—Como bien dices, señor, es una visión repugnante —respondió Menéstor.
César se desnudó y se lavó a conciencia con agua y jabón germano. Después vaciló un instante. Desde joven tenía también la costumbre de depilarse todo el cuerpo por una mezcla de coquetería, sensualidad —había observado que la piel sin vello era más sensible a las caricias— e higiene —las chinches, ladillas y piojos eran uno de los muchos tormentos de los soldados, que se rascaban sin parar como monos—. Pero, impaciente por salir de nuevo a la cubierta y comprobar si ya se divisaba Alejandría, decidió dejarlo para otro día.
—¿Cómo quieres aparecer ante los egipcios, señor? —preguntó Menéstor—. ¿Con toga o con armadura?
—No creo que estos bárbaros aprecien la elegancia de una toga con los tres órdenes de pliegues bien compuestos. Me pondré la armadura.
Al igual que el día que se presentó ante sus hombres tras el desastre de Dirraquio, César eligió la coraza de plata y oro que representaba el nacimiento de Venus. Después, Menéstor le colocó la capa de general y le ayudó a ceñirse la espada de gala con empuñadura de nácar. Por último le entregó el cetro de marfil rematado por un águila, un símbolo del consulado que pasaba de mano en mano. De ser cierta la tradición, el que sostenía ahora César lo había empuñado el mismísimo Escipión Africano.
—Estamos listos, Menéstor. Gracias por tu ayuda.
—Es mi deber, señor.
Lo era, ciertamente; pero César encontraba que agradecer ese tipo de servicios no costaba ningún esfuerzo y animaba a sus empleados a esmerarse más. Cuanto más humilde era el nivel de los subordinados con los que trataba, más amable procuraba ser con ellos. Si alguno no cumplía, no perdía el tiempo insultándolo o golpeándolo como hacían otros amos: simplemente se desprendía de él.
Cosa que jamás haría con el eficiente Menéstor.
Cuando César salió de la toldilla se había hecho de día. Los marineros acababan de recoger la vela, ya que para las maniobras de atraque resultaba más preciso utilizar tan sólo los remos y el timón. A través de las tablas de la cubierta se escuchaba la melodía que marcaba el ritmo a los remeros, tan aguda y repetitiva como los chillidos de las gaviotas que seguían a la nave. En los barcos romanos el cómitre usaba un martillo llamado portisculus, pero en los griegos se seguía recurriendo a la flauta.
Los soldados ya habían terminado de desayunar y estaban acabando de ataviarse con sus uniformes. Uno de ellos seguía sacando lustre a los anillos de su cota de malla con un trapo empapado en aceite. Era Pulquerio, el único legionario más obsesionado con la higiene que su general.
—Déjalo ya, Cayo Pulquerio. Si sigues abrillantando esa loriga, le harás la competencia a la luz del Faro —le dijo César. El legionario se cuadró al momento y pidió disculpas por su tardanza.
César se asomó a popa. Los dos marineros que hacían girar el cabrestante para apretar el cable maestro que tensaba la estructura de la nave interrumpieron su tarea y le dejaron pasar.
Por detrás de la pinaza de servicio de la Helionice, que seguía su estela remolcada por una larga maroma, el resto de la flota los seguía en dos líneas casi perfectas. La nave más cercana era la Lindos. César levantó la mano y saludó a Eufranor. El rodio, sin necesidad de usar la bocina para hacerse oír, gritó:
—¡Tres días como te dijimos!
Tras despedirse agitando el brazo de nuevo, César se dirigió hacia la proa, pasando entre legionarios a un lado y germanos a otro. Todos le saludaron inclinando la cabeza, y para muchos de ellos tuvo su general palabras personales. En la próxima ocasión se dirigiría a aquellos a los que había pasado por alto. Para eso y para muchas otras cosas, César guardaba un ábaco en la cabeza y no perdía cuenta ni ripio de lo que ocurría a su alrededor.
En la proa se encontraban ya Claudio Nerón y el aquilífero de la VI junto a León. También Esceva y Saxnot, separados por una distancia prudencial.
César volvió a pensar que quizá no había sido buena idea embarcarlos en la misma nave. El primipilo y el jefe germano eran sendas fuerzas de la naturaleza, como un terremoto y una inundación. Al segundo día de travesía habían estado a punto de llegar a las manos simplemente porque pasaron demasiado cerca el uno del otro. Por suerte, cuando César se interpuso todavía se hallaban en el ritual previo, como dos ciervos en la berrea. Desde ese momento, Saxnot había viajado en la proa y Esceva en la popa. Si por cualquier motivo tenían que moverse, uno lo hacía por babor y otro por estribor, como dos imperios que se hubiesen repartido un pequeño mundo. Pero ahora la curiosidad por ver Alejandría había hecho que estrecharan la franja de tierra de nadie que los separaba.
—¡Ahí la tienes, César! ¡Alejandría! —dijo León, señalando adelante con el orgullo de un propietario.
