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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (77 page)

BOOK: La Historiadora
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El residente en mejor estado de la habitación estaba sentado muy tieso en la única silla, con un bastón apoyado en la pared cerca de él, como si el desplazamiento desde el jergón hasta la silla hubiera sido muy largo. Iba vestido con un hábito negro, que colgaba sin cinturón sobre su vientre protuberante. 'Tenía los ojos abiertos, enormes y azules, y se volvieron hacia nosotros de manera extraña cuando entramos. Las patillas y el pelo se proyectaban como malas hierbas a su alrededor y llevaba la cabeza al descubierto. Esta circunstancia le dotaba de un aspecto más enfermizo y anómalo, aquella cabeza desnuda en un mundo en que todos los monjes llevaban siempre aquellos gorros altos. Este monje habría podido servir de modelo para la ilustración de un profeta en una Biblia impresa en el siglo XIX, de no ser porque su expresión no tenia nada de visionaria. Arrugó su gran nariz hacia arriba, como si oliera mal, y mordisqueó las comisuras de su boca. Cada tanto, entornaba y abría los ojos. No habría sabido decir sí su expresión era temerosa, burlona o diabólicamente divertida, porque no paraba de cambiar. Su cuerpo y manos reposaban sobre la destartalada silla, como si todos los movimientos de que eran capaces hubieran sido absorbidos por su cara cambiante. Aparté la vista.

Ranov estaba hablando con el bibliotecario, quien hizo un ademán que abarcó la habitación.

—El hombre de la silla es Pondev —anunció Ranov—. El bibliotecario nos advierte que se expresa de forma muy extraña.

Ranov se acercó al hombre con cautela, como si pensara que el hermano Angel fuera a morderle, y escudriñó su rostro. El hermano Angel, Pondev, giró la cabeza para mirarle, el gesto mimético de un animal en una jaula del zoológico. Dio la impresión de que Ranov intentaba presentarnos, y al cabo de un segundo los ojos de un azul surrealista del hermano Angel vagaron hasta nuestras caras. Su rostro se arrugó y retorció. Después habló, y las palabras surgieron como un torrente, seguidas por un gruñido. Una de sus manos se alzó en el aire e hizo una señal que habría podido ser la mitad de una cruz o un intento de ahuyentarnos.

—¿Qué está diciendo? —pregunté a Ranov en voz baja.

—Cosas sin sentido —contestó Ranov interesado—. Nunca había oído nada semejante.

Parecen en parte oraciones, alguna superstición de su liturgia, y en parte comentarios sobre el sistema de tranvías de Sofía.

—¿Puede intentar hacerle una pregunta? Dígale que somos historiadores como él y que queremos saber si un grupo de peregrinos valacos vino aquí desde Constantinopla a finales del siglo quince, transportando una reliquia santa.

Ranov se encogió de hombros, pero lo intentó, y el hermano Ángel contestó con un encadenado de gruñidos a modo de sílabas, y meneó la cabeza. ¿Significaba sí o no?, me pregunté.

—Más incoherencias —comentó Ranov—. Esta vez ha dicho algo acerca de la invasión de Constantinopla por los turcos. De manera que eso, al menos, lo ha entendido.

De pronto los ojos del hombre parecieron aclararse, como si el cristalino se hubiera concentrado en nosotros por primera vez. En mitad de su extraño torrente de sonidos (¿era un lenguaje?), percibí con claridad el nombre Atanas Angelov.

—¡Angelov! —grité, y hablé directamente al anciano monje—. ¿Conoció a Atanas

Angelov? ¿Recuerda haber trabajado con él? Ranov escuchaba con atención.

—Siguen siendo insensateces en su mayor parte, pero intentaré explicarles lo que está diciendo. Escuchen con atención. —Empezó a traducir, de manera rápida y desapasionada.

