«Lo haré sea como sea», se dijo.
Y al repetírselo a sí misma, el estómago y el vientre se le encogieron.
«Sea como sea».
Alejandría
Pasaron tres días. León volvió a acompañar a César en un par de excursiones por la ciudad, una a la Biblioteca y otra al Serapeo y el estadio, situados en el distrito de Racotis. En ambas volvieron a recibir abucheos y les arrojaron objetos contundentes, aunque siempre de lejos, porque en esta ocasión César dejó a los lictores y se hizo escoltar por una cohorte entera y bien pertrechada.
Por si acaso, César prohibió a los soldados que se alejaran de las inmediaciones del palacio real, donde los había acuartelado. Aquello desató protestas. Los legionarios ya tenían localizadas las tabernas y burdeles más cercanos, y estaban convencidos de que después de tantas batallas, asedios y marchas forzadas se merecían unos días de asueto.
Él mismo se alojaba en un ala del palacio real junto con los legados, los tribunos y la primera centuria de cada una de las dos legiones. Más allá de la muralla interior que separaba el palacio del distrito Beta, los soldados se repartían entre las mansiones del Filoxenión y un amplio parque donde abundaba la sombra.
Al cuarto día, por fin, Dioscórides y Serapión, inseparables como Cástor y Pólux, se presentaron en la estancia que César había convertido en despacho y dormitorio.
—Te rogamos que nos acompañes a la sala de audiencias del ala norte, César.
—¿Han venido ya el rey o la reina?
Los dos se miraron, un tanto nerviosos.
—No exactamente, César —respondió Dioscórides.
Aquella sala de audiencias resultó ser mucho más pequeña que la del trono. Por el lado oeste no tenía pared, sino una terraza que se asomaba al puerto, de tal manera que César pudo ver sus barcos amarrados al espigón. Comprobó con satisfacción que, tal como había dispuesto, los vigilaban dos piquetes de legionarios.
Allí lo aguardaban, entre otros dignatarios y sirvientes, dos personajes que se presentaron como miembros del consejo real. «Al menos, ya que el rey no aparece, vamos ascendiendo», pensó César. Uno de ellos, el más entrado en carnes, le fue presentado como Potino, visir del reino. Tenía el rostro afeitado, usaba una peluca negra y vestía una túnica de púrpura de Tiro que seguramente costaba su peso en plata, ceñida a su oronda cintura por un fajín dorado. El otro, que llevaba túnica, manto y barba al estilo griego, se llamaba Teódoto. Su puesto oficial era preceptor del rey. Cuando César le preguntó si enseñaba alguna disciplina en particular, Teódoto contestó con voz impostada:
—Amplios son los saberes que domino, pero si hay algún saber al que más he consagrado y dedicado mis años es a la divina retórica, maestra de príncipes, consejera de reyes y consuelo en toda desgracia.
César pensó que tanto Potino como Teódoto debían albergar dudas sobre el protocolo apropiado para tratar con un cónsul de Roma, y por eso habían hecho retirar todos los asientos de la estancia. Él, por su parte, asistía a la reunión ataviado de nuevo como general. No estaba de más recordar a aquella gente que el poder de Roma se basaba en el bronce y el acero.
—¿Y bien? —preguntó, entrelazando las manos a la espalda—. ¿Por qué no ha venido vuestro rey?
Potino tomó la palabra. Según le habían contado a César, era un eunuco, y procedía de una familia en la que se mezclaban sangre griega y egipcia. No engolaba la voz como Teódoto y a primera vista parecía bastante más inteligente.
—Noble César, su majestad está deseando conocerte, pero es posible que todavía tarde unos días en llegar a Alejandría. Como general, sabrás que los negocios de la guerra son muy exigentes.
—¿Qué guerra? Creo recordar que sugerí al rey y a su hermana que suspendieran las hostilidades y licenciaran a sus tropas.
—No es tan fácil. El rey no puede abandonar la guarnición de Pelusio hasta que verifique que el ejército de su hermana se ha disuelto. Y por el momento no parece que Cleopatra tenga intención de hacerlo.
«Es difícil si no le llegan mis mensajes», pensó César. Sospechaba que la segunda de las cartas se había perdido antes de alcanzar a su destinataria.
—No creo que la presencia del rey en Pelusio sea necesaria —dijo César—. Me han dicho que Aquilas es un general muy competente. Seguro que sabrá mantener esa guarnición en nombre de su rey.
—No es Aquilas el único general competente de este reino, César —intervino Teódoto—. Dentro del pecho de cada alejandrino se albergan el corazón y el alma de un guerrero.
—Y en su cabeza el cerebro de un estratega, seguro —le cortó César. Volviéndose a Potino, que de los dos era quien parecía poseer mayor influencia, dijo—: Te rogaría, noble Potino, que personalmente le hicieras llegar un mensaje al rey para manifestarle cuánto ardo en deseos de reunirme con él.