A decir verdad, poco se apreciaba de la ciudad, al menos de momento. Se la ocultaba de la vista una gran isla rocosa y rodeada de escollos contra los que rompían las olas. De ella partía una larga rampa que sorteaba a modo de puente más de cien metros de agua hasta un islote más pequeño situado a la izquierda. Y sobre éste, frente a la Helionice, se alzaba la más moderna de las siete maravillas del mundo, la gran torre conocida como Faro por el nombre de la isla.
—Sildaliks!! —exclamó Saxnot, torciendo el cuello para ver la cima, de la que brotaba una columna de humo negro.
—Aquí tenemos al comité de recepción —dijo León, cruzando a la regala de babor.
Por allí había más escollos sobre los que ondeaban banderas rojas. Cuando César preguntó la razón, León le explicó:
—Esas cuatro banderas señalan los tres pasos que llevan al Puerto Grande. El que está más a estribor, junto a la isla de Faros, es el del Cuerno del Toro, el del centro es el paso de Poseidón y el que tenemos a babor es el de Estégano.
El comité de recepción al que se refería León consistía en una reducida flota formada por una liburnia de veinte remos parecida a la Hermes y cuatro pequeñas pinazas que la seguían. Mientras las pinazas se separaban y cada una se dirigía a una de las banderas, la liburnia siguió acercándose a la Helionice. Además de los remeros, iban a bordo seis soldados con corazas de lino y un hombre ataviado con un manto azul. Cuando llegaron a tal distancia que no hacía falta usar bocina, el tipo del manto exclamó en griego:
—¡Bienvenido a Alejandría si traes las manos desnudas y el corazón limpio, extranjero!
Cuando León iba a contestar, César le hizo un gesto para que le dejara a él y se asomó por la borda de babor.
—¡Ya ves que nuestras manos van armadas! ¡Pero nuestras intenciones son pacíficas!
—¿Puedo preguntarte quién eres?
—¡Gayo Julio César, cónsul de Roma, amigo y aliado de Egipto! ¿Y tú?
—¡Yo soy Herófilo, subintendente del Puerto Grande! ¡Os conmino a ti y a tus barcos a que os detengáis dónde estáis!
—¿Qué están haciendo esos hombres? —preguntó Claudio Nerón.
César miró en la dirección que le señalaba su legado. La pinaza de la izquierda había llegado al final del espigón y dos de sus tripulantes acababan de desembarcar. Al pie de la bandera había un cabrestante; aquellos dos tipos estaban haciendo girar la rueda para tensar una cadena negra cuyos primeros eslabones asomaban ya por encima del agua.
—Pretenden cerrarnos el puerto —dijo León.
—¿Cómo nos han visto tan pronto? —preguntó Nerón. León señaló al Faro, donde la luz ya se había apagado.
—Desde allí arriba se domina un panorama de cincuenta kilómetros a la redonda. Deben de habernos descubierto antes de amanecer por la luz de nuestros fanales.
—Entonces es raro que no hayan cerrado el puerto ya —dijo Nerón.
César frunció el ceño, pensativo.
—No, no es tan raro. La lentitud de la burocracia alejandrina es famosa en todo el mundo. Fortuna ha jugado a nuestro favor. —Alzando la voz, añadió dirigiéndose al subintendente—: ¡Herófilo, di a esos hombres que se detengan ahora mismo! ¡Si intentáis cerrar el puerto, os echaré a pique!
—¿Con qué autoridad pretendes hacer eso, romano?
—¡No necesito autoridad, sino buena puntería!
A un gesto de César, Esceva corrió hacia popa y dio unas órdenes. Llevaban a bordo dos escorpiones y una balista. Los operarios de esta última giraron las manivelas que tensaban la máquina y cargaron en el cucharón una bola de piedra de trece kilos.
—¡Advertencia! —dijo Esceva.
Los soldados apuntaron en altura y dirección y soltaron el resorte. Con un sonoro chasquido, el mecanismo de torsión fabricado con tendones de vaca liberó de golpe la energía acumulada. La piedra voló en una alta parábola, pasó por encima de la nave del subintendente y, segundos después, cayó casi en vertical y con un sonoro chapoteo a diez metros de los hombres que levantaban la cadena.
—¡Tal vez mis artilleros hayan apuntado mal a propósito, o tal vez no! —dijo César—. ¡En cualquier caso, aprenden rápido! ¡Diles que dejen la cadena o la próxima piedra les caerá directamente sobre la cabeza!
Entre cuchicheos y aspavientos, el subintendente deliberó unos minutos con los soldados que lo acompañaban. Impaciente, César le hizo otra señal a Esceva.
Cuando la balista disparó la segunda piedra, los remeros de la pinaza, advertidos, se apresuraron a saltar por la borda. El proyectil cayó sobre la embarcación y, con un gran crujido, abrió un boquete en el centro. Mientras la lancha empezaba a hundirse, César dijo:
—¿Te has decidido ya, amigo?
—¡Está bien! —contestó Herófilo, y tomando su propia bocina avisó a los tripulantes de las barcas de que dejaran de subir las cadenas.
