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Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (73 page)

BOOK: La Historiadora
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—Sí —dije más animado—. Tal vez era un libro que contenía información que los otomanos deseaban y los monjes necesitaban.

De pronto Ranov me miró fijamente desde el otro lado de la mesa.

Stoichev asintió poco a poco, pero al cabo de un segundo recordé que esto significaba desacuerdo.

—Los libros de ese período no solían contener información política. Eran textos religiosos, copiados muchas veces para su uso en los monasterios o para las escuelas islámicas o las mezquitas si eran otomanos. No es probable que los monjes hicieran un viaje tan peligroso por una copia de los Evangelios. Ya guardarían libros similares en Snagov.

—Un momento. —Helen nos miró con los ojos muy abiertos—. Esperad. Tiene que existir alguna relación con las necesidades de Snagov, con la Orden del Dragón o tal vez con el velatorio de Drácula. ¿Os acordáis de la «Crónica»? El abad quería que enterraran a Drácula en otro lugar.

—Es cierto —musitó Stoichev—. Quería que enviaran su cadáver a Tsarigrad, incluso a riesgo de que sus monjes perdieran la vida.

—Sí —dije.

Creo que estaba a punto de añadir algo más, pero Helen se volvió de repente hacía mí y sacudió mi brazo.

—¿Qué? —pregunté, pero para entonces ella ya había recuperado por completo la calma.

—Nada —dijo en voz baja, sin mirarme a mí ni a Ranov.

Deseaba con todas mis fuerzas que nuestro guía saliera a fumar o se cansara de la conversación para que Helen pudiera hablar con toda libertad. Stoichev le dirigió una mirada penetrante y al cabo de un momento empezó a explicar con voz monótona cómo estaban hechos los manuscritos medievales, cómo se copiaban (a veces por monjes analfabetos, con pequeños errores que se transmitían por generaciones) y cómo los eruditos modernos catalogaban las diferentes caligrafías. Me desconcertó el hecho de que se explayara hasta tal punto, aunque lo que decía me interesaba mucho. Por suerte, me quedé callado durante su disquisición, porque al fin Ranov se puso a bostezar. Se levantó y salió de la biblioteca, al tiempo que sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo. En cuanto desapareció, Helen se apoderó de mi brazo de nuevo. Stoichev la miró fijamente.

—Paul —dijo con una expresión tan extraña que le rodeé los hombros con el brazo, convencido de que se iba a desmayar—. ¡Su cabeza! ¿No lo entiendes? ¡Drácula volvió a Estambul para recuperar su cabeza!

Stoichev emitió un sonido estrangulado, pero ya era demasiado tarde. Vi que el rostro anguloso del hermano Rumen se asomaba por el borde de una estantería. Había regresado en silencio a la sala, y aunque nos daba la espalda mientras guardaba algo, estaba escuchando. Al cabo de un momento, salió con sigilo otra vez, y todos guardamos silencio.

Helen y yo nos miramos, y yo me levanté para explorar las profundidades de la sala. El hombre se había ido, pero sería cuestión de tiempo que alguien (Ranov, por ejemplo) se enterara de lo que Helen acababa de decir. ¿Qué uso haría Ranov de una información como ésa?

62

Pocos momentos de mis años de investigación, redacción y reflexión me han producido tal acceso de clarividencia como aquel en que Helen expresó en voz alta su teoría en la biblioteca de Rila. Vlad Drácula había vuelto a Constantinopla en busca de su cabeza o, mejor dicho, el abad de Snagov había enviado su cuerpo a la capital para que se reuniera con su cabeza. ¿Lo habría solicitado Drácula por anticipado, a sabiendas de la recompensa ofrecida por su cabeza y conocedor de la propensión del sultán a exhibir las cabezas de sus enemigos al populacho? ¿O acaso el abad se había responsabilizado de la misión, al no querer que el cadáver decapitado de su protector, tal vez hereje, o peligroso, permaneciera en Snagov? Bien, un vampiro sin cabeza no podía suponer una gran amenaza (la imagen casi era cómica), pero el revuelo que había ocasionado entre sus monjes había sido suficiente para convencer al abad de que debía dar cristiana sepultura a Drácula en otro lugar. Era probable que el abad no se hubiera decidido a destruir el cuerpo de su príncipe. ¿Quién sabía qué había prometido el abad a Drácula?

