La interpretación del asesinato (29 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—No es una buena idea —dijo Littlemore.

Los pasos se acercaban más y más, y se detuvieron ante la puerta. El pomo giró, y la puerta se abrió. Era un hombre de corta estatura, con un sombrero de fieltro de ala curva y un terno de aspecto barato. El bolsillo interior de la chaqueta le abultaba un poco, como si llevara una pistola. —¿No hay excusados aquí? —preguntó.

—En la segunda planta —dijo Littlemore.

—Gracias —dijo el hombre, y cerró la puerta a su espalda.

—Vamos —dijo Littlemore, volviendo apresuradamente al cuarto de los archivos.

El caso del Pueblo
versus
Thaw ocupaba unas dos docenas de cajones. Littlemore encontró la transcripción del juicio: miles de hojas divididas en legajos de diez centímetros de espesor, atados con gomas elásticas. La transcripción, en determinados pasajes, resultaba ilegible: letras desiguales, falta de puntuación, frases enteras de palabras incomprensibles. De la fecha del 18 de marzo de 1907 no había más que cincuenta o sesenta hojas. Littlemore fue hojeándolas hasta llegar a unas cuantas diferentes del resto, de mecanografía pulcra, separadas en párrafos, bien puntuadas.

—Un affidávit —dijo.

—Oh, Dios mío —dijo Betty—. ¡Mira!

Apuntaba hacia la frase
me agarró por el cuello
y hacia la palabra
látigo
.

Littlemore volvió rápidamente hasta la primera hoja del affidávit. Estaba fechada el 27 de octubre de 1903, y comenzaba así:
Evelyn Nesbit, después del preceptivo juramento, afirma…

—Es la mujer de Thaw, la corista —dijo Betty.

Evelyn Nesbit había sido descrita por más de un autor encandilado de la época como la joven más hermosa que hubiera existido jamás. Se casó con Harry Thaw en 1905, un año antes de que Thaw diera muerte a Stanford White.

—Antes de convertirse en su esposa —dijo Littlemore.

Siguieron leyendo:

Vivo en el Savoy Hotel, Quinta Avenida con la calle Cincuenta y nueve, en la ciudad de Nueva York. Tengo dieciocho años, y nací el día de Navidad del año 1884.

Varios meses antes de junio de 1903 estuve en el Doctor Bell's Hospital de la calle Treinta y tres oeste, donde me operaron de apendicitis; y en el mes de junio, a petición de Henry Kendall Thaw, viajé a Europa. El señor Thaw y yo viajamos por Holanda y nos detuvimos en varios lugares para los enlaces de trenes, y luego fuimos a Múnich, en Alemania. Luego viajamos por las tierras altas de Bavaria, y finalmente fuimos al Tirol austriaco. Durante todo este tiempo el citado señor Thaw y yo viajábamos como marido y mujer, y nos representaba el citado señor Thaw, bajo el nombre de señor y señora Dellis.

—El muy víbora —dijo Betty.

—Bueno, al menos luego se casó con ella —dijo Littlemore.

Después de viajar juntos unas cinco o seis semanas, el citado señor Thaw alquiló un castillo en el Tirol austriaco, situado a media ladera de una montaña aislada. Este castillo debía de haber sido construido hacía varios siglos, pues las habitaciones y las ventanas eran de estilo muy antiguo. El señor Thaw me asignó un dormitorio para mi uso personal.

La primera noche estaba muy cansada, y me fui a la cama después de la cena. A la mañana siguiente desayuné con el citado señor Thaw. Después del desayuno, el señor Thaw dijo que quería contarme algo, y me pidió que entrara en mi dormitorio. Lo hice, y el señor Thaw, sin que yo lo provocara en absoluto, me agarró por el cuello y me arrancó el albornoz de mala manera. El citado Thaw estaba en un estado de excitación tremendo. Los ojos eran fieros, y tenía en la mano un látigo de cuero de vaca. Me agarró de nuevo y me tiró encima de la cama. Yo estaba indefensa, y quise gritar, pero el citado Thaw me puso los dedos en la boca y trató de ahogarme.

Entonces, sin provocación por mi parte, y sin el más mínimo motivo, empezó a darme fuertes y violentos latigazos. Tan brutalmente que me cortó y me magulló toda la piel. Yo le supliqué que no siguiera haciéndolo, pero no me hizo caso. De minuto en minuto paraba para descansar, pero enseguida volvía a azotarme.

Tenía un miedo horrible a que me matara; los criados no debían de oír mis lamentos, porque mi voz no llegaba muy lejos en el enorme castillo, y no podían venir a socorrerme. El citado Thaw me amenazaba con matarme, y su brutal agresión, como he dicho, me impedía moverme.

A la mañana siguiente Thaw vino a mi dormitorio y me sometió a un castigo parecido al del día anterior. Me fustigó con el látigo de cuero de vaca, y me desmayé. No sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento.

— Qué horrible —dijo Betty—. Pero se casó con él… ¿Por qué?

