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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

La inmortalidad (18 page)

BOOK: La inmortalidad
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Así, gracias a Solzhenitsin, los derechos humanos volvieron a encontrar un sitio en el vocabulario de nuestra época; no conozco a un solo político que no hable diez veces al día de la «lucha por los derechos humanos» o de la «falta de respeto por los derechos humanos». Pero como la gente en Occidente no tiene la amenaza de los campos de concentración y puede decir y escribir lo que quiera, la lucha por los derechos humanos, cuanto más ganaba en popularidad, más perdía en contenido concreto y se convertía en una especie de postura genérica de todos hacia todos, en una especie de energía que convierte todos los deseos humanos en derechos. El mundo se convirtió en un derecho del hombre y todo se convirtió en derecho: el ansia de amor en derecho al amor, el ansia de descanso en derecho al descanso, el ansia de amistad en derecho a la amistad, el ansia de circular a velocidad prohibida en derecho a circular a velocidad prohibida, el ansia de felicidad en derecho a la felicidad, el ansia de publicar un libro en derecho a publicar un libro, el ansia de gritar de noche en la plaza en derecho a gritar en la plaza. Los parados tienen derecho a ocupar una tienda cara, las señoras con abrigos de piel tienen derecho a comprar caviar, Brigitte tiene derecho a aparcar el coche en la acera y todos, los parados, las señoras de los abrigos de piel y Brigitte, forman parte de un mismo ejército de luchadores por los derechos humanos.

Paul estaba sentado en el sillón frente a su hija y observaba con amor su cabeza, que ella sacudía rápidamente de un lado a otro. Sabía que le gustaba a su hija y eso era para él más importante que gustarle a Agnes. Porque los ojos admirativos de la hija le daban lo que Agnes no podía darle: le demostraban que no se había alejado de la juventud, que seguía formando parte de los jóvenes. No habían pasado ni dos horas desde que Agnes, conmovida por su tos, le había acariciado la cabeza. ¡Cuanto más agradable le era la visión del movimiento de la cabeza de la hija que aquella caricia humillante! La presencia de la hija tenía para él el efecto de un acumulador de energía, del cual extraía fuerza.

Ser absolutamente moderno

Ay, mi querido Paul, que quería provocar y fastidiar al Oso haciendo tabla rasa de la historia, de Beethoven, de Picasso… Se funde en mi mente con la figura de Jaromil, el de la novela que terminé de escribir hace exactamente veinte años y de la que en uno de los próximos capítulos dejaré para el profesor Avenarius un ejemplar en un
bistrot
del Boulevard Montparnasse.

Estamos en Praga, en 1948, Jaromil a sus dieciocho años está mortalmente enamorado de la poesía moderna, de Bretón, Eluard, Desnos, Nezval y, siguiendo su ejemplo, es partidario de la frase que Rimbaud escribió en
Una temporada en el infierno
: «Es necesario ser absolutamente moderno». Sólo que lo que en Praga en 1948 de pronto se anunció como absolutamente moderno fue la revolución socialista, que de modo inmediato y brutal desechó el arte moderno del que estaba mortalmente enamorado Jaromil. Y entonces mi héroe, que estaba acompañado por algunos amigos (como él mortalmente enamorados del arte moderno), renunció sarcásticamente a todo lo que amaba (a lo que de verdad y con todo el corazón amaba) porque no quería traicionar el gran imperativo de «ser absolutamente moderno». En su negación puso toda la rabia y la pasión del adolescente que desea entrar plenamente, con un acto brutal, en el mundo de los adultos, y al verle con tal terquedad negar todo lo que más quería, aquello por lo que había vivido y quería seguir viviendo, negar el cubismo y el surrealismo, a Picasso y a Dalí, a Bretón y a Rimbaud, negarlos en nombre de Lenin y el Ejército Rojo (que en ese momento representaban la cima de la modernidad imaginable), a sus amigos se les hizo un nudo en la garganta y sintieron primero asombro, después asco y finalmente casi horror. La visión de este adolescente preparado para adaptarse a lo que se presentaba como moderno y hacerlo, no por cobardía (en nombre del provecho propio o de la carrera), sino valientemente, como aquel que con dolor sacrifica lo que quiere, sí, en esa visión había realmente pánico (que era un presagio del pánico por el terror que luego se produjo, el pánico por la persecución y el encarcelamiento). Es posible que a alguno de los que entonces le observaban se le hubiera pasado por la cabeza la idea: «Jaromil es un aliado de sus sepultureros».

Naturalmente, Paul y Jaromil no se parecen en nada. Lo único que les une es precisamente su apasionada convicción de que es necesario «ser absolutamente moderno». «Absolutamente moderno» es un concepto que no tiene un contenido determinado o claramente definible. Difícilmente Rimbaud hubiera imaginado con estas palabras en 1872 los millones de bustos de Lenin y Stalin y menos aún las empresas publicitarias, las fotografías en color en las tiendas o el rostro alucinado del cantante de rock. Pero eso poco importa, porque ser absolutamente moderno significa: no poner nunca en duda el contenido de la modernidad y servirle como se sirve al absoluto, es decir sin dudar.

