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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (72 page)

BOOK: La Historiadora
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—Esta es el ala donde los monjes todavía viven —dijo Stoichev—, y allí, en aquel lado, está la hostería donde dormiremos. Ya verán lo apacible que se está de noche, pese a todos los visitantes que recibe cada día. Este es uno de nuestros mayores tesoros nacionales, y mucha gente viene a verlo, sobre todo en verano, pero de noche vuelve a ser muy tranquilo. Vengan —añadió—, iremos a ver al abad. Le llamé ayer y nos está esperando.

Nos guió con sorprendente vigor y miró entusiasmado a su alrededor, como si el lugar le hubiera insuflado nueva vida.

Los aposentos para audiencias del abad se hallaban en el primer piso del ala monástica. Un monje con hábito negro, de larga barba castaña, nos abrió la puerta; Stoichev se quitó el sombrero y entró primero. El abad se levantó de un banco cercano a la pared y avanzó para recibirnos. El profesor y él se saludaron con mucha cordialidad, Stoichev le besó la mano y el abad le bendijo. Era un hombre delgado y de espalda erguida, de unos sesenta años, con la barba veteada de gris y serenos ojos azules (me había sorprendido bastante comprobar que había búlgaros de ojos azules). Nos estrechó la mano a la madera moderna, y también a Ranov, quien lo saludó con evidente desdén. Después nos indicó con un gesto que tomáramos asiento y apareció un monje con una bandeja sobre la que descansaban varios vasos, pero no llenos de rakiya en esta ocasión, sino de agua fría, acompañada por platitos de aquellas pastas con sabor a rosas que habíamos probado en Estambul. Observé que Ranov no bebía, como si temiera ser envenenado.

El abad estaba muy contento de ver a Stoichev, y pensé que la visita debía significar un placer particular para ambos. Nos preguntó por mediación de Stoichev de qué parte de Estados Unidos veníamos, si habíamos visitado otros monasterios de Bulgaria, qué podía hacer para ayudarnos, cuánto tiempo podríamos quedarnos. Stoichev habló con él un buen rato, y tradujo amablemente para que pudiéramos responder a las preguntas del abad. Podíamos utilizar la biblioteca tanto como quisiéramos, dijo el abad, y dormir en la hostería, tendríamos que asistir a los servicios en la iglesia, podíamos ir adonde quisiéramos, salvo a los aposentos de los monjes (esto con una leve indicación de cabeza en dirección a Helen e Irina) y no querían que los amigos del profesor pagaran por su alojamiento. Le dimos las gracias y Stoichev se puso en pie.

—Bien —dijo—, puesto que contamos con este amable permiso, iremos a la biblioteca.

Besó la mano del abad, inclinó la cabeza y se encaminó hacia la puerta.

—Mi tío está muy entusiasmado —nos susurró Irina—. Me ha dicho que la carta de ustedes es un gran descubrimiento para la historia de Bulgaria.

Me pregunté si la joven conocía las implicaciones de la investigación, las sombras que cubrían nuestro camino, pero me resultó imposible leer algo en su expresión. Ayudó a su tío a salir y le seguimos por las impresionantes galerías de madera que flanqueaban el patio.

Ranov nos pisaba los talones con un cigarrillo en la mano.

La biblioteca era una larga galería del primer piso, que corría casi enfrente de los aposentos del abad. En la entrada nos recibió un monje de barba negra. Era un hombre alto y enjuto, y tuve la impresión de que miraba fijamente a Stoichev antes de saludarnos con un movimiento de cabeza.

—Es el hermano Rumen —explicó el profesor—. Es el bibliotecario actual. Nos enseñará todo lo que necesitemos examinar.

Algunos libros y manuscritos se exhibían en vitrinas con etiquetas explicativas para los turistas. Me hubiera gustado echarles un vistazo, pero nos dirigimos hacia una galería más profunda, que se abría al fondo de la sala. Hacía un fresco milagroso en las profundidades del monasterio, donde ni siquiera las escasas bombillas podían expulsar la profunda oscuridad de los rincones. En este sanctasanctórum, armarios y estantes de madera estaban abarrotados de cajas y bandejas con libros. En una esquina, un pequeño templete albergaba un icono de la Virgen y el Niño, flanqueados por dos ángeles de alas rojas, con una lámpara de oro incrustada de joyas colgando ante ellos. Las antiquísimas paredes eran de estuco enlucido y el olor que nos rodeaba era el perfume familiar de pergaminos, vitela y terciopelo en estado de lenta putrefacción. Me alegró ver que Ranov tenía, al menos, la gentileza de apagar el cigarrillo antes de seguirnos al interior de esta cueva del tesoro.

Stoichev dio una patada en el suelo de piedra como si convocara espíritus.

—Aquí —dijo— están viendo el corazón del pueblo búlgaro. Aquí es donde durante cuatrocientos años los monjes conservaron nuestra herencia, con frecuencia en secreto.

Generaciones de fieles monjes copiaron estos manuscritos o los escondieron cuando los infieles atacaban el monasterio. Esto es un pequeño porcentaje del legado de nuestro pueblo. Gran parte fue destruida, por supuesto, pero estamos agradecidos por la preservación de estos restos.

