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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (16 page)

BOOK: La inmortalidad
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—¿Te imaginas a la juventud francesa yendo entusiasmada a luchar por la patria? Oso, la guerra ya se ha hecho impensable en Europa. No políticamente. Antropológicamente impensable. La gente en Europa ya no es capaz de luchar.

No me digan que dos hombres que están en profundo desacuerdo pueden sin embargo quererse; ésos son cuentos para niños. Podrían quererse si no expresasen sus opiniones o si hablasen de ellas sólo en tono de broma y atenuasen así su significado (de ese modo habían hablado hasta ahora Paul y el Oso). Pero en cuanto estalla el conflicto, ya es tarde. No se trata de que crean con tanta firmeza en las opiniones que defienden, sino de que no soportan no tener razón. Fíjense en estos dos. Su discusión no va a cambiar nada, no conducirá a decisión alguna, no influirá en la marcha de las cosas, es completamente estéril, inútil, destinada únicamente a este bar y su aire viciado, junto con el cual abandonará el local en cuanto las señoras de la limpieza abran las ventanas. ¡Y sin embargo fíjense en lo atento que está el reducido público que rodea las mesas! Todos guardan silencio y los escuchan, se han olvidado hasta de tomarse el café. Lo único que ahora les importa a ambos contendientes es cuál de ellos será reconocido por esta pequeña opinión pública como poseedor de la verdad, porque ser reconocido como aquel que no posee la verdad significa para cada uno de ellos lo mismo que perder el honor. O perder una parcela del propio yo. En sí, la opinión que sostienen no les importa tanto. Pero como convirtieron una vez esa opinión en atributo de su yo, cualquiera que lo toque será como si clavara algo en su cuerpo.

En lo más hondo de su alma el Oso se sentía satisfecho de que Paul ya no fuera a hacer sus sofisticados comentarios; su voz, llena de orgullo osuno, era cada vez más callada y gélida. En cambio Paul hablaba en voz cada vez más alta y se le ocurrían ideas cada vez más exageradas y provocativas. Dijo:

—La Cultura con mayúscula no es más que una hija de esa perversión europea que se llama historia, esa manía de ir siempre hacia delante, de considerar la marcha de las generaciones como una carrera de relevos en la que cada uno supera a su predecesor para ser superado por el que le sigue. Sin esta carrera de relevos llamada historia no existiría el arte europeo y lo que lo caracteriza: el ansia de originalidad, el ansia de cambio. Robespierre, Napoleón, Beethoven, Stalin, Picasso, todos son competidores en esta carrera de relevos, todos compiten en el mismo estadio.

—¿Beethoven y Stalin van juntos? —preguntó el Oso con helada ironía.

—Por supuesto, aunque te choque. La guerra y la cultura son los dos polos de Europa, su cielo y su infierno, su gloria y su vergüenza, pero no es posible separarlos. Cuando se acabe uno se acabará el otro y uno no puede acabar sin el otro. Eso de que en Europa no haya guerras desde hace cincuenta años tiene alguna misteriosa relación con que hace cincuenta años que no aparece ningún Picasso.

—Te voy a decir una cosa, Paul —dijo el Oso muy lentamente, como si levantase su pesada garra para dar de inmediato un golpe—: Si se acaba la Cultura con mayúscula, se acabarán también tus ideas paradójicas, porque la paradoja forma parte de la cultura con mayúscula y no del parloteo infantil. Me recuerdas a esos jóvenes que en otros tiempos se sumaban a los nazis o a los comunistas, pero no por cobardía o para hacer carrera, sino por exceso de inteligencia. No hay nada que exija un esfuerzo mayor del pensamiento que una argumentación que debe justificar el dominio del no pensamiento. Yo tuve oportunidad de experimentarlo en mi propia piel y de verlo con mis propios ojos después de la guerra, cuando los intelectuales y los artistas ingresaban como borregos en el partido comunista, que luego con gran satisfacción los liquidó sistemáticamente. Tú haces lo mismo. Tú eres un ingenioso aliado de tus propios sepultureros.

Asno total

En la pequeña radio que yacía entre las cabezas de ambos sonaba la voz familiar de Bernard; hablaba con un actor cuya película debía estrenarse en los próximos días. La elevación del tono de voz del actor los despertó de su sopor:

—Vine aquí para hablar con usted de la película y no de mi hijo.

—No tema, ya le llegará el turno a la película —decía la voz de Bernard—. La actualidad tiene sus exigencias. Se ha dicho que usted mismo desempeñó algún papel en el escándalo de su hijo.

—Cuando usted me invitó, me dijo expresamente que quería hablar conmigo de la película. Así que vamos a hablar de la película y no de mis cuestiones privadas.

—Es usted una persona pública y yo le pregunto lo que le interesa al público. No hago más que mi trabajo de periodista.

—Estoy preparado para responder a sus preguntas relacionadas con la película.

—Como usted quiera. Pero los oyentes se extrañarán de que se niegue a contestar.