Paul sabía, al igual que Jaromil, que la modernidad será mañana distinta de lo que es hoy y que por el eterno imperativo de la modernidad es necesario saber traicionar su cambiante contenido, por la consigna de Rimbaud traicionar sus poemas. En París, en 1968, con una terminología aún más radical que la que empleaba Jaromil en 1948 en Praga, los estudiantes rechazaban el mundo tal como es, el mundo de la superficialidad, de la comodidad, del comercio, de la publicidad, de la estúpida cultura de masas, que le mete a la gente en la cabeza sus melodramas, el mundo de lo convencional, el mundo del padre. Paul pasó entonces varias noches en las barricadas y tenía la misma voz decidida que Jaromil veinte años antes, no se dejaba ablandar por nada, y apoyado en el brazo que le ofrecía la rebelión estudiantil salía del mundo de los padres para ser a sus treinta o treinta y cinco años por fin un adulto.

Pero después pasó el tiempo y su hija creció y se sintió muy bien en el mundo tal como es, en el mundo de la televisión, el rock, la publicidad, la cultura de masas y sus melodramas, en el mundo de los cantantes, los coches, la moda, las tiendas de alimentación caras y los industriales elegantes que se convierten en estrellas de la televisión. Si Paul había sido capaz de defender sus opiniones con terquedad ante los jueces, los policías, los prefectos y los ministros, no era capaz de defenderlas ante su hija, que se le sentaba en las rodillas y no tenía la menor prisa en abandonar el mundo del padre y hacerse adulta. Por el contrario, quería quedarse el mayor tiempo posible en su casa, con su papá tolerante que (casi con ternura) le permitía quedarse los sábados a pasar la noche con su amigo en su habitación.

¿Qué significa ser absolutamente moderno cuando uno ya no es joven y su hija es completamente distinta de como fue uno en su juventud? Paul encontró fácilmente la respuesta: ser absolutamente moderno significa en tal caso identificarse absolutamente con la hija.

Me imagino a Paul sentado en casa con Agnes y Brigitte, cenando. Brigitte está sentada de costado en su silla, mastica y mira la pantalla del televisor. Los tres guardan silencio porque el sonido del televisor está a todo volumen. A Paul le sigue rondando por la cabeza la infausta frase del Oso, que le llamó aliado de sus propios sepultureros. Después lo saca de sus reflexiones la risa de la hija: en la pantalla se ve un anuncio: un niño desnudo, de apenas un año, se levanta del orinal y arrastra el papel higiénico, que se sale del rollo y se despliega blanquísimo tras la figurita del niño que avanza, como la magnífica cola del vestido de una novia. Y Paul en ese momento recuerda que hace poco comprobó con sorpresa que Brigitte no había leído ningún poema de Rimbaud. Teniendo en cuenta que a él a su edad le gustaba Rimbaud, puede considerarla con todo derecho su sepulturera.

Hay para él algo melancólico en saber que su hija ríe de todo corazón con las tonterías de la televisión y nunca ha leído a su poeta preferido. Pero después Paul se hace una pregunta: ¿y por qué le gustaba tanto Rimbaud? ¿Cómo comenzó aquel amor? ¿Se inició por el encanto de sus versos? No. Rimbaud se le confundía entonces en una misma amalgama revolucionaria con Trotski, Bretón, los surrealistas, Mao, Castro. Lo primero que conoció de Rimbaud fue su consigna por todos manoseada: cambiar la vida. (Como si para una fórmula tan trivial hiciera falta tener genio poético…) Sí, es verdad que luego leyó sus versos y que se sabía algunos de memoria y le gustaban. Pero nunca leyó todos sus poemas y sólo le gustaban aquellos de los que hablaban sus conocidos, que sólo hablaban de ellos porque se los habían recomendado sus conocidos. Rimbaud no era entonces su amor estético y es posible que nunca haya tenido un amor estético. Era partidario de él como se es partidario de una bandera o de un partido político o del equipo de fútbol del que se es hincha. ¿Qué fue entonces lo que le dieron a Paul los versos de Rimbaud? Sólo una sensación de orgullo por ser uno de los que aman los versos de Rimbaud.

Volvía a recordar una y otra vez la reciente discusión con el Oso: sí, había exagerado, se había dejado llevar por las paradojas, había provocado al Oso y a todos los demás, pero en realidad ¿no era verdad todo lo que había dicho? ¿No es eso a lo que el Oso llama con tanto respeto «la cultura» sólo un autoengaño, algo sin duda hermoso y valioso pero que significa para nosotros mucho menos de lo que estamos dispuestos a admitir?

Hace unos días le expuso a Brigitte las mismas opiniones que habían escandalizado al Oso y trató de emplear las mismas palabras. Quería saber cómo iba a reaccionar. No sólo no estaba indignada por las formulaciones provocativas, sino que estaba dispuesta a ir mucho más lejos. Eso fue para Paul muy importante. Estaba cada vez más ligado a su hija y en los últimos años le pedía su opinión sobre todos sus problemas. Al comienzo lo hacía por motivos pedagógicos, para incitarla a pensar en cosas serias, pero pronto los papeles se invirtieron sin que él lo advirtiese: ya no parecía un maestro que alienta con sus preguntas a un alumno tímido, sino un hombre inseguro que ha ido a visitar a una adivina.

