Tomó una decisión: se dirigiría hasta el cementerio. Cuando llegaron lo bastante cerca, pero no lo suficiente como para que la mujer supiera en dónde pensaba refugiarse, paró el coche.
Cogió el bolso de la mujer, que de nuevo lo miraba aterrada. Sacó el bolígrafo y un trozo de papel y escribió.
«Voy a dejarla libre. No avise a la policía, si lo hace lo pagará. No importa que ahora la protejan, llegará un día en que no lo harán y entonces apareceré. Váyase y no le diga a nadie nada de lo que ha pasado. No se olvide de que si lo hace volveré a por usted».
La mujer leyó la nota y el terror aumentó en su mirada.
—Le juro que no diré nada, pero por favor deje que me vaya… —suplicó.
Mendibj cogió el papel, lo partió en pedazos y los tiró por la ventana. Luego se bajó del coche, y no sin dificultad, se enderezó. Temía volver a desmayarse antes de que le diera tiempo a llegar al cementerio. Se acercó a la pared y comenzó a andar, mientras escuchaba el ruido del coche alejándose.
Caminó durante un buen rato, sentándose cuando el dolor le resultaba insoportable, y rezando a Dios para que le permitiera salvarse. Quería vivir, no deseaba dar su vida ni por la Comunidad ni por nadie. Ya les había entregado la lengua y dos años de su vida encerrado en la prisión.
Marco divisó la figura tambaleante del mudo. Era evidente que estaba herido y caminaba con dificultad. Ordenó a sus hombres que no le perdieran de vista pero que se mantuvieran a distancia. Habían vuelto a ver a otros dos «pájaros» siguiendo al mudo, lo hacían con discreción, a distancia, el resto había volado.
—Estad atentos, tenemos que detenerlos a todos. En caso de que los «pájaros» decidieran no continuar siguiendo al mudo, ya sabéis lo que tenéis que hacer, nos dividiremos, unos detrás de los «pájaros», otros detrás del mudo.
Los hombres de Bakkalbasi hablaban en voz baja mientras seguían a una distancia prudencial a Mendibj.
—Va en dirección al cementerio. Estoy seguro de que quiere llegar al subterráneo, en cuanto salgamos de la vista de la gente le disparo —dijo uno de ellos.
—Cálmate, tengo la impresión de que nos están siguiendo. Los
carabinieri
no son tontos. Quizá es mejor dejar que Mendibj se meta en la tumba y nosotros detrás de él. Si nos liamos a tiros nos detendrán a todos —respondió otro.
El crepúsculo comenzaba a dibujarse en el horizonte. Mendibj apretó el paso, quería entrar en el cementerio antes de que el guarda cerrara la verja, lo que le obligaría a saltar el muro, y no se encontraba en condiciones de hacerlo. Apresuró cuanto pudo el paso pero tuvo que pararse. Volvía a sangrar. Apretó el pañuelo que había cogido a la mujer contra la herida. Al menos estaba limpio.
La figura del guarda se recortaba junto a los cipreses de la entrada del cementerio. Parecía expectante, como si aguardara algo o a alguien.
Podía intuir la preocupación del hombre, incluso el miedo. Cuando éste lo vio comenzó a cerrar la verja, pero Mendibj, haciendo un esfuerzo supremo, llegó a la puerta y logró introducirse entre las dos hojas de la verja. Apartando al guarda y mirándolo furioso, se encaminó hacia la tumba 117.
— o O o —
La voz de Marco les llegó a todos los
carabinieri
que participaban en el operativo.
—Ha entrado en el cementerio, el guarda parecía no querer dejarlo entrar, pero el mudo le ha empujado. Os quiero dentro. ¿Y los «pájaros»?
Una voz se escuchó a través de las ondas.
—A punto de entrar en tu área de visión. Van también en dirección al cementerio.
Para sorpresa de Marco y de sus hombres, los «pájaros» tenían llave de la verja, de manera que la abrieron y entraron, cuidando de volver a cerrarla.
—¡Vaya, éstos tienen llave! —se oyó decir a un
carabinieri
.
—¿Qué hacemos nosotros? —preguntó Pietro.
—Intentaremos saltar la cerradura, y si no podemos saltaremos la verja —se escuchó decir a Marco.
Cuando llegaron a la verja, uno de los
carabinieri
intentó forzar la cerradura con una ganzúa. Ante la mirada impaciente del jefe del Departamento del Arte, tardó unos minutos en lograrlo.
—Giuseppe, busca al guarda. No lo hemos visto salir, debe de estar por ahí, o bien escondido o… No lo sé, búscalo.
—De acuerdo, jefe, y luego ¿qué hago?
—Primero me cuentas qué te dice, y luego decidimos. Que te acompañe un
carabinieri
por si necesitas protección.
—Vale.
—Tú, Pietro, ven conmigo. ¿Dónde se han metido? —preguntó Marco a los
carabinieri
a través del transmisor.
—Me parece que veo a los «pájaros» dirigirse a un mausoleo que tiene en la puerta un ángel de mármol —dijo una voz.
