A este discurso contestó el magnífico publicista francés Marqués de Sade, generalmente muy bien informado, de la siguiente forma: «El primer Lord del Almirantazgo británico ha declarado que Gran Bretaña está preparada para cualquier eventualidad. Bien, ¿está, sin embargo, informado ese distinguido lord de que Alemania tiene en sus salamandras del Báltico un terrible ejército permanente armado? ¿Que cuenta hoy en día con unos cinco millones de salamandras militares profesionales, a las que puede poner inmediatamente en pie de guerra tanto en las costas como en el agua? A esto, sumen ustedes unos diecisiete millones de salamandras para servicios técnicos y de intendencia, preparadas para servir en cualquier momento como fuerzas de ocupación o de reserva. La salamandra del Báltico es hoy el mejor soldado del mundo, preparado a la perfección psicológicamente, y ve en la guerra su verdadera y más elevada misión. Irá a luchar con el entusiasmo de los fanáticos, con una fría y calculada técnica y con la terrible disciplina de una verdadera salamandra prusiana.»
»¿Sabe también el primer Lord del Almirantazgo Británico que Alemania construye febrilmente barcos de pasajeros que pueden llevar brigadas enteras de salamandras de guerra de una sola vez? ¿Sabe que están construyendo cientos y más cientos de pequeños submarinos con un radio de acción de tres a cinco mil kilómetros, cuya tripulación estará formada por esas mismas salamandras del Báltico? ¿Sabe ya que está estableciendo enormes depósitos de combustible en diferentes partes del Océano? Así pues, preguntamos una vez más: ¿Tiene el ciudadano británico la completa seguridad de que su gran país está
verdaderamente
bien preparado para toda eventualidad?»
»No es difícil imaginar (continuaba el Marqués de Sade) lo que significarán las salamandras en una próxima guerra, armadas con cañones submarinos tipo Berta, con lanza-minas y torpedos para el bloqueo de las costas. A fe mía que, por primera vez en la historia del mundo, no puede nadie envidiar a Inglaterra su magnífica posición insular. Pero, ya que hablamos de esto… ¿sabe el Almirantazgo Británico que las salamandras del Báltico están equipadas con unas máquinas —por otra parte muy útiles para la paz— que se llaman taladradoras-neumáticas, y que estas modernas taladradoras atraviesan en una hora una profundidad de diez metros de la mejor tierra sueca existente, y de cincuenta a sesenta metros de la inglesa? (Esto fue probado en una perforación secreta, efectuada por una expedición técnica alemana durante las noches de los días 11, 12 y 13 del mes pasado en la costa inglesa entre Hythe y Folkestone, o sea, directamente bajo las narices de la fortaleza de Dover). Aconsejamos a nuestros amigos del otro lado del Canal que calculen ellos mismos en cuántas semanas pueden ser taladrados Kent o Essex por debajo del agua, hasta quedar con agujeros iguales a una bola de queso. Hasta ahora, el ciudadano británico contemplaba siempre el firmamento como la única parte de donde podía llegarle el peligro y la destrucción de sus florecientes ciudades, su Bank of England, sus pequeñas y acogedoras casitas rodeadas de jardines. Mejor harán en pegar su oído a la tierra en que juegan sus hijos para advertir, hoy o mañana, si se oyen los chirridos de las incansables y terribles taladradoras de las salamandras, abriéndose camino, paso a paso, para colocar explosivos de un poder hasta ahora desconocido. Ya no será la guerra en el aire, sino la guerra bajo el agua y bajo tierra, que es la última de nuestra era. Hemos oído discursos llenos de confianza desde el puente de mando de la Orgullosa Albión. Sí, hasta ahora, es una poderosa nave que se balancea sobre las olas y las domina. Pero puede llegar un día en que esas olas se cierren sobre la nave destruida, que se hundirá en las profundidades del mar. ¿No sería mejor tratar de evitar ese peligro
ahora?
¡De aquí a tres años sería ya demasiado tarde!»
Esta advertencia del brillante publicista francés despertó gran excitación en Inglaterra. A pesar de haber sido desmentida la noticia, los ingleses oían el ruido de los taladros de las salamandras en diferentes regiones de Gran Bretaña. Los círculos oficiales alemanes desmintieron, desde luego, el citado artículo, declarando que era, desde el principio hasta el final, una provocación sin sentido y propaganda hostil. Sin embargo, por aquellos días se realizaron en el Báltico maniobras combinadas de la marina alemana, las fuerzas subterráneas y las salamandras guerreras. En su transcurso, las unidades de salamandras-zapadoras hicieron volar, ante la vista de los observadores militares extranjeros, un pedazo de terreno taladrado cerca de Rügenwalde, de una extensión de seis kilómetros cuadrados. Según decían, fue un espectáculo inmenso: la tierra se levantó con una terrible explosión, igual que si fuera un iceberg al partirse, y después voló como una inmensa pared de humo, arena y piedra. De pronto todo se oscureció como si fuera de noche, la arena levantada fue a caer en un radio de unos cien kilómetros y, al cabo de unos días, llovió arena sobre Varsovia. Después de este experimento, quedó tanta arena flotante y polvo en la atmósfera que, hasta fin de año, las puestas de sol de Europa eran extraordinariamente hermosas, de un rojo purpúreo e incandescente, como nunca se habían visto hasta entonces.