De la adivina no se exige que sea sabia (Paul no tiene una exagerada opinión ni del talento ni de la educación de su hija), sino que esté unida por invisibles conexiones con algún depósito de sabiduría que se halla fuera de ella. Cuando oía a Brigitte exponer sus opiniones no se las adjudicaba a su originalidad personal, sino a la gran sabiduría colectiva de la juventud que hablaba por su boca, y por eso las aceptaba cada vez con mayor convicción.

Agnes se levantó de la mesa, recogió los platos y los llevó a la cocina; Brigitte ya estaba, con silla y todo, de cara a la pantalla y Paul se quedó en la mesa, abandonado. Se imaginó un juego al que jugaban sus padres. Diez personas alrededor de diez sillas describen un círculo y a una señal todos deben sentarse. En cada silla hay un letrero. En la que quedó para él estaba escrito: ingenioso aliado de sus sepultureros. Y él sabe que el juego ya no va a seguir y que se quedará sentado en esa silla para siempre.

¿Qué hacer? Nada. Además ¿por qué no iba a ser uno aliado de sus sepultureros? ¿Debe pelearse a puñetazos con ellos? ¿Para que los sepultureros escupan después sobre su tumba?

Oyó la risa de Brigitte y en ese momento se le ocurrió una nueva definición, la más paradójica, la más radical. Le gustó tanto que casi se olvidó de su tristeza. Esta era la definición: ser absolutamente moderno significa ser aliado de sus sepultureros.

Ser víctima de su propia fama

Decirle a Bernard «¡cásate conmigo!» hubiera sido un error en cualquier circunstancia, pero hacerlo después de que hubiera recibido el diploma de asno total, fue un error garrafal. Hemos de tener presente algo que a primera vista parece completamente improbable pero sin lo cual no es posible comprender a Bernard: a excepción del sarampión de su infancia no había tenido enfermedad alguna, a excepción de la muerte del perro de caza de papá no le había herido hasta entonces muerte alguna y a excepción de algunas malas notas en los exámenes no había conocido fracaso alguno; vivía en la natural convicción de que estaba predestinado para la felicidad y de que todos los demás pensaban lo mejor de él. Ser nombrado asno era la primera gran herida que recibía.

Se produjo además una curiosa casualidad. Aproximadamente en la misma época los imajólogos comenzaron la campaña de publicidad de su emisora y en grandes carteles por toda Francia aparecía la fotografía en color del equipo de redacción: iban todos con camisas blancas, arremangados, sobre un fondo de cielo azul, y tenían la boca abierta: reían. Al principio caminaba por París en medio de una orgullosa excitación. Pero al cabo de una o dos semanas de fama inmaculada fue a verle aquel gigante barrigudo y con una sonrisa le entregó el estuche de cartón con el diploma. Si aquello hubiera sucedido cuando su gran fotografía aún no había sido ofrecida al mundo entero, probablemente lo habría soportado un poco mejor. Pero la fama de la fotografía dio a la vergüenza del diploma una especie de resonancia: la multiplicó.

Si sale una nota en
Le Monde
anunciando que un desconocido llamado Bernard Bertrand ha sido nombrado asno total es completamente distinta a una noticia que se refiere a alguien cuya fotografía está en todas las esquinas. La fama añade a todo lo que nos sucede un eco cien veces repetido. Es incómodo ir por el mundo con eco. Bernard comprendió de pronto su nueva vulnerabilidad y pensó que la fama era precisamente lo que nunca había deseado. Por supuesto quería tener éxito, pero el éxito y la fama son dos cosas diferentes. La fama significa ser conocido por mucha gente a la que uno no conoce y que tiene pretensiones con respecto a uno, que quiere saberlo todo sobre uno y se comporta como si uno le perteneciera. Los actores, los cantantes, los políticos, sienten al parecer una especie de placer cuando pueden darse así a los demás. Pero ése no era el placer que Bernard deseaba. No hace mucho, cuando entrevistaba a un actor cuyo hijo estaba implicado en un desagradable escándalo, vio con satisfacción cómo la fama se convertía en el talón de Aquiles del actor, en su debilidad, en las crines por las que Bernard podía cogerlo, zarandearlo y no soltarlo. Bernard ansiaba ser siempre el que hace las preguntas y no el que tiene que responderlas. La fama le corresponde siempre al que responde, no al que pregunta. La cara del que responde está iluminada por los reflectores, mientras que el que pregunta es filmado desde atrás. El que está iluminado es Nixon y no Woodward. Bernard no ansia la fama del que está iluminado sino el poder del que está en la penumbra. Ansia la fuerza del cazador que caza un tigre y no la fama del tigre admirado por aquellos que van a utilizarlo como alfombra a los pies de su cama.

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