La hija del Nilo (45 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si subestimaba a Antonio? «Pompeyo pensaba lo mismo de mí», se dijo mientras deslizaba los dedos por la rugosa superficie de bronce de aquella cabeza que antaño se levantó a más de veinte metros de altura.

Ya que estaba allí no podía irse sin ver a Posidonio, a quien los rodios consideraban la mayor gloria viva de su isla aunque hubiese nacido en Siria. Fue la única vez durante aquellos días en que César se desplazó sin sus lictores, pues se trataba de una visita privada en la que sólo lo acompañaron León y Eufranor, aparte de cuatro germanos que se quedaron custodiando la puerta de la casa.

Posidonio había cumplido ya ochenta y siete años. De vista no andaba mal, pero el oído lo tenía tan duro que había que conversar con él declamando como en una reunión del senado; algo que para su hijastro Eufranor, con aquel chorro de voz, no resultaba difícil. Por otra parte, Posidonio estaba extremadamente delgado y muy pálido, lo que hizo pensar a César que algún mal interno lo estaba devorando en silencio.

—¡Qué alegría volver a verte, César! —dijo el anciano, estrechándole ambas manos y besándole en las mejillas con labios secos y quebradizos como papiro.

—¿De veras te acuerdas de mí? —preguntó César, incrédulo—. ¿De ese jovenzuelo engreído que perdía el tiempo componiendo discursos pomposos sobre cuestiones que no le interesaban a nadie?

El anciano se rió de buena gana.

—¡Engreído sí que eras, y muy presumido con esas túnicas de manga larga y el cinturón tan suelto que parecía que se te iba a caer a los pies!

—Frivolidades de juventud —se disculpó César, encogiéndose de hombros.

—Pero también es verdad que hacías preguntas inteligentes —prosiguió Posidonio—. Las personas interesantes se distinguen por las preguntas que hacen y las dudas que albergan, mientras que cualquier necio puede estar seguro de todo y ofrecer respuestas que nadie le pide.

—Magnífico uso de un quiasmo disimulado, ilustre Posidonio —dijo César.

—¡Ah, veo que tú también te acuerdas de cuánto parodiaba las figuras retóricas! —respondió el anciano—. ¿No era eso lo que habías venido a estudiar con el pedante de Apolonio?

César asintió, mientras bebía de su ancho cáliz de barro para disimular una sonrisa. La rivalidad entre Apolonio y Posidonio era proverbial y fuente de muchos chascarrillos en la isla. Posidonio, aunque sabía expresarse de forma tan florida como el mejor orador, solamente lo hacía por mofarse de la retórica, que consideraba pura farfolla, una pompa vacía de sustancia que no servía más que para enriquecer a los que decían dominarla.

Con el tiempo, César había llegado a opinar algo parecido. A él, que de joven había escrito un tratado sumamente abstruso sobre el uso de la analogía, le aburrían cada vez más los artificios teóricos que se hacían pasar por sabiduría, mientras crecía su admiración por los saberes prácticos como la ingeniería, la geografía o la medicina. Ese gusto suyo por las disciplinas concretas, materiales, había provocado numerosas discusiones con Cicerón, quien sólo consideraba verdaderamente valioso el conocimiento que no tuviera ninguna utilidad ni conexión con la realidad.

Durante horas disfrutaron de la conversación, de una cena sencilla y del vino de Rodas, un caldo de categoría media que exportaban a todo el Mediterráneo y que Eufranor definía como «digno» y «eficaz». A César se le antojaba un poco áspero, pero no puso pega alguna: lo agradable de la compañía compensaba lo astringente del vino. Conforme avanzó la tarde, la brisa fue refrescando. La casa de Posidonio estaba construida casi en el extremo del promontorio que cerraba el puerto de Rodas por el oeste. Desde su jardín se disfrutaba de una vista muy amplia y variada: el ajetreo de los muelles al este y al oeste la relajante visión del sol descendiendo poco a poco hacia el mar.

El anciano, cuyo ingenio y curiosidad seguían tan aguzados como siempre, asaeteó a César con cientos de preguntas sobre los lugares de sus campañas; en particular sobre Britania, que no había llegado a visitar en sus viajes.

—Eres un gran informador, joven César —dijo al final Posidonio.

César soltó una carcajada al oír que el anciano se refería a él como joven. Después pensó que Posidonio le sacaba treinta y cinco años y que si aún demostraba tantas ganas de vivir era porque debía de haber aprovechado bien ese tiempo.

«A lo mejor no soy tan viejo aún —se dijo—. Tal vez me queden muchas cosas por hacer».

Posidonio le tendió una mano a León y añadió:

—Mi nieto también tiene el don de fijarse en lo importante y saber narrar lo que ve. Deberías aprovechar su talento, César.

—Abuelo, me vas a abochornar.

—¡No seas modesto! Gracias a sus informaciones, he revisado mi tratado Sobre las mareas y he ampliado mi Geografía con una descripción de la India.