Una imagen singular apareció en mi mente: el palacio de Topkapi en Estambul, por donde había paseado aquella reciente mañana de verano, y las puertas ante las que los verdugos otomanos habían exhibido las cabezas de los enemigos del sultán. La cabeza de Drácula habría merecido una de las estacas más altas, pensé: el Empalador, empalado por fin. ¿Cuánta gente habría ido a verla, la prueba del triunfo del sultán? Helen me había dicho en una ocasión que hasta los habitantes de Estambul habían temido a Drácula y les preocupaba que asolara su ciudad. Ningún campamento turco volvería a temblar ante la amenaza de su ataque. Al final, el sultán se había hecho con el control de aquella turbulenta región y podía colocar a un vasallo otomano en el trono de Valaquia, tal como deseaba desde hacía años.

Todo cuanto quedaba del Empalador era un horripilante trofeo, con los ojos arrugados, el pelo y el bigote enmarañados y aglutinados por la sangre.

Dio la impresión de que nuestro compañero estaba pensando en una imagen similar. En cuanto nos aseguramos de que el hermano Rumen había salido, Stoichev habló en voz baja.

—Sí, es muy posible, pero ¿cómo pudieron los monjes de Panachrantos sacar la cabeza de Drácula del palacio del sultán? Era un verdadero tesoro, como decía Stefan en su narración.

—¿Cómo conseguimos los visados para entrar en Bulgaria? —preguntó Helen al tiempo que enarcaba las cejas—. Bakshish. Los monasterios eran muy pobres después de la conquista, pero algunos tal vez tenían riquezas escondidas, monedas de oro, joyas, algo capaz de tentar a los guardias del sultán.

Me pareció interesante esta observación.

—Nuestro guía de Estambul dijo que las cabezas de los enemigos del sultán eran arrojadas al Bósforo después de haber sido exhibidas durante un tiempo. Tal vez alguien de Panachrantos intervino en algún momento. Eso debió ser menos peligroso que intentar sacar la cabeza por las puertas del palacio.

—No podemos saber la verdad —dijo Stoichev—, pero creo que la teoría de la señorita Rossi es muy buena. Su cabeza es el objeto más plausible que esos monjes pudieron ir a buscar a Tsarigrad. También existe una buena razón teológica. Nuestra fe ortodoxa afirma que, en lo posible, el cuerpo ha de estar entero al morir (nosotros no practicamos la incineración, por ejemplo) porque el Día del Juicio resucitaremos en nuestros cuerpos.

—¿Qué me dice de los santos y todas sus reliquias, diseminadas por todas partes? pregunté vacilante—. ¿Cómo van a resucitar en su totalidad? Dejando aparte que, hace algunos años, vi cinco manos de san Francisco en Italia.

Stoichev rió.

—Los santos gozan de privilegios especiales —dijo—, pero Vlad Drácula, pese a ser un excelente exterminador de turcos, no era un santo. De hecho, Eupraxius estaba muy preocupado por su alma inmortal, al menos según el relato de Stefan.

—O por su cuerpo inmortal —subrayó Helen.

