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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (78 page)

BOOK: La Historiadora
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La segunda mañana desperté muy temprano. Pensé que tal vez había oído sonar las campanas, pero no pude decidir si eso había sido en sueños. Desde la ventana de mi celda, con su tosca cortina, creí ver a cuatro o cinco monjes entrar en la iglesia. Me vestí (Dios, qué sucia estaba mi ropa ya, pero no podía perder el tiempo lavándola) y bajé en silencio la escalera que descendía desde la galería al patio. Era muy temprano, aún estaba oscuro, y la luna se estaba poniendo sobre las montañas. Pensé por un momento en entrar en la iglesia y quedarme cerca de la puerta, que habían dejado abierta. De dentro salía la luz de las velas y un olor a cera quemada e incienso, y el interior, que a mediodía estaba muy oscuro, a esta hora era cálido e invitador. Oí cantar a los monjes. La melancolía del sonido se clavó en mi corazón como una daga. Era probable que estuvieran haciendo esto una sombría mañana de 1477, cuando los hermanos Kiril y Stefan y los demás monjes habían abandonado las tumbas de sus hermanos martirizados (¿en el osario?) y emprendido viaje a través de las montañas, con el tesoro en su carreta. Pero ¿qué dirección habían tomado? Me volví hacia el este, después hacia el oeste, por donde la luna estaba desapareciendo a marchas forzadas, y después hacia el sur.

Una brisa había empezado a agitar las hojas de los tilos, y al cabo de pocos minutos vi la primera luz del sol que llegaba desde el otro lado de las laderas y sobre los muros del monasterio. Después, con cierto retraso, un gallo cantó en algún lugar del monasterio.

Habría sido un momento de placer exquisito, el tipo de inmersión en la historia con el que siempre había soñado, si hubiera estado de humor. Descubrí que estaba dando la vuelta poco a poco, como si quisiera intuir la dirección que había seguido el hermano Kiril. En algún lugar había una tumba cuyo emplazamiento se había perdido tanto tiempo atrás que hasta el conocimiento de su ubicación se había desvanecido. Podía estar a un día a pie, a tres horas, a una semana. «No mucho más lejos y sin incidentes», había dicho Zacarías.

¿Qué distancia era «no mucho más lejos»? ¿Adónde habían ido? La tierra se estaba despertando (aquellas montañas boscosas con sus afloramientos rocosos polvorientos, el patio adoquinado que pisaba y la granja y prados del monasterio), pero guardaba su secreto.

A eso de las nueve de la mañana nos fuimos en el coche de Ranov, con el hermano Ivan en el asiento de delante. Tomamos la carretera que seguía el río durante unos diez kilómetros, y después el río dio la impresión de desaparecer. La carretera siguió un valle largo y seco, con curvas y más curvas entre las colinas. Ver este paisaje despertó algo en mi memoria. Di un codazo a Helen y ella me miró con el ceño fruncido.

—Helen, el valle del río.

Entonces su rostro se iluminó y dio unos golpecitos con los dedos en el hombro de Ranov.

—Pregunte al hermano Ivan por el río de este valle. ¿Lo hemos cruzado en algún momento?

Ranov habló al hermano Ivan sin volverse y nos informó.

—Dice que el río se secó. Ahora lo hemos dejado atrás, donde cruzamos el último puente.

Ya no hay agua en el valle.

Helen y yo nos miramos en silencio. Delante, hacia el final del valle, vi dos picos abruptos que se alzaban sobre las colinas, dos montañas solitarias como alas angulares. Y entre ellas, todavía muy lejos, vimos las torres de una pequeña iglesia. De pronto Helen buscó mi mano.

Unos minutos después nos internamos por una pista de tierra, obedeciendo el letrero de un pueblo al que llamaré Dimovo. Después la pista se estrechó y Ranov frenó delante de la iglesia, aunque Dimovo no se veía.