Agnes se levantó de la cama. Un cuarto de hora después de que se hubiera marchado al trabajo se levantó también Paul, se vistió y bajó a recoger el correo a la portería. Una de las cartas era del Oso. Le comunicaba con muchas frases, en las que se mezclaban el humor amargo y las disculpas, lo que ya sabemos: el trabajo de Paul en la emisora había terminado.

Leyó la carta cuatro veces. Luego hizo un gesto de desdén con la mano y se marchó a la oficina. Pero no daba pie con bola, era incapaz de concentrarse, sólo pensaba en aquella carta. ¿Tan grande había sido aquel golpe para él? Desde un punto de vista práctico, en absoluto. Pero sin embargo le dolía. Durante toda su vida había huido de la compañía de los abogados: era feliz cuando podía dar un seminario en la universidad, era feliz cuando hablaba por la radio. No es que la profesión de abogado no le gustase; por el contrario, sentía afecto por sus acusados, trataba de comprender sus delitos y darles un sentido; «¡No soy un abogado, soy un poeta de la defensa!», decía en broma; estaba conscientemente de parte de quienes se veían fuera de la ley y se consideraba (no sin notable orgullo) un traidor, un quintacolumnista, un guerrillero del humanismo en el mundo de las leyes inhumanas comentadas en gruesos libros que consultaba con el disgusto de un conocedor hastiado. Le importaba mantener sus relaciones con la gente que estaba fuera del palacio de justicia, con los estudiantes, con los escritores, con los periodistas, para mantener la conciencia (y no una mera ilusión) de que era uno de ellos. Se sentía ligado a ellos y sufría al ver que la carta del Oso lo enviaba de regreso a su despacho y a los tribunales.

Pero además le afectaba otra cosa. Cuando el Oso le había llamado el día anterior aliado de sus propios sepultureros pensó que había sido un insulto elegante sin contenido concreto alguno. No había sido capaz de imaginar nada que respondiera al significado de la palabra «sepultureros». Entonces no sabía nada acerca de sus sepultureros. Pero hoy, al recibir la carta del Oso, supo de pronto que los sepultureros existen, que ya le han echado el ojo y que esperan.

De pronto comprendió que los demás le ven de un modo distinto a como él se ve o como cree que le ven otros. El único de los colaboradores de la emisora que había tenido que irse era precisamente él aunque (y de eso no tenía la menor duda) el Oso lo había defendido como había podido. ¿Por qué irritaba a los publicitarios? Por otra parte, sería ingenuo si pensara que fueron sólo ellos los que consideraron que era inaceptable. Tiene que haberles resultado inaceptable a otros. Sin que él lo sospechara, algo tiene que haber pasado con su imagen. Algo tiene que haber pasado y él no sabe qué y nunca lo sabrá. Porque es así y vale para todos: nunca sabremos por qué irritamos a la gente, qué es lo que nos hace simpáticos, qué es lo que nos hace ridículos; nuestra propia imagen es para nosotros nuestro mayor misterio.

Paul se dio cuenta de que ese día no iba a ser capaz de pensar en otra cosa, así que cogió el teléfono e invitó a Bernard a comer a un restaurante.

Se sentaron frente a frente y Paul ardía en deseos de hablar de la carta que había recibido del Oso, pero como era bien educado dijo antes:

—Te oí esta mañana. Al actor ése lo hiciste correr como a un conejo.

—Sí —dijo Bernard—. Seguramente se me fue la mano. Pero estaba de un humor horrible. Ayer recibí una visita que no olvidaré. Vino a verme un desconocido. Una cabeza más alto que yo y con una barriga enorme. Se presentó, me hizo una sonrisa peligrosamente amable y me dijo: «Tengo el honor de darle este diploma»; después me entregó un gran tubo de cartón e insistió en que lo abriera en su presencia. Había un diploma. De colores. Con una letra preciosa. Ponía: Bernard Bertrand ha sido nombrado asno total.

—¿Qué? —se echó a reír Paul pero enseguida se contuvo al ver la cara seria e inmóvil de Bernard, en la que no se advertía la menor huella de diversión.

—Sí —repitió con voz tétrica Bernard—. He sido nombrado asno total.

—¿Y quién te nombró? ¿Menciona el nombre de alguna organización?

—No. Sólo una firma ilegible.

Bernard volvió a describir varias veces lo que había pasado y luego añadió:

—Al principio no podía creer lo que veían mis ojos. Tenía la sensación de que había sido víctima de un atentado, tenía ganas de gritar y llamar a la policía. Pero después me di cuenta de que no podía hacer nada. El tipo aquel sonrió y me dio la mano: «Permítame que le felicite», dijo y yo estaba tan confundido que se la estreché.

—¿Tú le diste la mano? ¿De verdad le diste las gracias? —dijo Paul y apenas podía ya contener la risa.

—Cuando comprendí que no podía meter en la cárcel a aquel tipo, quise demostrar sangre fría y me comporté como si todo lo que estaba pasando fuese completamente normal y no me afectase en lo más mínimo.

