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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (26 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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Pasaba de las nueve cuando los invitados comenzaron a despedirse. D’Alaqua se iba acompañado de Aubry y los dos cardenales, además del doctor Bolard y otros dos científicos.

Antes de marcharse buscó a Sofía, que en ese momento estaba con Marco y su viejo profesor Guido Bonomi.

—Buenas noches, doctora, Guido, señor Valoni…

—¿Dónde cenas Umberto? —preguntó Guido Bonomi.

—En casa de Su Eminencia el cardenal de Turín.

—Bueno, espero verte mañana acompañado de la doctora.

Sofía sintió que enrojecía.

—Desde luego. Me pondré en contacto con usted, doctora Galloni. Hasta mañana.

Sofía y Marco se despidieron del cardenal y del padre Yves.

—¿Lo han pasado bien? —preguntó el cardenal.

—Sí, muchas gracias, Eminencia —respondió Marco.

—¿Han concertado alguna cita con nuestro comité científico? —inquirió el padre Yves.

—Sí, mañana nos recibirá el doctor Bolard —contestó Marco.

—¿Yves, por qué no invita al señor Valoni y la doctora a cenar?

—Encantado. Si me esperan un segundo, voy a reservar en la Vecchia Lanterna. ¿Les parece bien?

—No se moleste padre…

—No me molesta en absoluto, señor Valoni, a no ser que no quiera cenar conmigo por lo de la corbata…

Pasadas las doce el padre Yves los dejó en la puerta del hotel. La velada había sido agradable. Rieron, hablaron de todo un poco, y cenaron espléndidamente, como era de esperar, ya que la Vecchia Lanterna era uno de los restaurantes más sofisticados y caros de Turín.

—¡Me agota la vida social! —exclamó Marco camino del bar para charlar con Sofía sobre los pormenores de la velada.

—Pero lo hemos pasado bien.

—Tú eres una princesa y estabas en tu ambiente; yo soy un policía y estaba trabajando.

—Marco, tú eres algo más que un policía. Te recuerdo que eres licenciado en historia y que nos has enseñado a todos nosotros más de arte que lo que aprendimos en la universidad.

—No exageres. Por cierto, el viejo Bonomi te adora.

—Era un gran profesor, además de ser una
prima donna
del mundo del arte; siempre fue amable conmigo.

—Yo creo que estaba secretamente enamorado de ti.

—¡Qué cosas dices! Has de saber que yo era una estudiante aplicada que sacaba sobresalientes en casi todas las asignaturas. En fin, que fui una empollona.

—Bueno, ¿qué me cuentas de D’Alaqua?

—¡Uf! No sé qué decirte. El padre Yves se parece un poco a él: los dos son inteligentes, correctos, amables, guapos, e inaccesibles.

—No me parece que D’Alaqua sea inaccesible para ti; además, no es sacerdote.

—No, no lo es, pero hay algo en él que le hace parecer como si no fuera de este mundo, como si planeara sobre todos nosotros… No sé, es una sensación muy rara, no te lo sé explicar.

—Se le veía encantado contigo.

—Pero no más que con los demás. Me gustaría decir lo contrario, que ese hombre se interesa por mí, pero no es verdad, Marco, no me voy a engañar. Soy mayorcita y sé cuándo le gusto a un hombre.

—¿Qué te ha dicho?

—El poco rato que hemos estado solos me ha preguntado por la investigación. He eludido decirle qué estábamos haciendo aquí, salvo que querías conocer al comité científico de la Síndone.

—¿Qué te ha parecido Bolard?

—Es curioso, pero también es el mismo tipo de hombre que D’Alaqua y que el padre Yves. Ahora sabemos que se conocen, bueno, en realidad era de prever que así fuera.

—¿Sabes? A mí también me parecen hombres singulares, no sé muy bien por qué ni en qué, pero lo son. Hay en ellos algo imponente, quizá sea su prestancia física, su elegancia, la seguridad que denotan. Están acostumbrados a mandar y a que les obedezcan. Nuestro parlanchín doctor Bonomi me ha contado que a Bolard sólo le interesa la ciencia y que por eso permanece fiel a su soltería.

—Me sorprende la devoción que siente por la Síndone sabiendo como sabe que el carbono 14 la ha fechado en la Edad Media.

—Sí, a mí también. Veremos qué da de sí la cita que tengo con él mañana. Quiero que vengas. ¡Ah!, explícame lo de la cena en casa de Bonomi.

—Le ha insistido a D’Alaqua para que me lleve a la ópera y después a su casa, a la cena que ofrece en honor del cardenal Visier. D’Alaqua no ha tenido más remedio que decir que me acompañaría. Pero no sé si debo ir.

—Sí, sí debes ir, y pegar la oreja. Vas en misión de servicio; todos esos hombres tan respetables y poderosos tienen cadáveres en los armarios y a lo mejor alguno de ellos sabe algo en relación con los sucesos de la catedral.

