—Más allá de esas casas, en la parte norte de la isla, hay una rada sembrada de escollos —explicó Sosígenes—. La llaman «el puerto de los piratas».
—¿Por qué? —preguntó César.
—Antes los habitantes de Faros encendían hogueras de noche para atraer a los barcos. Cuando se estrellaban contra los rompientes, se apoderaban de sus cargamentos y asesinaban o vendían como esclavos a los supervivientes.
—¡Qué bastardos! —dijo Eufranor. Como rodio y como mercader, aborrecía a los piratas, fuesen de mar o de tierra firme. Sin embargo, León sabía que, cuando era joven y no tan rico, su padre se había apoderado de algún que otro cargamento ajeno por medios no demasiado éticos.
Del extremo este de la isla partía una rampa de cien metros sostenida sobre pilastras de granito que salvaba las aguas hasta el peñasco donde se levantaba la gran torre. Aquel puente era relativamente estrecho, por lo que los soldados tuvieron que cruzarlo en fila de cuatro.
Al final de la rampa, ya en el islote, se abría una explanada donde montaban guardia diez centinelas con sarisas. Advertidos de la visita, se separaron para dejarlos pasar por el arco principal del pórtico que rodeaba el Faro. La mitad de los soldados de César se quedaron en la explanada y la otra mitad en el patio interior que rodeaba el edificio.
Justo antes de entrar al edificio, León torció el cuello para mirar hacia arriba. Al hacerlo conoció un vértigo nuevo, la sensación de contemplar una mole inmensa cerniéndose sobre su cabeza, tan cerca que parecía que fuese a derrumbarse de un momento a otro.
Dentro de la gran torre hacía más fresco, lo cual se agradecía después del paseo bajo el sol. El jefe del Faro, un hombre de unos cuarenta años llamado Plistarco, les dio la bienvenida e invitó a subir al grupo formado por César, Sosígenes, los dos rodios, Saxnot, Hrodulf y seis oficiales romanos.
—Tomaos con calma la ascensión, señores —les advirtió—. Incluso los más jóvenes llegan arriba jadeando.
Subieron por una empinada rampa dividida en más de treinta tramos rectos. En cada uno de ellos había siete ventanas que ofrecían vistas cada vez más amplias conforme aumentaba la altura.
León observó que César ascendía con un paso muy vivo, y pensó que no lo aguantaría. Sin embargo, el general no se frenó en ningún momento, mientras que él, mucho más joven, empezó a resoplar y a notar pinchazos en los muslos pasada la décima rampa. César no se paraba para asomarse por las ventanas; al parecer, quería disfrutar la vista de golpe cuando llegara arriba. Cuando culminaron el último tramo, ni siquiera salió al exterior para contemplar Alejandría desde ochenta metros de altura tal como hicieron los demás. Sin detenerse a tomar aliento, emprendió la subida por las escaleras que caracoleaban en el interior de la torre octogonal que constituía el segundo nivel.
—Ese hombre es incansable —dijo Sosígenes, resoplando. Tras unos segundos, siguió a César diciendo—: Pero que no se diga que los científicos sólo tenemos cabeza y no pulmones.
«Pues yo tampoco me voy a quedar atrás», pensó León, testarudo, y emprendió la subida tras Sosígenes.
Cuarenta metros más arriba salieron a la segunda terraza. Los dos resollaban como fuelles y tuvieron que inclinarse apoyando las manos en los muslos para recobrar el aliento. Al darse cuenta de que lo hacían al mismo tiempo, rompieron a reír con carcajadas que se entremezclaron con toses. Por su parte, César se había acodado en la balaustrada de mármol y respiraba con tanta calma como si viniera de pasear por la playa.
—Mirificus! —dijo.
León encontró fuerzas para enderezarse y asomarse por fin. No pudo evitar que se le escapara una exclamación de asombro.
—Impresionante, ¿verdad? —dijo Sosígenes con tanto orgullo como si el Faro lo hubiera construido él.
Desde aquel punto, situado en la cara norte del Faro, se divisaba un vasto mar que se extendía hasta un horizonte nítido y cortante como el filo de una espada, pues el día había amanecido muy claro. A la izquierda, la línea ocre de la costa se fundía con el interminable desierto de Libia, mientras que a la derecha las tierras oscuras y fértiles del Delta se internaban en el Mediterráneo en una inmensa curva.
—Curioso —observó César.
—¿Curioso nada más? —se extrañó León.
—Me refiero a eso —respondió César, señalando con el dedo.
A más de ciento veinte metros bajo sus pies, una nave de guerra estaba a punto de entrar en el puerto de Eunosto. Más a su derecha había otra que se aproximaba a la isla de Faros moviendo los remos sobre el agua como un enorme ciempiés.
—¿Trirreme o quinquerreme, León? —preguntó César.
—Quinquerreme.
Unos toldos ocultaban la mayor parte de la cubierta; pero por la forma de moverse y lo baja que se veía la línea de flotación, a León le dio la impresión de que el barco iba muy cargado.
