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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (21 page)

BOOK: La inmortalidad
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Pero Agnes sabía que Laura era distinta: dejar yacer su cuerpo muerto en el salón de la casa del amante era algo que se desprendía de su relación con el cuerpo, de su manera de amar. Por eso le dio miedo. Se inclinó hacia la mesa y cogió a su hermana de la mano.

—Tú me entiendes —decía ahora Laura en voz baja—. Tú tienes a Paul. Al mejor hombre que puedas desear. Yo tengo a Bernard. Si Bernard me abandona ya no tengo a nadie y ya no voy a tener a nadie. Y tú sabes que yo no me conformo con poco. Yo no me voy a quedar mirando la miseria de mi propia vida. Yo tengo una idea demasiado elevada de la vida. Yo lo quiero todo de la vida, si no, me marcho. Tú me entiendes. Tú eres mi hermana.

Se produjo un momento de silencio durante el cual Agnes buscó precipitadamente las palabras con las que responderle. Estaba cansada. Hace ya tantas semanas que se repiten los mismos diálogos y lo único que se demuestra una y otra vez es la ineficacia de todo lo que Agnes le dice. En ese momento de cansancio e impotencia sonaron de pronto unas palabras totalmente improbables:

—El viejo Bertrand Bertrand ha vuelto a despotricar en el Parlamento contra el aumento de suicidios. La casa de la Martinica es propiedad suya. ¡Imagínate qué alegría le voy a dar! —dijo Laura y se rió.

Aunque aquella risa era nerviosa y forzada, llegó hasta Agnes como un aliado inesperado. Empezó a reírse ella también y la risa pronto perdió su originaria artificialidad y de pronto fue una risa verdadera, una risa de alivio, las dos hermanas tenían los ojos llenos de lágrimas y sentían que se querían y que Laura ya no se quitaría la vida. Las dos hablaban de prisa, no se soltaban las manos y lo que decían eran palabras de amor fraterno, tras las cuales brillaba la casa en el jardín suizo y el gesto del brazo lanzado hacia arriba como un balón de colores, como una invitación al viaje, como una promesa que hablaba de un futuro imprevisto, una promesa que no se había cumplido pero que había permanecido en ellas como un hermoso eco.

Cuando pasó el momento de vértigo, Agnes dijo:

—Laura, no debes hacer tonterías. Nadie vale tanto como para sufrir por él. Piensa en mí y en que te quiero. Y Laura dijo:

—Pero me gustaría hacer algo. Tengo que hacer algo.

—¿Algo? ¿Algo, qué?

Laura miró a su hermana profundamente, a los ojos, y se encogió de hombros como si reconociera que el claro significado de la palabra «algo» se le escapaba por el momento. Y después inclinó levemente la cabeza, ocultó el rostro en una sonrisa vaga, un poco melancólica, apoyó la punta de los dedos en el hueco de su pecho y al decir de nuevo la palabra «algo» lanzó los brazos hacia delante.

Agnes se había tranquilizado: no podía imaginar nada concreto que respondiese a aquel «algo», pero el gesto de Laura no dejaba lugar a dudas: aquel «algo» apuntaba hacia hermosas alturas y nada tenía que ver con un cuerpo muerto yaciente, allá abajo, en la tierra, en el suelo de un salón tropical.

Unos días más tarde Laura visitó la sociedad Francia-África, de la cual el padre de Bernard era presidente y se presentó voluntaria para recolectar por la calle dinero para los leprosos.