—Por su dinero, supongo —dijo Littlemore. Volvió a pasar las hojas del affidávit, y dijo—: ¿Crees que es esto? ¿Lo que Susie me dijo que buscara?

—Debe de ser, Jimmy. Es lo mismo que le hicieron a la pobre señorita Riverford.

—Sí, lo sé —dijo Littlemore—. Pero esto es una declaración jurada, un affidávit. ¿Te parece Susie una persona que sepa mucho de affidávits?

—¿Qué quieres decir? No puede ser una coincidencia.

—¿Por qué iba a acordarse del día, del día exacto, en que este affidávit se leyó ante un tribunal? Algo no encaja. Creo que hay algo más. —Littlemore se sentó en el suelo, y siguió leyendo la transcripción. Betty suspiró con impaciencia. De pronto el detective dijo en voz alta—: Un momento. Aquí está. Mira esta P, Betty. El fiscal, el señor Jerome, está haciendo las preguntas. Mira quién es el testigo, el que está respondiendo a esas preguntas.

En el punto que Littlemore estaba señalando, la transcripción rezaba como sigue:

P.
¿Cuál es su nombre?

R.
Susan Merrill.

P.
Diga su profesión, por favor.

R.
Tengo una casa de huéspedes para caballeros en la calle Cuarenta y tres.

P.
¿Conoce a Harry K Thaw?

R.
Sí, lo conozco.

P.
¿Cuándo lo conoció?

R.
En 1903. Vino a mi casa para alquilar unas habitaciones. Y se las alquilé.

P.
¿Para qué dijo que las quería?

R.
Dijo que estaba contratando a señoritas para el mun
do del espectáculo.

P.
¿Llevó visitas a las habitaciones a partir de entonces?

R.
Sí. La mayoría mujeres jóvenes, de quince años en adelante. Decían que querían dedicarse a los escenarios.

P.
¿Pasó en algún momento algo fuera de lo normal estando alguna de esas jóvenes en su casa?

R.
Sí. Una joven habla entrado en la habitación del señor Thaw. Al poco empecé a oír gritos, y entré corriendo en la habitación. La joven estaba atada a un poste de la cama. El tenia un látigo en la mano derecha, y estaba a punto de azotarla. La joven tenia el cuerpo lleno de verdugones.

P.
¿Qué llevaba puesto?

R.
Casi nada.

P.
¿Qué sucedió después?

R.
Él estaba como loco y salió corriendo. La joven me dijo que habla intentado mataría.

P.
¿Puede usted describir el látigo?

R.
Era un látigo de amaestrar perros. Aquella vez.

P.
¿Hubo otras veces?

R.
En otra ocasión fueron dos las chicas. Una de ellas estaba desnuda, y la otra casi. Las estaba azotando con una fusta de amazona.

P.
¿Habló usted con él de ello alguna vez?

R.
SI, lo hice. Le dije que no eran más que unas jovencitas y que no tenia derecho a azotarlas.

P.
¿Qué explicación le dio él?

R.
Ninguna en absoluto. Dijo que lo necesitaban.

P.
¿Informó de ello a la policía?

R.
No
.

P.
¿Por qué no?

R.
Me dijo que si lo hacia me mataría.

XV

— Vamos —dijo Freud, cambiando de tema; volvíamos de casa de Brill y paseábamos por el parque camino del hotel—. Cuéntenos cómo le va con la señorita Nora.

Vacilé. Pero Freud me aseguró que podía hablar con toda libertad delante de Ferenczi, así que le referí toda la historia con detalle. El ilícito comercio carnal entre el señor Acton y la señora Banwell, presenciado por una Nora de apenas catorce años, algo más o menos intuido ya por Freud; la rabieta de la señorita Acton en la habitación del hotel, dirigida directamente contra mi persona; su aparente recuperación de la memoria, y la consiguiente identificación de señor Banwell como su agresor; la súbita aparición del propio Banwell, en compañía de los padres de la joven y del alcalde, y la coartada proporcionada por éste al señor Banwell.

Ferenczi, después de proclamar su repulsión por la naturaleza del acto realizado por la señora Banwell a Harcoun Acton —algo que se me antojó difícil de entender, viniendo de un psicoanalista—, preguntó por qué Banwell no podía haber agredido a Nora Acton aun cuando no hubiera asesinado a Elizabeth Riverford. Le expliqué que yo le había formulado la misma pregunta al detective, y que al parecer existían pruebas físicas que llevaban a concluir que las dos agresiones habían sido perpetradas por el mismo hombre.

—Dejemos los temas forenses a la policía, ¿de acuerdo? —dijo Freud—. Si el psicoanálisis pudiera ayudar en sus pesquisas, mejor que mejor. Si no, al menos ayudaremos al paciente. Tengo dos preguntas para usted, Younger. La primera: ¿no encuentra usted nada extraño en la afirmación de Nora de que, cuando vio a la señora Banwell con su padre, no entendió qué estaba presenciando exactamente?

—La mayoría de las norteamericanas de catorce años suele estar muy mal informada sobre ese particular, doctor Freud.