—¿Has estado en la India, León? ¿De verdad se encuentra tan lejos como dicen? —preguntó César. Su interés por aquel país tan remoto no se debía a simple curiosidad. El comercio marítimo de los productos orientales era un monopolio de Egipto que rendía inmensas ganancias a sus reyes. A César le interesaba que Roma dejara de limitarse a gastar en esas mercancías de lujo y empezara a obtener sus propios beneficios.

—¿Te haces idea de a cuánta distancia nos hallamos de las columnas de Heracles? —preguntó León.

César asintió. Había estado en Gades como cuestor. Allí, al ver un busto de Alejandro en el templo de Hércules, se había lamentado de que el macedonio a su edad ya había conquistado medio mundo, mientras que él todavía no había hecho nada digno de relieve. No fue algo improvisado, sino una frase destinada a ser grabada en mármol: por aquel entonces César ya se trabajaba su candidatura para ser edil y recorrer el resto del cursus honorum.

—Pues la India está al doble de distancia —dijo León—. Una vez que se sale del mar Rojo y se entra en el Índico, es un viaje sin escalas. Con vientos propicios se pasan cuarenta días en alta mar sin ver tierra. Llegas a pensar que unos dioses malignos han hecho desaparecer el resto del mundo y que todo lo que queda en el universo sois tu barco y tú.

Según el joven marino, los árabes controlaban esa ruta desde tiempo inmemorial. Pero durante el reinado de Ptolomeo Fiscón sucedió algo que lo cambió todo.

—Los barcos del rey —relató León— encontraron en la costa oeste del mar Rojo los restos de una nave que se había estrellado contra las rocas. El pecio estaba rodeado de cadáveres. Entre ellos encontraron a un hombre que todavía respiraba, un marinero de piel muy oscura en estado de inanición.

»Le dieron de comer y se lo llevaron a Alejandría. Cuando los eruditos de la Biblioteca le enseñaron griego, el hombre les contó que se llamaba Agniprava y que procedía de una ciudad de la India llamada Barigaza.

»Agniprava dijo también que si el rey Ptolomeo lo enviaba de regreso a su país, le haría un gran favor a cambio: le revelaría el secreto que utilizaban los navegantes de su país para atravesar el Índico.

»Por aquella época, se encontraba en Alejandría un explorador llamado Eudoxo de Cízico, que se ofreció para llevar a Agniprava. Gracias a sus indicaciones, Eudoxo logró atravesar el Índico sin tocar los puertos de los árabes.

—¿Cuál era ese secreto? —preguntó César.

—El monzón, un viento estacional del Índico que en verano sopla de forma continua hacia el nordeste. Impulsado por él, Eudoxo llegó a Barigaza, donde dejó a su pasajero. De paso, cambió sus mercancías por especias, seda y otros productos de gran valor, y cuando llegó el otoño zarpó de nuevo. En esa época del viento el sentido del monzón se invierte y sopla hacia el suroeste llevando a los barcos de regreso a África y al mar Rojo.

—Es como si los dioses hubieran creado ese viento para los mercaderes.

—Así es, César.

—Supongo que el tal Eudoxo se hizo rico.

—No demasiado. Los inspectores de aduanas de Ptolomeo Fiscón le confiscaron el cargamento en Alejandría, pagándoselo por una cantidad irrisoria. Sin embargo, Eudoxo no se desanimó y volvió a hacer el mismo viaje, esta vez sin piloto indio. Así comprobó que los vientos eran fiables y que podía establecerse una ruta regular, partiendo entre primavera y verano y regresando en otoño.

—¿Es la misma ruta que seguiste tú?

—Sólo he hecho ese viaje una vez, hace ya tres años. Al menos, debo reconocer que la reina Cleopatra nos pagó un precio justo por la mercancía. No tiene nada que ver con su antepasado.

César se quedó sorprendido. Era el primer comentario favorable que oía sobre Cleopatra y, a decir verdad, sobre cualquiera de los Ptolomeos.

Mientras conversaban, la oscuridad había caído sobre el jardín. Un sirviente encendió unas lámparas para iluminar el cenador. En ese momento, Saxnot entró en la casa.

—¡Ah, qué magnífico ejemplar humano! —comentó Posidonio, admirado de su estatura y corpulencia. Después añadió una frase en germano a la que el guardaespaldas contestó, sorprendido y feliz de hablar su idioma en aquella isla para él tan remota.

Tras esa brevísima conversación, Saxnot se volvió hacia César y dijo:

—Perdona interrupción. Hay mensajero que trae noticia sobre Pompeyo.

César enarcó las cejas. Por primera vez en mucho tiempo había llegado a olvidarse durante unas horas de su rival y de la guerra civil que ambos libraban.

—Si me disculpas, Posidonio...

—No hay disculpas que pedir, César —respondió el anciano—. Puedes hablar con ese hombre en el androceo, si te parece oportuno. Nadie te molestará.

El mensajero era un ciudadano romano, un tal Cayo Peticio Marso, que se dedicaba a exportar vino italiano y a cambio importaba trigo de Egipto a Roma. Según explicó a César, había recogido en su barco a Pompeyo cuando éste llegó a Anfípolis y lo había acompañado a Mitilene, donde embarcó también a su familia. Por último, lo había llevado a Chipre, donde Pompeyo pasó algunos días deliberando dónde ir a continuación.

—Pompeyo ha considerado incluso la opción de viajar a la corte del rey de Partia para reclutar allí un ejército y enfrentarse de nuevo a ti —le informó Peticio.

—¿Con un ejército parto? —preguntó César, asombrado e indignado en proporciones iguales—. ¿Se le ha ocurrido que puede seguir presentándose como campeón de la República contra mí al frente de los mismos bárbaros que masacraron al ejército de Craso y que todavía guardan en su poder siete de nuestras águilas?

—Eso mismo le dijeron sus amigos, y lograron disuadirlo con argumentos parecidos.

—¿Entonces no ha ido a Partia?

—No, César.

—Amigo Peticio, no me interesa tanto lo que Pompeyo ha decidido no hacer, sino lo que ha hecho. ¿Puedes decírmelo o no?

—¡Oh, sí, César! Finalmente, Pompeyo decidió dirigirse a Egipto y pedir asilo en la corte del rey Ptolomeo.

César entrecerró los ojos, pensativo. Tenía lógica, mucha lógica. El testamento de Auletes designaba protectores de sus hijos a Pompeyo y a César en representación de la República. Una de sus copias debería estar en Roma, pero por alguna razón Pompeyo se la había llevado consigo. Aunque en teoría debía de ser importante para él, había dejado aquella copia abandonada en su tienda junto con cientos de documentos más. Ahora el testamento estaba en poder de César.

Existían más motivos para interesarse en Egipto. Los herederos de Auletes, Cleopatra y el joven Ptolomeo, todavía le debían dinero a César, nada menos que setenta millones de sestercios. Sospechaba que a Pompeyo también le adeudaban una buena suma.

«El viejo zorro querrá cobrar lo suyo. Y, a poco que me descuide, también lo mío», pensó. Egipto era el país más rico del Mediterráneo, tanto por la fertilidad de su valle como por los inmensos tesoros que habían acumulado sus reyes desde el origen de los tiempos; pues los egipcios se jactaban de ser, y quizá con razón, el pueblo más antiguo del mundo.

En Egipto, Pompeyo podría reclutar tropas entre los gabinianos y conseguir dinero para su causa. Desde ahí le sería fácil costear el norte de África hasta la región de Cartago, donde sus partidarios estaban reagrupando fuerzas para proseguir con la guerra.

«No puedo permitir que se junten», se dijo.

—Una pregunta, Cayo Peticio. Parece que durante estas semanas has trabado amistad con Pompeyo. ¿Por qué acudes a contarme esto?

—Pompeyo es un hombre admirable, sin duda. Pero supongo que conocerás la historia de cómo el rey persa Darío le ofreció a Alejandro el macedonio la mano de su hija y la mitad de su imperio a cambio de la paz...

—... y Alejandro respondió que no podía haber dos reyes en Asia del mismo modo que no pueden lucir dos soles en el cielo —completó César, impaciente—. Así que tú has decidido que el sol que más calienta soy yo.

—Ni la política ni la guerra son lo mío, César —respondió Peticio, encogiéndose de hombros—. Soy un hombre de negocios. Mi talento consiste en calcular costes y beneficios. Además, habiendo oído hablar de tu acreditada clemencia, sé que no los tratarás ni a él ni a su familia con crueldad.

—Ciertamente. Cayo Peticio, te debo un favor, y te será recompensado. César siempre paga sus deudas, aunque a veces pueda tardar.

—En tu tono intuyo un «pero».

—No esperes nunca que te confíe nada importante ni te entregue mi amistad. Quien traiciona una vez traiciona ciento.

Otro hombre quizá se habría ofendido por esas palabras, pero Peticio sonrió.

—Soy mercader, noble César, y el taimado y embustero Mercurio es mi patrón. Lo llevo en la sangre.

Tras despachar a Peticio, César volvió al jardín, donde León y Eufranor seguían platicando con Posidonio.

—He traído doce barcos a Rodas. Necesito como mínimo otros diez.

León y su padre se incorporaron en el triclinio. Posidonio seguía sentado en una silla de brazos y respaldo; le resultaba más cómodo reposar así por sus dolores de espalda.

—Puedo conseguirte diez naves de transporte en dos días —respondió Eufranor.

César se acarició el mentón, pensativo. León sabía que el cónsul andaba como un sabueso detrás de su enemigo Pompeyo. Aquel hombre con el que se había reunido en el androceo debía de haberle informado sobre el paradero de su enemigo. ¿Cuál podría ser?

Salieron de dudas enseguida.

—¿Cuánto se tarda en llegar de Rodas a Alejandría? —preguntó César.

—En esta época del año, con los vientos etesios se puede conseguir en tres días —respondió León.

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