—Bien, dinos por dónde queda que allá vamos.
— o O o —
Ana Jiménez había entrado en la casa de Turgut sin encontrar a nadie. El padre Yves y sus amigos parecían haber desaparecido en la casa del portero de la catedral. Se quedó quieta intentando escuchar algún ruido, pero el silencio más absoluto imperaba en aquella modesta vivienda.
Empezó a buscar sin ver nada que le llamara le atención. Empujó con miedo la puerta de la habitación. Allí tampoco había nadie, aunque le sorprendió que la cama parecía movida de lugar. Se acercó despacio y la terminó de desplazar. No vio nada de especial, de manera que regresó a la sala de estar; luego buscó por la cocina, e incluso entró en el baño. Nada. No había nadie, pero Ana sabía que tenían que estar allí, porque por la puerta de entrada no habían vuelto a salir.
Volvió a revisar la casa. En la cocina había una puerta que daba a un armario empotrado. Golpeó la pared pero le pareció sólida; luego se fijó en el suelo, de madera, se puso de rodillas y empezó a buscar un hueco, porque para ese momento ya había llegado a la conclusión de que tenía que haber una puerta secreta que condujera a alguna estancia.
El suelo sonaba hueco, de manera que buscó en la cocina algo con que levantarlo. Con un cuchillo y un martillo logró levantar las tablas, y después de arrancarlas una por una se encontró con una escalera que se deslizaba hacia las entrañas de la tierra. Estaba oscuro y no se escuchaba ni un solo ruido.
Si habían salido de la casa tenía que haber sido por allí, de manera que decidió buscar una linterna y cerillas. Tardó un rato en encontrar una pequeña linterna, no parecía iluminar demasiado pero era todo lo que tenía. También se metió en el bolso una caja grande de cerillas de cocina. Buscó con la mirada qué otras cosas podría necesitar en aquel subterráneo, y cogió dos paños limpios de cocina, una vela, y encomendándose a Santa Gema, patrona de los imposibles, con cuya ayuda estaba segura de que había logrado terminar la carrera, comenzó a bajar la estrecha escalera que la conduciría Dios sabe dónde.
— o O o —
Mendibj avanzaba a tientas por el subterráneo. Recordaba cada palmo de aquel terreno húmedo y viscoso. El guarda había intentado impedirle que llegara hasta la tumba, pero había desistido de retenerlo cuando lo vio coger una pala, dispuesto a golpearle con ella. El viejo echó a correr y él pudo llegar al mausoleo. Allí estaba la llave, disimulada debajo de un tiesto con plantas. La introdujo en la cerradura, entró y encontró el resorte tras el sarcófago que dejaba a la vista una escalera que se introducía en el subterráneo e iba hasta la catedral.
Respiraba con dificultad. La falta de aire y el olor del subterráneo le marcaban, pero sabía que su única oportunidad de sobrevivir era llegar hasta la casa de Turgut, de manera que venciendo el dolor y la debilidad continuó el camino hacia delante.
La luz del mechero no era suficiente para iluminar aquel pasadizo, pero era lo único de que disponía. Su mayor temor era quedarse a oscuras y perder la orientación.
Los hombres de Bakkalbasi habían entrado unos minutos después. Con paso ligero se encaminaron al mausoleo del ángel. También disponían de una llave para entrar. En pocos segundos se encontraron en las entrañas del cementerio siguiendo a Mendibj.
—Se han metido ahí —afirmó un
carabinieri
.
Marco observó el ángel de tamaño natural que blandiendo una espada parecía impedirles el paso.
—¿Qué hacemos? —preguntó Pietro.
—Está claro que meternos y buscarlos.
Tuvieron que recurrir de nuevo al
carabinieri
experto en forzar cerraduras. Ésta le costó más, ya que tenía un sofisticado sistema de cierre. Mientras manipulaba la cerradura, Marco y sus hombres aguardaban fumando, sin notar que estaban siendo observados. Los hombres invisibles les vigilaban desde los rincones más insospechados.
— o O o —
Turgut e Ismet paseaban nerviosos por la sala oculta en el subterráneo. Tres de los hombres llegados de Urfa compartían con ellos la espera. Habían logrado escabullirse de los
carabinieri
, y desde hacía horas aguardaban en aquella estancia secreta. El resto de los hombres de Bakkalbasi tenía que estar a punto de llegar. El pastor les había avisado de que posiblemente también vendría Mendibj, y que debían tranquilizarle y aguardar a que llegara el resto de los hermanos. Después, ya sabían lo que tenían que hacer.
Escucharon unos pasos presurosos y Turgut sintió un escalofrío. Su sobrino le dio una palmada en la espalda para tratar de animarle.
—Estate tranquilo, no pasa nada, tenemos las órdenes, sabemos qué hacer.
—Tengo el presentimiento de que va a ocurrir una desgracia.
—¡No tientes a la mala suerte! Todo saldrá como está previsto.
—No, sé que pasará algo.
—¡Cállate, por favor!
