Es parte de la definición de sentimiento el que nazca en nosotros sin la intervención de nuestra voluntad, frecuentemente contra nuestra voluntad. En cuanto
queremos
sentir (
decidimos
sentir, tal como Don Quijote decidió amar a Dulcinea) el sentimiento ya no es sentimiento, sino una imitación del sentimiento, su exhibición. A lo cual suele denominarse histeria. Por eso el
homo sentimentalis
(es decir, el hombre que ha hecho del sentimiento un valor) es en realidad lo mismo que el
homo hystericus
.
Lo cual no significa que el hombre que imita un sentimiento no lo sienta. El actor que desempeña el papel del viejo rey Lear siente en el escenario, a la vista de todos los espectadores, la tristeza de un hombre abandonado y traicionado, pero esa tristeza se esfuma en el momento en que termina la función. Por eso el
homo sentimentalis
, que con sus grandes sentimientos nos avergüenza, acto seguido nos deja pasmados con una inexplicable indiferencia.
Don Quijote era virgen. Bettina sintió por primera vez una mano de hombre sobre su pecho a los veinticinco años, cuando se quedó a solas con Goethe en su habitación de hotel en el balneario de Teplice. Goethe no conoció el amor físico, si puedo creer a sus biógrafos, hasta su viaje a Italia, cuando tenía ya casi cuarenta años. Poco tiempo después de su regreso encontró en Weimar a una obrera de veintitrés años e hizo de ella su primera amante estable. Era Christiane Vulpius quien, después de muchos años de convivencia, se convirtió en 1806 en su mujer legal y que en el memorable año de 1811 tiró al suelo las gafas de Bettina. Estaba fielmente entregada a su marido (se cuenta que lo defendió con su propio cuerpo cuando lo amenazaron unos soldados borrachos del ejército de Napoleón) y debe de haber sido una amante excepcional, de lo cual da prueba una broma de Goethe, que la llamaba «
mein Bettschatz
», lo cual puede traducirse por «tesoro de mi cama».
Sin embargo, en la hagiografía goethiana, Christiane queda fuera del amor. El siglo XIX (pero también nuestro siglo, que sigue siendo prisionero del siglo pasado) se negó a dejar entrar a Christiane en la galería de los amores de Goethe, junto a Frédérique, Charlotte, Lili, Bettina o Ulrike. Dirán ustedes que es porque era su esposa y porque nos hemos acostumbrado a considerar automáticamente al matrimonio como algo no poético. Pero yo creo que el verdadero motivo es más profundo: el público se negaba a ver en Christiane a uno de los amores de Goethe sencillamente porque Goethe se acostaba con ella. Porque el tesoro del amor y el tesoro de la cama son dos cosas contradictorias. Si a los escritores del siglo XIX les gustaba terminar sus novelas en boda, no era porque quisieran preservar la historia de amor del aburrimiento matrimonial. No, ¡querían preservarla del coito!
Todas las grandes historias de amor europeas se desarrollan en un ámbito extracoital: la historia de la princesa de Cléves, la de Pablo y Virginia, la historia de Dominique en la novela de Fromentin, que ama toda su vida a una sola mujer a la que nunca llega a besar, y por supuesto la historia de Werther y la historia de la Victoria de Hamsun, y la historia de la novela de Romain Rolland, por cuyos personajes, Pierre y Lucie, lloraron en su época las lectoras de toda Europa. En la novela
El idiota
, Dostoievski hizo que Nastasia Filíppovna se acostase con cualquier mercader, pero cuando llegó el momento de la pasión verdadera, cuando Nastasia se encontró entre el príncipe Míshkin y Rogozhin, sus órganos sexuales se disolvieron en tres grandes corazones como azúcar en tres tazas de té. El amor de Ana Karenina y Vronski terminó con su primer acto sexual, no fue en adelante más que su propia descomposición y nosotros no sabemos por qué: ¿tan desastrosamente habrán hecho el amor? ¿O por el contrario se habrán amado con tanta belleza que la magnitud del placer les produjo un sentimiento de culpa? Cualquiera que sea nuestra respuesta, llegaremos a la misma conclusión: después del amor pre-coital no había y no podía haber otro gran amor.
