Tommy volvió a respirar hondo. Se trataba de un grupo demasiado grande y visible para salir fuera del barracón. Uno hubiera sido más fácil. Dos, como había podido comprobar con Scott, era arriesgado, pues tenían que trabajar de forma coordinada, como un par de pilotos de caza cayendo en picado para atacar, un avión en cabeza, el otro cubriendo el ala. Pero tres, uno tras otro, como si se lanzaran de un bombardero alcanzado por el enemigo en un cielo repleto de fuego antiaéreo y aviones precipitándose en el aire antes de abrir el paracaídas, era muy peligroso y estúpido. Tres hombres hacían inevitablemente mucho ruido. Su movimiento exagerado atraería la atención de los gorilas de la torre de vigilancia, por somnolientos y distraídos que estuvieran. Era un enorme riesgo.
Por consiguiente, la recompensa para esos tres hombres debía de ser enorme.
Tommy se apoyó contra la pared, tratando de recobrar la compostura antes de regresar sigilosamente al dormitorio de Scott.
Tres hombres en el pasillo, saliendo furtivamente a media noche.
Tres hombres que arriesgan sus vidas la víspera de un juicio.
Tommy ignoraba qué relación existía entre esos factores. Pero pensó que convenía averiguarlo.
La cuestión era cómo hacerlo.
Uno de los hurones menos eficientes del campo había pasado revista tres veces a la formación de aviadores. Cuando intentaba hacerlo otra vez, recorriendo las filas compuestas por grupos de cinco hombres con su monótono
ein, zwei, drei
, recibió los habituales abucheos, insultos y protestas de los
kriegies
concentrados en el campo. Ellos pateaban el suelo para entrar en calor en esa mañana presidida por la humedad y el frío, acentuados por el viento del norte. El cielo presentaba un color gris pizarra atravesado por dos franjas rojo-rosáceas en el este, otro claro ejemplo de la fluctuación del clima alemán, siempre atrapado entre el invierno y la primavera. Tommy encorvó la espalda para defenderse del viento, tiritando ligeramente bajo la débil luz del amanecer, preguntándose qué había sido de la tibia temperatura del día anterior y rumiando todas sus dudas acerca del juicio que iba a iniciarse a las ocho de la mañana. A su derecha, Hugh restregaba el suelo con los pies para estimular la circulación y maldecía al hurón. A su izquierda, Lincoln Scott permanecía inmóvil, como si el frío y la humedad no le afectaran. En sus mejillas relucían gotitas de humedad, lo que le daba aspecto de haber llorado.
El hurón miró su bloc de notas, dudando. Eso indicaba que se disponía a efectuar el recuento por quinta vez, lo que desencadenó un torrente de insultos y amenazas. Incluso Tommy, que por lo general guardaba silencio en semejantes circunstancias, masculló para sus adentros algunos juramentos no habituales en él.
—Hart, quizá tenga algo para ti —oyó que decía alguien a sus espaldas.
Tommy se puso rígido y permaneció sin volverse. La voz le había sonado familiar y, al cabo de un momento, comprendió que pertenecía a un capitán neoyorquino que ocupaba un dormitorio en el barracón situado frente al suyo. Era un piloto de caza, como Scott, que había sido derribado cuando escoltaba unos B-17 durante un ataque sobre Gran B, como los aviadores aliados denominaban a Berlín.
—¿Todavía buscas información o lo tienes todo controlado? —le preguntaban.
Tommy negó con la cabeza, pero siguió sin volverse. Lincoln Scott y Hugh Renaday también permanecieron quietos.
—Te escucho —dijo Tommy—. ¿Qué quieres decirme?
—Me cabreaba que Bedford tuviera siempre lo que uno necesitaba —continuó el piloto—. Más comida, más ropa, más de todo. Necesitabas una cosa, pues él la tenía. Siempre conseguía a cambio más de lo que estabas dispuesto a darle. Era injusto. Se supone que todos los prisioneros en el campo pasamos las mismas privaciones, pero ése no era el caso de Trader Vic.
—Lo sé. A veces parecía como si fuera el único
kriegie
que no adelgazaba —respondió Tommy. El hombre emitió un gruñido de asentimiento.
—Por otra parte —dijo el capitán—, tampoco acabó como otros.
