Mientras descargaban la mercancía en Inglaterra tuvo que permanecer en su camarote día y noche durante dos semanas, y casi se vuelve loco a causa del aislamiento; finalmente zarparon con rumbo oeste y se adentraron en el Atlántico.
Cerca de Brasil vio un albatros: una inmensa ave que planeaba libre y despreocupada con las alas extendidas sobre la cresta de las olas en el cálido aire que envolvía a la nave. Nils lo tomó como una buena señal y decidió quedarse un tiempo en el país. Abandonó el
Celeste Horizon
y al loco de Petri sabiendo que no los echaría de menos.
Pero en el puerto de Santos vio por primera vez un
zángano
y se quedó espantado. Eran seres deplorables que se acercaban tambaleándose al muelle, con la mirada perdida y la ropa hecha jirones, antes de que el
Celeste Horizon
atracase.
—Los zánganos —dijo despectivamente un marinero sueco en la borda junto a Nils, y le aconsejó—: Si se acercan mucho, tírales trozos de carbón.
Los zánganos eran hombres de los que nadie se acordaba, alcoholizados, que no encajaban ni en tierra ni en el mar. Marineros europeos que se habían bebido unas cuantas copas de más en la taberna y cuyos barcos habían zarpado abandonándolos en tierra.
Nils no era un zángano, se podía permitir dormir cada noche en un hotel, y apenas se quedó un par de meses en Santos. Bebía vino en bares donde los zánganos no ponían los pies, deambulaba por las blancas playas a las afueras de la ciudad; aprendió algo de español y portugués, pero no hablaba con nadie a no ser que fuera necesario. Adelgazó bastante pero aún era alto y ancho de hombros y nunca intentaron robarle, y añoraba Öland constantemente. Cada mes enviaba una postal a su madre sin remite para que supiera que estaba vivo.
Continuó hasta Río a bordo de un barco español; allí había más gente, pobres, ricos, cucarachas más gordas y más zánganos en el puerto y las playas. Y todo se repetía: deambular sin destino, beber vino, la añoranza y, finalmente, un nuevo barco para huir un poco más lejos. Consiguió que el dinero le durase más tiempo limpiando y fregando los barcos en que viajaba.
Nils visitó una larga serie de puertos: Buenaventura, La Plata, Valparaíso, Chañaral, Panamá, Saint Martin en el Caribe, donde encontró muchos franceses y holandeses, La Habana, en Cuba, que estaba atestada de americanos. Y ninguna ciudad era mejor que las que había dejado atrás.
Tan pronto como desembarcaba en un nuevo lugar le enviaba una postal a su madre. Sin mensaje ni remitente, Vera comprendería que Nils estaba vivo y que pensaba en ella. No se metía en líos, no tiraba el dinero con las mujeres y casi nunca se peleaba.
Deseaba ir a Estados Unidos, y consiguió plaza en un barco francés que cruzaba el golfo hasta la tórrida Luisiana. Las luces de los bares de Nueva Orleans eran cálidas y doradas, pero no le dejaron entrar en el país sin pasaporte: así eran las cosas. No le quedaba dinero para pagar sobornos y tuvo que embarcarse de nuevo y volver al sur.
No soportaba tener que regresar a Sudamérica; además, allí también era cada vez más difícil cruzar las fronteras. Así que desembarcó en Costa Rica, en el puerto de Limón. Y se quedó.
Lleva viviendo en Limón más de seis años, entre el mar y la selva. En el bosque húmedo fuera de la ciudad hay bananos y azaleas grandes como manzanos, pero él nunca va. Echa de menos el lapiaz. La selva tropical huele a compost enmohecido y es sofocante. Al llover, las rectas calles de Limón se convierten en avenidas de lodo y las alcantarillas se desbordan.
Los días, las semanas y los meses pasan sin más.
Tras un año en Limón le escribió una carta por primera vez a su madre; en ella le contaba bastantes cosas que le habían ocurrido, y le daba su dirección en la ciudad.
En la carta de respuesta Vera había metido algo de dinero, y Nils le escribió de nuevo, rogándole a su madre que le ayudara a ponerse en contacto con su tío August. Nils quería regresar a casa. Llevaba fuera de Öland más de una década, y creía que ya había tenido suficiente castigo.
Si hay alguien que pueda ayudarle a regresar, es el tío August. Por muy buena voluntad que tenga su madre, nunca podría organizar el viaje de regreso sin ayuda.
Ha tardado lo suyo, pero ahora Nils está sentado a una mesa con un sobre ante él y una copa de vino; en el sobre, su dirección en Limón aparece escrita en tinta negra junto a un sello sueco por valor de cuarenta céntimos. La carta le llegó de Suecia hace tres semanas con un cheque de doscientos dólares, y la ha leído una y otra vez.
Es de su tío August en Ramneby, Småland. Ha sabido a través de su hermana Vera que Nils está en Latinoamérica y desea regresar a casa.
«Nunca podrás regresar a casa, Nils.»
Eso escribe su tío August. La carta sólo ocupa una cara y consiste casi únicamente en serias advertencias, pero lo que Nils lee una y otra vez es esta breve frase.
