Mi testamento habla de mi hija mayor como heredera. Lo escribí así por temor a Cleopatra, pero no ha servido de nada. Sé que ella me está envenenando poco a poco. No debí nombrarla reina consorte.
Quiero que sepáis que Cleopatra no es mi verdadera hija. Cuando desposé a su madre Sepuntepet, ésta vino a Alejandría acompañada de su hermano Horemhotep.
Se suponía que Horemhotep venía únicamente como consejero, pero en realidad fue amante de su propia hermana durante los primeros años de nuestro matrimonio, y fue él y no yo quien engendró a Cleopatra. Cuando me enteré de lo que ocurría entre ambos lo expulsé de Alejandría.
Desde entonces hice vigilar a mi mujer a todas horas. Por eso sé que mis otros tres vástagos son legítimos. Puesto que Arsínoe es la mayor, es ella quien debe convertirse en reina de Egipto junto con su hermano Ptolomeo.
Cuidaos de Cleopatra y sus venenos. Es tan pérfida como Mitrídates.
La caligrafía era cada vez más ilegible, hasta tal punto que César tuvo que deletrear muy despacio las últimas líneas para interpretarlas.
—¿Conocías el contenido de esta carta, Arsínoe?
Ella asintió. Los ojos se le habían empañado de suerte que parecían dos lagos de aguas cristalinas y tan puras como para beber en ellas. ¿Qué habría dicho de aquellos iris increíbles un poeta del talento de Catulo o de Licinio Calvo?
—¿Por qué lo conocías si venía lacrada?
—Mi padre me lo contó todo cuando me entregó la carta. Me dijo que tarde o temprano Pompeyo o tú vendríais a Alejandría, y que sólo entonces podría saberse la verdad. —Arsínoe sollozó—. ¡Por la madre Hera, no puedes imaginarte qué miedo he pasado hasta ahora!
La joven se acercó tanto que César hizo lo único posible en una situación así, ponerle las manos sobre los hombros para consolarla. La piel de Arsínoe era tan suave como prometía su aspecto y se notaba caliente al tacto, como si por debajo ardieran minúsculas llamas en combustión constante.
En lugar de abrazarla, lo que habría supuesto su perdición, la llevó hasta un diván y le indicó que se sentara en el borde. Después se alejó un poco, pensando que más le convenía poner distancia entre ambos y que ella permaneciera sentada para que no se le pudiera acercar.
—Y ese otro documento que traes, ¿qué contiene? —preguntó, mientras le ofrecía una copa de vino.
—Júzgalo tú mismo, César.
Aquel papiro no había sido lacrado, sólo atado con una cinta de seda verde. Al abrirlo César lo vio en blanco, pero conforme lo fue desenvolviendo encontró columnas de texto. La persona que lo estaba escribiendo actuaba como él mismo con su diario de campaña: lo había enrollado al revés para que lo primero que encontrase fuese lo último que había escrito.
El idioma era griego, salpicado de palabras o líneas enteras escritas con signos egipcios, arameos o hebreos que a César le resultaban familiares, aunque no sabía leerlos. La caligrafía recta y cuidada hablaba de una persona cuidadosa, metódica y paciente.
La víspera, cuando Ptolomeo y Cleopatra plasmaron por escrito su reconciliación más el compromiso de que Ptolomeo no tocaría el cuerpo de su hermana, César se había fijado en cómo escribían los dos. El muchacho tenía una letra picuda, torcía los renglones y cometía faltas de ortografía incluso en palabras sencillas. Cleopatra, en cambio, empuñaba la pluma con el cuidado del artesano a quien le gustan las cosas bien hechas, casi con el amor del jardinero que cuida sus flores.
Y ésa era su letra, no cabía duda.
Echó un vistazo al texto. Al pronto le pareció un tratado de botánica, con la peculiaridad de que todas las plantas que describía poseían propiedades tóxicas: beleño, mandrágora, belladona, dedalera, cicuta, estramonio, nuez vómica. Luego descubrió que también había apartados para setas venenosas y para las ponzoñas de serpientes, escorpiones y otras alimañas. En cada caso, se detallaba cómo conseguir la toxina, cómo prepararla y administrarla, qué efectos se conseguían y los posibles antídotos.
Sin duda, Cleopatra era toda una experta en venenos.
—¿Has visto esos anillos que lleva? —preguntó Arsínoe.
—Sí —respondió César, enrollando y atando el papiro.
—¿Qué crees que oculta en ellos?
—¿Veneno?
—Sí. Debajo de cada gema guarda un tóxico distinto según el color de la piedra. Lleva años practicando con animales y con esclavos de palacio. ¡No creería tanta perfidia si no hubiera alardeado de ello delante de mí para amenazarme y hacerme callar!
—A mí también me resulta sorprendente. No me ha dado la impresión de ser una persona cruel.
—Porque es una actriz consumada. ¡Podría ganarse la vida en el teatro! Su inspiración es Mitrídates. ¿Sabes que desde que tenía quince años se ha dedicado a ingerir todo tipo de venenos en pequeñas dosis para volverse inmune a ellos? Ni siquiera compartiendo la copa o la comida con ella estarías a salvo.
