La hija del Nilo (60 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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—Es lo que sueles hacer tú, ¿no? —respondió Claudio Nerón—. Adelantarte. ¿Qué es lo que sueles decir?

—«Más vale llegar antes con la mitad de hombres que después con el doble» —citó Fufio Caleno.

César se quedó pensativo.

—Creo que esto no es cosa de Ptolomeo, sino de otra persona. Vamos, acompañadme a la sala de audiencias.

66

Cleopatra, la autora de aquella inesperada convocatoria, llevaba ya media hora en el salón del trono cuando apareció César. Hasta ese instante, la enorme estancia estaba casi vacía. Aparte de seis sirvientes fieles que Cleopatra había localizado y que ahora permanecían silenciosos tras las columnas doradas que rodeaban la nave central, únicamente la acompañaban Apolodoro, Furio y los ocho soldados asignados por César para su custodia. Con sus extrañas lanzas apoyadas en el suelo a ambos lados del estrado, montaban guardia, silenciosos e inmóviles.

Gracias a las palabras y las sonrisas que Cleopatra repartía en las dosis justas y los momentos oportunos, aquellos hombres se hallaban ahora muy embebidos en su papel. Pero no olvidaba que eran soldados de César, no suyos. Se encontraba sola en su propio palacio, que se había convertido en tierra hostil, y debía obrar con sumo cuidado.

César venía acompañado por unos sesenta hombres entre oficiales, legionarios y germanos; éstos eran tan altos y pálidos como le había contado Boaz. Ciento veinte botas pisando a la vez con la desafiante contundencia romana producían un eco metálico que aturdía los tímpanos. Cleopatra ya había reparado en ese ruido cuando entró en la sala con su escolta. En aquel momento le había pedido a Furio que le enseñara una bota. Por debajo tenía tantos clavos, treinta como mínimo, que más que una suela parecía una puerta abollonada.

—Os resbalaréis con eso —comentó Cleopatra.

—En este suelo sí, majestad. Pero en el campo de batalla estos clavos se afianzan en el suelo y nos dan mucha más firmeza.

El apuesto Furio contestaba a sus preguntas despacio, en un latín muy correcto y pronunciando con claridad la terminación de cada palabra. En cambio, cuando se dirigía a sus subordinados hablaba a toda velocidad y usaba el acusativo prácticamente para todo. Aun así, Cleopatra, que poseía un oído casi perfecto tanto para la música como para los idiomas, no tenía demasiados problemas para seguir sus conversaciones.

Por supuesto, no se lo había dicho a Furio ni a sus soldados, y mientras charlaban en su jerga ella fingía la mirada ausente de quien no se entera de nada. Aunque su tío Horem hotep hubiese intentado asesinarla, sus consejos conservaban la misma vigencia: «La información que se recibe es más valiosa que la que se ofrece, y lo que se esconde más útil que lo que se muestra».

Al llegar a unos cuatro metros del estrado, César se detuvo. Detrás de él lo hicieron sus hombres, y los lictores apoyaron las fasces en el suelo. Dejar de oír esa reverberante marea metálica fue un gran alivio para los oídos de Cleopatra.

—Caballeros —dijo César—, os presento a Cleopatra Filopátor, reina de Egipto.

Tras las palabras del general, todos los presentes salvo él inclinaron la cabeza hasta tocarse la barbilla en el pecho durante un par de segundos. «Para ser romanos, no puedo quejarme», pensó Cleopatra, sin mover ni una ceja.

A ratos le venía a la nariz un olor a pescado que, estaba segura, únicamente existía en su imaginación. Se había bañado y lavado el pelo a conciencia, y sabía que Apolodoro también se había restregado y embadurnado de aceite aromático, porque ella misma le pasó revista antes de salir de sus aposentos. Por lo demás, era consciente de que ofrecía un aspecto demasiado sencillo para una reina de Egipto. Vestía una túnica doble de lino blanco y sobre ella un manto, azul como la diadema que ceñía sus cabellos. Las únicas piezas de pedrería que llevaba encima eran sus seis anillos y el de su abuela, de los que nunca se separaba. De las demás joyas que poseía, unas se habían quedado en Ascalón y otras, las que dejó en Alejandría cuando huyó del país, habían desaparecido.

César, por su parte, parecía incluso más alto hoy con sus botas militares, la coraza plateada y esa capa roja que se movía tras él aleteando como una presencia propia.

«Por muy imponente que parezca, la iniciativa es mía ahora», pensó. Se la había arrebatado a César al presentarse de improviso en el salón del trono y convocarlo horas antes de la audiencia con Ptolomeo.

Pero si esperaba que César se quedara desconcertado, no tardó en desengañarse.

—Caucilio, mi silla curul —dijo él.

Uno de sus lictores llevaba bajo el brazo un objeto de bronce que parecía bastante pesado. Obedeciendo la orden de su cónsul, el hombre se acercó al estrado, saludó a Cleopatra con una reverencia y después, sin pedir permiso, subió los cuatro peldaños de basalto y abrió aquel objeto, revelando que eran las patas plegables de una silla. Un segundo lictor se aproximó para colocar sobre las dos patas abiertas en forma de X una sencilla tabla de madera sin cojín. Después ambos bajaron andando hacia atrás para no dar la espalda a Cleopatra, lo que hizo que uno de ellos diera un traspiés y estuviera a punto de propinarse una costalada.