Un gesto de ansia de inmortalidad

El primer amor de Bettina fue su hermano Clemens, quien más tarde se convirtió en un gran poeta romántico; después estuvo enamorada, como sabemos, de Goethe, adoró a Beethoven, amó a su marido Achim von Arnim, que también fue un gran poeta, después se volvió loca por el príncipe Hermann von Pückler-Muskau, quien aunque no fuera un gran poeta, escribía libros (por lo demás fue a él a quien le dedicó
Epistolario de Goethe con un niña
), después, cuando tenía ya cincuenta años, tuvo sentimientos materno-eróticos por dos jovencitos, Philipp Nathusius y Julius Döring, quienes no escribían libros pero intercambiaban cartas con ella (esa correspondencia también la publicó en parte), admiró a Karl Marx, al que una vez obligó a dar un largo paseo nocturno con ella cuando éste se encontraba de visita en casa de su prometida Jane (Marx no tenía ganas de ir a pasear, tenía ganas de estar con Jane y no con Bettina; pero ni siquiera él, que fue capaz de poner el mundo patas arriba, pudo resistirse a una mujer que había tuteado a Goethe); tuvo debilidad por Franz Liszt, pero sólo fugazmente, porque le molestó que Liszt no fuera capaz de ocuparse más que de su propia fama; se esforzó apasionadamente por ayudar al pintor Karl Blecher, enfermo mental (a su mujer la despreciaba como en otros tiempos había despreciado a la señora Goethe), mantuvo correspondencia con el heredero del trono de Sajonia y Weimar, Carlos Alejandro; escribió para el emperador de Prusia, Federico Guillermo,
El libro para el rey
, en el que explica cuáles son las obligaciones del monarca hacia sus súbditos, y poco después
El libro de los pobres
, en el que denunciaba la horrible miseria en que vivía el pueblo; volvió a dirigirse al emperador para pedirle la liberación de Wilhelm Schloefel, acusado de una conspiración comunista, e inmediatamente después intervino en favor de Ludwik Mieroslawski, uno de los líderes de la revolución polaca, que esperaba en la prisión prusiana la pena de muerte. Nunca conoció personalmente al último hombre a quien adoró: fue Janos Petöfi, poeta húngaro que murió a los veinticuatro años en las filas del ejército rebelde. Descubrió así para el mundo no sólo a un gran poeta (ella le llamaba
Sonnengott
, el Dios Sol), sino también su patria, cuya existencia Europa casi desconocía. Si recordamos que los intelectuales húngaros que en 1956 se rebelaron contra el Imperio ruso y provocaron la primera gran revolución antiestalinista se dieron a conocer como «Círculo Petöfi», comprobamos que con sus amores Bettina está presente en toda una larga etapa de la historia europea, que va desde el siglo XVIII hasta la mitad de nuestro siglo. Valerosa, terca Bettina: el hada de la historia, la sacerdotisa de la historia. Y digo con propiedad sacerdotisa porque para Bettina la historia era (todos sus amigos empleaban la misma metáfora) «la encarnación de Dios».

A veces algunos de sus amigos le echaron en cara que no pensaba suficientemente en su familia, en su situación financiera, que se sacrificaba demasiado por los demás y no sabía hacer cuentas.

«¡Lo que me decís no me interesa! ¡No soy un contable! ¡Mirad lo que soy yo!», y en ese momento apoyaba los dedos de ambas manos sobre el pecho de tal modo que los dos dedos corazón tocaban un punto preciso situado entre los pechos. Luego inclinaba levemente la cabeza, ocultaba su rostro en una sonrisa y lanzaba ambos brazos a la vez violenta y armoniosamente hacia delante. Durante el movimiento los codos de ambos brazos se tocaban y sólo al final los brazos se separaban y las palmas de las manos se abrían hacia delante.

No, no se equivocan. Es el mismo movimiento que hizo Laura en el capítulo anterior cuando afirmó que quería hacer «algo». Volvamos a aquella situación:

Cuando Agnes dijo «Laura, no debes hacer tonterías. Nadie vale tanto como para sufrir por él. ¡Piensa en mí y en que te quiero!», Laura había respondido: «Pero quiero hacer algo. ¡Tengo que hacer algo!».

Al decir aquellas palabras tenía la vaga idea de acostarse con otro hombre. Ya había pensado otras veces en ello y no había contradicción alguna entre aquello y su deseo de quitarse la vida. Eran dos reacciones extremas y totalmente legítimas en una mujer humillada. Sus indefinidos sueños sobre la infidelidad fueron brutalmente interrumpidos por el infausto empeño de Agnes por tener las cosas claras: «¿Algo? ¿Algo, qué?».

Laura se dio cuenta de que hubiera sido ridículo admitir sus deseos de infidelidad inmediatamente después de haber hablado de suicidio. Por eso no supo qué decir y sólo volvió a repetir la palabra «algo». Y como la mirada de Agnes exigía una respuesta más concreta, intentó darle sentido a aquella palabra indefinida al menos con un gesto: se llevó las manos al pecho y las lanzó hacia delante.

¿Cómo se le ocurrió hacer aquel gesto? Es difícil decirlo. Nunca lo había hecho antes. Algún desconocido se lo habrá apuntado, como a un actor que ha olvidado su papel. Aunque aquel gesto no expresaba nada concreto, sin embargo apuntaba a que «hacer algo» significa sacrificarse, darse al mundo, enviar su alma en dirección a los azules horizontes como una paloma blanca.

