La hija del Nilo (62 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Con un gesto de resignación, el eunuco se dispuso a seguir a César. Cleopatra, que no quería permanecer un segundo más en la misma estancia que su hermano, se apresuró a salir y los alcanzó en la puerta.

—César —susurró, poniéndole la mano en el hombro—. Yo también tengo que tratar contigo ciertos asuntos. A solas.

De nuevo, había decidido que tenía que actuar rápido y anticiparse a su hermano. Ella estaba prácticamente sola y aislada en la corte, pero poseía algo que a Ptolomeo le faltaba. Por lo que Cleopatra había entreoído en las conversaciones entre Furio y sus soldados, César gozaba de fama de mujeriego impenitente. «El conquistador Cabeza de Calabaza», lo llamaban. Tendría que encandilarlo ella de tal manera que pareciese lo contrario.

Imaginándose aquel desafío, unos dedos invisibles corretearon por su vientre encogiéndolo de miedo y excitación. Pero el gesto inexpresivo de César cuando se volvió hacia ella fue un jarro de agua gélida.

—Majestad, lo que digo vale para ti y para tu hermano —dijo en voz bien alta para que se le oyera dentro del despacho—. A partir de ahora no me entrevistaré con ninguno de vosotros por separado.

—Pero no es por lo...

César cortó sus palabras con un gesto tajante.

—No quiero que ninguno de los dos piense que intrigo con el otro. Si os parece bien, mañana por la noche sellaremos vuestra reconciliación con un banquete que demuestre a vuestros súbditos cómo la armonía reina entre los hijos del difunto rey. Puedo contribuir con vino de Rodas que hemos traído en nuestras naves, pero la verdad es que es mediocre y no os lo recomiendo. Ahora, majestades, si me disculpáis...

Sin añadir más, se dio la vuelta, tomó del codo a Potino y se lo llevó de allí a paso vivo. Cleopatra se quedó en el umbral. Sólo pasados unos segundos se dio cuenta de que tenía la boca entreabierta y la cerró.

Unos dedos le rozaron el antebrazo. Supo sin verlo que eran los de su hermano, porque la piel se le había erizado como si le correteara por ella una araña peluda.

—Sé que andas pensando en abrir tus virginales piernas para él, hermanita —dijo Ptolomeo. Ahora que no estaba César, su tono volvía a ser tan venenoso como de costumbre—. ¡Qué lástima que no le gustes!

«¿Cómo que no le gusto, estúpido? —pensó Cleopatra—. ¿No has visto lo rápido que ha aceptado garantizar como testigo que no te acerques a mí?».

Pero se abstuvo de expresar en voz alta lo que pensaba y apartó el brazo.

—Estás incumpliendo tu compromiso. Es la primera y última vez que me tocas.

Ptolomeo abrió las manos y reculó.

—Tranquila, tranquila. Ya tengo alguien de la familia que me calienta la cama, y vale cien veces más que tú. —Miró a su espalda y, bajando la voz para que los funcionarios no lo oyeran, añadió—: ¿Sabes una cosa? Le voy a enviar a César un regalo especial.

—Conociendo tu buen gusto, será otra cabeza humana.

—Sí, pero pegada a un cuerpo de diosa. Ya que no quiere vernos a ninguno de nosotros por separado, me encargaré de que vea a Arsínoe. Cuando ella se desnude y susurre en sus oídos mientras él le besa los pechos, César acabará comiendo en mi mano.

—¿Crees que hará lo que tú le digas? Arsínoe tiene sus propios planes.

—¡Pues claro que los tiene! Convertirse en mi reina consorte y dar a luz a mis hijos. —Ptolomeo soltó una carcajada tan aguda que sonó casi histérica—. Pero no me importa compartirla con César. Cuando le haya sorbido el seso, será él quien me regale a mí una cabeza. ¡La tuya, hermanita!

Con esas palabras, cerró de un portazo para evitar la posible réplica de Cleopatra. Aunque no lo hubiese hecho, ella no habría sabido qué contestar.

Con desánimo, se dio cuenta de que, pese a ser la hermana mayor, Ptolomeo y Arsínoe sabían darle mil lecciones sobre intriga. Y era esa ciencia, y no la del buen gobierno, la única que servía para sobrevivir en aquel palacio.

68

—¿Cuál es el asunto que deseas tratar conmigo, noble César?

Potino y él caminaban por el paseo que conducía desde el palacio al templo de Isis, casi en la punta del promontorio de Loquias. Veinte metros por detrás de ellos venían dos grupos formados por guardias de palacio y hombres de César que intercambiaban de cuando en cuando miradas hostiles. A la izquierda del camino enlosado y rodeado de parterres se encontraba el muelle donde reparaban la monstruosa nave Anfítrite.

—Lo cierto, mi querido Potino —empezó César—, es que no he venido a Alejandría tan sólo por perseguir a Pompeyo ni para poner paz en riñas domésticas.

—Hay mucha gente que nos visita para contemplar los monumentos de nuestra ciudad.

—Lamento reconocer que mi motivo es más prosaico. Vuestro reino me debe dinero.