A continuación, fue César quien se plantó arriba en dos ágiles zancadas y se acomodó en la silla, a apenas metro y medio de Cleopatra.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —cuchicheó ella sin apenas torcer el cuello.

—Yo diría que me he sentado —contestó César.

—No puedes hacer eso en presencia de la reina.

Para horror de Cleopatra, a la que le habían salido los dientes asistiendo a audiencias en aquella sala, César, sin apenas levantar el trasero, agarró ambos brazos de la silla y la arrastró para acercarse más. Las patas de bronce arrancaron un estridente chirrido de la gran losa de piedra.

—No puedo presentarme delante de ti como un simple peticionario —dijo César en griego—. Soy un cónsul de Roma.

—¡Pero no un rey!

—Los cónsules somos los herederos de nuestros antiguos reyes. Por eso llevamos doce lictores, mandamos al ejército en la guerra y tomamos los auspicios en nombre de la ciudad.

—¿Qué es eso de tomar los...? —Cleopatra se dio cuenta de que César la estaba llevando a su terreno y se interrumpió—. ¡Por Perséfone, me da igual! ¡No puedes sentarte aquí arriba a mi lado!

Él parecía estar pasándoselo en grande para irritación de Cleopatra, que veía cómo había contrarrestado su táctica.

—Tenemos que estar a la misma altura —dijo César—. De pie o sentados, como tú prefieras. Pero un cónsul de Roma jamás puede dar la impresión de que se encuentra por debajo de nadie, por muy rey que sea.

—¿Quiénes os habéis creído que sois los romanos?

César giró la silla en ángulo recto, de modo que quedó sentado en perpendicular a Cleopatra, que tenía que torcer el cuello para mirarlo. Por lo que podía observar, los oficiales y soldados de César también estaban disfrutando. Una de las cosas que más parecía divertir a aquellos romanos era saltarse impunemente el protocolo de un pueblo extranjero.

—¿Que quiénes nos creemos que somos? Te contaré una cosa, mi joven Cleopatra. ¿Conoces la historia de Popilio Lenas?

—Tengo cosas mucho más interesantes que estudiar que la historia de los pueblos bárbaros —respondió ella.

«Qué guapa se pone cuando se enfada», pensó César, observando cómo se dilataban las aletas de la nariz de Cleopatra y sus mejillas se teñían de rubor bajo el maquillaje. Por supuesto, no se le ocurrió decírselo; una frase así sólo conseguía multiplicar la furia de una mujer por cien.

—En realidad, tiene que ver con vuestra historia tanto como con la nuestra —dijo César—. Ocurrió cuando Antíoco Epifanes, rey del imperio seléucida, le declaró la guerra a vuestro rey Ptolomeo, el sexto o el séptimo de la dinastía, e invadió Egipto.

Ella había enderezado el cuello y miraba hacia el fondo de la sala, o acaso hacia el infinito, fingiendo no prestarle atención. Pero César sabía que le estaba escuchando.

—Roma decidió mediar en el conflicto y mandó como embajador a Gayo Popilio Lenas —prosiguió—. Para esas misiones siempre elegimos a senadores consulares, y Popilio había desempeñado el cargo de cónsul cuatro o cinco años antes. Antíoco ya había conseguido que se le sometiera Menfis y estaba a punto de entrar en Alejandría.

»Entonces, en los suburbios que llamáis Eleusis, Antíoco se encontró con la embajada romana. Cuando tendió la mano para saludar a Popilio, éste, en lugar de estrechársela, le puso en ella unas tablillas con el decreto del senado por el que se conminaba a Antíoco a abandonar Egipto inmediatamente. Antíoco le dijo que estudiaría ese decreto con sus consejeros antes de tomar una decisión. ¿Sabes lo que hizo Popilio?

—No, pero seguro que tú me lo vas a contar —dijo Cleopatra en tono neutro y con la mirada vacía.

—Con su bastón, Popilio trazó un círculo alrededor de Antíoco. Después le dijo: «No saldrás de este círculo sin darme una respuesta que pueda llevar al senado. Paz o guerra, tú eliges».

—Yo habría hecho que ejecutaran a ese insolente.

—¿Lo habrías hecho de verdad? Es cierto, no se trataba más que de un viejo vestido con una toga de lana que venía con otros viejos tan ridículos como él y, sin embargo, ¡se atrevía a encerrar en un círculo al poderoso rey del imperio seléucida! Pero Antíoco no sólo no mandó a sus soldados que mataran a Popilio, y eso que tenía miles, sino que contestó balando como un corderito: «Haré lo que al senado le parezca oportuno». Y sólo entonces Popilio le estrechó la mano y le permitió salir del círculo.

Cleopatra miró a César a los ojos, parpadeó despacio y volvió a apartar la mirada. Pero el desdén era simulado: sus labios delataban que estaba rechinando los dientes.

