A la una de la mañana (era el 20 de noviembre), captaron los radioaficionados en sus aparatos fuertes interferencias en la mayor parte de Europa, como si transmitiera una nueva y potente emisora. La encontraron en la longitud doscientos tres. Se oía como el ruido de máquinas o de olas marinas; en medio de esta especie de susurro interminable se oyó de pronto una voz terrible y cavernosa (todos la describían de la misma manera: hueca, graznante, como si fuese una voz artificial y, además, aumentada considerablemente por el megáfono); y esta voz de rana clamaba excitada: «¡Haló, haló, haló!
Chief Salaman-der speaking. Stop broadcasting, you men! Stop your broadcas-ting!
Haló,
Chief Salamander speaking!»
Después otra voz, extrañamente hueca, preguntó:
«Readyf Ready.»
En esto se oyó un sonido como cuando se conecta algo y de nuevo una voz extraña dijo: «¡Atención! ¡Atención! ¡Atención! ¡Haló! ¡Ahora!»
Entonces se escuchó una voz ronca, cansada, pero que, sin embargo, resonaba majestuosamente en medio del silencio de la noche: «¡Haló, hombres! Luisiana, Kingsu, Senegambia, sentimos mucho las pérdidas de vidas humanas. No queremos ocasionar víctimas innecesarias. Queremos solamente que evacuéis las costas en los lugares que os señalaremos de antemano. Si lo hacéis así, se evitarán sensibles desgracias. La próxima vez os advertiremos, por lo menos con 14 días de anticipación, en qué lugares vamos a ampliar nuestros mares. Hasta ahora hemos efectuado solamente ensayos técnicos. Vuestros explosivos han dado un resultado magnífico. Muchas gracias».
«¡Haló, hombres! Conservad la calma. No tenemos propósitos hostiles contra vosotros. Pero necesitamos más agua, más bancos de arena. Somos demasiadas. Vuestras costas ya no nos bastan. Por eso tenemos que destruir vuestros continentes. Haremos de ellos bahías e islas. Así podremos multiplicar por cinco la longitud de las costas del mundo. Vamos a construir nuevos bancos de arena. No podemos vivir en las profundidades de los mares. Vamos a necesitar vuestros continentes como material para rellenar el fondo de los mares. No nos guía el interés de perjudicaros, pero somos demasiadas. Por ahora os aconsejamos que os trasladéis a las ciudades del interior. Podéis vivir en las montañas, porque es lo último que derrumbaremos».
«Vosotros nos habéis buscado, nos habéis repartido por todo el mundo. ¡Pues ya nos tenéis! Queremos vivir en buenas relaciones con vosotros. Nos proporcionaréis acero para construir nuestros taladros, picos y palas. Nos suministraréis torpedos. ¡Trabajaréis para nosotros! Sin vuestra ayuda no podríamos acabar con los viejos continentes. ¡Haló, hombres! Chief Salamander, en nombre de todas las salamandras del mundo, os ofrece la colaboración. Trabajaréis con nosotros en la destrucción de vuestro mundo. Muchas gracias.»
La cansada y graznante voz enmudeció, y se oyó solamente el ruido de alguna máquina o del mar. «¡Haló, haló! —se oyó de nuevo a la cavernosa voz—, ahora vamos a retransmitir música ligera de vuestros discos fonográficos. Tocaremos "La marcha de los Tritones", de la película "Poseidón"»
Los periódicos calificaron esta emisión nocturna de una «burda broma» de alguna emisora clandestina, pero a pesar de ello millones de personas esperaban al día siguiente, junto a sus radiorreceptores, a que hablase de nuevo aquella terrible, nerviosa y cavernosa voz. Se la oyó nuevamente a la una, acompañada de fuertes y ruidosos zumbidos.