—Me hago cargo de ello —replicó Freud—, pero no me estoy refiriendo a eso. Lo que ella estaba insinuando es que ahora
si
entendía lo que había presenciado, ¿me equivoco?

—No, así es.

—¿Considera usted que una chica de diecisiete años estaría mucho mejor informada al respecto que una de catorce?

Empecé a captar lo que quería decirme.

—¿Cómo sabe ahora —preguntó el doctor Freud— lo que no sabía entonces?

—Ayer me dio a entender —le respondí— que lee libros de contenido explícito a ese respecto.

—Ah, sí, exacto, muy bien. En fin, habremos de reflexionar más sobre el asunto. Pero, por ahora, he aquí mi segunda pregunta: dígame, Younger, ¿por qué se revolvió contra usted?

—¿Se refiere a por qué me lanzó la taza y el platillo?

—Sí —dijo Freud.

—Y le dio con la tetera llena de té hirviendo —añadió Ferenczi.

No tenía ninguna respuesta.

—Ferenczi, ¿podría usted iluminar a nuestro amigo?

—Yo también estoy en la oscuridad —respondió Ferenczi—. La chica se ha enamorado de él. Eso es más que obvio.

Freud se dirigió a mí:

—Vuelva a pensar en ello. ¿Qué le dijo usted justo antes de que se pusiera violenta?

—Acababa de tocarle la frente —dije—, y no había dado resultado. Me senté. Le pedí que terminara una analogía que había empezado minutos antes. Estaba comparando con algo la blancura de la espalda de la señora Banwell, pero se interrumpió y no acabó de concretar ese algo. Le pedí que completara la comparación.

—¿Por qué? —preguntó Freud.

—Porque usted ha escrito que cuando un paciente empieza una frase y se interrumpe y no la acaba, es que se está manifestando una represión.

—Buen chico… —dijo Freud—. ¿Y cómo reaccionó Nora?

—Me dijo que me fuera. Sin previo aviso. Y entonces empezó a tirarme cosas.

—¿Así, sin más? —dijo Freud.

—Sí.

—¿Y?

De nuevo no supe qué responder.

—¿No se le ocurrió que Nora estaba celosa de cualquier interés que usted pudiera mostrar por Clara Banwell? ¿En especial de su espalda desnuda?

—¿Interés por la señora Banwell? —repetí, maquinalmente—. Jamás he visto a la señora Banwell.

—El inconsciente no se anda con demasiadas sutilezas en estos casos —dijo Freud—. Considere los hechos. Nora acababa de describir cómo Clara Banwell le hacía una felación a su padre, algo que ella presenció a la edad de catorce años. El acto es, por supuesto, repugnante para cualquier persona decente; nos causa el mayor de los ascos. Pero Nora no muestra ante usted ningún asco, pese a dejar entrever que entiende perfectamente la naturaleza de tal acto. Incluso dice que los movimientos de la señora Banwell lee parecieron seductores. Ahora bien, es absolutamente imposible que Nora contemplara aquella escena sin sentir unos terribles celos. Una chica ya lo pasa bastante mal soportando a su propia madre: jamás podrá ver que otra mujer despierta la pasión de su padre sin sentir un acerbo y hondo resentimiento contra la intrusa. Nora, por tanto, envidiaba a Clara. Quería ser ella la que le hiciera una felación a su padre. Pero reprimió ese deseo; y lo ha estado alimentando desde entonces.

Hacía un momento había reprobado en mi interior a Ferenczi por haber mostrado repulsión ante un acto sexual «desviado», repulsión que yo, por una u otra razón, no compartía, pese al comentario de Freud en el sentido de que toda persona decente debería sentirla. Ahora, sin embargo, me encontré a mí mismo anegado por el mismo sentimiento. El deseo que le atribuía Freud a la señorita Acton me revolvía el estómago. Y ese asco resulta muy tranquilizador; hace las veces de prueba moral. Es difícil prescindir de un sentimiento moral anclado por el asco. No podríamos hacerlo sin que nuestro armazón del bien y del mal temblara de arriba abajo, como si hubiéramos perdido un tablón que sustentara todo el entramado.

—Al mismo tiempo —prosiguió Freud—, Nora planeó seducir al señor Banwell, para vengarse de su padre. Por eso, apenas unas semanas después, accedió a subir a la azotea a solas con Banwell para ver los fuegos artificiales. Por eso se avino también a pasear a solas con él por la orilla del romántico lago dos años después. Probablemente lo incitó con insinuaciones de sentirse interesada, como cualquier chiquilla bonita sabe hacer. La sorpresa que debió de sentir él cuando se vio rechazado enérgicamente, y no una, sino dos veces.

—Cosa que hizo porque el verdadero objeto de su deseo era su padre —añadió Ferenczi—. Pero, aun así, ¿por qué se pone como una fiera y ataca a Younger?

—Eso, ¿por qué, Younger? —preguntó Freud.

—Porque yo encarno la figura del padre.

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