Por mal que me cayera, tuve que admirar su destreza—. Trabajé con Atanas Angelov. Hace años, tal vez siglos. Estaba loco. Apaguen la luz de ahí, me hace daño en las piernas. Quería saber todo acerca del pasado, pero el pasado no quiere que lo conozcas. Dice no, no, no.

Salta sobre ti y te hace daño. Yo quise coger el número once, pero ya no va a nuestro barrio. En cualquier caso, el camarada Dimitrov anuló la paga que íbamos a recibir, por el bien del pueblo. Buen pueblo.

Ranov tomó aliento, y durante ese breve interludio debió perderse algo, pues el torrente de palabras del hermano Angel continuó. El anciano monje seguía inmóvil en su silla, pero meneaba la cabeza y su rostro se contrajo.

—Angelov descubrió un lugar peligroso, descubrió un lugar llamado Sveti Georgi, oyó los cánticos. Fue donde enterraron a un santo y bailaron sobre su tumba. Puedo ofrecerles un poco de café, pero no es más que trigo molido, trigo y tierra. No tenemos pan.

Me arrodillé delante del monje y tomé su mano, aunque tuve la impresión de que Helen quería contenerme. Tenía la mano flácida como un pescado muerto, blanca e hinchada, las uñas amarillentas y anormalmente largas.

—¿Dónde está Sveti Georgi? —supliqué. Experimenté la sensación de que me iba a poner a llorar de un momento a otro, delante de Ranov y Helen, y de esos dos seres disecados en su prisión.

Ranov se acuclilló a mi lado, y trató de capturar los ojos errabundos del monje.


K'de e Sveti Georgi?

Pero el hermano Ángel había clavado su mirada en un mundo muy lejano.

—Angelov fue a Azos y vio el typikon, se internó en las montañas y descubrió el lugar terrible. Tomé el número once hasta su apartamento. Dijo, entra rápido he descubierto algo.

Voy a volver allí para escarbar en el pasado. Oh, oh, estaba muerto en su habitación, y después su cuerpo no estaba en el depósito de cadáveres.

El hermano Angel sonrió de una forma que me hizo retroceder. Tenía dos dientes, y las encías estaban carcomidas. El aliento que brotó de su boca hubiera matado al mismísimo diablo. Empezó a cantar en voz alta y temblorosa.

El dragón bajó a nuestro valle.

Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.

Asustó al turco infiel y protegió a nuestros pueblos.

Su aliento secó los ríos y caminamos sobre sus aguas.

Cuando Ranov terminó de traducir, el hermano Ivan, el bibliotecario, habló con cierta agitación. Aún tenía las manos embutidas en las mangas, pero su rostro se veía animado e interesado.

—¿Qué está diciendo? —supliqué.

Ranov meneó la cabeza.

—Dice que había oído anteriormente esta canción. Se la enseñó una anciana en el pueblo de Dimovo, Baba Yanka, que es una gran cantante, cuando el río se secó hace mucho tiempo.

Allí se celebran diversas festividades y cantan estas viejas canciones, y ella es la líder de los cantantes. Una de estas festividades se celebrará dentro de dos días, la fiesta de San Petko. Tal vez quieran ir a escucharla. Les gustará.

—Más canciones tradicionales —gruñí—. Haga el favor de preguntar al señor Pondev, el hermano Angel, si conoce el significado de esa canción.

Ranov formuló la pregunta con paciencia considerable, pero el hermano Angel siguió haciendo muecas, sin decir nada. Al cabo de un momento, el silencio me llevó al borde del ataque de nervios.

—¡Pregúntele si sabe algo sobre Vlad Drácula! —grité—. ¡Vlad Tepes! ¿Está enterrado en esta región? ¿Ha oído alguna vez su nombre, el nombre de Drácula?

Helen me había agarrado del brazo, pero yo estaba fuera de mí. El bibliotecario me miraba fijamente, aunque no parecía alarmado, y Ranov me dirigió lo que yo habría calificado de mirada compasiva si hubiera querido prestar más atención.