El mar que ocupó el pedazo de costa destrozada recibió, más tarde, el nombre de Mar de Scheuchzer, y era punto de peregrinación de muchas excursiones escolares y giras de los niños alemanes, que cantaban el popular himno:
Solche Erfolche Erreichen Nur Deutsche Molche
Gloria a nuestras Salamandras
De pura raza Germana.
Wolf Meynert escribe su obra
Quizá fueron, precisamente, las magníficas puestas de sol las que inspiraron al solitario filósofo Wolf Meynert para escribir su monumental obra
Untergang der Menschheit
(El ocaso de la humanidad). Podemos imaginárnoslo paseando vivamente por la costa, con la cabeza descubierta y el abrigo desabrochado ondeando al viento, atravesando con sus ojos arrebatados aquella inundación de fuego y sangre que ocupaba más de la mitad del firmamento. «Sí, ya es tiempo de que escriba un epílogo a la historia de la Humanidad», se dijo. Y lo escribió.
«Termina la tragedia de la especie humana», comenzó Wolf Meynert. «No nos dejemos engañar por su febril afán emprendedor y su felicidad técnica; eso es, solamente, lo que las manchas rosadas en el rostro del organismo marcado por la tuberculosis, por la muerte. Nunca pasó la Humanidad por una coyuntura tan alta como ahora, pero ¡encuéntrenme una clase social que esté satisfecha o una nación que no se sienta amenazada en su ser! En medio de todos los regalos de la Naturaleza, de las riquezas de Creso espirituales y materiales de tantos Estados, se apodera cada vez más de nosotros cierto sentimiento de inseguridad, angustioso e incómodo.» Y Wolf Meynert, inexorablemente, analizaba el estado psíquico del mundo de nuestros días, esa mezcla de odio y miedo, desconfianza y megalomanía, cinismo y mala fe. En una palabra: desesperación, terminaba Wolf Meynert. Los típicos espectros del fin. La agonía moral.
«La cuestión es: ¿Hay o hubo alguna vez un hombre capaz de ser feliz? El hombre, como cada ser viviente, sí; pero la Humanidad, nunca. Toda la desgracia del hombre consiste en que fue obligado a convertirse en Humanidad, o quizá en que se convirtió en Humanidad demasiado tarde, cuando ya había una diferencia incorregible de naciones, razas, fes, estados y clases, cuando ya había pobres y ricos, cultos e incultos, gobernantes y gobernados. Poned en un solo rebaño caballos, lobos, ovejas y gatos, zorras y ciervos, osos y cabras; encerradlos en un corral y obligadles a vivir en esta confusión a la que se llama «leyes sociales», y a respetar ciertas reglas necesarias para la vida. Será un rebaño desgraciado, poco satisfecho, fatalmente indiferente, en el que ni una sola de las criaturas de Dios se sentirá en su casa. Éste es un cuadro exacto del gran rebaño heterogéneo y sin esperanzas al que se llama Humanidad. Naciones, razas, clases, no pueden vivir continuamente juntas sin fastidiarse y agobiarse mutuamente, hasta llegar a la intolerancia. Pueden vivir eternamente separadas —lo que sería posible si el mundo fuese lo bastante grande para ello—, o unas contra otras, en una lucha de vida o muerte. Para los grupos biológicos humanos como la raza, la nación o la clase, hay solamente un camino hacia la homogeneidad y la felicidad, y es hacerse sitio para sí y aniquilar a los demás. Y esto es, precisamente, lo que el género humano olvidó hace mucho. Hoy ya es tarde para ello. Nos hemos agenciado demasiadas doctrinas y compromisos con los que defendemos\1«\2»\3 en lugar de sacudírnoslos de encima. Inventamos reglamentos sobre moral, derechos humanos, compromisos, leyes, igualdad, humanidad y muchas otras cosas. Creamos una Humanidad de ficción que nos precipita, a nosotros y «a los otros», en una especie de unidad superior. ¡Qué fatal equivocación! Hemos puesto la ley moral sobre la ley biológica. Hemos alterado las grandes bases naturales de toda la sociedad, que dicen que solamente una sociedad homogénea puede ser feliz en común. Esta felicidad alcanzable la hemos sacrificado a un sueño grande, pero inalcanzable. Crear
una
Humanidad y
un
solo orden con todos los hombres, las naciones, las clases sociales y los niveles de vida. Fue una formidable tontería, podríamos decir, el único esfuerzo del hombre por elevarse sobre sí mismo, digno de respeto. Y por este su magnánimo idealismo, paga hoy el género humano con su inevitable destrucción».