«Good evening, you people»
, graznó alegre. «Primeramente vamos a ofrecer "La Danza de las Salamandras", de su opereta "Galatea".» Cuando acabó de sonar la cortante e indecorosa musiquilla, se alzó de nuevo la terrible voz con un cierto deje de alegría. «¡Haló, hombres! Acaba de ser hundido por un torpedo el cañonero británico
Erebus
, que trataba de destrozar nuestra emisora en el Océano Atlántico. La tripulación se ha hundido con el buque. Haló, ¡llamamos la atención del Gobierno británico! El barco
Amenhotep
, de Port Said, se ha negado a desembarcar en nuestro puerto de Makallahu un pedido de explosivos. Según dice, ha recibido órdenes de suprimir la entrega de explosivos. Desde luego, dicho barco ha sido torpedeado. Aconsejamos al Gobierno británico que retire esta orden, antes de mañana a mediodía, radiográficamente; de lo contrario, serán torpedeados y hundidos los barcos
Winnipeng, Manitoba, Ontario
y
Quebec
, que llevan cargamentos de trigo del Canadá a Liverpool. Haló, llamamos la atención del Gobierno francés.
Llamen a los cruceros que navegan hacia Senegambia. Necesitamos ampliar allí, todavía más, la nueva ensenada recientemente construida. Chief Salamander ha ordenado que transmita a los dos Gobiernos su voluntad inquebrantable de establecer con ellos relaciones amistosas. Aquí terminan las noticias. Ahora retransmitiremos vuestra canción "Salamandra", vals erótico.»
Al día siguiente por la tarde fueron hundidos, al suroeste de Mizen Head, los barcos
Winnipeg, Manitoba, Ontario
y
Quebec
. Por el mundo se extendió una ola de angustia. Por la noche transmitió la BBC una nota diciendo que el Gobierno de S.M. Británica había prohibido la entrega de cualquier clase de productos alimenticios, químicos, maquinarias, armas y metal a las salamandras. Por la noche, a la una en punto, graznó en la radio una voz excitada: «Haló, haló,
Chief Salamander speaking!
Haló,
Chief Salamander is going to speak!»
Y de pronto se escuchó una voz cansada y colérica: «¡Haló, hombres! ¡Haló, hombres! ¿Creéis que nos vamos a dejar matar de hambre? ¡Acabad ya con vuestras tonterías! ¡Todo lo que intentéis se volverá contra vosotros! En nombre de todas las salamandras del mundo, llamo a la Gran Bretaña. Le declaramos, desde ahora, un bloqueo sin cuartel. A todas las Islas Británicas, a excepción del Estado libre de Irlanda. Vamos a cerrar el Canal de la Mancha. Vamos a cerrar el Canal de Suez. Vamos a cerrar el Estrecho de Gibraltar. ¡Para todos los barcos! Todos los puertos ingleses están ya bloqueados. Todos los barcos ingleses, encuéntrense donde se encuentren, serán torpedeados. Haló, Alemania. Aumentad el suministro de explosivos para nosotros en diez veces. Entregadlos inmediatamente en el depósito principal de Skagerak. Haló, Francia. Entregad inmediatamente el pedido de torpedos submarinos al fuerte C 3, BFF y Oeste 5. ¡Haló, hombres! Os advierto de nuevo. Si nos reducís la entrega de provisiones, las tomaremos nosotras mismas de vuestros barcos. ¡Lo advierto por última vez!» La voz fatigada bajó hasta ser solamente un graznido casi incomprensible.
«¡Haló, Italia! Prepárense para la evacuación de las zonas de Venecia, Padua y Udina. ¡Lo advierto por última vez, hombres! Ya habéis hecho bastantes tonterías.» Siguió una larga pausa en la que se oía el susurro de un mar como negro y frío. Y de nuevo habló la voz cavernosa, pero alegre: «Ahora vamos a tocar, de sus grabaciones musicales, el último éxito: "Tritontrott".»