Lo más llamativo era que a unos tres o cuatro kilómetros hacia el este venía un tercer quinquerreme, y más lejos aún se intuía la silueta de un cuarto. Las naves de combate solían navegar juntas para protegerse unas a otras. ¿Por qué éstas viajaban tan separadas?
Eso mismo debía de estar preguntándose César, que dijo:
—Normalmente los barcos de guerra amarran en el Arsenal, dentro del Puerto Grande, ¿no?
—Sí —respondió León—. Aunque puede ser que sus capitanes hayan decidido ir a las atarazanas del Ciboto para secarlos o calafatearlos.
César se limitó a asentir con gesto grave. León se preguntó qué tramaba dentro de aquella cabeza incansable.
Rodearon la torre cilíndrica para asomarse al puerto y a la ciudad. León se quedó extasiado. De pronto descubría infinidad de rincones desconocidos y parajes nuevos, especialmente en el sector de los palacios, donde se podían contemplar patios, jardines y estanques rodeados de muros y columnatas que al nivel del suelo eran invisibles.
Desde allí, Alejandría dibujaba una retícula perfecta y los distritos se distinguían con toda nitidez. En el Alfa y el Beta predominaba el color blanco del mármol, mezclado con brillos dorados y con el refrescante verde de los parques y arboledas. En los demás se veían edificios más desiguales, techos de tejas rojas y calles más estrechas que desde arriba se intuían como sombras. Más al oeste, el barrio de Racotis se fundía con los suburbios. Allí desaparecía cualquier planificación urbanística y las avenidas rectas y las casas de varios pisos daban paso a masas indistintas de chozas que casi no se distinguían del suelo.
César no dejaba de interrogar a Sosígenes, que señalaba con el dedo los lugares y le iba explicando. A la izquierda del Museo había un recinto de techos dorados en el que también se alzaban dos pequeñas pirámides; era el Sema, donde los alejandrinos enterraban a sus reyes.
—¿Cuál de esos edificios es la tumba de Alejandro? —preguntó César.
—Ninguno —respondió Sosígenes—. Su sarcófago se encuentra debajo, en una bóveda subterránea.
Al oír hablar del rey macedonio, León recordó algo, y dijo:
—Durante la travesía, oí a algunos de tus hombres hacer apuestas sobre lo que habría pasado si Alejandro se hubiese enfrentado a Roma, o incluso a ti. La mayoría aseguraban que Roma habría vencido. ¿Tú qué opinas?
—No lo creo —respondió César—. Los romanos todavía no éramos lo que hemos llegado a ser. Fue Aníbal quien nos hizo grandes de verdad, exigiéndonos que diéramos el máximo de nosotros mismos para derrotarlo.
—¿Y Aníbal? ¿No crees que era más grande que Alejandro? —preguntó León. Debido a que era descendiente de Memnón de Rodas, el general que hasta su muerte por enfermedad puso en grandes apuros a Alejandro, tenía tendencia a rebajar los méritos del macedonio.
César se encogió de hombros.
—Alejandro era único e irrepetible —dijo—. Pero cometió un grave error.
—¿Cuál? —intervino Sosígenes.
—No dejar un heredero que continuara su obra. De poco sirve ser un gran hombre si tu legado muere contigo. A Filipo lo engrandeció dejar como sucesor a Alejandro. A Alejandro lo empequeñeció no dejar tras de sí más que caos y guerras entre sus generales.
César pronunció aquellas palabras en tono ausente, casi soñador, mientras contemplaba la ciudad. Al mismo tiempo, Sosígenes lo miraba a él con el mismo gesto con que Posidonio estudiaba los ejemplares de mariposa que León cazaba para él cuando era niño.
En Rodas León había observado que una de las aficiones favoritas del astrónomo era extraer deducciones sobre las personas a partir de comentarios sueltos o de pequeños detalles de su físico y su indumentaria. «¿Qué estará pensando ahora?», se preguntó al ver que la mirada de Sosígenes se posaba, o más bien se clavaba, en un papiro enrollado que César llevaba bajo el cinturón.
Para entonces, el resto de la comitiva, incluido el director, había llegado ya a la terraza. César se volvió hacia Plistarco y le dijo:
—No dispongo de mucho tiempo, pero me gustaría ver cómo funciona la luz del Faro.
—La mayoría de los dignatarios que nos visitan se conforman con las vistas —contestó Plistarco—. Es una sorpresa agradable que un militar como tú se interese por estas cosas.
—Homo sum et humani nihil a me alienum puto —respondió César.
—¿Perdona?
—«Soy hombre, y nada de lo humano me es ajeno» —tradujo Sosígenes—. De El torturador de sí mismo de Terencio, ¿no es así?
—Cierto —respondió César, sorprendido—. ¿Conoces el teatro romano?
—A Terencio sí, porque aquí representan muchas de sus obras traducidas al griego. Esas mismas palabras que acabas de pronunciar se las dije yo hace años a un sabio egipcio que, por desgracia, resultó ser un asesino.