Ni Turgut ni Ismet habían escuchado los pasos silenciosos de los tres sacerdotes que, ocultos entre las sombras, les observaban desde hacía un rato. El padre Yves, el padre David y el padre Joseph, más parecían tres comandos que tres padres de la Iglesia.
Mendibj entró corriendo en la sala, sólo le dio tiempo de ver a Turgut, luego se le borró la mirada y se desmayó. Ismet se arrodilló a su lado para tomarle el pulso.
—¡Dios mío! Está sangrando, tiene una herida cerca del pulmón, no creo que le haya afectado porque si no ya estaría muerto. Acércame agua, y algo con que limpiarle la herida.
El viejo Turgut se acercó con los ojos desorbitados para dar a su sobrino una botella de agua y una toalla. Ismet arrancó la camisa sucia del cuerpo de Mendibj y limpió con cuidado la herida.
—¿No tenían aquí abajo un botiquín?
Turgut asintió sin fuerzas para hablar. Buscó el botiquín y se lo entregó a su sobrino.
Ismet volvió a limpiar la herida con agua oxigenada, y luego pasó un algodón con un desinfectante. Era todo lo que podía hacer por Mendibj.
Los hombres de Bakkalbasi le habían dejado hacer, aunque pensaban que no merecía la pena tantos cuidados puesto que Mendibj tenía que morir de todas maneras. Así lo quería Addaio.
—No merece la pena que le cures.
De las sombras salió otro de los hombres de Bakkalbasi, uno de los policías de Urfa que él conocía bien por ser miembro de la Comunidad. Poco después le siguieron otros dos hombres. Durante unos minutos se entretuvieron contando las peripecias de la persecución. La charla les impidió escuchar que alguien se acercaba por la galería subterránea.
Marco, acompañado por Pietro y una docena de
carabinieri
irrumpieron en la estancia apuntándoles con pistolas.
—¡Quietos! ¡No os mováis! ¡Estáis todos detenidos! —gritó Marco.
No le dio tiempo a seguir hablando; una bala salida de las sombras casi le alcanzó. Otros disparos alcanzaron a dos de sus hombres. Los hombres de Bakkalbasi aprovecharon la confusión y también comenzaron a disparar.
Marco y los suyos se guarecieron como pudieron, lo mismo que los hombres de Bakkalbasi, conscientes de que los primeros disparos no habían partido de ellos.
Marco empezó a arrastrarse para cambiar de posición e intentar rodear a los hombres de Bakkalbasi. No pudo hacerlo, de nuevo le dispararon desde algún lugar oculto que no alcanzaba a ver, y casi al mismo tiempo escuchaba el grito de una mujer.
—¡Cuidado, Marco! Están aquí arriba. ¡Cuidado!
Ana se había descubierto. Hacía rato que, sin moverse, se escondía de los tres sacerdotes, a los que había encontrado después de recorrer la galería que conducía hasta aquella sala subterránea. El padre Yves se volvió, con una mueca de asombro reflejada en su mirada:
—¡Ana!
La joven intentó correr, pero el padre Joseph fue más rápido y la agarró con fuerza. Lo último que vio fue una mano dirigirse a su cabeza. El sacerdote la golpeó de manera que perdió el sentido.
—Pero ¿qué haces? —preguntó Yves de Charny.
No hubo respuesta. No podía haberla. Los disparos llegaban de todas partes, de manera que ellos, a su vez, tuvieron que responder a los
carabinieri
y a los, hombres de Urfa.
No pasaron muchos minutos sin que otros hombres irrumpieran en escena, eran los hombres invisibles, quienes disparando a todos, mataron en un segundo a Turgut, a su sobrino Ismet y a dos de los hombres de Bakkalbasi.
La resonancia de los disparos estaba provocando que del techo del subterráneo comenzara a caer piedras y arena. Pero los hombres seguían disparando e intentando matarse los unos a los otros.
Ana volvió en sí. La cabeza le dolía terriblemente. Se incorporó con esfuerzo y vio que delante de ella tenía a los tres sacerdotes disparando. Nada sabía de los hombres invisibles recién llegados. Decidió ayudar a Marco, de manera que se levantó y cogiendo una piedra se dirigió hacia donde estaban los sacerdotes. Con fuerza le dio con ella al padre David. No le dio tiempo a hacer nada más; el padre Joseph se disponía a dispararle pero no le dio tiempo, del techo del subterráneo empezaron a llover piedras y una de ellas alcanzó el hombro del padre Joseph.
Yves de Charny también estaba herido y la miraba con furia, con una rabia incontenida. Ana empezó a correr huyendo del sacerdote y también de las piedras que seguían cayendo con fuerza. El estruendo de los disparos y de las piedras le impidió encontrar la dirección por la que había llegado. Estaba perdida, sabía que el padre Yves la seguía gritando, pero no alcanzaba a escucharle.
El ruido ensordecedor del subterráneo derrumbándose le provocó un ataque de pánico. Además de a Yves de Charny escuchaba a Marco gritando su nombre. Tropezó y se cayó. Estaba a oscuras y gritó al sentir una mano agarrándola.