La iglesia de Sveti Petko el Mártir era muy pequeña (una capilla de albañilería maltratada por los elementos), aposentada en un prado que tal vez se había utilizado para acumular heno durante la estación. Dos robles retorcidos formaban un refugio sobre ella, y a su lado se acurrucaba un cementerio como nunca había visto, tumbas de campesinos, algunas de las cuales se remontaban al siglo XVIII, explicó Ranov con orgullo.

—Es una tradición. Hay muchos sitios como éste en los que, todavía ahora, se entierran a los trabajadores agrícolas. —Las lápidas eran de madera o piedra, con un remate triangular encima, y muchas tenían lamparitas en su base—. El hermano Ivan dice que la ceremonia no empezará hasta las once y media —nos informó Ranov—. Ahora están preparando la iglesia. Primero nos acompañará a casa de Baba Yanka y después volveremos para presenciar el espectáculo.

Nos miró fijamente, como para averiguar qué nos interesaba más.

—¿Qué están haciendo allí?

Señalé a un grupo de hombres que trabajaban en el campo contiguo a la iglesia. Algunos estaban apilando troncos y ramas grandes, mientras otros disponían ladrillos y piedras a su alrededor. Ya habían recogido un inmenso arsenal del bosque.

—El hermano Ivan dice que es para la hoguera. No lo sabía, pero van a caminar sobre el fuego.

—¡Caminar sobre el fuego! —exclamó Helen.

—Sí —contestó Ranov—. ¿Conocen esta costumbre? No es muy habitual en nuestros días, sobre todo en esta parte del país. Sólo sé que se conserva en la región del mar Negro, pero esta zona es pobre y supersticiosa. El Partido está trabajando por mejorar la situación. No me cabe duda de que, al final, estas cosas serán eliminadas.

—Yo también he oído hablar de esto. —Helen se volvió hacia mí—. Era una costumbre pagana, y pasó a ser cristiana cuando los pueblos de los Balcanes se convirtieron. Por lo general, se baila más que se camina. Me alegro mucho de poder presenciar algo semejante.

Ranov se encogió de hombros y nos guió hacia la iglesia, pero no antes de ver que uno de los hombres que reunían leña se inclinaba y prendía fuego a la pira, que ardió al instante.

La madera estaba seca, y las llamas no tardaron en alcanzar la parte superior de la pila, de modo que todas las ramas se abrasaron. Hasta Ranov permaneció inmóvil. Los hombres que habían encendido el fuego retrocedieron unos pasos, y luego unos cuantos más, y se limpiaron las manos en los pantalones. El fuego cobró vida plena de repente. Las llamas casi llegaron a la altura del tejado de la iglesia, pero estaban lo bastante lejos para no amenazarla. Vimos al fuego devorar su enorme manjar, hasta que Ranov se volvió de nuevo.

—Dejarán que se vaya quemando durante las siguientes horas —dijo—. Ni los más supersticiosos se pondrían a bailar ahora.

Cuando entramos en la iglesia, un joven, al parecer el sacerdote, salió a recibirnos. Nos estrechó la mano con una agradable sonrisa, y el hermano Ivan y él se hicieron sendas reverencias.

—Dice que es un honor recibirles en este día —informó Ranov con cierta sequedad.

—Dígale que es un honor para nosotros poder asistir a la fiesta. ¿Podría preguntarle quién fue Sveti Petko?

El sacerdote explicó que era un mártir local, asesinado por los turcos durante la ocupación por negarse a abjurar de su fe. Sveti Petko había sido el párroco de la primera iglesia erigida en este lugar, que los turcos habían incendiado, e incluso después de que quemaran su iglesia se negó a aceptar la fe musulmana. Habían erigido la iglesia más tarde, y enterraron sus reliquias en la antigua cripta. Hoy, mucha gente iba para postrarse allí. Su icono especial, y otros dos de gran poder, serían transportados en procesión alrededor de la iglesia y a través del fuego. Allí estaba Sveti Petko, pintado en la pared delantera de la iglesia. Señaló un fresco semiborrado que tenía detrás, el cual plasmaba un rostro barbudo no muy diferente del suyo. Debíamos volver a visitar la iglesia cuando estuviera todo preparado. Estábamos invitados a presenciar la ceremonia y a recibir la bendición de Sveti Petko. No seríamos los primeros peregrinos de otros países que habían acudido al santuario para aliviar enfermedades o dolores. El sacerdote nos sonrió con dulzura.