Guiados por Plistarco, entraron al último de los tres niveles, una torre cilíndrica que medía tanto como un edificio de cinco o seis pisos, pero que, comparada con el resto del Faro, parecía poco más que la punta de una lanza. Subieron por una escalera de caracol. En el centro, al otro lado de la balaustrada de bronce, se abría un vasto pozo. León apoyó las manos y se asomó. Muy abajo se veía el suelo del nivel inferior del Faro, y en él grandes ánforas de barro. Unas gruesas cuerdas colgaban desde las alturas. Al mirar hacia arriba para seguirlas, León vio cómo la parte inferior de una de las ánforas desaparecía por una gran claraboya.
—¿Qué es eso? —preguntó César—. ¿Tanto vino bebe el farero?
—¡No! —contestó Plistarco con una carcajada—. Esas vasijas van cargadas de combustible para la luz del Faro.
—¿Y qué usan?
Sosígenes, que parecía empeñado en monopolizar la conversación con César, se adelantó a contestar.
—Al principio se utilizaba leña, pero producía más humo que luz, el calor era insoportable y había que traer la madera de muy lejos, pues por estos parajes los árboles escasean. Por aquel entonces se cargaba la leña en acémilas que subían por la rampa, y luego la acarreaban esclavos por estas escaleras. Ahora se usa aceite de lino y las ánforas se suben con poleas, como habéis visto.
Al final de la escalera se abría una sala semicircular, separada del pozo central por una pared de ladrillo y una puerta cerrada. Allí los aguardaba el farero, un hombre de piel muy oscura, mulato de nubio y griego a juzgar por sus rasgos. Plistarco lo presentó como Dorisco y les explicó que vivía allí arriba con su esposa y sus dos hijos, que ahora mismo se encontraban en su pequeña vivienda al otro lado de la torre. El farero, que solía dormir de día, tenía los ojos hinchados como si se acabara de despertar.
—Acompañadme, señores —dijo con voz ronca.
Una última escalera subía hasta una trampilla en el techo. Dorisco la abrió con una llave que llevaba atada a la muñeca. Le siguieron y entraron por fin en el corazón del Faro.
Se hallaban en una estancia circular de unos siete metros de diámetro, rodeada por ventanales cubiertos con cristales. Antes, les explicó Plistarco, allí había una celosía de ladrillo. Los cristales, una innovación reciente, protegían la luminaria de los elementos. En la pared se abrían algunas troneras de ventilación; pese a ellas, la atmósfera era sofocante.
—¿Por qué hace tanto calor si el Faro no está encendido? —preguntó César.
—Por los cristales —respondió Sosígenes—. Dejan que el calor del sol entre, pero no puede escapar.
César se acarició la barbilla.
—Sería interesante utilizar un sistema así para cultivar frutas y verduras en pleno invierno.
—Vosotros los romanos, siempre tan prácticos —dijo Sosígenes.
En el centro de la sala había treinta grandes lámparas, construidas según un diseño que León no había visto en su vida. Cada una de ellas tenía una larga mecha enroscada de tal manera que formaba una especie de cilindro hueco protegido por un tubo de vidrio soplado.
El farero encendió una de las lámparas. Mientras lo hacía, les contó que bajo el suelo de la sala se hallaban los depósitos que contenían el aceite que empapaba las mechas. León comprobó que, incluso de día, la luz de una sola era bastante potente, ¡y había treinta!
Acercó la mano a la lámpara y, sin llegar a tocarla, percibió el calor que emanaba de ella.
—La llama transforma las partículas de aire en corpúsculos ígneos, que son mucho más finos y escapan por los poros invisibles del cristal en forma de calor —explicó Sosígenes—. Pero al hacerlo gasta el aire. Por eso Filón de Bizancio ingenió este tipo de mecha que tiene aire por dentro y por fuera para que la llama arda más viva.
—Sorprendente —dijo César—. Espero subir una noche para ver todas las lámparas encendidas a la vez.
El farero apagó la mecha con un matacandelas. Después les enseñó el dispositivo que creaba el haz de luz: un enorme escudo cóncavo de cobre pulido que se desplazaba sobre un carril circular que rodeaba las lámparas. De noche, él y su familia se turnaban para dar vueltas a una manivela que, mediante un sistema de poleas y engranajes, hacía girar el escudo por el carril.
Satisfecha la curiosidad de César, emprendieron la bajada; León lo agradeció, porque notaba la túnica empapada de sudor.
Cuando llegaron a la segunda terraza, César volvió a asomarse. El tercer quinquerreme que habían visto a lo lejos estaba entrando ya en el Eunosto.
—Contaste sesenta naves de guerra el otro día, ¿no, León?
—Sí, César.
—Pues ya deben de ser cerca de setenta.
León entendió la conclusión implícita. Ellos tan sólo tenían veintidós. Si llegaba la hora de combatir, iban a encontrarse en un serio apuro.