—¿Cómo es eso posible? Tengo entendido que es tu primera visita a Egipto.

«No pongas esa cara de asombro, falsario —pensó César—. Sabes perfectamente de qué te hablo y hasta el último cobre». Pero se armó de paciencia y dijo en tono suave:

—Fue un compromiso que asumió vuestro anterior rey cuando estuvo en Roma. Allí no sólo adquirió deudas conmigo, sino también con un consorcio financiero que presidía Gayo Rabirio Póstumo. ¿Recuerdas a ese personaje?

—Vuestros nombres son muy complicados para nosotros. Espero que me disculpes.

—Yo te refrescaré la memoria. Durante un tiempo, y de eso no han pasado ni diez años, Rabirio desempeñó uno de los cargos que tú ostentas ahora, el de administrador de finanzas del reino.

—¿Un extranjero en mi puesto? —preguntó el eunuco, atiplando exageradamente la voz—. ¡Eso es imposible!

—Pues extranjero era, mi querido Potino, aunque para no parecerlo tanto renunció a su toga romana y se vistió con ropas alejandrinas.

—Ahora que lo dices, la historia empieza a sonarme. Aquel hombre era muy corrupto...

—Eso es falso, y además ambos teníamos una gran amistad, así que te sugiero que midas lo que dices.

—No pretendía ofenderte.

—Vuestro rey lo nombró para que pusiera en orden las finanzas y de paso pudiera cobrar la deuda. Pero luego no cumplió su palabra. Cuando Rabirio consiguió cobrar todos los impuestos atrasados de los últimos años, Auletes le expulsó del país sin pagarle ni un mísero cobre.

—Supongo que te refieres a nuestro bienamado Ptolomeo Filadelfo...

—Me refiero al borracho que se empeñaba en tocar la flauta en todos los banquetes —repuso César en tono impaciente, dispuesto a apretarle las clavijas al eunuco—. Por su culpa Rabirio se quedó en la ruina, así que yo, como amigo suyo, le compré la deuda. Eso significa que, entre unas cosas y otras, ahora mismo tengo en mi poder títulos de pago de la corona de Egipto por setenta millones de sestercios.

—Lamento decirte que no sé de qué me estás hablando.

—Si te refieres a que no conoces el sistema monetario romano, te lo aclararé. Me debéis diecisiete millones y medio de dracmas, o unos tres mil talentos.

—¡Pero eso supondría la mitad de los ingresos anuales de la corona! —se escandalizó Potino—. Lejos de mí tildarte de mentiroso, César, pero es imposible que el reino esté en deuda contigo ni con nadie por una cantidad tan grande.

Sin molestarse en contraargumentar, César dijo:

—Estoy dispuesto a retrasar parte del pago y a no cobraros intereses. Pero quiero recibir de inmediato cuarenta millones de sestercios, o si lo prefieres diez millones de dracmas. —César se detuvo para dar la vuelta en su paseo, y al hacerlo se quedó mirando de frente al eunuco—. En el momento en que me los entregues, y puesto que ya he cumplido mi misión de reconciliar al rey y la reina, se acabará esta visita que tan molesta os está resultando.

Mientras regresaban al palacio Potino protestó de mil maneras, alegando por un lado que la visita de César no suponía ninguna molestia, aunque sería menos gravosa si enviaba fuera de la ciudad al menos a la mitad de sus tropas; que en los archivos de palacio no constaba nada sobre esa deuda de la que hablaba César; y que, en cualquier caso, con lo desastrosas que habían sido las últimas cosechas el erario se encontraba tan seco como los mismos campos de Egipto.

Discutir con aquel medio hombre de cualquier asunto, y más de dinero, era como sacarse una muela. César comprendió que cobrarle aquella deuda iba a resultar una tarea tan penosa como limpiar los establos de Augías. «Debería tratar esto directamente con Cleopatra», pensó.

Pero sentía una extraña renuencia a verla a solas. No era sólo por no dar la impresión de que conspiraba con ella, tal como había alegado al salir de la reunión con su hermano. Había algo más.

Cuando se levantó de la cama por la mañana, César, más despejado, se había convencido a sí mismo de que la obsesión por Cleopatra que lo desveló de noche no era más que fruto del cansancio y la impresión momentánea producida por la teatral aparición de la joven.

Sin embargo, al entrar en el salón de audiencias y verla sentada en el trono, y más incluso cuando se sentó cerca de ella y aspiró su perfume, había notado en el pecho un extraño vacío, como si su corazón hubiera perdido el compás y palpitara fuera de ritmo. Por la razón que fuere, sus encantos naturales o el hechizo de alguna oscura magia egipcia, aquella mujer ejercía sobre él un influjo invisible y tan poderoso como el que según Posidonio obraba la luna sobre el mar.

Fuera amor, deseo o simple capricho pasajero, lo que sentía por Cleopatra era un lujo que él, César, no se podía permitir.