Habló con el bibliotecario, quien empezó a examinar con detenimiento cajas etiquetadas de los estantes. Al cabo de unos minutos, bajó una caja de madera y sacó de ella varios volúmenes. El de encima estaba adornado con una sorprendente pintura de Cristo (al menos yo pensé que era Cristo), con una esfera en una mano y un cetro en la otra, el rostro nublado de melancolía bizantina. Ante mi decepción, las cartas del hermano Kiril no se hallaban alojadas bajo aquella gloriosa encuadernación, sino en una más sencilla que había debajo, que tenía el aspecto de hueso viejo. El bibliotecario la llevó a la mesa, Stoichev se sentó impaciente y la abrió con deleite. Helen y yo sacamos las libretas y Ranov paseó por la biblioteca como si estuviera demasiado aburrido para estar quieto.

—Recuerdo que aquí hay dos cartas —dijo Stoichev—, y no está claro si existían más o si el hermano Kiril escribió otras que no han sobrevivido. —Indicó la primera página. Estaba cubierta de una apretada caligrafía redondeada, y el pergamino era muy viejo, de un amarillo muy oscuro. Se volvió hacia el bibliotecario para preguntarle algo—. Sí —nos dijo complacido—. Los han mecanografiado en búlgaro, al igual que otros documentos raros de ese período. —El bibliotecario dejó una carpeta delante de él, y Stoichev estuvo callado un rato, mientras examinaba las páginas mecanografiadas y volvía a revisar la antigua caligrafía—. Han hecho un trabajo excelente —dijo por fin—. Se lo traduciré como mejor pueda para que tomen notas.

Y nos leyó una versión vacilante de estas dos cartas.

Vuestra excelencia, monseñor abad Eupraxius:

Estamos en el tercer día de viaje desde Laota en dirección a Vin. Una noche dormimos en el establo de un buen labriego y una noche en la ermita de San Mijail [Miguel], donde no vive ningún monje, pero que al menos nos proporcionó el refugio seco de una cueva. La última noche nos vimos obligados por primera vez a acampar en el bosque. Extendimos esteras sobre el suelo y colocamos nuestros cuerpos dentro de un círculo formado por los caballos y una carreta. Los lobos se acercaron a la noche lo suficiente para que oyéramos sus aullidos, a consecuencia de lo cual los caballos, aterrorizados, intentaron huir. Los dominamos con grandes dificultades. Ahora me siento muy reconfortado por la presencia de los hermanos Ivan y Theodosius, con su estatura y fortaleza, y bendigo vuestra sabiduría al pedirles que nos acompañaran.

Esta noche vamos a hospedarnos en casa de un pastor de cierta riqueza y también de cierta piedad. Tiene tres mil ovejas en esta región, nos dice, y vamos a dormir en sus mullidas pieles de oveja y colchones, aunque yo he elegido el suelo por ser más adecuado a nuestra devoción. Hemos salido del bosque, entre colinas que ondulan por todos lados, por las que podemos caminar sin dificultad llueva o haga sol. El buen hombre de la casa nos dice que han padecido dos veces los ataques de los infieles desde el otro lado del río, que se encuentra a tan sólo unos días a pie, si el hermano Angelus puede curarse y seguir nuestro paso. Creo que le dejaré montar en uno de los caballos, aunque el sagrado peso del que tiran ya es lo bastante grande. Por suerte, no hemos visto señales de soldados infieles en la carretera.

Vuestro humildísimo servidor en Cristo,

Hermano Kiril

Abril, año de Nuestro Señor de 6985

Vuestra Excelencia, monseñor abad Eupraxius:

Hace semanas que abandonamos la ciudad y ya estamos atravesando abiertamente territorio de los infieles. No me atrevo a poner por escrito dónde nos encontramos, por si fuéramos capturados. Tal vez tendríamos que haber elegido desplazarnos por mar, pero Dios será nuestro protector a lo largo del camino que hemos elegido. Hemos visto los restos quemados de dos monasterios y una iglesia. De la iglesia aún salía humo. Cinco monjes fueron allí ahorcados por conspirar para la rebelión y sus hermanos supervivientes se han desperdigado por otros monasterios. Ésta es la única noticia que he averiguado, pues no podemos hablar mucho rato con la gente que se acerca a nuestra carreta. Sin embargo, no existen motivos para pensar que uno de estos monasterios es el que buscamos. Veremos la señal al llegar, el monstruo igual al santo. Si os podemos enviar esta misiva, mi señor, lo haré lo antes posible.

Vuestro humilde servidor en Cristo,

Hermano Kiril

Junio, año de Nuestro Señor de 6985

Cuando Stoichev hubo terminado, guardamos silencio. Helen aún seguía tomando notas, concentrada en su trabajo, Irina estaba sentada con las manos enlazadas, Ranov se hallaba apoyado con negligencia contra una vitrina y se rascaba por debajo del cuello de la camisa. En cuanto a mí, había desistido de apuntar los acontecimientos descritos en la carta. Helen no se dejaría ni una coma. No existían pruebas claras de un destino concreto, ni mención de tumba, ni escena de entierro... La decepción que experimentaba era casi asfixiante.