La idea de ir a colocarse en el pasillo del metro con una hucha le hubiera parecido poco antes completamente ajena a ella y seguramente nunca se le habría ocurrido si no hubiera colocado los dedos en el pecho y no hubiera lanzado los brazos hacia delante. Era como si aquel gesto tuviera voluntad propia: él la llevaba y ella ya sólo lo seguía.

Los gestos de Laura y de Bettina son idénticos y hay cierta relación entre el deseo de Laura de ayudar a los lejanos negros y el esfuerzo de Bettina por salvar a un polaco condenado a muerte. Sin embargo la comparación parece fuera de lugar. ¡No soy capaz de imaginar a Bettina von Arnim en el pasillo del metro mendigando con una hucha! ¡A Bettina no le interesaban los actos caritativos! Bettina no era una de esas mujeres ricas que por falta de algo mejor que hacer organizan colectas para los pobres. Era mala con los criados hasta el punto de que su marido Arnim tuvo que llamarle la atención («¡Un criado también tiene alma!», le advierte en una carta). Lo que la impulsaba a ayudar a los demás no era la pasión de la beneficencia, sino el ansia de entrar en contacto directo, personal, con Dios, a quien creía encarnado en la historia. Todos sus amores por hombres famosos (¡otros no le interesaban!) no eran más que un trampolín sobre el que caía con todo su cuerpo para verse lanzada hasta muy alto, hasta allí donde reside ese Dios encarnado en la historia.

Sí, todo eso es cierto. ¡Pero cuidado! Tampoco Laura era una de esas damas sensibleras que presiden sociedades de beneficencia. No tenía costumbre de dar dinero a los mendigos. Cuando pasaba junto a ellos, aunque estuvieran apenas a dos o tres metros, no los veía. Padecía de presbicia espiritual. Por eso le eran más próximos los negros a los que se les caía el cuerpo a trozos, porque estaban a cuatro mil kilómetros de distancia. Se hallaban precisamente en aquel punto del horizonte hacia el cual había enviado con un armonioso movimiento de sus brazos su alma dolorida.

¡Pero entre un polaco condenado a muerte y unos negros enfermos hay pese a todo una diferencia! Lo que en el caso de Bettina era intervenir en la historia se convirtió para Laura en un mero acto de caridad. Pero eso no es culpa de Laura. La historia mundial, con sus revoluciones, utopías, esperanzas y desesperaciones, abandonó Europa y sólo quedó tras ella la nostalgia. Precisamente por eso los franceses internacionalizaron los actos de caridad. No estaban guiados (como por ejemplo los norteamericanos) por el amor cristiano al prójimo, sino por la nostalgia de la historia perdida, por el deseo de recuperarla y estar presente en ella aunque sólo fuera bajo la forma de una hucha roja con monedas para los negros leprosos.

Llamemos al gesto de Bettina y Laura
gesto de ansia de inmortalidad
. Bettina, que aspira a una gran inmortalidad, quiere decir: me niego a morir con el presente y sus preocupaciones, quiero trascenderme a mí misma, ser parte de la historia, porque la historia es la memoria eterna. Laura, aunque aspira sólo a la pequeña inmortalidad, quiere lo mismo: trascenderse a sí misma y al momento desgraciado en que vive, hacer «algo» para que la recuerden todos los que la han conocido.

La ambigüedad

A Brigitte le había gustado desde su infancia sentarse en el regazo de su papá, pero creo que cuando tenía dieciocho años le gustaba aún más. A Agnes aquello no le llamaba la atención. Brigitte con frecuencia se metía en la cama de sus padres (por ejemplo por la noche, cuando miraban la televisión) y entre los tres había una intimidad física mayor que la que en otros tiempos hubo entre Agnes y sus padres. Sin embargo no se le escapaba la ambigüedad de aquella escena: una chica mayor, con unos pechos y un trasero grandes, se sienta en el regazo de un hombre guapo aún lleno de fuerzas, toca con esos pechos agresivos sus hombros y su cara y le dice «papá».

Una vez se reunió en su casa un alegre grupo de gente y Agnes invitó también a su hermana. Cuando todos estaban de muy buen humor, Brigitte se sentó en el regazo de su padre y Laura dijo: «¡Yo también quiero!». Brigitte le dejó una rodilla libre y las dos se sentaron así en las rodillas de Paul.