«Nunca podrás regresar a casa.»
Nils intenta olvidar esas palabras, pero no puede.
Lee la frase una y otra vez, y le parece que tiene a Henriksson, el policía provincial muerto, detrás de él leyendo por encima de su hombro.
«Nunca, Nils.»
Se sirve otra copa de vino. Los mosquitos, tan grandes como una corona sueca, zumban sobre la playa, y una reluciente cucaracha se desliza por la balaustrada de madera.
Se oyen risotadas procedentes del interior del bar, por las calles embarradas de la ciudad circulan ruidosas motocicletas. En Limón el silencio siempre brilla por su ausencia.
Nils bebe y cierra los ojos. El mundo da vueltas; se siente enfermo.
—
Quiero regresar a casa
—murmura en la oscuridad.
«Nunca.»
Nils tiene sólo treinta años; aún es joven.
No le hará caso a su tío August. En cambio, seguirá escribiendo a su madre. Le pedirá, le rogará. Ella se ocupará de él.
«Ahora puedes regresar, Nils.»
Ésas son las palabras que espera recibir en una carta suya.
Y tiene que llegar, pronto.
Gerlof avanzaba por el cementerio en su silla de ruedas y sumido en sus pensamientos. Creía que Ernst había muerto antes de llegar a un acuerdo, pero ¿un acuerdo con quién?
Por lo que Gerlof sabía, a Ernst nunca le había interesado especialmente el dinero; estaba más que satisfecho de su trabajo en la cantera y de vender de vez en cuando una escultura a algún turista para pagarse la comida y el alquiler. Con eso le bastaba. Pero entonces, ¿por qué no había querido compartir con él sus teorías sobre la desaparición de Jens?
Había elegido la Piedra Kant. Estaba claro. ¿Qué significaba?
Gerlof podía pasarse horas rumiando esas cuestiones. Sin embargo, siempre llegaba a la misma conclusión: Nils Kant seguía con vida. Si había organizado su propia muerte y había conseguido regresar a Suecia bajo otro nombre, como John creía, entonces las personas que intentaran averiguar la verdad supondrían un peligro para él.
—¿Estás preparado, Gerlof? —preguntó Astrid Linder a su espalda al llegar a la casa parroquial.
Él asintió con la cabeza.
—Entonces entremos —dijo ella, y tomó impulso para empujar la silla por la rampa de discapacitados.
No había tanta gente como en el entierro, pero Gerlof y Astrid tuvieron que abrirse paso entre los presentes. Algunas personas se inclinaron para preguntarle a Gerlof cómo se encontraba, pero después de mantener tres conversaciones condescendientes se obligó a ponerse de pie. Quería que todos vieran que a pesar del dolor podía andar, que no era un inválido.
Astrid apartó la silla de ruedas, Gerlof se apoyó en su bastón y siguió saludando a los conocidos. Gracias a Dios su amigo Gösta Engstrom no estaba interesado en su salud, y afortunadamente Margit no se hallaba a su lado cuando Gerlof se le acercó con piernas tambaleantes. Mantuvieron una conversación en voz baja sobre los acontecimientos del otoño, y al final Gerlof le contó su opinión sobre la muerte de Ernst.
—¿Así que no fue un accidente? —preguntó el otro.
Gerlof negó con la cabeza.
—Quieres decir que fue un asesinato.
—Alguien lo empujó a la cantera y luego tiró la escultura encima —aseguró Gerlof—. Eso es lo que creemos John y yo.
Temía que Gösta se riera en su cara, pero su amigo le miró con el semblante serio.
—¿Quién podría hacer algo así?
Gerlof volvió a negar con la cabeza.
—Ésa es la cuestión.
Después se acercó a saludar Margit Engstrom; Gerlof le dio la mano y se alejó con pasos vacilantes.
Se tropezó con Bengt Nyberg del
Ölands-Posten,
que como de costumbre iba en busca de noticias.
—He oído que últimamente el personal del hogar Marnäs es escaso. ¿Es cierto? ¿Han surgido problemas con el servicio?
Gerlof no tenía nada que decirle. Parecía como si todos los presentes en la casa parroquial desearan algo de él. Antes de que consiguiera llegar hasta la mesa del café se encontró con Gunnar Ljunberg y su esposa, de Långvik. Gunnar fue directo al grano, como de costumbre.
—Necesito seis más, Gerlof —declaró el dueño del hotel—. ¿No te lo ha dicho tu hija? El otro día estuvo en nuestro hotel en Långvik, y le pedí que te lo comentara: seis más.
Hablaba, por supuesto, de los barcos dentro de botellas.
—¿No tienes ya las estanterías repletas? —preguntó Gerlof.
—Vamos a ampliar el local —repuso Ljunger—. Serán para las ventanas del nuevo restaurante.
Sacó un cuaderno y un bolígrafo con el texto «¡COMPRA Y DISFRUTA EN LÅNGVIK!», y escribió una cifra en un trozo de papel que le alargó a Gerlof.
—Ése es el precio —dijo—. Por cada barco.