69

Durante algunos días León y Eufranor apenas habían recibido noticias de César. Pero a la mañana siguiente de su audiencia con Cleopatra y Ptolomeo, Hrodulf fue a verlos a los aposentos que compartían en el Filoxenión y anunció:

—César desea que lo acompañéis a visitar el Faro.

—¿Ahora mismo? —preguntó León.

El germano se limitó a asentir y se marchó. Padre e hijo se miraron.

—¡Magnífico! —exclamó Eufranor—. ¡Siempre he querido ver esa torre por dentro!

Cuando se reunieron con César, León le sugirió que cruzaran el puerto a bordo de la Hermes, lo que no les llevaría más que unos minutos. Él se empeñó en hacerlo a pie. Esta vez llevó consigo una nutrida escolta de legionarios y germanos, pero dejó a sus lictores en palacio. Al parecer, se había convencido por fin de que hacerse acompañar por los símbolos externos del poder de Roma ofendía a los alejandrinos incluso más que la presencia de los soldados.

León se fijó en que, como de costumbre, César estudiaba con ojo atento todo lo que veía y no dejaba de hacer preguntas. En esta ocasión se había unido a su comitiva un nuevo asesor, Sosígenes. León lo había conocido unos años antes, y recordaba que se trataba de un individuo peculiar. A ratos, convencido de su superioridad intelectual sobre el resto de la humanidad, se mostraba de un arrogante insufrible, pero también podía resultar una compañía divertida. Cuando viajó a Rodas para conocer a Posidonio, él y León se habían corrido buenas juergas que solían acabar en la mansión de Caligenia, la meretriz más famosa de la isla.

Puesto que César ya estaba familiarizado con los muelles, decidió dirigirse al Heptastadion no atravesando el puerto, sino por la calle situada al sur del Emporio. La parte trasera de éste era una sucesión de dos pisos de arcos de ladrillo tras los que se veían los almacenes interiores, protegidos por rejas de metal, y mercados y lonjas repartidos alrededor de dos enormes patios. En el extremo oeste, ya al final del edificio, Sosígenes señaló los tres últimos arcos.

—Éste es el almacén de libros. Aquí se guardan los que la Biblioteca compra fuera de Alejandría antes de catalogarlos, y también los que se exportan.

Un par de hombres cruzaban la calle cargados con cajas llenas de rollos de papiro que, a juzgar por sus resoplidos, debían de pesar bastante. Al otro lado de la amplia avenida se hallaba el ala norte del Museo, cerrada por una verja de hierro y mucho menos llamativa que la fachada principal.

—¿También exportáis libros? —le preguntó León a Sosígenes—. Tenía entendido que la sed de conocimiento de los miembros de la Biblioteca es tan insaciable que sólo traen libros y nunca se desprenden de ellos.

—Antes el Museo se mantenía solamente de los fondos que le destinaban los reyes —respondió Sosígenes—, y los eruditos que trabajaban en él podían vivir con cierto desa ho go sin molestarse tan siquiera en impartir clases. Pero desde la infausta época de Fiscón esos fondos se redujeron a la cuarta parte. Por eso muchos de los estudiosos trabajan también como copistas, y las obras que reproducen se venden a otras bibliotecas o a coleccionistas particulares. Uno de los que más volúmenes nos compra es amigo tuyo, César.

—¿Quién? —preguntó el aludido.

—Marco Tulio Cicerón.

César soltó un bufido.

—Mejor no hablemos de él ahora. No he conocido jamás a hombre tan inteligente que se comporte con menos inteligencia.

Tras dejar atrás el Emporio y el Museo volvieron a ver el mar y los muelles. A esas alturas, ya se había congregado el habitual grupo de curiosos y desocupados que increpaba a los romanos. Pero como César llevaba consigo más de doscientos hombres armados, se limitaban a los insultos y no se atrevían a acercarse a menos de veinte pasos.

No tardaron en llegar al Heptastadion. Por su centro corrían dos vías paralelas pavimentadas con adoquines de granito por donde iban y venían carros y bestias de carga que llevaban y traían provisiones y mercancías. Pero César insistió en caminar por el borde del terraplén, y no dejaba de mirar hacia abajo como si sus ojos quisieran penetrar hasta el fondo del agua.

—Luego volveremos por el otro lado del Heptastadion —dijo.

«Esto no es una simple excursión», pensó León. Su padre lo expresó con más claridad:

—¡Cualquiera diría que estás pensando en apoderarte del puerto entero, César!

—Nunca hay que desechar posibilidades.

Por fin llegaron a la isla. Tras dejar atrás el templo de Isis, un edificio que mezclaba arquitectura griega con relieves egipcios, vieron una línea de casas tan apretadas pared contra pared que más parecían una muralla. Entre ellas sobresalían atalayas a modo de torres de vigilancia. Esos edificios eran muy típicos de Alejandría. Había tantos comerciantes y mercaderes en la ciudad que cada vez que arribaba un barco se entablaba una carrera entre ellos por llegar los primeros y comprar sus productos al mejor precio. Por eso muchos levantaban en sus casas miraderos de tres y hasta cuatro pisos para tener a la vista el puerto y ver cuándo entraban las naves.

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