—Es inevitable —dijo Paul—. Cuando a uno lo nombran asno, empieza a portarse como un asno. —Desgraciadamente es así —dijo Bernard. —¿Y no sabes quién era? ¡Se te habrá presentado al llegar!

—Estaba tan excitado que me olvidé inmediatamente del nombre.

Paul no pudo evitar reírse de nuevo.

—Ya lo sé, tú dirás que es una broma y por supuesto que tienes razón —dijo Bernard—, pero eso no me sirve de nada. Pienso en ello desde entonces y no puedo pensar en otra cosa.

Paul ya no se reía porque había comprendido que Bernard decía la verdad: sin duda no pensaba desde ayer en otra cosa. ¿Cómo reaccionaría Paul si recibiera un diploma así? Igual que Bernard. Cuando a uno lo nombran asno total eso significa que al menos una persona lo ve como asno y desea que lo sepa. En sí mismo eso ya es muy desagradable. Y es bastante posible que no sea una sola persona, sino que se trate de una iniciativa de una decena de personas. Y también es posible que esas personas preparen algo más, que manden por ejemplo la noticia a los periódicos y que mañana bajo la rúbrica de entierros, bodas y condecoraciones de
Le Monde
aparezca una nota diciendo que Bernard ha sido nombrado asno total.

Más tarde Bernard le confesó (y Paul no sabía si reír o llorar) que ese mismo día, después de que el desconocido se lo entregara, le había enseñado el diploma a todas las personas con las que se había encontrado. No quería quedarse solo con su vergüenza, trataba de implicar en ella a otras personas y por eso les explicaba a todos que el ataque no iba sólo contra él: «Si hubiera sido sólo para mí, me lo hubieran llevado a casa, a mi dirección. ¡Pero me lo llevaron a la radio! ¡Es un ataque contra mí como periodista! ¡Un ataque contra todos nosotros!».

Paul cortaba la carne en su plato, bebía vino y se decía: así que aquí están sentados dos amigos: uno de ellos se llama asno total y el otro, ingenioso aliado de sus sepultureros. Y se dio cuenta (la emocionada simpatía por su joven amigo no hizo con ello más que crecer) de que para sus adentros ya nunca le llamará Bernard, sino exclusivamente asno total, y no por maldad, sino porque nadie sería capaz de resistirse a un título tan hermoso; ninguno de aquellos a quienes Bernard, en su insensata excitación, había enseñado el diploma tampoco le llamarán nunca de otro modo.

Entonces pensó que había sido un gesto muy amistoso por parte del Oso llamarle ingenioso aliado de sus sepultureros sólo durante la conversación en la mesa. Que si le hubiera escrito ese título en un diploma honorífico la cosa hubiera sido peor. Y de ese modo el sufrimiento de Bernard casi le había hecho olvidar su propio sufrimiento y cuando Bernard le dijo: «A ti también te ocurrió algo desagradable», apenas hizo un gesto de desdén con la mano: «No es nada», y Bernard asintió: «Enseguida pensé que eso no podía afectarte. Tú puedes hacer otras mil cosas mejores».

Cuando Bernard lo acompañó hasta el coche, Paul dijo melancólicamente:

—El Oso se equivoca y los imajólogos tienen razón. El hombre no es más que su imagen. Los filósofos pueden decirnos que es irrelevante lo que el mundo piense de nosotros, que sólo vale lo que somos. Pero los filósofos no comprenden nada. En la medida en que vivimos con la gente, no somos más que lo que la gente piensa que somos. Pensar en cómo nos ven los demás e intentar que nuestra imagen sea lo más simpática posible se considera una especie de falacia o de juego tramposo. ¿Pero acaso existe alguna relación directa entre mi yo y el de ellos sin la mediación de los ojos? ¿Acaso es concebible el amor sin que controlemos angustiados nuestra imagen en la mente de la persona amada? Cuando ya no nos interesamos por la forma en que nos ve aquel a quien amamos, significa que ya no le amamos.

—Es verdad —dijo Bernard con voz apesadumbrada.

—Es una ilusión ingenua creer que nuestra imagen no es más que una apariencia tras la cual está escondido nuestro yo como la única esencia verdadera, independiente de los ojos del mundo. Los imajólogos han descubierto con cínico radicalismo que es precisamente todo lo contrario: nuestro yo es una mera apariencia, inaprehensible, indescriptible, nebulosa, mientras que la única realidad, demasiado aprehensible y descriptible, es nuestra imagen a los ojos de los demás. Y lo peor es que no eres su dueño. Primero intentas dibujarla tú mismo, después quieres al menos influir en ella y controlarla, pero en vano: basta con una frase malintencionada y te conviertes para siempre en una caricatura tristemente simple.

Se detuvieron junto al coche y Paul vio ante sí el rostro de Bernard, aún más angustiado y pálido. Tenía hace un momento la mejor voluntad de consolar a su amigo y ahora veía que sus palabra le habían afectado. Lo lamentaba: se había dejado arrastrar por sus reflexiones sólo porque pensaba en sí mismo, en su propia situación, y no en Bernard. Pero ya nada podía hacerse.

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