Pero el efecto que obraron mis palabras en Pondev fue horripilante. Empalideció, y puso los ojos en blanco como grandes canicas. El hermano Ivan saltó hacia delante y le agarró cuando se desplomó de la silla. Luego Ranov y él consiguieron tumbarle sobre el jergón.

Era una masa confusa, pies blancos e hinchados que sobresalían de las sábanas, brazos colgando alrededor del cuello de ambos hombres. Cuando acabaron de depositarle en la cama, el bibliotecario fue a buscar agua de un jarro y vertió un poco sobre la cara del pobre hombre. Yo estaba estupefacto. No había sido mi intención causar tal angustia, y tal vez había matado una de las fuentes de información que quedaban. Al cabo de un momento interminable, el hermano Angel se removió y abrió los ojos, pero eran unos ojos enloquecidos, cautelosos como los de una bestia acosada, que pasearon aterrorizados por la habitación como si no pudiera vernos. El bibliotecario le palmeó el pecho y procuró acomodarlo mejor en el catre, pero el anciano monje le apartó las manos, tembloroso.

—Dejémosle —dijo Ranov en tono sombrío—. No se va a morir, de ésta..., al menos de momento.

Seguimos al bibliotecario al pasillo, todos en silencio y escarmentados.

—Lo siento —dije, cuando llegamos a la luz tranquilizadora del patio.

Helen se volvió hacia Ranov.

—¿Podría preguntar al bibliotecario si sabe algo más sobre esa canción, si sabe de qué valle procede?

Ranov y el bibliotecario conferenciaron, y éste finalmente nos miró.

—Dice que proviene de Krasna Polyana, el valle que está al otro lado de aquellas montañas, al noreste. Si se quedan aquí, podrán acompañarle a las festividades del santo que se celebran dentro de dos días. Puede que la vieja cantante Baba Yanka sepa algo al respecto. Al menos podrá decirles dónde la aprendió.

—¿Crees que eso nos servirá de ayuda? —murmuré a Helen. Ella me miró muy seria. —No lo sé, pero es lo único que tenemos. Ya que menciona a un dragón, seguiremos la pista. Entretanto, exploraremos a fondo Bachkovo. Quizá podamos utilizar la biblioteca si el hermano Ivan nos echa una mano.

Me senté cansado en un banco de piedra situado al borde de las galerías.

—De acuerdo —dije.

68

Septiembre de 1962

Querida hija:

¡Maldito sea este inglés! Pero cuando intento escribirte en húngaro unas pocas líneas, sé al instante que no estás escuchando. Estás creciendo en inglés. Tía padre, convencido de que estoy muerta, te habla en inglés cuando te sube a su hombro. Te habla en inglés mientras te pone los zapatos (hace años que llevas zapatos de verdad), y en inglés cuando te toma de la mano en un parque. Pero si te hablo en inglés, tengo la sensación de que no puedes oírme.

No te escribí durante mucho tiempo porque no sentía que estuvieras escuchando en ningún idioma. Sé que tu padre cree que estoy muerta, porque nunca ha intentado buscarme. De haberlo hecho, me habría encontrado. Pero no puede oírme en ningún idioma.

Tu madre que te quiere,

Helen

Mayo de 1963

Querida hija:

No sé cuántas veces he intentado explicarte en silencio que durante los primeros meses tú y yo fuimos muy felices juntas. Verte despertar de la siesta, tus manos que se movían antes que cualquier otra parte de tu cuerpo, tus párpados que se abrían a continuación, y luego te estirabas, sonreías, me llenabas por completo. Después ocurrió algo. No fue algo externo a mí, ni una amenaza externa contra ti. Empecé a examinar tu cuerpo perfecto una y otra vez, en busca de alguna herida. Pero la herida la recibí yo, incluso antes de esta incisión en el cuello, y no acababa de curarse. Me entró miedo de tocarte, mi ángel perfecto.