—¡Marco, por favor! Es absurdo pensar que esos hombres tienen ninguna relación con los incendios, con los mudos…

—No, no es absurdo. Ahora te habla el policía. No me fío de los grandes; para llegar han tenido que pisar mucha mierda y muchas cabezas. Te recuerdo, además, que cada vez que desmantelamos alguna organización de ladrones de obras de arte nos encontramos con que el destinatario del robo es algún excéntrico millonario que sueña con tener en su galería privada lo que es patrimonio de la Humanidad porque está en algún museo.

»Tú eres una princesa buena, de cuento, pero ellos son tiburones que destrozan todo lo que encuentran a su paso. No lo olvides mañana cuando vayas a la ópera y a la cena de Bonomi. Sus modales exquisitos, sus conversaciones cultas, el lujo del que se rodean es fachada, nada más que fachada. Me fío menos de ellos que de los rateros del Trastevere, hazme caso.

—Tendré que comprarme otro traje…

—Cuando volvamos propondré que te den una gratificación por todos los gastos que te está ocasionando esta investigación. Pero, princesa, procura no ir a Armani o te terminarás de gastar el sueldo de este mes.

—Lo procuraré, pero no te lo prometo.

27

La novia recibía emocionada la felicitación de sus innumerables parientes. El salón lleno a rebosar; era la tapadera perfecta, pensó Addaio.

La boda de la sobrina de Bakkalbasi le había permitido reunirse con la mayoría de los miembros de la Comunidad en Berlín.

Había viajado junto a Bakkalbasi, uno de los ocho obispos secretos de la Comunidad, oficialmente un comerciante próspero de Urfa.

Con los siete jefes de la Comunidad en Alemania y los siete de Italia, se dirigió a un rincón discreto del salón, donde encendieron largos cigarros. Uno de los sobrinos de Bakkalbasi se quedó vigilante cerca de ellos para que nadie se acercara a importunarles.

Con paciencia escuchó los informes de los hombres, los pormenores de la existencia de la Comunidad en aquellas tierras bárbaras.

—El mes próximo Mendibj estará en libertad. El director de la prisión ha hablado en varias ocasiones por teléfono con el director del Departamento del Arte. El otro día una trabajadora social se quejaba al director; le dijo que le parecía indigno hacer teatro delante de un preso; dijo también que hacía tiempo que ella había aconsejado que Mendibj fuera a un centro especial, que estaba convencida de que no les entendía, y que montar la escena de que recomendaba su libertad para ver si él daba muestra de comprenderlos le parecía un hecho reprobable. Le dejó claro que nunca más haría una cosa así.

—¿Quién es tu contacto dentro de la cárcel? —preguntó Addaio al hombre que acababa de hablar.

—Mi cuñada. Es limpiadora. Lleva muchos años limpiando los despachos administrativos y algunas zonas de la prisión. Dice que se han acostumbrado a su presencia y que no le prestan atención, que cuando llega el director por la mañana y ella está limpiando siempre le hace ademán para que continúe aunque él se enfrasque en alguna conversación telefónica o hable con algún funcionario. Confían en ella. Además ya es mayor, de manera que nadie sospecha de una mujer con canas que va con un cubo y una bayeta.

—¿Podremos saber el día exacto en que lo dejarán en libertad?

—Sí, sí podemos —respondió el hombre.

—¿Cómo? —Inquirió Addaio.

—Porque las órdenes de libertad le llegan al director por fax y cuando llega por la mañana las recoge. Mi cuñada llega antes que él, y ya sabe que tiene que mirar los envíos de fax por si estuviera la orden de libertad provisional de Mendibj y llamarme inmediatamente. Le he comprado un móvil sólo para que haga esa llamada.

—¿A quién más tenemos en la cárcel?

—A dos hermanos condenados por asesinato. Uno de ellos trabajó como chófer de un jefazo del gobierno regional de Turín, el otro tenía una tienda de verduras. Una noche, en una discoteca, discutieron con unos tipos que se metieron con sus novias. Ellos fueron más rápidos y uno de los tipos murió de una cuchillada. Son buena gente, y leales.

—¡Dios les perdone! ¿Pertenecen a nuestra Comunidad?

—No, no, pero uno de sus parientes sí. Ha hablado con ellos y les he preguntado si podrían… bueno, si podrían…

El hombre se sentía incómodo ante la mirada fija de Addaio.

—¿Qué han dicho?

—Depende del dinero. Si entregamos a sus familias un millón de euros lo harán.

—¿Cómo recibirán la señal?

—Un familiar los visitará y les dirá si les hemos entregado el dinero, y cuándo deben… en fin… lo que tú has mandado.

—Mañana tendrás el dinero. Pero preparémonos por sí al final Mendibj sale vivo de la prisión.

Un hombre joven con un poblado bigote, de ademanes elegantes, tomó la palabra.

—Pastor, si fuera así intentaría conectar con nosotros por los cauces habituales.

—Explícamelos.

—Acudiría al parque Carrara a las nueve de la mañana y pasearía por el lado del parque que da al corso Appio Claudio. Por allí todos los días a esa hora pasa con sus hijas camino del colegio mi primo Arslan. Hace años que los miembros de la Comunidad en apuros acuden a ese lugar si están seguros de que no les sigue nadie, y cuando ven pasar a Arslan tiran un papel al suelo explicando dónde se pueden encontrar horas más tarde. Cuando los equipos que envías llegan a Turín les damos la misma instrucción.