Lo cual no significa, en absoluto, que el amor extracoital fuera inocente, angelical, infantil, limpio; por el contrario, había en él todo el infierno que en el mundo pueda imaginarse. Nastasia Filíppovna se acostó sin el menor peligro con muchos ricos vulgares, pero a partir del momento en que se encontró con el príncipe Míshkin y Rogozhin, cuyos órganos sexuales, como ya dije, se disolvieron en el gran samovar sentimental, entró en zona de catástrofes y murió. Les recuerdo, si no, la magnífica escena del
Dominique
de Fromentin: los dos enamorados, que durante años se habían deseado y que jamás se habían tocado, salieron de paseo, y la tierna, fina, reservada Madeleine lanzó con inesperada crueldad su caballo a una carrera enloquecida, porque sabía que Dominique era un mal jinete y podía matarse. El amor extracoital: una olla al fuego debajo de cuya tapa el sentimiento al hervir se convierte en pasión, de modo que la tapa salta y baila sobre la olla como una loca.
El concepto del amor europeo tiene sus raíces en terreno extracoital. El siglo XX, que se jacta de haber liberado las costumbres y desearía reírse de los sentimientos románticos, no ha sido capaz de darle al concepto de amor ningún contenido nuevo (y éste es uno de sus fracasos), de modo que un joven europeo, cuando repite para sus adentros esa gran palabra, vuelve en alas del entusiasmo, quiera o no quiera, precisamente al mismo punto en el que vivió Werther su amor por Lotta y en el que Dominique estuvo a punto de caerse del caballo.
Es significativo que Rilke, al igual que admiraba a Bettina, admirara también a Rusia, en la que durante un tiempo creyó ver su patria espiritual. Porque Rusia es la tierra de la sentimentalidad cristiana
par excellence
. Se libró tanto del racionalismo de la filosofía escolástica medieval como del Renacimiento. La Edad Moderna, basada en el pensamiento crítico cartesiano, llegó allí con un retraso de cien o doscientos años. El
homo sentimentalis
no encontró por eso allí el contrapeso suficiente y se convirtió en su propia hipérbole, a la que se denomina usualmente alma eslava.
Rusia y Francia son los dos polos de Europa, que se atraerán eternamente. Francia es un país viejo, cansado, en el que de los sentimientos sólo han quedado las formas. Los franceses le escribirán a usted, al final de una carta: «Tenga la amabilidad, querido señor, de aceptar la expresión de mis sentimientos más distinguidos». Cuando recibí por primera vez una carta como ésa, firmada por una secretaria de la editorial Gallimard, vivía aún en Praga. Salté hasta el techo de felicidad: ¡en París hay una mujer que está enamorada de mí! ¡Ha logrado colocar al final de una carta oficial una declaración de amor! ¡No sólo experimenta sentimientos por mí, sino que señala expresamente que son distinguidos! ¡Nunca en la vida me había dicho semejante cosa una checa!
Fue muchos años después cuando me explicaron en París que existe todo un abanico semántico de fórmulas para terminar las cartas; gracias a él, los franceses pueden sopesar con la precisión de un farmacéutico las más sutiles gradaciones de sentimientos que —sin sentirlos— quieren transmitir al destinatario; entre ellas, los «sentimientos distinguidos» expresan el grado más bajo de la amabilidad oficial, lindante casi con el desprecio.