Le pregunté por mediación de Ranov si había oído hablar de un monasterio llamado Sveti Georgi. Negó con la cabeza.

—El monasterio más cercano es Bachovski —dijo—. A veces, monjes de otros monasterios han venido aquí en peregrinación, pero hace mucho tiempo.

Supuse que se refería a que las peregrinaciones habían cesado desde la conquista del poder por parte de los comunistas, y tomé nota mental de preguntar a Stoichev acerca de esto cuando volviéramos a Sofía.

—Le preguntaré la dirección de Baba Yanka —dijo Ranov al cabo de un momento.

El sacerdote sabía muy bien dónde vivía. Lamentó no poder acompañarnos, pero la iglesia había estado cerrada meses (sólo acudía aquí los días festivos), de modo que su ayudante y él tenían mucho trabajo que hacer.

La aldea se aposentaba en una hondonada, justo debajo del prado donde se erguía la iglesia.

Era la comunidad más pequeña que había visto desde mi llegada al bloque oriental, no más de quince casas acurrucadas casi con temor, con manzanos y huertos en sus alrededores, pistas de tierra lo bastante anchas para dejar paso a una carreta, un antiguo pozo con un travesaño de madera y un cubo que colgaba de él. Me quedé sorprendido por la absoluta ausencia de elementos modernos, y me descubrí buscando señales del siglo XX. Por lo visto, ese siglo no había pasado por allí, y casi me sentí traicionado cuando vi un cubo de plástico en el patio lateral de una casa de piedra. Daba la impresión de que las casas habían crecido a partir de pilas de roca gris, con los pisos superiores construidos en albañilería como una idea de última hora, con los tejados de pizarra. Algunas exhibían hermosos adornos antiguos de madera que no habrían quedado fuera de lugar en un pueblo de estilo tudor.

Cuando entramos en la única calle de Dimovo, la gente empezó a salir de las casas y establos para darnos la bienvenida, sobre todo gente mayor, muchos deformados hasta extremos increíbles por años de rudo trabajo, las mujeres con las piernas arqueadas de manera grotesca, los hombres inclinados hacia delante como si fueran cargados siempre con un saco invisible de algo pesado. La piel de su cara era de color tostado, con las mejillas encarnadas. Sonreían y saludaban, y vi destellos de encías desdentadas o materiales brillantes en sus bocas. Al menos habían recibido los cuidados de un dentista, pensé, aunque costaba imaginar dónde o cómo. Algunos se adelantaron para inclinarse ante el hermano Ivan, y él los bendijo y dio la impresión de que interrogaba a algunos. Caminamos hasta la casa de Baba Yanka en el centro de una pequeña multitud, cuyos miembros más jóvenes podrían haber cumplido los setenta, aunque Helen me dijo después que estos campesinos debían tener veinte años menos de lo que yo pensaba.

La casa de Baba Yanka era muy pequeña, apenas una cabaña, y se apoyaba contra un pequeño establo. La mujer se acercó a la puerta para ver qué estaba pasando. Lo primero que vi de ella fue un destello de su pañuelo de flores rojas para la cabeza y después su corpiño a rayas y el delantal. Se asomó, nos miró, y algunos aldeanos gritaron su nombre, lo cual provocó que saludara con la cabeza rápidamente. La piel de su cara era de color caoba, la nariz y la barbilla afiladas, y los ojos, cuando nos acercamos más, al parecer castaños, pero perdidos entre pliegues de arrugas.