«El proceso por el que el hombre trata de organizarse de alguna manera en Humanidad es tan viejo como la misma civilización, como las primeras leyes y los primeros pueblos. Si al cabo de tantos miles de años sólo se ha llegado —como hoy podemos verlo— a hacer mucho más profundo ese abismo entre las razas, naciones, clases y opiniones mundiales, entonces ya no podemos cerrar los ojos ante el hecho de que el desgraciado intento histórico de hacer de todos los hombres, sin más ni más, una Humanidad, ha fracasado definitiva y trágicamente. Después de todo, ya empezamos a darnos cuenta —y de ahí esos intentos y planes de unificar al género humano de otra manera, haciendo sitio solamente para
una
nación,
una
clase,
una
religión. Mas ¿quién puede decir hasta qué punto estamos infectados de esa enfermedad incurable llamada diferenciación? Más tarde o más temprano, cada presunto «todo» homogéneo se desmoronará irremediablemente en grupos sin coordinación, con diferentes intereses, partidos, posiciones, etc., que, o bien se destrozarán entre sí, o sufrirán de nuevo los tormentos de la vida en común. No hay salida posible, nos movemos en un círculo vicioso, pero la evolución no puede moverse continuamente en circunferencia. Por eso la naturaleza se ocupó por sí misma del asunto, haciendo sitio en el mundo a las salamandras».
«No es por casualidad (profundizaba Wolf Meynert) el que las salamandras hayan aparecido en la vida precisamente en la época en que la enfermedad crónica de la Humanidad, este gran organismo mal desarrollado y que se desmorona continuamente, está en la agonía. Salvo algunas pequeñas excepciones sin importancia, las salamandras se presentan como el único
todo
homogéneo y formidable. No han creado, hasta ahora, una profunda diferenciación de raza, lengua, nación, religión, clase o casta; entre ellas no hay amos y esclavos, libres y oprimidos, ricos y pobres. Desde luego, existen diferencias impuestas por las distintas clases de trabajo que ejecutan, pero, en sí, son de la misma raza, unidas, como si dijésemos de la misma carne, igualmente primitivas biológicamente en todas sus partes, igualmente mal dotadas por la naturaleza, igualmente esclavas y viviendo en iguales y bajas condiciones. El último negro o esquimal del mundo vive en mejores condiciones que ellas, no sólo materiales sino también culturales. Y, sin embargo, las salamandras no dan muestras de sufrir con ello. Por el contrario, vemos que no necesitan nada de aquello en lo que el hombre busca consuelo y alivio de los horrores metafísicos y de la angustia vital. Pueden prescindir de la filosofía, de la vida eterna y del aire. No saben lo que es fantasía, humor, misticismo, juego o sueño. Son completamente realistas. Están tan lejos de nosotros, los humanos, como las hormigas o los arenques. Solamente se diferencian de ellos en que se organizan en otro ambiente vital, o sea, en la civilización humana. Se asentaron en ella como se asientan los perros en los residuos que dejan los hombres. Sin ellos no pueden vivir, pero no por ello dejarán de ser lo que son: animales muy primitivos y que se diferencian muy poco entre sí. Les basta con vivir y multiplicarse, y hasta pueden ser felices, porque no les inquieta ningún sentido de desigualdad entre ellos. Son, sencillamente, homogéneos. Por eso pueden cualquier día, sí,
cualquier día
, realizar sin obstáculos lo que no pudo hacer la Humanidad: su unidad de clases en todo el mundo, su sociedad mundial, en una palabra, el Universo de las salamandras (Salamandrismo universal). Ese día terminará la agonía de miles de años del género humano. En nuestro planeta no habrá lugar suficiente para dos tendencias, que se esforzarán por gobernar todo el mundo. Una tendrá que dejar libre el paso. ¡Ya sabemos, ahora, cuál de las dos será!»
«Hoy viven en nuestro planeta unos veinte mil millones de salamandras civilizadas, o sea, unas diez veces el número total de la Humanidad. De esto se desprende, por la necesidad biológica y la lógica de la historia, que las salamandras esclavizadas tendrán que liberarse; que, siendo homogéneas, tendrán que unirse, y que convirtiéndose así en el mayor poder que ha visto nunca el mundo, tendrán que
tomar
la dirección de él. ¿Creéis que son tan locas como para respetar después al hombre? ¿Creéis que repetirán la histórica equivocación que cometió siempre el que sometió a las naciones y clases vencidas en vez de aniquilarlas? ¿De los que, por orgullo, establecían nuevas diferencias entre la gente para después, por magnanimidad o idealismo, esforzarse en revocarlas? No,
este
disparate de la historia no lo repetirán las salamandras (exclama Wolf Meynert) aunque sólo sea porque seguirán los consejos y advertencias de mi libro. Serán herederas de toda la civilización humana; caerá en su regazo todo lo que hemos hecho, todo lo que hemos intentado para llegar a dominar el mundo; pero irían contra sí mismas si, con esta herencia, quisieran también quedarse con nosotros. Tienen que prescindir de los seres humanos si quieren conservar su homogeneidad racial. Si así no lo hiciesen, propagaríamos entre ellas, antes o después, nuestras dos inclinaciones destructivas: crear diferencias y sufrirlas. Pero no nos atrevamos a esto. Hoy, cualquier ser que continúe la historia del hombre, ya no repetirá las locuras suicidas de la Humanidad».