»Arslan se pone en contacto conmigo, me dice dónde es la cita y organizamos un dispositivo para saber si alguien sigue a nuestros hombres; si es así, no nos acercamos a él, pero procuramos seguirle y ponernos en contacto si podemos.

»Si no es posible el contacto, el hermano sabe que algo pasa e intenta otra cita. Esta vez tiene que ir a una frutería en la vía della Academia Alabertina y comprar manzanas; cuando pague entregará un papel con el lugar de la siguiente cita. El frutero es miembro de nuestra Comunidad y se pondrá en contacto con nosotros.

»La tercera cita…

—Espero que no haga falta una tercera. Si sale vivo de la cárcel no debe sobrevivir a la primera cita. ¿Está claro? Corremos un gran peligro. A Mendibj le seguirán los
carabinieri
, gente experta. Hay que buscar un equipo capaz de hacer lo que tiene que hacer y desparecer sin que los cojan. No será fácil, pero no podemos darle la oportunidad de que se ponga en contacto con ninguno de nosotros, ¿lo habéis entendido?

Los hombres asintieron preocupados. Uno de ellos, el más anciano, tomó la palabra.

—Soy tío del padre del Mendibj.

—Lo siento.

—Sé que lo haces para salvarnos, pero ¿no hay ninguna posibilidad de que le saquemos de Turín?

—¿Cómo? Montarán un dispositivo para seguirlo a donde quiera que vaya, fotografiarán y grabarán a todos aquellos a los que se acerque y luego los investigarán. Podemos caer como una baraja de naipes. Siento el mismo dolor que tú, pero no puedo permitir que lleguen hasta nosotros. Hemos resistido dos mil años, muchos de nuestros antepasados han dado sus vidas, sus lenguas, sus haciendas, sus familias. No podemos traicionarlos ni traicionarnos. Lo siento.

—Lo comprendo. ¿Me permitirás hacerlo a mí si sale vivo de prisión?

—¿A ti? Eres un honorable anciano de nuestra Comunidad, ¿cómo podrías siendo su tío?

—Estoy solo. Mi esposa y mis dos hijas murieron hace tres años en un accidente de coche. No tengo a nadie aquí. Pensaba regresar a Urfa a pasar mis últimos días junto a lo que me queda de familia. Voy a cumplir ochenta años, ya he vivido todo lo que Dios ha querido que viviera, y me perdonará si soy yo el que quita la vida a Mendibj y luego me la quito yo. Es lo más sensato.

—¿Te quitarás la vida?

—Sí, pastor, lo haré. Cuando Mendibj acuda al parque Carrara estaré esperándolo. Me acercaré a él, no sospechará, soy un pariente, lo abrazaré, y en ese abrazo mi puñal le arrancará la vida. Luego me clavaré el mismo cuchillo en el corazón.

Se quedaron en silencio, impresionados.

—No sé si es buena idea —respondió Addaio—. Te harán la autopsia, descubrirán quién eres.

—No, no podrán hacerlo. Me arrancaréis todos los dientes y me quemaréis las huellas dactilares. Seré un hombre sin identidad para la policía.

—¿Serás capaz de hacerlo?

—Estoy cansado de vivir. Déjame que éste sea mi último servicio, el más doloroso, para que sobreviva la Comunidad. ¿Dios me perdonará?

—Dios sabe por qué hacemos esto.

—Entonces, si Mendibj sale de la cárcel, mándame llamar y prepárame para morir.

—Lo haremos, pero si nos traicionas, el resto de tu familia en Urfa sufrirá.

—No ofendas mi dignidad ni mi nombre con amenazas. No te olvides de quién soy, de quiénes eran mis antepasados.

Addaio bajó la cabeza en señal de asentimiento, luego preguntó por Turgut.

Le respondió otro de los hombres, bajo, fornido, con aspecto de estibador, aunque su profesión era la de cuidador del Museo Egipcio.

—Francesco Turgut está asustado. Los del Departamento del Arte le han interrogado en varias ocasiones, y cree que un tal padre Yves, el secretario del cardenal, lo mira con suspicacia.

—¿Qué sabemos de ese cura?

—Es francés, tiene influencias en el Vaticano y en breve será ordenado obispo auxiliar de Turín.

—¿Puede ser uno de
Ellos
?

—Sí, puede serlo. Tiene todas las características. No es un cura normal. Pertenece a una familia de aristócratas, habla varios idiomas, tiene una excelente formación académica, es deportista… y célibe, totalmente célibe. Ya sabes que
Ellos
nunca quiebran esa regla. Es un protegido del cardenal Visier y de monseñor Aubry.

—Que estamos seguros de que son de
Ellos
.

—Sí, no hay duda. Han sido inteligentes infiltrándose en el Vaticano y logrando colocarse en los puestos más altos de la Curia. No me extrañaría que algún día uno de ellos terminara siendo elegido Papa. Eso sí que sería una burla del destino.

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