casos. Espera a que la encuentre.

No le llevó mucho tiempo. Volvió hasta el escritorio, donde además de dos máquinas de escribir, secantes y tinteros había un montón de tomos encuadernados en cuero, cada uno de ellos de medio metro aproximadamente de ancho. Littlemore abrió el primero. Cada página representaba un día del Tribunal Supremo de Nueva York, Período de Sesiones, Partes I a III. Las páginas que hojeó eran todas de 1909. Luego abrió un segundo tomo, que resultó ser una agenda de casos de 1908, y luego un tercero. Pasando rápidamente las hojas, llegó al 18 de marzo de 1907. Vio docenas de líneas de nombres y números de casos, consignados por manos expertas en escritura a plumilla, con numerosas tachaduras y enmiendas. Leyó en voz alta:


Diez quince de la mañana, casos del día, Parte III Wells
versus
Interborough R. T. Co. Truax, J.
Muy bien, Wells. Tenemos que encontrar Wells.

Pasó junto a Betty deprisa y volvió a entrar en el cuarto de los archivos, donde en el cajón rotulado con una W encontró el caso de Wells
versus
IRT: un clip unía tres hojas. Las miró.

—No hay nada —dijo—. Quizá fue un accidente de metro. Ni siquiera llegaron ante un tribunal.

Volvió a los tomos de cuero.

—Bernstein
versus
el mismo —leyó—. Mensinub
versus
el mismo. Selxas
versus
el mismo. Dios, hay como mínimo unos veinte casos contra la IRT. Supongo que tendremos que mirarlos uno por uno.

—Puede que ésos no sean los que buscas, Jimmy. ¿No hay nada más?


Diez quince de la mañana, Período de Sesiones: Tarbles
versus
Tarbles.
¿Un divorcio?

—¿Eso es todo? —preguntó Betty.


Diez treinta de la mañana, Período de Sesiones, Parte I, Período criminal (continuación del período de enero): el pueblo
versus
Harry K. Thaw
.

Se miraron el uno al otro. Betty y Littlemore reconocieron el nombre al instante, como lo hubiera reconocido cualquier vecino de Nueva York, y, en aquellos días, casi cualquier habitante de la nación.

—Éste es aquel… —dijo Betty.

—… que mató al arquitecto en el Madison Square Garden —terminó la frase Littlemore. Luego cayó en la cuenta de por qué había callado Betty: se oían unos pesados pasos acercándose por el pasillo.

—¿Quién será? —susurró Betty.

—Apaga la luz —le dijo Littlemore.

Betty estaba al lado de la lámpara. Palpó debajo de la pantalla y tanteó en busca de los interruptores, pero el resultado de sus esfuerzos fue que se encendió otra bombilla. Los pasos cesaron. Luego volvieron a oírse. Ahora se dirigían sin ningún género de duda hacia la oficina de los archivos.

—Oh, no —dijo Betty—. Escondámonos en el cuarto de los archivos.

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