—¿Sabes por qué Antíoco se tragó su orgullo, reina Cleopatra? Porque sabía que, detrás de ese viejo vestido con una toga que probablemente olía a lana sudada, se escondía el inmenso poder de la República. Y ese poder había aplastado a su padre, el que se hacía llamar Antíoco el Grande, en la batalla de Magnesia, del mismo modo que había sometido ya a Macedonia y a Cartago. Si Antíoco se hubiera atrevido tan sólo a rozar la toga de Popilio, no digo ya ejecutarlo, la venganza de Roma habría llegado más temprano que tarde.

—¿Me estás amenazando? ¿Qué pretendes con ello?

¿La estaba amenazando? «¡No!», se contestó a sí mismo César, apartando un poco la silla.

¡Por Venus Genetrix, se acababa de dar cuenta de que lo que pretendía era impresionarla como si fuera el pavo real que luce en su cola los mil ojos del gigante Argos para cortejar a las hembras! Se estaba comportando de forma tan inmadura como Pompeyo cuando se empeñó en celebrar su triunfo con cuatro elefantes.

—No ha sido mi intención —se disculpó César—. Te aseguro que te respeto por quien eres y también por la audacia que has demostrado.

—Pues entonces demuéstrame ese respeto delante de tus hombres —contestó ella sin apenas levantar la voz.

César respiró hondo.

—Lo haré. Pero tú también debes respetarme a mí y a lo que represento. No cometas el error de subestimarnos porque no tengamos reyes sentados en trono.

Cleopatra se volvió hacia él.

—Créeme, César. Nadie en Egipto comete el error de subestimar a los romanos. Conocemos bien la estela de destrucción que dejáis a vuestro paso cuando alguien os contraría en vuestros caprichos.

—¿Crees que somos sólo eso, niños caprichosos que destrozan pueblos y ciudades como si fueran sus juguetes?

—Lo has expresado mucho mejor que yo.

—¡¿Qué demonios está pasando aquí?!

Cleopatra hacía esfuerzos por contener su indignación. No alcanzaba a comprender por qué el mismo hombre que la víspera se había mostrado amable y correcto con una desconocida que olía a pescado e iba vestida con un vulgar sayo al día siguiente actuaba con tal prepotencia delante de una reina. ¿Por qué se empeñaba en intimidarla de aquella manera tan ridícula?

Pero cuando oyó la aguda voz de su hermano quebrándose en un gallo, se le olvidó de golpe todo su enojo y volvió la mirada hacia la izquierda.

La puerta plateada se había abierto sin un solo chirrido, activada por el mecanismo hidráulico oculto bajo el suelo. Pero la comitiva que entraba por ella era cualquier cosa menos silenciosa. En ella venían Teódoto y Potino, apresurándose para seguir el paso de Ptolomeo, que se dirigía hacia el trono casi corriendo. Detrás de ellos tres seguía una larga hilera de cortesanos y también soldados de los dos cuerpos de guardia, griegos de blancas corazas y nubios de rojas túnicas.

Entre los guardias entró también Arsínoe, vestida con una espectacular túnica violeta que se ceñía a su cuerpo como un guante. Agarrado de su mano venía Maidíon, que caminaba bamboleándose y despatarrado para evitar que un muslo tropezara con el otro. Aunque pareciera imposible, estaba incluso más gordo que la última vez que Cleopatra lo vio.

—¡Bájate de ahí ahora mismo, usurpadora! —gritó Ptolomeo con ojos desorbitados—. ¡Guardias, sacadla de ahí y ponedla de rodillas!

Los soldados de su hermano terciaron las lanzas y se dispusieron a cumplir la orden, mientras que Furio y sus hombres se volvieron hacia ellos preparando también sus jabalinas para atacar. Cleopatra engarfió los dedos en las cabezas de león de los apoyabrazos, dispuesta a morir en el trono si era preciso.

César se levantó con una agilidad sorprendente en un hombre de su edad, bajó del estrado prácticamente de un salto y se dirigió hacia la comitiva de Ptolomeo a grandes zancadas, la capa ondeando tras él.

—¡Deteneos! —exclamó en tono penetrante y metálico.

Los guardias se quedaron clavados en el sitio y el mismo Ptolomeo se paró en seco. Cleopatra se dio cuenta de que llevaba un rato sin respirar y exhaló el aire por fin. A su pesar, se sentía impresionada. Tal vez después de todo la historia de Popilio fuese cierta: algo había en esos romanos, quizá el aliento de sus dioses, que les infundía una seguridad que irradiaba un halo a su alrededor.

Frente al trono, los lictores, soldados y germanos de César, que se habían girado hacia los recién llegados y se disponían a atacarlos, también se quedaron inmóviles. Con Ptolomeo debían de venir al menos cincuenta hombres armados. ¿Qué habría ocurrido de librarse una batalla en el salón del trono? Cleopatra prefería no saberlo. Nunca había visto derramarse sangre en aquel lugar, aunque sabía que antes de que ella naciera había rodado más de una cabeza sobre las losas de mármol ahora impolutas.

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