Tu madre que te quiere,

Helen

Julio de 1963

Querida hija:

Tengo la impresión de que hoy te echo de menos más que nunca. Estoy en los archivos universitarios de Roma. He estado aquí seis veces durante los últimos dos años. Los guardias me conocen, los archivistas me conocen, el camarero del café de enfrente me conoce, y le gustaría conocerme mejor, si yo no le rechazara con frialdad, fingiendo que no reparo en su interés. El archivo contiene documentación sobre una epidemia desatada en 1517, cuyas víctimas sólo desarrollaban una marca, una herida roja en el cuello. El Papa ordenó que les clavaran una estaca en el corazón antes de ser enterradas y les pusieran ajo en la boca. En 1517. Intento hacer un mapa a través del tiempo de sus movimientos, o de los movimientos de sus sirvientes, puesto que es imposible saber la diferencia. El mapa, en realidad una lista en mi libreta, ya ocupa muchas páginas. Aunque aún no sé de qué me va a servir. Mientras trabajo, espero descubrirlo.

Tu madre que te quiere,

Helen

Septiembre de 1963

Querida hija:

Casi estoy preparada para tirar la toalla y volver contigo. Tu cumpleaños es este mes.

¿Cómo puedo perderme otro cumpleaños? Volvería contigo ahora mismo, pero sé que si lo hago volverá a suceder lo mismo. Sentiré mi suciedad, como hace seis años. Sentiré su horror, veré tu perfección. ¿Cómo puedo estar cerca de ti sabiendo que estoy contaminada?

¿Qué derecho tengo a tocar tu suave mejilla?

Tu madre que te quiere,

Helen

Octubre de 1963

Querida hija:

Estoy en Asís. Estas asombrosas iglesias y capillas que trepan a su colina me colman de desesperación. Podríamos haber venido aquí, tú con tu vestidito y el sombrero, y yo, y tu padre, todos cogidos de las manos, como turistas. En cambio estoy trabajando entre el polvo de una biblioteca monacal, leyendo un documento de 1603. Dos monjes murieron aquí en diciembre de aquel año. Los encontraron en la nieve, con sus gargantas levemente mutiladas. Mi latín se ha conservado bastante bien, y mi dinero compra toda la ayuda que necesito en materia de intérpretes, traductores y tintorerías. Al igual que visados, pasaportes, billetes de tren, un falso documento de identidad. Nunca tuve dinero cuando era pequeña. Mi madre, en el pueblo, apenas sabía qué aspecto tenía. Ahora estoy aprendiendo que lo compra todo. No, todo no. No todo lo que quiero.

Tu madre que te quiere,

Helen

69

Aquellos dos días en Bachkovo fueron los más largos de mi vida. Quería ir de inmediato a la fiesta prometida. Quería que empezara cuanto antes, con el fin de seguir la pista de aquella palabra de la canción, dragón, hasta su lugar de origen. No obstante, también temía el momento que seguiría de manera inevitable, cuando esa posible pista también se desvaneciera como humo, o descubriera que no estaba relacionada con nada. Helen ya me había advertido de que las canciones tradicionales eran muy escurridizas. Sus orígenes tendían a perderse con el paso de los siglos, sus textos cambiaban y evolucionaban, sus intérpretes muy pocas veces sabían de dónde procedían y qué antigüedad tenían.

—Eso es lo que las convierte en canciones tradicionales —dijo Helen con aire melancólico, al tiempo que alisaba el cuello de mi camisa, sentados en el patio, el segundo día de nuestra estancia en el monasterio. No era propensa a las caricias de ese estilo, por lo cual supe que estaba preocupada. Yo tenía los ojos irritados y me dolía la cabeza, mientras contemplaba los adoquines bañados por el sol que las gallinas picoteaban. Era un lugar hermoso, extraño y exótico para mí, y veíamos la vida discurrir tal como lo había hecho desde el siglo VI: las gallinas buscaban gusanos, el gato jugaba cerca de nuestros pies, la luz brillante latía en la hermosa mampostería roja y blanca que nos rodeaba. Ya casi no podía experimentar su belleza.

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