León se acercó a César y murmuró:
—Tú mismo has hablado de su burocracia. Te van a volver loco con ella. Yo a veces he pasado dos días esperando a que me concedieran muelle, cuando sabía de sobra que había atracaderos libres.
—¿Dos días? Ya veremos. Dime, ¿qué zona del puerto está más cerca del palacio real?
—En Alejandría existen por lo menos cinco edificios denominados «palacio real». Si te refieres al que utilizan ahora los reyes, dile a ese tipo que quieres atracar en Loquias. Por lo menos este barco, aunque los demás amarren junto al templo de Poseidón.
César se volvió hacia la liburnia.
—¡Herófilo! ¡Tienes media hora para conseguirnos muelles a todos en Loquias!
El subintendente se mesó los cabellos.
—¡Imposible! ¡Es una zona restringida a la familia real!
—¡Tengo una clepsidra, y aunque sea un bárbaro romano sé leerla! —respondió César—. ¡En media hora entraremos al puerto! ¡Si no encontramos hueco, nos lo abriremos nosotros mismos con nuestras máquinas de guerra!
Herófilo seguía sin parecer muy convencido. César ordenó girar la balista y apuntar a su nave.
—¡Estás muy cerca, amigo! ¡Sólo podemos alcanzarte con una trayectoria recta! ¡Lo malo es que la piedra vuela más rápido y casi no se ve venir!
—¡Déjame que arregle yo esto, César! —exclamó Esceva—. ¡Les voy a meter el espolón de esa mierda de barca por el culo a todos juntos y los voy a ensartar como si fueran salchichas!
César se volvió. El primipilo se había quitado las condecoraciones y, tras sacarse la coraza por encima de la cabeza, se disponía a saltar al agua. Fuera por la amenaza de la balista o por la de Esceva, el subintendente se decidió por fin y ordenó a los tripulantes de la liburnia volver al puerto.
El primipilo volvió a armarse ayudado por Furio. Mientras se volvía a colgar los discos de oro y plata, Esceva dirigió una mirada a Saxnot como diciéndole: «Hazlo tú». Cosa que habría sido imposible, puesto que el germano no sabía nadar.
—¿Vamos a esperar aquí a que nos den muelle, César? —preguntó León.
—¡De ninguna manera! Aunque sea despacio, vamos a entrar en el puerto.
León se frotó las manos.
—¡Me encanta que les rebajes los humos! Estos alejandrinos siempre se han creído que cagan perlas del mar Rojo.
Aunque el paso más cercano a Loquias era el de Estégano, César le dijo a León que prefería entrar por el del Cuerno de Toro. Así describirían un pequeño rodeo, lo que daría más tiempo para que les aprestaran el muelle. De paso podría examinar de cerca el Faro. León ordenó al señalero que transmitiera la orden a los demás barcos con el escudo de cobre bruñido que utilizaban para tales menesteres.
El interés de César por pasar junto al Faro no era simplemente turístico. Siempre que llegaba a un sitio desconocido lo examinaba como estratega, buscando puntos débiles y fuertes.
El Faro se levantaba sobre una gran base cuadrangular de más de cien metros de lado, construida con columnas y arcos y flanqueada por enormes estatuas de estilo egipcio pintadas de vivos colores.
Para alcanzar tanta altura, el arquitecto había diseñado el edificio como una estructura triple, con los elementos más anchos y pesados abajo y los más afilados y ligeros arriba. El primer bloque era de planta cuadrada, de paredes blancas cubiertas de ventanas que reducían el peso del conjunto. Ochenta metros más arriba, cuatro tritones de bronce remataban las esquinas de la primera terraza, soplando cuernos con los que, de hacer caso al mito, podían calmar o crispar las olas a su antojo.
Un edificio así ya habría sido más alto que cualquier construcción que César hubiese visto jamás. Pero sobre el primer nivel se levantaba una segunda estructura de planta octogonal que medía otros cuarenta metros y más arriba un cilindro de quince. Allí, a ciento treinta y cinco metros por encima de su base, el Faro todavía intentaba un último esfuerzo por alcanzar el cielo: sobre la torre cilíndrica se erguía una gran estatua de bronce que alzaba el brazo derecho hacia su reino etéreo.
—Es Zeus Limenóscopo, o Júpiter guardián del puerto para vosotros —dijo León.
«Posidonio llevaba razón», pensó César. Tenía que subir allí arriba y contemplar la ciudad con los ojos con los que los dioses observan a los mortales.
Por fin, consiguió apartar la mirada del Faro y volverla hacia la proa. Ya habían dejado atrás los insidiosos arrecifes y el Puerto Grande se abría ante ellos.
—¡Y sólo es uno de los dos puertos! —comentó Furio detrás de César.
—No te dejes impresionar, optio —dijo Nerón—. No es más que una ciudad de griegos.
César supuso que el engreído patricio decía eso por sentirse más seguro. Lo cierto era que la vista impresionaba. El puerto era cinco veces más grande que el de Rodas.