¡Oh, Francia! ¡Eres la tierra de la Forma, al igual que Rusia es la tierra del Sentimiento! Por eso el francés, eternamente frustrado por no sentir una llama que le arda en el pecho, mira con envidia y nostalgia hacia la tierra de Dostoievski, donde los hombres ofrecen a los hombres sus labios para el beso, preparados a cortarle el cuello a quien se niegue a besárselos. (Por lo demás, si se lo cortan, habrá que perdonarles inmediatamente, porque en lugar de ellos actuó su amor herido y éste, como sabemos ya por Bettina, los hace inocentes. En París un asesino sentimental encontrará al menos ciento veinte abogados dispuestos a enviar a Moscú un tren especial para defenderlo. No les impulsará compasión alguna (un sentimiento excesivamente exótico y escasamente practicado en su tierra), sino principios abstractos, que son su única pasión. Pero eso no lo comprenderá el asesino ruso y cuando lo liberen se lanzará hacia su defensor francés para abrazarlo y besarlo en la boca. El francés se echará horrorizado hacia atrás, el ruso se ofenderá, le clavará un cuchillo y toda la historia volverá a repetirse como en la cantinela de la flauta de Bartolo.)
Ay, los rusos…
Cuando yo vivía aún en Praga, se contaba allí esta anécdota sobre el alma rusa. Un checo seduce con arrebatadora rapidez a una rusa. Después del coito la rusa le dice con infinito desprecio: «Mi cuerpo ha sido tuyo. ¡Mi alma no lo será nunca!».
Una historia preciosa. Bettina le escribió a Goethe cuarenta y nueve cartas. La palabra alma aparece en ellas cincuenta veces, la palabra corazón ciento diecinueve veces. Es muy infrecuente que emplee la palabra corazón en sentido anatómico literal («me latía el corazón»), con mayor frecuencia la utiliza como sinécdoque referida al pecho («quisiera estrecharte contra mi corazón»), pero en la aplastante mayoría de los casos significa lo mismo que la palabra alma: un yo que siente.
Pienso, luego existo
es el comentario de un intelectual que subestima el dolor de muelas. Siento, luego existo es una verdad que posee una validez mucho más general y se refiere a todo lo vivo. Mi yo no se diferencia esencialmente del de ustedes por lo que piensa. Gente hay mucha, ideas pocas: todos pensamos aproximadamente lo mismo y las ideas nos las traspasamos, las pedimos prestadas, las robamos. Pero cuando alguien me pisa un pie, el dolor sólo lo siento yo. La base del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento, que es el más básico de todos los sentimientos. En el sufrimiento, ni siquiera un gato puede dudar de su intransferible yo. En un sufrimiento fuerte, el mundo desaparece y cada uno de nosotros está a solas consigo mismo. El sufrimiento es la universidad del egocentrismo. «¿No me desprecia?», pregunta Hipólito al príncipe Míshkin. «¿Por qué? ¿Acaso porque ha sufrido y sufre más que nosotros?» «No, porque no soy digno de mi sufrimiento.» No soy digno de mi sufrimiento. Una gran frase. De ella se deriva que el sufrimiento no sólo es la base del yo, su única prueba ontológica indudable, sino que es también de todos los sentimientos el que merece mayor respeto: el valor de todos los valores. Por eso Míshkin admira a todas las mujeres que sufren. Cuando por primera vez ve la fotografía de Nastasia Filíppovna, dice: «Esta mujer ha debido de sufrir mucho». Con esas palabras quedó claro desde el comienzo, antes aun de que hayamos podido verla en el escenario de la novela, que Nastasia Filíppovna está por encima de todas las demás. «Yo no soy nada, pero usted, usted ha sufrido», dice Míshkin subyugado a Nastasia en el capítulo quince de la primera parte, y desde ese momento está perdido.
Dije que Míshkin admiraba a todas las mujeres que sufren, pero también podría darle la vuelta a mi afirmación: en cuanto le gustaba una mujer, se la imaginaba sufriendo. Y como era incapaz de mantener en silencio lo que pensaba, enseguida se lo decía. Aquél era, por lo demás, un magnífico método de seducción (¡lástima que Míshkin supiese sacar tan poco provecho de él!), porque, si le decimos a una mujer «usted ha sufrido mucho», es como si le hablásemos a su alma, la acariciásemos, la hiciésemos elevarse. Cualquier mujer está dispuesta a decirnos en semejante momento: «¡Aunque todavía no es tuyo mi cuerpo, mi alma ya te pertenece!».