—Lo haré, noble César —respondió el eunuco—. Pero seré más convincente si le puedo detallar los motivos de tu visita a Alejandría. No me malinterpretes, por favor. Un cónsul del pueblo romano, de quien Egipto es amigo y aliado, siempre es bienvenido en Alejandría. Pero no deja de despertar mi curiosidad que hayas aparecido tan de repente, sin antes enviar heraldos que avisaran de tu llegada.
César se permitió una sonrisa.
—Encuentro que las visitas inesperadas son más interesantes. Uno descubre cómo son de verdad la casa y la familia de su anfitrión.
—¿Y cómo has encontrado ésta, noble César?
—La casa, perfectamente aseada. La familia, extrañamente ausente. No he visto ni a uno solo de los cuatro hijos del difunto rey.
—Ptolomeo el menor no suele separarse de su hermano, de quien tanto tiene que aprender, por lo que lo ha acompañado a Pelusio. En cuanto a Arsínoe, el azar hizo que se encontrara con la traidora Cleopatra cuando fue desterrada. Ignoro si fue obligada o por propia voluntad, pero partió con ella al exilio. Sin embargo, desde hace unos días se encuentra felizmente de vuelta con nuestro rey.
—¡Sin duda fue obligada y a la fuerza! —dijo Teódoto en tono indignado—. La noble Arsínoe siempre ha demostrado una devoción inquebrantable y leal por su hermano el rey, a pesar de que Cleopatra intente constantemente y por todos los medios malquistarlos y enemistarlos a ambos.
—Qué familia más interesante —murmuró Claudio Nerón en latín.
César miró de reojo a su subordinado. Nerón compuso a toda prisa un gesto de seriedad, pero en las comisuras de su boca quedaban los restos de una sonrisa irónica.
—Como fuere —prosiguió César, dirigiéndose de nuevo a Potino—, no tengo inconveniente en explicarte los motivos de mi visita. Tal como ya manifesté en mi carta al rey, conservo en mi poder una copia del testamento del difunto monarca. En realidad, es la segunda vez que un rey de Egipto nombra albacea de sus últimas voluntades al pueblo romano al que represento.
Dejó flotar la insinuación, sin añadir más. Uno de los antecesores de Auletes, Ptolomeo Alejandro, había entregado al dictador Sila un testamento por el cual legaba a Roma el reino de Egipto. Era algo que habían hecho algunos otros reyes helenísticos. Por ejemplo, Nicomedes de Bitinia; en su caso, el senado aprovechó enseguida la ocasión para hacer efectivo el testamento y anexionarse Bitinia como provincia.
El recuerdo de Nicomedes hizo que César contrajera el rostro en un involuntario rictus de disgusto. No por el difunto monarca, con quien había trabado amistad cuando visitó su reino en misión diplomática, sino por los rumores que se extendieron después de su viaje y que todavía corrían por Roma. Según esas calumnias, César, que sólo tenía veinte años, habría sido el amante pasivo del rey de Bitinia. Que un noble romano mantuviera escarceos al modo griego con bellos jóvenes de su sexo resultaba tolerable, e incluso se veía como una marca de buen gusto. Siempre, por supuesto, que su papel en la relación fuera activo y masculino, no pasivo y femenino como se le atribuía a César.
Aquel asunto, y no el de su calvicie, era el que acarreaba verdadero peligro para quien se atreviera a mencionarlo en su presencia.
—Como bien sabes, César —respondió Potino, atacando directamente la cuestión—, nunca hemos aceptado ese supuesto primer testamento que legaba Egipto a Roma, pues ni existe copia de él en Alejandría ni tan siquiera consideramos que la persona que lo redactó...
—Ptolomeo Alejandro —intervino Teódoto. Potino lo miró con furia. Era obvio que no quería dignificar con un nombre a aquel antiguo rey.
—... que la persona que lo redactó, si se me permite continuar, fuera un rey legítimo. ¿Qué se puede decir de un sacrílego que se atrevió a fundir el sarcófago de oro del gran Alejandro para pagar a sus mercenarios?
«Interesante», pensó César. El visir y el preceptor del joven rey no simpatizaban demasiado. No es que fuera muy extraño. ¿Desde cuándo dos hombres que compartían la cima del poder podían llevarse bien?
Por otra parte, el comentario de Potino le recordó que todavía le faltaba visitar la tumba de Alejandro. Y, por supuesto, el Faro.
—Olvidemos ese primer testamento, pues —dijo César con un gesto conciliador—. Roma, os lo aseguro, no tiene ningún interés en modificar su excelente relación de amiga y aliada de Egipto.
—Discúlpame si mi pregunta te parece impertinente, noble César —dijo Potino—, pero ¿podemos dejar establecido que hablas en nombre de Roma?
César levantó el cetro con el águila ante los ojos del eunuco.
—Soy cónsul de Roma junto con Publio Servilio Vatia. Aquí y ahora soy yo quien habla en nombre de la República.
—Vuestra política es demasiado complicada para que gente sin doblez como nosotros capte sus sutilezas —dijo Potino. Si pretendía ser irónico, lo disimuló muy bien—. Sabemos que en los últimos meses has luchado contra otro general que también aseguraba hablar en nombre de la República.