Ranov le dijo algo (confié en que no fuera nada arrogante o impertinente), y después de mirarnos unos minutos, la mujer cerró la puerta de madera. Esperamos en silencio fuera, y cuando volvió a abrirla, vi que no era tan diminuta como había imaginado. Le llegaba a Helen al hombro, y sus ojos eran risueños en una cara cautelosa. Besó la mano del hermano Ivan y nosotros le estrechamos la mano, cosa que pareció dejarla perpleja. Después nos guió hasta el interior de la casa como si fuéramos un grupo de gallinas fugitivas.

Su casa era muy pobre por dentro, pero limpia, y observé con una punzada de compasión que la había adornado con un jarrón de }flores silvestres, que descansaba sobre una mesa arañada y restregada. La casa de la madre de Helen era una mansión comparada con esta pulcra y destartalada habitación, con la escalerilla que subía al primer piso clavada a una pared. Me pregunté durante cuánto tiempo podría subir la escalera Baba Yanka, pero se movía por la habitación con tal energía que comprendí al cabo de un momento que no era una anciana. Se lo dije en un susurro a Helen y ella asintió.

—Unos cincuenta —dijo en voz baja.

Esto todavía me impresionó más. Mi madre, en Boston, tenía cincuenta y dos años, y habría podido ser la nieta de esta mujer. Las manos de Baba Yanka eran tan deformes como ligeros sus pies. Vi que sacaba platos cubiertos con tela y disponía vasos ante nosotros, y me pregunté qué habría hecho con aquellas manos durante su vida para que tuvieran ese aspecto. Talar árboles, tal vez, cortar leña, recoger cosechas, trabajar con frío y calor. Nos dirigió una o dos miradas subrepticias mientras se afanaba, cada una acompañada de una veloz sonrisa, y al final nos sirvió un brebaje, algo blanco y espeso, que Ranov engulló al instante. Señaló con la cabeza en dirección a la mujer y se secó la boca con un pañuelo. Yo le imité a continuación, pero estuve a punto de morir. El líquido estaba tibio y sabía a suelo de establo. Intenté reprimir las arcadas, mientras Baba Yanka me sonreía. Helen bebió el suyo con dignidad, y Baba Yanka le palmeó la mano.

—Leche de oveja mezclada con agua —explicó Helen—. Imagina que es un batido de leche.

—Ahora le preguntaré si va a cantar —dijo Ranov—. Eso es lo que quieren, ano?

Conversó un momento con el hermano Ivan, quien se volvió hacia Baba Yanka. La mujer se encogió y cabeceó con vehemencia. No, no iba a cantar. Estaba claro que no quería. Nos señaló y escondió las manos bajo el delantal. Pero el hermano Ivan asintió.

—Primero le pediremos que cante lo que le dé la gana —explicó Ranov—. Después podrán interrogarla sobre la canción que les interesa.

Dio la impresión de que Baba Yanka se había resignado, y me pregunté si toda la protesta había sido una exhibición ritual de modestia, porque ya estaba sonriendo de nuevo. Suspiró y enderezó los hombros bajo su gastada blusa floreada. Nos miró sin astucia y abrió la boca. El sonido que surgió se me antojó asombroso, primero porque fue asombrosamente fuerte, de modo que los vasos estuvieron a punto de vibrar sobre la mesa, y la gente que estaba delante de la puerta abierta (me dio la impresión de que se había congregado la mitad del pueblo) asomó la cabeza. Las paredes y el suelo retemblaron, y las ristras de cebollas y pimientos que colgaban sobre la cocina oscilaron. Tomé la mano de Helen a escondidas. Primero nos estremeció una nota, después otra, cada una larga y lenta, cada una un aullido de sufrimiento y desesperación. Recordé a la doncella que había saltado al precipicio antes que ir a parar al harén del bajá, y me pregunté si se trataría de un texto similar. Por extraño que pareciera, Baba Yanka sonreía en cada nota, respiraba hondo y nos sonreía. Escuchamos en estupefacto silencio hasta que enmudeció de repente. La última nota pareció prolongarse indefinidamente en la diminuta casa.

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