Bajo la mirada de Míshkin el alma crece y crece, parece una enorme seta, alta como un edificio de cinco plantas, parece un globo de gas, dispuesto a elevarse en cualquier momento con su tripulación de navegantes hacia el cielo. Se produce el fenómeno que denomino
hipertrofia del alma
.
Cuando Goethe recibió de Bettina el proyecto de su monumento, sintió, recuérdenlo, una lágrima en el ojo y se convenció de que lo más íntimo de su ser le daba así a conocer la verdad: Bettina lo amaba verdaderamente y él había sido injusto con ella. Fue más tarde cuando se dio cuenta de que la lágrima no le había descubierto la notable verdad de la entrega de Bettina, sino tan sólo la trivial verdad de su propia vanidad. Sintió vergüenza por haber cedido una vez más ante la demagogia de su propia lágrima. Y es que tenía ya bastante experiencia sobre el particular al cumplir los cincuenta: cada vez que alguien lo alababa o que experimentaba una intensa satisfacción por un acto hermoso o bueno que había realizado, sentía lágrimas en los ojos. ¿Qué es una lágrima?, se preguntaba y nunca encontraba la respuesta. Pero una cosa era clara: la lágrima era provocada con sospechosa frecuencia por la emoción que en Goethe despertaba la visión de Goethe.
Aproximadamente una semana después de la terrible muerte de Agnes, Laura visitó al destrozado Paul.
—Paul —dijo—, nos hemos quedado solos en el mundo.
A Paul se le humedecieron los ojos, de modo que volvió la cabeza para ocultar ante Laura su emoción.
Fue precisamente ese movimiento de la cabeza lo que la obligó a cogerlo con firmeza del brazo:
—¡Paul, no llores!
Paul miró a Laura a través de las lágrimas y comprobó que ella también tenía los ojos húmedos. Sonrió y dijo con voz temblorosa:
—Yo no lloro. Eres tú la que lloras.
—Cualquier cosa que necesites, Paul, ya sabes que estoy aquí, ya sabes que estoy contigo por completo.
Y Paul le respondió:
—Ya lo sé.
La lágrima en el ojo de Laura era una lágrima debida a la emoción que sentía Laura al ver a Laura decidida a sacrificar toda su vida para permanecer junto al marido de su hermana muerta.
La lágrima en el ojo de Paul era una lágrima debida a la emoción que sentía Paul ante la fidelidad de Paul, que no podía vivir con ninguna otra mujer que no fuese aquella que era la sombra de su mujer muerta, su imitación, su hermana.
Y luego un día se acostaron juntos en la ancha cama y la lágrima (la misericordia de la lágrima) hizo que no tuvieran la menor sensación de estar traicionando a la muerta.
El viejo arte del equívoco erótico fue en su ayuda: no estaban acostados uno junto al otro como esposos, sino como hermanos. Laura había sido hasta entonces para Paul un tabú; es posible que ni siquiera en un rincón de su mente la hubiera relacionado nunca con una imagen erótica. Ahora sentía que era un hermano suyo que tenía que reemplazar a la hermana perdida. Eso le hizo primero moralmente más fácil acostarse con ella y después lo llenó de una excitación completamente desconocida; lo sabían todo el uno del otro (como hermanos) y lo que los había separado no era el desconocimiento, sino la prohibición; una prohibición que había durado veinte años y que con el correr del tiempo se hacía cada vez más imposible de transgredir. Nada había más cercano que el cuerpo del otro. Nada había más prohibido que el cuerpo del otro. Con una sensación de excitante incesto (y con los ojos humedecidos) empezó a hacerle el amor y le hizo el amor de una manera tan salvaje como jamás le había hecho el amor a nadie en la vida.