La conferencia de Vaduz
Era una extraña guerra, si se la podía llamar así, porque no existía ningún Estado de las Salamandras ni estaba reconocido ningún gobierno salamándrico que pudiera oficialmente declararse enemigo. El primer Estado que se encontró en guerra con las salamandras fue Gran Bretaña. En seguida, en las primeras horas, hundieron las salamandras casi todos sus barcos anclados en los puertos. Esto no podía solucionarse de ninguna manera. Muchos barcos que estaban en aquellos momentos en alta mar, disfrutaban de cierta seguridad transitoria, particularmente, mientras permanecieran lejos de las costas. Así se salvó parte de la marina inglesa, que rompió al bloqueo de las salamandras en Malta y se concentró en las profundas aguas del Mar Jónico. Pero también estas unidades, perseguidas por pequeños submarinos de las salamandras, fueron hundidas una tras otra. En seis semanas perdió Gran Bretaña cuatro quintas partes de sus barcos, fuera cual fuese su tonelaje.
John Bull tuvo ocasión de demostrar, una vez más en la historia, su famosa terquedad. El Gobierno de S.M. no trataba con las salamandras y no retiraba la orden de supresión de entrega de mercancías. «Los gentlemen ingleses», declaró el Primer Ministro inglés a toda la nación, «protegen a los animales, pero no negocian con ellos.» En pocas semanas se empezó a notar en las Islas Británicas la falta de alimentos. Solamente los niños recibían una rebanada de pan y algunas cucharaditas de té o leche diariamente. La nación británica lo soportaba todo con estoicismo ejemplar, aunque llegaron al extremo de tener que matar hasta a sus caballos de carrera. El Príncipe de Gales aró los primeros surcos en el campo del Royal Golf Club para que fuesen cultivadas zanahorias para los orfelinatos ingleses. En los campos de tenis de Wimbledon se sembraron patatas; en los terrenos de Ascot, donde antes se celebraban las famosas carreras, se cultivaron cereales. «Sufriremos hasta los mayores sacrificios», aseguró el jefe del Partido Conservador en el Parlamento, «pero no perderemos el honor británico».
Como el bloqueo de las costas británicas era completo, no le quedó más camino a Inglaterra para el suministro y relaciones con el exterior, que el del aire. «Hemos de tener cien mil aviones», declaró el ministro de aviación, y todo lo que tenía manos y piernas empezó a trabajar al servicio de esta consigna. Se hicieron preparaciones febriles para que se pudiesen construir diariamente mil aviones. Pero entonces intervinieron los gobiernos de las demás potencias europeas, protestando enérgicamente contra aquella violación del equilibrio aéreo. El Gobierno británico tuvo que abandonar su programa aéreo y comprometerse a no construir más de veinte mil aviones, y aun eso, en cinco años. No quedó más remedio que seguir pasando hambre o pagar precios elevadísimos por los alimentos, que eran suministrados por aviones de otros Estados. Una libra de pan costaba diez chelines, un par de ratas una guinea, una cajita de caviar veinticinco libras esterlinas. En resumen: era una época de oro para el comercio industrial y agrícola del continente. Como la marina de guerra había sido destruida completamente desde el principio, las operaciones militares contra las salamandras se efectuaban, solamente, en tierra firme o desde el aire. El ejército de tierra disparaba con sus cañones y fusiles al agua, sin que, por lo visto, causara a las salamandras ninguna pérdida de importancia. Algo más de éxito tenían las bombas aéreas arrojadas al mar. Las salamandras respondieron con salvas de sus cañones submarinos contra los puertos británicos, a los que convirtieron en montones de ruinas. Desde la desembocadura del Támesis bombardearon también Londres. Entonces los jefes del ejército intentaron envenenar a las salamandras con bacterias, petróleo y corrosivos, arrojados al Támesis y en algunas bahías. A esto respondieron las salamandras soltando una nube de gases contra las costas británicas, en una extensión de ciento veinte kilómetros. Era solamente una prueba, pero bastó. El Gobierno británico se vio obligado, por primera vez en la historia, a pedir a las otras potencias que tomasen medidas, apelando a la prohibición de la guerra de gases.