Pero Stoichev no parecía nada desanimado.

—Interesante —dijo al cabo de unos largos minutos—. Interesante. La carta enviada desde Estambul que obra en su poder debe situarse cronológicamente entre estas dos cartas. En la primera y segunda, están atravesando Valaquia en dirección al Danubio. Eso se deduce de los nombres de los lugares. Después viene su carta, que el hermano Kiril escribió en Constantinopla, tal vez con la esperanza de enviar ésa y las dos anteriores desde allí. Pero no pudo o tuvo miedo de hacerlo, a menos que éstas sean unas simples copias, cosa que no hay forma de saber. Y la última carta lleva fecha de junio. Tomaron una ruta terrestre como la que describe la «Crónica» de Zacarías. De hecho, debió de ser la misma ruta, desde Constantopla atravesando Edirne y Haskovo, porque era el camino principal entre Tsarigrad y Bulgaria.

Helen alzó la vista.

—¿Podemos estar seguros de que esta carta describe Bulgaria?

—No podemos estar seguros por completo —admitió Stoichev—. No obstante, creo que es muy probable. Si viajaron desde Tsarigrad (Constantinopla), hasta un país en que estaban quemando iglesias y monasterios a finales del siglo quince, es muy probable que se trate de Bulgaria. Además, su carta de Estambul afirma que tenían la intención de ir a Bulgaria.

No pude reprimir mi frustración.

—Pero no hay más información sobre el emplazamiento del monasterio que estaban buscando. Incluso suponiendo que fuera Sveti Georgi.

Ranov se había sentado a la mesa con nosotros y se estaba contemplando los pulgares. Me pregunté si debería ocultarle mi interés por Sveti Georgi, pero ¿de qué otra forma íbamos a interrogar a Stoichev al respecto?

—No —asintió Stoichev—. El hermano Kiril no habría escrito el nombre de su destino en las cartas, al igual que no escribió el nombre de Snagov junto con el tratamiento de Eupraxius. Si los hubieran capturado, estos monasterios habrían sufrido más persecuciones a la larga, o al menos habrían sido registrados.

—Aquí hay una línea interesante. —Helen había terminado sus notas—. ¿Podría volver a leer eso de que la señal en el monasterio que buscaban era un monstruo igual a un santo?

¿Qué cree que significa?

Miré al instante a Stoichev. Esa línea también me había sorprendido a mí. Suspiró.

—Podría referirse a un fresco o un icono que hubiera en el monasterio, en Sveti Georgi, si ése era su destino. Es difícil imaginar qué imagen podía ser. Y aunque pudiéramos localizar Sveti Georgi, existen pocas esperanzas de que un icono del siglo XV continuara todavía intacto, sobre todo porque es muy probable que el monasterio fuera incendiado al menos una vez. No sé qué significa esa frase. Tal vez sea una referencia teológica que el abad si podía comprender, pero nosotros no, o quizá se refiere a un acuerdo secreto entre ellos. Sin embargo, no hemos de olvidarla, puesto que el hermano Kiril la nombra como la señal que les confirmará su llegada al lugar exacto.

Yo aún estaba intentando superar mi decepción. Comprendí que había abrigado la esperanza de que las cartas contuvieran la clave definitiva de nuestra búsqueda, o al menos arrojaran algo de luz sobre los mapas que aún esperaba utilizar.

—Hay una cuestión todavía mas extraña —comenté. Stoichev se acarició la barbilla—. La carta de Estambul dice que el tesoro que buscan, tal vez una reliquia sagrada de Tsarigrad, se halla en un monasterio concreto de Bulgaria, y por eso han de ir allí. Hágame el favor de leer ese párrafo otra vez, profesor, si es tan amable.

Yo tenía frente a mí el texto de la carta de Estambul para tenerla al lado mientras estudiábamos las demás misivas del hermano Kiril.

—Dice: «lo que buscamos ya ha sido trasladado fuera de la ciudad, a un refugio en las tierras ocupadas de los búlgaros». Éste es el párrafo —apuntó Stoichev—. La cuestión es —dio unos golpecitos con un largo índice sobre la mesa—, ¿por qué una reliquia sagrada, por ejemplo, fue sacada a escondidas de Constantinopla en 1477? La ciudad era otomana desde 1453 y la mayor parte de sus reliquias fueron destruidas durante la invasión. ¿Por qué el monasterio de Panachrantos envió una reliquia restante a Bulgaria veinticuatro años después y por qué esos monjes fueron a Constantinopla a buscar esa reliquia en particular?

—Bien, sabemos por la carta que los jenízaros estaban buscando la misma reliquia —le recordé—, de modo que también debía tener algún valor para el sultán.

Stoichev reflexionó.

—Es cierto, pero los jenízaros la buscaron después de que la sacaran del monasterio.

—Debía de ser un objeto sagrado que significaba poder político para los otomanos, así como un tesoro espiritual para los monjes de Snagov. —Helen tenía el ceño fruncido y se daba golpecitos en la mejilla con su pluma—. ¿Un libro tal vez?

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