—Bien —dije—, tal vez los monjes de Panachrantos se llevaron su cabeza para enterrarla como es debido, arriesgando sus vidas, y los jenízaros se dieron cuenta del robo y empezaron a buscarla, de manera que el abad prefirió sacarla de Estambul antes que enterrarla allí. Tal vez había peregrinos que iban a Bulgaria de vez en cuando —miré a Stoichev en busca de confirmación— y pidieron que la llevaran a enterrar a... Sveti Georgi o a algún otro monasterio búlgaro donde tuvieran contactos. Y entonces llegaron los monjes de Snagov, pero demasiado tarde para reunir el cuerpo con la cabeza. El abad de Panachrantos se enteró y habló con ellos, y los monjes de Snagov decidieron terminar su misión y continuaron camino con el cuerpo. Además, tenían que salir de la ciudad antes de que los jenízaros se interesaran por ellos.

—Una teoría estupenda. —Stoichev me sonrió—. Como ya he dicho, no lo sabemos con seguridad, porque se trata de acontecimientos que nuestros documentos sólo insinúan, pero usted ha plasmado una imagen convincente. A la larga, le alejaremos de los comerciantes holandeses.

Me ruboricé, en parte de placer y en parte de pesar, pero la sonrisa de Stoichev era cordial.

—Y después la presencia y partida de los monjes de Snagov puso en guardia a la red otomana —Helen prosiguió la posible historia y tal vez registraron los monasterios y descubrieron que los monjes se habían alojado en Santa Irene. Entonces informaron a las autoridades sobre el viaje de los monjes y la ruta que iban a seguir, quizás hacia Edirne y después hacia Haskovo. Haskovo era la primera ciudad búlgara de importancia en la que entraron los monjes, y fue allí donde fueron..., ¿cómo se dice...?, detenidos.

—Sí —concluyó Stoichev—. Las autoridades otomanas torturaron a dos de ellos para obtener información, pero aquellos dos valientes monjes no dijeron nada. Las autoridades registraron la carreta y sólo encontraron comida. Pero esto nos conduce a una pregunta: ¿por qué los soldados otomanos no encontraron el cadáver?

Vacilé.

—Quizá no estaban buscando un cadáver. Tal vez seguían buscando la cabeza. Si los jenízaros no habían averiguado gran cosa sobre el asunto en Estambul, quizá pensaron que los monjes de Snagov se habían encargado de transportar la cabeza. La «Crónica» de Zacarías dice que los otomanos se enfurecieron cuando abrieron algunos fardos y sólo encontraron comida. Puede que los monjes escondieran el cadáver en los bosques cercanos si alguien les había advertido del registro.

—O tal vez construyeron la carreta con un espacio secreto donde ocultarlo —sugirió Helen.

—Pero un cadáver huele —le recordé con brusquedad.

—Eso depende de tus creencias.

Me dirigió una mirada inquisitiva, pero encantadora.

—¿De mis creencias?

—Sí. Un cadáver que corre el peligro de transformarse en No Muerto, o ya es un No Muerto, con lo cual no se corrompe, o se descompone con más lentitud. Cuando los aldeanos de la Europa del Este sospechaban que podía haber casos de vampirismo, exhumaban los cuerpos para verificar su estado y destruían siguiendo un ritual aquellos que no estaban tan descompuestos como cabía esperar. Es una costumbre que todavía impera.

Stoichev se estremeció.

—Una actividad peculiar. He oído hablar de ella incluso en Bulgaria, aunque ahora es ilegal, por supuesto. La Iglesia siempre ha desaprobado la profanación de tumbas y ahora nuestro Gobierno desaprueba todas las supersticiones... como puede.

Helen casi se estremeció.

—¿Hay algo más extraño que esperar la resurrección de la carne? —preguntó, pero sonrió a Stoichev, quien también se sintió fascinado.

—Madame —dijo él—, tenemos interpretaciones muy diferentes de nuestra herencia, pero saludo su rapidez mental. Y ahora, amigos míos, me gustaría dedicar un poco de tiempo a estudiar sus mapas. Se me ha ocurrido que hay materiales en esta biblioteca que pueden sernos útiles si los leemos. Concédanme una hora. Lo que voy a hacer será pesado para ustedes, y lento de explicar para mí.