Una noche después de esto, se oyó en la radio la voz cavernosa, furiosa y pesada, del Chief Salamander: «¡Haló, hombres! ¡Que Inglaterra deje de hacer tonterías! Si nos envenenan el agua, nosotras les envenenaremos el aire. Usamos solamente vuestras propias armas. No somos bárbaros, no queremos luchar contra los hombres. Solamente deseamos vivir en paz. Os brindamos la paz. Vosotros nos procuraréis vuestros productos y nos venderéis vuestros continentes. Estamos dispuestos a pagaros bien. Os ofrecemos algo más que paz: el comercio. Os ofrecemos oro por vuestra tierra. Haló, me dirijo al Gobierno de la Gran Bretaña. Indíquenme el precio que desean por la parte sur de Linconshire, junto a la Bahía de Wash. Les doy tres días para decidirse. Hasta entonces, suspendo todos los actos hostiles a excepción del bloqueo.»
En el mismo momento cesó el ruido de los cañones submarinos en las costas británicas. También los cañones de tierra enmudecieron. Era un silencio extraño, casi horroroso. El Gobierno inglés declaró en el Parlamento que no estaba dispuesto a negociar con las salamandras. Los habitantes de la Bahía de Wash y Lynn Deep fueron advertidos de que, probablemente, las salamandras iban a lanzar un ataque y que sería mejor que se trasladasen al interior del país. Sin embargo, los autobuses, trenes y automóviles preparados, llevaron solamente a los niños y a algunas mujeres. La mayoría de los hombres se quedó en sus puestos. No podían comprender, por más que se esforzasen, que los ingleses pudiesen perder su tierra. Un minuto después de terminada la tregua de tres días, se oyó el primer disparo. Era la bala de un cañón inglés disparada por el Roy al North Lancashire Regiment, mientras tocaba la marcha del regimiento, «La rosa encarnada.» Seguidamente se oyó una indescriptible explosión. La desembocadura del río Nen se hundió hasta Wisbeck y fue inundada por el mar de la Bahía de Wash. Entre otras cosas se derrumbaron en las aguas la famosa Abadía de Wisbeck, el castillo de Holland, la taberna San Jorge y el Dragón y otros recuerdos históricos.
Al siguiente día declaró el Gobierno de S.M. Británica en el Parlamento, contestando a las apelaciones de los diputados, que, militarmente, se había hecho todo lo posible para la defensa de las costas británicas; que no estaban descartados otros y más amplios ataques a territorio inglés; que, sin embargo, el Gobierno de S.M. no podía tratar con un enemigo que no respetaba ni a la población civil, ni siquiera a las mujeres. (Aprobación).
«Hoy no se trata solamente del destino de Inglaterra, sino del de todo el mundo civilizado. Gran Bretaña está dispuesta a considerar garantías internacionales que mitiguen estos terribles y bárbaros ataques que amenazan a la misma Humanidad.»
Una semana más tarde se reunió la Conferencia Mundial de los Estados, en Vaduz.
Se celebró en Vaduz, en los Altos Alpes, porque allí no había peligro de que llegasen las salamandras y porque ya se habían refugiado en aquella zona la mayoría de la gente pudiente y los más destacados personajes de los países marítimos. La Conferencia, de común acuerdo, pasó de inmediato a tratar de todas las cuestiones mundiales de actualidad. Primeramente, todas las naciones (a excepción de Suiza, Abisinia, Afganistán, Bolivia y otros estados sin mar), rechazaron en principio el reconocer a las salamandras como una potencia guerrera independiente, principalmente porque en ese caso las salamandras de cada país podrían considerarse como pertenecientes al Estado Salamándrico. No sería imposible que el reconocimiento de las salamandras como estado trajera como consecuencia el que éstas exigiesen derechos sobre todas las aguas y costas que habitaban. Por dicha razón era legal y prácticamente imposible declarar la guerra a las salamandras o ejercer sobre ellas cualquier otra clase de presión internacional. Cada estado tenía derecho a tomar medidas solamente con respecto a las salamandras de su
propiedad\2\1 siendo esto cuestión puramente interior. Por lo tanto, no se podía hablar de medidas colectivas, ya fueran diplomáticas o militares, contra las salamandras. A los estados atacados por las salamandras se les podía prestar ayuda internacional solamente concediéndoles préstamos extranjeros para su defensa
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