—Pompeyo —dijo César—. Puesto que estáis informados de eso, sabréis también que los derroté a él y a sus secuaces en Farsalia hace dos meses. Y eso nos lleva a otra de las razones de mi visita a Alejandría.
El eunuco y Teódoto coincidieron por primera vez en una sonrisa untuosa que le dio muy mala espina a César. «Eso significa que Pompeyo está en Pelusio con Ptolomeo», pensó. Mientras él perdía el tiempo de cháchara con esos dos lacayos, el viejo zorro de Pompeyo debía de estar derramando una mezcla de miel y veneno en las orejas del rey niño.
—Si has venido en pos de tu enemigo y adversario Pompeyo —dijo Teódoto—, tengo el honor y el placer de manifestarte que podrás irte tranquilo cuando partas de Alejandría.
—¿Qué quieres decir?
—Por favor, espero que nos disculpes y perdones la falta de educación que hemos demostrado como anfitriones. Te hemos preguntado la razón de tu visita sin agasajarte, cuando los feacios ni tan siquiera preguntaron a Odiseo su nombre hasta que lo hubieron saciado de comida y bebida y colmado de regalos.
—Si estás pensando en interrumpir nuestra reunión para celebrar un banquete, noble Teódoto, te diré que esta hora es demasiado temprana para nosotros los romanos. Estábamos hablando de Pompeyo...
César se volvió hacia Potino, pero el maestro de retórica, una vez que había conseguido tomar la palabra dos veces seguidas, no parecía dispuesto a renunciar a ella.
—Comprobarás que todo guarda relación, noble cónsul de Roma. Bien sé que Helios se halla demasiado alto para pensar en los placeres de la mesa, pero nunca es hora mala para ofrecer presentes a los huéspedes.
Teódoto dio un par de palmadas. Dos sirvientes, uno negro como la brea y otro de piel lechosa, se adelantaron del grupo de criados y funcionarios que observaban pegados a la pared de la derecha, tan inmóviles y silenciosos como los bajorrelieves pintados que tenían a su espalda.
El sirviente blanco se acercó a César y le tendió una cajita de oro repujado. «Demasiado pequeña para guardar una cobra o un escorpión», pensó él. Le habían advertido de que Egipto estaba plagado de animales venenosos, y él no dejaba de recordar a sus oficiales y soldados que antes de calzarse las botas debían voltearlas y hurgar en ellas con un palo por si se escondía dentro alguna sabandija.
Tomó la cajita y apretó el cierre. La tapa se levantó sola. Lo que había en su interior le sorprendió incluso más que si hubiera encontrado un alacrán.
Era un anillo de oro en el que se veía un minúsculo león con una espada entre las garras. Sobre él se leía:
CN·MAGNo
No era una falsificación. César había visto ese sello muchas veces de cerca en el dedo de Pompeyo. La última, cuando se entrevistaron la víspera de Farsalia.
Cerró la tapa de la caja, se volvió y se la entregó a Menéstor. Después preguntó a Teódoto:
—¿Cómo ha llegado esto a vuestro poder?
—Nuestro segundo regalo te brindará la respuesta y la solución del enigma, César —respondió el rétor.
El criado negro traía una urna cilíndrica de alabastro, cubierta por una gruesa tapa provista de un asa. Ahí dentro podía caber desde una serpiente hasta una comadreja.
—Ábrela tú —le ordenó César.
El criado levantó la tapa, pero se produjo un pequeño inconveniente: su mano izquierda estaba ocupada en sostener la urna y su derecha en agarrar la tapa, lo que le impedía extraer lo que había en el interior. César, por su parte, no tenía la menor intención de acercarse para asomar la nariz.
La dificultad la solventó Teódoto, que se aproximó al sirviente, metió la mano en la urna y, tras un par de segundos hurgando, sacó lo que había dentro.
Sus dedos sujetaban una cabellera entre rubia y plateada. Bajo ella, empolvado por fina sal de natrón, se veía un rostro redondo de ojos verdosos, con un hoyuelo en el mentón y una nariz respingona y rematada por un bulbo carnoso surcado de venillas.
Durante unos segundos, César casi esperó que aquella cabeza abriera la boca y empezara a hablar.
Después, apretando los dientes, dijo:
—Apartad eso de mi vista.
Potino movió la barbilla a los lados en el típico gesto de «ya lo decía yo». Teódoto, que mientras agarraba los cabellos de Pompeyo había puesto un gesto más propio de matarife que de maestro de retórica, volvió a guardar la cabeza en la caja y, con expresión desolada, dijo:
—¿Qué ocurre, César? ¿Es que no te agrada y complace nuestro presente?
—¡¡NO!!
La ira con que restalló su voz lo sorprendió a él mismo, y sobresaltó a los demás. Cuchicheando en tono temeroso, Teódoto dijo que se llevaran la caja. Pero cuando el criado se disponía a salir de la sala, César ordenó: