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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (51 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—¿Ana?

—¡Dios mío!

No sabía dónde estaba. La oscuridad lo envolvía todo. Le dolía la cabeza y estaba magullada. Sintió terror. Sabía que la mano que la sujetaba era de Yves de Charny, intentó zafarse y él no opuso resistencia. Ya no oía la voz de Marco, ni tampoco los disparos, ¿qué pasaba?, ¿dónde estaba? Gritó con fuerza sin reprimir un sollozo.

—Estamos perdidos, Ana, no saldremos de aquí.

La voz entrecortada de Yves de Charny le indicó que se encontraba herido.

—He perdido la linterna siguiéndola —dijo el sacerdote—, de manera que moriremos en la oscuridad.

—¡Cállese!, ¡cállese!

—Lo siento, Ana, lo siento, usted no merecía morir, no tenía por qué morir.

—¡Ustedes me están matando! ¡Nos están matando a todos!

El sacerdote calló. Ana buscó en el bolso la vela y las cerillas. Sintió alegría al encontrarlas, su mano tropezó con el teléfono móvil. Encendió la vela y vio el rostro angelical del padre Yves contraído por el dolor. Estaba malherido.

Ana se levantó y recorrió la cavidad en la que estaban atrapados. No era muy grande y no tenía ningún hueco. Pensó que de allí no saldría viva.

Se sentó al lado del sacerdote y dándose cuenta de que aceptaba su suerte, se dispuso a jugar su última carta como periodista. El padre Yves no la vio sacar del bolso el teléfono móvil. La última llamada que había efectuado sin obtener respuesta había sido al número de Sofía. Ojalá ahora respondiera. Ojalá el potente transmisor de su teléfono fuera capaz de llevar sus voces más allá de las paredes mortales de aquel subterráneo. Sólo tenía que apretar la tecla y volvería a marcarse automáticamente el teléfono de Sofía.

Con un paño de cocina de los que había cogido de la casa de Turgut apretó la herida del padre Yves, que la miró con ojos vidriosos.

—Lo siento, Ana.

—Sí, ya me lo ha dicho. Ahora explíqueme por qué, por qué esta locura.

—¿Qué quiere que le explique? ¿Qué más da si vamos a morir?

—Quiero saber por qué voy a morir. Usted es templario, como esos amigos suyos.

—Sí, somos templarios.

—¿Y quiénes eran los otros hombres, esos con aspecto de turcos, los que estaban con el portero de la catedral?

—Los hombres de Addaio.

—¿Quién es Addaio?

—El pastor, el pastor de la Comunidad de la Sábana Santa. Ellos la quieren…

—¿Quieren la Síndone?

—Sí.

—¿La quieren robar?

—Les pertenece, Jesús se la envió.

Ana pensó que el hombre deliraba, acercó la vela a su rostro y pudo ver cómo se dibujaba una sonrisa en los labios del sacerdote.

—No, no estoy loco. Verá, en el siglo I hubo un rey en Edesa, Abgaro; tenía lepra y se curó gracias al sudario de Jesús. Eso es lo que dice la leyenda. Eso es lo que creen los descendientes de aquella primera comunidad cristiana que se formó en Edesa. Creen que alguien llevó el sudario a Edesa y que cuando Abgaro se envolvió en él sanó.

—Pero ¿quién lo llevó?

—La tradición dice que uno de los discípulos de Jesús.

—Pero la Síndone ha pasado por muchas vicisitudes, salió hace muchos siglos de Edesa…

—Sí, pero desde que a los cristianos de esa ciudad las tropas del emperador de Bizancio…

—Romano Lecapeno…

—Sí, Romano Lecapeno, les robó la Síndone, juraron que no descansarían hasta recuperarla. La comunidad cristiana de Edesa es de las más antiguas del mundo, y no han cejado ni un solo día en intentar recuperar su reliquia, y nosotros en evitar que lo hagan. Ya no les pertenece.

—¿Los mudos forman parte de esa Comunidad?

—Sí, son los soldados de Addaio, jóvenes que consideran un honor sacrificar la lengua para recuperar la Síndone. Se la cortan para no hablar, en caso de que les detenga la policía.

—¡Es una barbaridad!

—Así cuentan que lo hizo Marcio, un arquitecto de Abgaro. Nosotros tratamos de impedir que se hagan con la Síndone, y que les detengan y a través de ellos llegar hasta nosotros. Marco Valoni tiene razón, los incendios que ha sufrido la catedral son provocados, los ha provocado la Comunidad, intentando aprovechar la confusión para llevarse la Síndone, pero nosotros siempre hemos estado cerca, a lo largo de los siglos, siempre ha habido templarios evitando los robos.

Yves de Charny dejó escapar un suspiro de dolor. Le daba vueltas la cabeza y apenas veía el rostro de Ana entre las sombras. Ésta sostenía cerca de él el teléfono móvil. No sabía si Sofía había respondido a la llamada, si les estaría escuchando. No sabía nada, pero quería intentarlo, quería que la verdad no muriera con ella.

—¿Qué tienen que ver los templarios con la Sábana y con esa Comunidad de la que habla?

—Se la compramos al emperador Balduino, es nuestra.

—¡Pero si es falsa! Usted sabe que el carbono 14 ha dejado claro que el lienzo es del siglo XIII o XIV.

—Los científicos tienen razón, el lienzo es de finales del siglo XIII, pero como usted sabe no terminan de entender por qué determinados pólenes adheridos a la tela son iguales a los que se encuentran en estratos sedimentados de hace dos mil años en la zona del lago Genezaret. La sangre también es auténtica, y corresponde a sangre venosa y arterial. ¡Ah! Y el lino, ¡el lino es de Oriente!, y se ha encontrado resto de albúmina de suero en los bordes de las marcas donde Jesús fue azotado.

—¿Y usted cómo lo explica?

—Usted lo sabe o ha estado a punto de saberlo. Fue a Francia, estuvo en Lirey.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sabemos todo, todo. No hay nada que haya hecho o haya dicho que no sepamos. Su intuición no le falló, efectivamente soy descendiente de Geoffroy de Charny, el último visitador del Temple en Normandía. La mía es una familia que ha dado muchos de sus hijos a la Orden.

Ana estaba fascinada por el relato. Sabía que Yves de Charny le estaba haciendo una revelación sensacional, que moriría con ellos en aquella tumba de piedra. Jamás podría publicar la historia, pero en aquel momento dramático sintió una punzada de soberbia sabiendo que había logrado desentrañarla.

—Continúe.

—No, no lo voy a hacer.

—De Charny, usted va a comparecer ante Dios, hágalo con la conciencia tranquila, confiese sus pecados, confiese los porqués de la locura en la que ha vivido y que tantas vidas ha costado.

—¿Confesarme? ¿Con quién?

—Conmigo. Le servirá para aliviar su conciencia y para dar un sentido a mi muerte. Si cree en Dios él le estará escuchando.

—A Dios no le hace falta escuchar para saber qué hay en el corazón de los hombres. ¿Usted cree en Él?

—No lo sé. Ojalá exista.

El padre Yves guardó silencio. Luego, contrayendo el gesto, se limpió la frente perlada de sudor y cogió la mano de Ana, mientras ésta mantenía cerca de él, en las sombras, el teléfono móvil.

—François de Charney fue un caballero templario que vivió en Oriente desde muy joven. No le voy a contar las innumerables aventuras de este antepasado mío, sólo le diré que el gran maestre del Temple pocos días antes de la caída de San Juan de Acre le encomendó salvar el sudario que se guardaba en la fortaleza junto al resto de los tesoros templarios.

»Mi antepasado envolvió el sudario en un trozo de lino muy similar y regresó a Francia tal y como le habían ordenado. Su sorpresa y la del maestre de Marsella fue mayúscula cuando al desenvolver el lino se encontraron con que la figura de Cristo había quedado impresa en el lino con que la había envuelto. Puede haber una explicación digamos «química» o podemos creer que lo que pasó fue un milagro, el caso es que a partir de ese momento hubo dos Sábanas Santas con la verdadera imagen de Cristo en ambas.

—¡Dios mío! Eso explica…

—Eso explica que los científicos tienen razón cuando, basándose en la prueba del carbono 14 afirman que la tela del sudario es del siglo XIII o XIV, y eso da también la razón a quienes creen que en la Síndone está la imagen de Cristo, y no se explican la aparición de esos pólenes o resto de sangre. La Síndone es sagrada, contiene restos del calvario de Jesús y su imagen, así fue Cristo, Ana, así fue Cristo. Ése es el milagro con el que Dios honró a la Casa de Charney, aunque más tarde otra rama de la familia, los Charny, se hicieron con nuestra reliquia, la historia ya la sabe, la vendieron a la Casa de Saboya. Ya conoce el secreto de la Sábana Santa, sólo unos pocos elegidos en el mundo saben la verdad. Ésta es la explicación de lo inexplicable, del milagro Ana, porque es un milagro.

—Pero usted ha dicho que había dos Síndones, la auténtica, la que compraron al emperador Balduino, y la otra, bueno ésta, la que está en la catedral, que es como un negativo fotográfico de la auténtica. ¿Dónde la tienen?, dígamelo.

—¿Dónde tenemos qué?

—La auténtica, la de la catedral es la copia.

—No. No es una copia, también es auténtica.

—Pero ¿dónde está la otra? —gritó Ana.

—Ni yo lo sé. Jacques de Molay la mandó guardar. Es un secreto que sólo unos pocos hombres conocen. Sólo el gran maestre y los siete maestres saben dónde está.

—¿Puede estar en el castillo de McCall en Escocia?

—No lo sé. Se lo juro.

—Pero sí sabe que McCall es el gran maestre, y que Umberto D’Alaqua, Paul Bolard, Armando de Quiroz, Geoffrey Mountbatten, el cardenal Visiers…

—¡Calle, por favor! Me duelen mucho las heridas, estoy a punto de morir.

—Ellos son los maestres del Temple. Por eso permanecen solteros, alejados de las frivolidades propias de la gente que tiene tanto dinero y poder como ellos. Se mantienen lejos de los focos, de cualquier publicidad. Elisabeth tenía razón.

—Lady McKenny es una mujer muy inteligente, como usted, como la doctora Galloni.

—¡Ustedes son una secta!

—No, Ana, no, tranquilícese. Déjeme decir algo en nuestro descargo. El Temple sobrevivió porque eran falsas las acusaciones que nos imputaron. Felipe de Francia y el papa Clemente lo sabían, sólo querían nuestro tesoro. El rey, además del oro, perseguía la posesión de la Síndone, creía que si lograba hacerse con ella se convertiría en el soberano más poderoso de Europa. Le juro, Ana, que a lo largo de los siglos los templarios hemos estado del lado bueno, por lo menos los auténticos templarios. Sé que hay sectas, organizaciones masónicas que se dicen herederas del Temple. No lo son, nosotros sí; la nuestra es la organización clandestina que fundó el mismísimo Jacques de Molay para que la Orden perviviera. Hemos participado en distintos acontecimientos históricos que han sido fundamentales en la historia, en la Revolución francesa, en el Imperio de Napoleón, en la independencia de Grecia, también participamos en la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Hemos contribuido a impulsar procesos democráticos en todo el mundo, y jamás nos hemos implicado en nada de lo que nos tuviéramos que avergonzar.

—El Temple vive en la sombra y no hay democracia en las sombras; sus jefes son extremadamente ricos y no se es rico impunemente.

—Lo son, pero la suya es una fortuna que no les pertenece, es del Temple. Ellos sólo la gestionan, aunque bien es verdad que su inteligencia les ha convertido personalmente en hombres ricos, pero cuando mueren, cuanto poseen vuelve a la Orden.

—A una Fundación que…

—Sí, esa Fundación que es el corazón de las finanzas del Temple y desde la cual estamos presentes en todas partes. Sí, estamos en todas partes, por eso nos adelantamos, por eso hemos sabido siempre lo que hacían y decían en el Departamento del Arte. Estamos en todas partes —repitió con una hilo de voz el padre Yves.

—Hasta en el Vaticano.

—Que Dios me perdone.

Fue lo último que dijo Yves de Charny. Ana gritó aterrada al sentirlo muerto, los ojos perdidos en el más allá. Se los cerró con la palma de la mano y empezó a sollozar preguntándose cuánto tardaría ella en morir. Quizá días, y lo peor no sería la muerte, sino el saberse emparedada viva. Se acercó el teléfono a los labios.

—¿Sofía? ¡Sofía, ayúdame!

El teléfono permaneció mudo. No había nadie al otro lado de la línea. Sofía Galloni gritaba desesperada.

—¡Ana, Ana te sacaremos de ahí!

Hacía unos segundos que se había cortado la conexión. Seguramente al teléfono de Ana se le había acabado la batería. Sofía había escuchado a través de los walkie-talkies el tiroteo en el subterráneo y los gritos de Marco y los
carabinieri
temiendo quedar sepultados. No había dudado ni un instante y salió disparada en dirección a la calle. No había llegado a la puerta cuando el pitido del teléfono móvil la alertó; pensaba que era Marco. Se quedó helada cuando escuchó la voz de Ana Jiménez y del padre Yves. Con el teléfono pegado a la oreja para intentar no perder palabra se quedó quieta, sin fijarse en los hombres que corrían a su lado para sacar a los atrapados por el derrumbe del subterráneo.

Minerva encontró a Sofía llorando desconsoladamente con el móvil en la mano. La sacudió para sacarla del ataque de histeria.

—¡Sofía, por favor! Pero ¿qué sucede? ¡Cálmate!

A duras penas Sofía contó a Minerva cuanto había escuchado. La informática la miraba con asombro.

—Vamos al cementerio, aquí no hacemos nada.

Las dos mujeres se dirigieron a la calle. No había un solo coche, de manera que buscaron un taxi. Sofía no paraba de llorar. Se sentía culpable por no haber podido ayudar a Ana Jiménez.

El coche paró en un semáforo. Cuando de nuevo se puso en marcha el taxista gritó. Un camión se abalanzó contra ellos. El estrépito del choque volvió a quebrar el silencio de la noche.

49

Addaio lloraba en silencio. Se había encerrado en su despacho y ni siquiera permitía la entrada a Guner. Llevaba allí más de diez horas, sentado, con la mirada perdida en el vacío, dejándose arrasar por una oleada de sentimientos contradictorios.

Había fracasado y muchos hombres habían muerto por su tozudez. Los periódicos nada decían de lo sucedido, sólo que se había producido un derrumbe en los subterráneos de Turín y habían muerto unos cuantos operarios, entre ellos algunos turcos.

Mendibj, Turgut, Itzar y otros hermanos habían quedado sepultados para siempre bajo los escombros, nunca recuperarían sus cuerpos. Había soportado la dureza de la mirada de la madre de Mendibj y de Itzar. No le perdonaban, nunca le perdonarían, como tampoco lo hacían las madres de los jóvenes a los que había pedido que sacrificaran la lengua en el altar de un sueño imposible.

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