César empezaba a sentirse inquieto. Pese a las pruebas que le presentaba Arsínoe, le costaba mucho creer que Cleopatra fuese una envenenadora, asesina de su propio padre. Pero ¿no lo creía porque ella le parecía una persona íntegra y por eso le había gustado, o como le había gustado se engañaba a sí mismo y la creía íntegra?
En realidad, no la conocía lo suficiente para juzgarla. Cleopatra era una mujer bella, y César sabía bien que la mayoría de los varones, incluido él, tendían a equiparar hermosura física con bondad y pureza.
Aunque hablando de belleza, César había visto a muy pocas mujeres que pudieran parangonarse con Arsínoe. Ni siquiera Andrónice la cortesana dispersaba a su alrededor esa nube de sensualidad, tan poderosa que se antojaba obra del cinturón mágico de la mismísima Venus.
«No te fíes de ella», se advirtió a sí mismo. Por más pucheros que hiciera Arsínoe con los ojos lacrimosos, seguro que no tenía nada de inocente. Así lo indicaba la forma en que estaba sentada ahora, apretando los brazos para que se le marcara el canal del escote y al mismo tiempo inclinando la espalda de modo que le ofrecía a la vista un triángulo de lunares en el pecho izquierdo que no debían andar muy lejos del borde de la areola.
La joven contemplaba la copa. Todavía no había probado el vino.
—Espero que no pienses que yo te voy a envenenar —dijo César—. No es algo propio de un romano.
Ella sonrió con timidez, fingida o no, y bebió por fin. Mientras lo hacía, miró a César por encima de la copa y por debajo de las largas pestañas. Después se levantó, se acercó a él y le tendió la copa dándole la vuelta. Por si no hubiera quedado bastante claro lo que pretendía, deslizó el dedo índice sobre el borde, allí donde había posado los labios, para indicarle por dónde beber.
—Sé que no me envenenarías, César —dijo—. Pero si tú también bebes, me sentiré más tranquila y más protegida.
Él se mojó apenas los labios con el vino y le devolvió la copa. Arsínoe la dejó en la mesa que había detrás de César, excusa que le sirvió para acercarse más y rozarse con él.
—¿Qué has venido a pedirme, Arsínoe?
—Que ejecutes el testamento tal como era la intención de mi padre. Cleopatra no es su hija, y además fue su asesina.
—¿Quieres convertirte en reina?
—Ésa fue la voluntad de mi padre y también es la voluntad de los dioses. Yo no actuaré como mi hermana. Mi deber como reina es casarme con mi hermano y engendrar hijos, y lo haré.
Aunque César había retrocedido, ella avanzó un paso más, prácticamente acorralándolo contra el borde del escritorio. Para sorpresa de César, que no se esperaba una ofensiva tan directa, Arsínoe le echó mano a la entrepierna. Si albergaba dudas sobre su inocencia, terminaron de disiparse en ese instante. Desde luego, Calpurnia no le habría agarrado así. A través de la ropa, el dedo índice y el anular de Arsínoe le rodearon el miembro mientras el corazón se movía en una experta caricia desde la base hasta la punta.
César sintió cómo la sangre le afluía de golpe al glande. Mientras Arsínoe le acariciaba con la derecha, usó la izquierda para soltar el broche que sujetaba el tirante del lado contrario. La seda resbaló, descubriendo un seno perfecto con un pezón rosado y tan enhiesto como la punta de un pilum.
Desde que era muy joven, César se había sometido a una disciplina estricta para reprimir sus impulsos y dominar su cuerpo. A veces metía un dedo en agua casi hirviendo, agarraba unas ascuas o se clavaba una aguja en la palma de la mano y aguantaba el dolor hasta el límite durante unos segundos para conseguir que fuera su mente y no sus instintos quien gobernara sus actos.
De haberse dejado arrastrar ahora, César habría estrujado ese pecho desnudo entre los dedos y habría enterrado su boca en la de Arsínoe, cuyos labios estaban entreabiertos y húmedos. Lo que hizo, en cambio, le exigió un esfuerzo de voluntad mucho mayor que resistir con la mano sobre las brasas. Tomó la muñeca de Arsínoe, la apartó de sí, la obligó a darse la vuelta y la empujó suavemente.
—¿Qué haces? —preguntó ella, incrédula.
—Si crees que tu causa es justa, ¿por qué tienes que ofrecerte a ti misma como soborno?
Arsínoe no se rendía fácilmente. Se giró de nuevo hacia César, soltó el otro broche y tiró del vestido hasta los pies. No llevaba nada debajo, y su cuerpo de marfil se veía perfectamente depilado. Por más que quiso evitarlo, César no pudo sino recorrerla con una mirada. Sus formas eran mucho más voluptuosas que las de Andrónice. Ni el propio Paris en el juicio de las tres diosas debió de sufrir una tentación como aquélla.