Gerlof miró el papel. No le gustaba lo que la familia Ljunger estaba haciendo en Långvik, era auténtica explotación urbanística, pero esa suma de cuatro cifras le bastaría y sobraría para mantener la casa y el cobertizo de Stenvik durante un año.
—Tengo dos barcos terminados —murmuró—. El resto tendrá que esperar…, quizás hasta primavera.
—Bien, de acuerdo. —Ljunger estiró la espalda—. Los compraré gradualmente. Pásate un día a comer por Långvik.
Gerlof le estrechó la mano; Linda, su mujer, le sonrió, y la pareja prosiguió su camino. Por fin Gerlof pudo acercarse a la mesa para beber un café y comer un trozo de pastel de zanahoria.
Astrid y Cari ya estaban sentados, y cuando él se acomodó, no sin esfuerzo, y le sirvieron el café, otro hombre se sentó ante él. Era Lennart Henriksson.
—Así que todo ha acabado —le dijo el policía a Gerlof.
Gerlof asintió.
—Pero la pena permanece.
—Sí. Y tu hija… ¿Ha venido? —preguntó Lennart.
—No. Se ha ido a Gotemburgo.
—¿Se fue ayer?
Gerlof negó con la cabeza.
—Debe de haberse ido esta mañana.
Lennart lo miró.
—¿No ha pasado a despedirse?
—No. Pero eso no me sorprende.
Podía haber añadido que Julia y él no habían conseguido sentirse más próximos el uno con el otro durante su visita a Öland, pero Lennart ya debía de figurárselo.
El policía permaneció sentado en silencio mirando su taza de café. Tenía una arruga de preocupación en la frente y tamborileaba suavemente la mesa con los dedos de la mano derecha.
Levantó la mirada hacia Gerlof.
—¿Estás seguro de que se ha marchado?
—Astrid ha dicho que el coche no estaba.
A su lado, la mujer asintió con la cabeza.
—No había ningún coche aparcado. Y el cobertizo tenía las persianas bajadas, ¿verdad, Cari?
Su hermano asintió con la cabeza.
—¿Se despidió de vosotros? —preguntó Lennart.
Gerlof no entendía por qué estaba tan preocupado.
—Pues no —respondió Astrid—. Pero no siempre se tiene tiempo para eso…
—La llamaré —decidió Lennart—. ¿Te parece bien, Gerlof?
—Por supuesto —repuso éste—. ¿Quieres pedirle alguna cosa en concreto?
—No —respondió Lennart, y sacó el móvil.
—¿Tienes su número? —preguntó Gerlof.
—Sí. —Lennart lo marcó—. Sólo quiero saber dónde está. Dijo que quizás iría…
Guardó silencio y mantuvo el teléfono pegado al oído.
—No entiendo nada de móviles —le susurró Astrid a Gerlof—. ¿Cómo se hace para llamar?
—Ni la más remota idea —repuso él, y le preguntó a Lennart—. ¿Contesta?
Lennart bajó el teléfono.
—El abonado está fuera de cobertura…, salta el contestador. —Miró a Gerlof y añadió—: Se puede apagar…, si no quieres que te molesten.
—Pues habrá hecho eso, seguro —aseguró Gerlof—. Ahora debe de estar conduciendo por Småland.
Lennart asintió con la cabeza, pero no pareció satisfecho. Siguió tamborileando la mesa y, finalmente, se incorporó.
—Tendréis que disculparme. Debo…, ir a comprobar algo.
Cogió su taza de café y se levantó.
Gerlof lo vio apresurarse hacia la salida y se preguntó si su hija y Lennart Henriksson tendrían algún proyecto en común que él ignoraba, pero tras unos segundos oyó que alguien daba unos cuidadosos golpes de cuchara sobre una taza para llamar la atención. Una silla rechinó y un hombre se puso en pie.
Para su sorpresa Gerlof vio que se trataba de John Hagman. Ni él ni su hijo Anders parecían sentirse a gusto con el traje negro.
John carraspeó; tenía el rostro arrebolado y toqueteaba con dedos nerviosos el dobladillo de su chaqueta negra. Comenzó su discurso.
—Bueno… —dijo—. Yo no suelo hacer esto…, en realidad no… Pero había pensado decir algunas palabras sobre Ernst Adolfsson, mi amigo y el amigo de muchos de vosotros, y de Stenvik. A partir de ahora el pueblo será más silencioso y oscuro.
Una hora después Gerlof estaba de vuelta en la residencia de Marnäs —Margit y Gösta le habían llevado en coche—, y pudo por fin relajarse. Comió el almuerzo que Boel le calentó. Sobre una de las mesas del desierto comedor había un ejemplar del día del
Ölands-Posten,
y la mirada de Gerlof se dirigió al titular de la primera página: «ANCIANO DESAPARECIDO HALLADO MUERTO».
Más desgracias. El artículo trataba de un anciano que había abandonado su casa en el sur de Öland hacía unas semanas y había sido hallado bajo unos arbustos, congelado.
Según el periódico, la policía no sospechaba que fuera un crimen. El hombre era viejo y padecía demencia senil, y al parecer se había perdido a menos de un kilómetro de la aldea donde había pasado toda su vida.