Esta situación nos recuerda una vez más a Bettina, porque fue ella y nadie más que ella quien elevó lo de sentarse en el regazo a clásico modelo de ambigüedad erótica. He dicho que atravesó todo el campo de batalla erótico de su vida protegida por el escudo de la infancia. Llevó ese escudo ante sí hasta los cincuenta años para cambiarlo luego por el escudo de madre y acoger ella misma a jóvenes en su regazo. Y volvía a ser una situación estupendamente ambigua: está prohibido sospechar de las intenciones eróticas de una madre con respecto a su hijo y precisamente por eso la posición de un joven sentado (aunque sea en sentido figurado) en el regazo de una mujer madura está llena de significaciones eróticas, que son tanto más sugestivas cuanto más nebulosas.

Me permitiré afirmar que sin el arte de la ambigüedad no hay verdadero erotismo y que cuanto más fuerte es la ambigüedad más poderosa es la excitación. ¡Quién no retiene de su infancia en la memoria el espléndido recuerdo de haber jugado a médicos! La niña yace acostada en el suelo y el niño la desnuda con el pretexto de que es médico. La niña obedece porque quien la examina no es un chiquillo curioso sino un señor serio que está preocupado por su salud. El contenido erótico de esta situación es tan inmenso como misterioso y a ambos se les hace un nudo en la garganta. Y se les hace un nudo aún mayor en la garganta porque el niño no puede ni por un momento dejar de ser médico y cuando le quite a la niña las braguitas tendrá que hablarle de usted.

El recuerdo de ese bendito momento de la infancia me trae un recuerdo aún más hermoso de una ciudad checa de provincias a la que en 1969 regresó desde París una joven. Había ido a Francia a estudiar en 1967 y al cabo de dos años se encontró con su país ocupado por el ejército soviético y a la gente con miedo de todo y con ganas de ir al menos en espíritu a cualquier otra parte, a algún sitio donde hubiera libertad, donde estuviera Europa. La joven checa, que había estado durante dos años asistiendo precisamente a los seminarios a los que tenía que asistir cualquiera que quisiera estar en el centro de la vida intelectual, se había enterado de que antes de pasar por la etapa edípica atravesamos todos en nuestra primera infancia eso que un famoso psicoanalista llamó
estadio del espejo
, lo cual quiere decir que antes de que cualquiera de nosotros tenga conciencia del cuerpo de la madre y el padre, tiene conciencia de su propio cuerpo. La joven checa llegó a la conclusión de que muchas de sus compatriotas se habían saltado precisamente este estadio. Provista de la aureola de París y de sus famosos seminarios, reunió a su alrededor a un grupo de mujeres jóvenes. Les explicó la teoría, que ninguna de ellas entendió, y organizó unos ejercicios que eran tan sencillos como complicada la teoría: todas se desnudaban y se miraban primero a sí mismas en un gran espejo, después se examinaban unas a otras prolongada y atentamente, y finalmente unas entregaban a otras un pequeño espejo de mano para que pudieran ver lo que hasta entonces no habían visto de sí mismas. La directora del grupo no dejaba mientras tanto ni por un momento de hablar en su idioma teórico, cuya fascinante incomprensibilidad debía arrastrarlas a todas muy lejos de la ocupación rusa, muy lejos de su provincia y además les otorgaba una especie de misteriosa, innombrada, innombrable excitación, de la que se abstenían de hablar. Es probable que la directora del grupo, además de ser discípula del gran Lacan, fuera también lesbiana, pero no creo que hubiera en el grupo muchas lesbianas convencidas. Y reconozco que de todas ellas la que más espacio ocupaba en mis ensoñaciones era una chica completamente ingenua para la cual durante las sesiones no existía nada en el mundo más que el oscuro idioma de un Lacan mal traducido al checo. Ah, las reuniones científicas de aquellas mujeres desnudas en un piso de una ciudad checa de provincias cuyas calles vigilaba una patrulla militar rusa, ¡cuánto más excitantes eran que las orgías en las que todos intentan hacer lo que hay que hacer, lo que está acordado y lo que sólo tiene un sentido, un pobre sentido y ningún otro! Pero abandonemos rápidamente la pequeña ciudad checa y volvamos a las rodillas de Paul: en una de ellas está sentada Laura y en la otra imaginemos esta vez, por motivos experimentales, no a Brigitte, sino a su madre.

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