César cerró los ojos un par de segundos y se concentró en imágenes de batallas, recordando heridos eviscerados a los que había sostenido la mano mientras agonizaban y que le habían esputado sangre negra en la cara. Sólo así consiguió reprimir su reacción física. Después abrió de nuevo los párpados, tomó la campanilla de plata y dijo:
—Vístete ahora mismo o haré que mis lictores te saquen de aquí y te lleven a rastras desnuda por todo el palacio.
Como si no quisiera privarle del espectáculo de sus nalgas —«Madre Venus, no te enojes conmigo por desperdiciar tu bendición», rezó César mentalmente—, ella se giró en redondo y se agachó a recoger la ropa. Mientras se ponía la túnica sin ninguna prisa, contoneándose al pasarla por la cadera de tal manera que sus pechos pendulearon de una forma irresistible, Arsínoe lo miró con una sonrisa de la que se había desvanecido cualquier rastro de candor.
—Sería divertido, César, siempre que tú me llevaras de la mano.
Por fin, la joven se cubrió los pechos. ¡Condenada criatura! Lo único que había salvado a César de caer en su lazo era que, quizá por ser demasiado joven y entusiasta, se había excedido en su actuación.
—Me halaga que ofrezcas tu belleza a quien empieza ya a ser un viejo provecto, pero no puedo aceptarla —dijo César.
—¡No digas eso, César! Muchos jóvenes envidiarían tu prestancia.
—Sea como sea, no quiero que los ardores de la pasión me ofusquen ahora que debo reflexionar sobre el mejor modo de favorecer tu legítima causa. Si me disculpas, estudiaré estos documentos que me has dado —añadió, dejando claro que no se los iba a devolver—. Espero gozar de tu compañía más adelante.
Ella seguía sonriendo, pero algo se había quebrado dentro de ella. Con ese cuerpo y ese rostro, César habría apostado una de sus dos legiones a que era la primera vez que alguien la rechazaba. «Todos tenemos que aprender a conocer la derrota, princesa Arsínoe», se dijo.
—Mira mi coleta —dijo ella dándose la vuelta—. Ves pelo en ella, ¿verdad?
—Verdad.
—Pues piensa que en realidad soy como Kairós el Momento, hermano de Tique la Fortuna, y que mi nuca es tan calva como tu frente. Si vuelves a dejar pasar la ocasión, no se te presentará una vez más. ¡Adiós, gran conquistador!
Cuando Arsínoe salió de la estancia, César se desplomó en su silla curul. Le temblaban las piernas como si se hubiera enfrentado a todas las tribus de Germania juntas. Contra su costumbre, bebió un larguísimo trago de vino. De haberse encontrado en la tienda de mando de Pompeyo, se habría metido de cabeza en una cisterna frigidaria para enterrarse en hielo y enfriar el ardor que lo consumía. ¡Por los perros de Hécate, qué momento había pasado!
Cuando se calmó un poco, examinó de nuevo el documento firmado por Auletes. Imitar una caligrafía no resultaba tan complicado; quizá la propia Arsínoe supiera hacerlo. «Y si no, sólo le hace falta enseñarle las tetas a cualquier falsificador para que trabaje gratis para ella», pensó.
En cuanto al tratado de venenos escrito por Cleopatra, sí tenía visos de ser auténtico; tal minuciosidad y nivel de conocimientos no podían ser improvisación del momento. Pero escribir sobre tóxicos no parecía la mejor forma de pasar desapercibida como envenenadora, a no ser que uno fuese como Mitrídates, que llevaba tantos años reinando y batallando que ya le daba igual disimular que no.
¿Creía en la inocencia de Cleopatra o quería creer? La diferencia era más que apreciable, y vital para él en ese momento.
No le quedaba más remedio que confiar en su instinto para orientarse en aquel lugar. Allí no había más que serpientes como Teódoto —«Los muertos no muerden»—, el eunuco Potino o incluso Aquilas, que en vez de plantear batalla en campo abierto estaba introduciendo a sus hombres subrepticiamente en Alejandría. El joven Ptolomeo era un mal bicho, por mucha humildad que hubiese intentado aparentar durante su entrevista. En cuanto a Arsínoe, le acababa de demostrar que no sentía reparo ninguno en explotar sus encantos para manipular a los demás.
¿Y Cleopatra? ¿Era igual de pérfida que todos los demás? Evidentemente, no se trataba de una doncella débil e indefensa, como había demostrado reclutando un ejército para invadir su propio país. Pero parecía más proclive al enfrentamiento directo que a la intriga y a la traición.
Todo aquello sólo había servido para agravar su dolor de cabeza. César miró la clepsidra. Si no quería retrasarse, tenía que bañarse ya. Aunque sabía que al final de la noche olería a sudor, a humo y probablemente a sangre, ahora necesitaba sentirse limpio.
Recordó que también le había recomendado un baño a Esceva y sonrió. Gracias a la indisciplina del primipilo había obtenido una información muy valiosa. César ya tenía casi decidido su plan de acción desde la víspera, pero lo que había contemplado desde la terraza del Faro y lo que le había contado el prisionero gabiniano habían terminado de decidirlo.