Ranov acababa de entrar en aquel momento, inquieto, y paseó la vista a su alrededor.

Confié en que no hubiera escuchado la mención a los mapas. Stoichev carraspeó.

—Tal vez quieran ir a la iglesia y admirar su belleza.

Stoichev miró de reojo un momento a Ranov. Helen comprendió al instante y se acercó a nuestro guía para embrollarle en una ligera complicación, mientras yo buscaba en el maletín y sacaba mi carpeta con copias de los mapas. Cuando vi la ansiedad con que Stoichev los cogía, mi corazón saltó de esperanza.

Por desgracia, Ranov parecía más interesado en acechar el trabajo de Stoichev y conferenciar con el bibliotecario que en seguirnos, aunque yo deseaba con todas mis fuerzas sacárnoslo de encima.

Ranov sonrió.

—¿Tienen hambre? Aún no es la hora de la cena. Aquí se sirve a las seis. Habrá que esperar. Tendremos que compartirla con los monjes, por desgracia.

Nos dio la espalda y empezó a estudiar un estante con volúmenes encuadernados en piel.

Helen me siguió hasta la puerta y apretó mi mano.

—¿Vamos a dar un paseo? —dijo en cuanto estuvimos fuera.

—En este momento ya no sé qué hacer sin Ranov —dije malhumorado—. ¿De qué vamos a hablar sin él?

Ella rió, pero me di cuenta de que también estaba preocupada.

—¿Volvemos dentro e intentamos distraerle?

—No —dije—, mejor que no. Cuanto más nos esforcemos, más se preguntará qué está mirando Stoichev. No podemos deshacernos de él como no podemos deshacernos de una mosca.

—Sería una mosca estupenda.

Helen me tomó del brazo. El sol todavía brillaba en el patio, y hacía calor cuando salimos de la sombra de los muros y galerías del inmenso monasterio. Cuando alcé la vista, vi las pendientes boscosas que rodeaban el monasterio y los picos rocosos verticales sobre ellas.

Muy en lo alto, un águila volaba en círculos. Monjes con su pesado hábito negro, gorro alto y larga barba negra iban y venían entre la iglesia y la primera planta del monasterio, barrían los suelos de las galerías de madera o estaban sentados en un triángulo de sombra cercano al porche de la iglesia. Me pregunté cómo aguantaban el calor del verano con aquellas prendas. El interior de la maravillosa iglesia me dio cierta pista. Estaba tan fresca como una casa en primavera, iluminada tan sólo por velas parpadeantes y el brillo del oro, el latón y las joyas. Las paredes interiores estaban adornadas con espléndidos frescos («Hechos en el siglo XIX», me confió Helen), y yo me detuve ante una imagen especialmente solemne, un santo de larga barba blanca y pelo blanco peinado con raya que nos miraba.

—Ivan Rilski.

Helen leyó las letras que había cerca de la aureola.

—Es el santo cuyos huesos fueron traídos aquí ocho años antes de que nuestro amigo valaco entrara en Bulgaria, ¿verdad? La «Crónica» hablaba de él.

—Sí.

Helen se plantó ante la imagen, como si pensara que iba a hablarnos si nos quedábamos allí el tiempo suficiente.

La interminable espera me estaba crispando los nervios.

—Helen —dije—, vamos a dar un paseo. Podemos subir a la montaña y disfrutar de la vista.

Si no hacía un poco de ejercicio, pensar en Rossi iba a volverme loco.

—De acuerdo —accedió ella, y me miró fijamente, como si leyera mi impaciencia—. Si no está demasiado lejos. Ranov no permitirá que nos alejemos mucho.

El camino que ascendía serpenteaba a través del espeso bosque que nos protegía del calor de la tarde casi tanto como había hecho la iglesia. Era tan estupendo librarse de Ranov siquiera por unos minutos que me limité a mecer la mano de Helen adelante y atrás mientras paseábamos.

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