Tommy asintió. Eso era cierto, aunque no había ninguna garantía de que no acabaran todos tan muertos como Bedford. Se abstuvo de decirlo en voz alta, aunque sabía que ese temor rondaba siempre por la cabeza de los aviadores y aparecía en las pesadillas de muchos
kriegies
. Una de las máximas del campo de prisioneros era: «No hables de lo que te aterroriza, pues podría ocurrir.»
—Desde luego —dijo Tommy—, pero ¿qué querías decirme?
En la formación vecina, a la derecha de Tommy, se oyeron una serie de protestas airadas.
Tommy supuso que el hurón que contaba a ese grupo había vuelto a equivocarse. El neoyorquino dudó unos instantes, como si recapacitara sobre lo que iba a decir.
—Vic hizo un par de negocios poco antes de morir que me llamaron poderosamente la atención —dijo—. Y no sólo a mí, sino que varios tíos notaron que andaba más ocupado de lo habitual, que ya es decir.
—Sigue —repuso Tommy con calma.
El piloto dio un respingo, como si aquel recuerdo le desagradara.
—Una de las cosas que obtuvo la vi sólo una vez, pero recuerdo que pensé para qué diablos la necesitaba. Supuse que lo querría como un recuerdo especial, pero me chocó, porque si los alemanes lo hallaban durante uno de sus registros se iba a armar la gorda, así que yo no lo habría tocado ni con guantes.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Tommy con mayor brusquedad pero sin levantar la voz.
El capitán se detuvo de nuevo antes de responder:
—Era un cuchillo. Un cuchillo especial. Como el que luce Von Reiter cuando se pone su uniforme de gala para reunirse con los jefes.
—¿Largo y delgado como un puñal?
—Eso. Era un cuchillo especial de las SS. Vi que tenía una de sus calaveras en la empuñadura. De esos que seguramente te conceden por haber hecho algo muy maravilloso por la patria, ya sabes: quemar libros, golpear a mujeres y niños o disparar contra rusos desarmados. El caso es que no me pareció un recuerdo. No señor. Si los alemanes te pillan con un objeto como ése, son capaces de encerrarte en la celda de castigo quince días. Esas cosas ceremoniales se las toman muy en serio, no tienen ningún sentido del humor.
—¿Dónde lo viste?
—Lo tenía Vic. Lo vi sólo una vez. Yo estaba en su cuarto, jugando a las cartas con unos compañeros suyos cuando apareció él con el cuchillo. Comentó que era un objeto raro. No nos dijo a quién iba a ver, pero nos dio a entender que alguien le había dado algo muy especial a cambio de él. Deduje que se trataba de un negocio importante. Alguien deseaba obtener ese cuchillo a toda costa. Vic lo guardó con prisa junto al resto del botín, negándose a decirnos cuál había de ser su destinatario. Yo no volví a pensar en ello hasta que Vic murió y dijeron que lo habían asesinado con un cuchillo; entonces me pregunté si sería el que yo había visto. Dijeron que se trataba de un cuchillo que había fabricado Scott. Luego se oyeron rumores de que quizá no fuera el arma homicida, lo cual me hizo pensar de nuevo en él. En fin, no sé si esta información te ha servido de ayuda, Hart, pero creí que podía interesarte. Ojalá supiera quién consiguió esa arma, te sería de mucha ayuda. En algún lugar de este campo hay un puñal de las SS. Yo que tú pensaría en ello. No dejaría de ser extraño que hubieran asesinado a Trader Vic con el arma que él había dado a otro a cambio de un favor.
—¿Cómo crees que lo consiguió?
El otro emitió una risita que más parecía un bufido.
—Sólo hay un hurón que tenga ese tipo de objetos, Hart. Lo sabes tan bien como yo.
Tommy comprendió: Fritz Número Uno.
En aquel momento percibió un leve titubeo en la voz del capitán, cuando éste prosiguió:
—Hay otra cosa que me preocupa. No sé si es importante, pero…
—Continúa —dijo Tommy.
—¿Recuerdas cuando se desplomó el túnel del 109 hace un par de semanas?
—Claro. ¿Cómo no voy a acordarme?
—Ya. Seguro que MacNamara y Clark también lo recuerdan. Creo que contaban con él. El caso es que fue por esa época que noté que Vic estaba muy ocupado. Le vi salir por la noche en más de una ocasión.
—¿Cómo lo sabes?
—Vamos, Hart —respondió el capitán emitiendo una breve carcajada—, hay preguntas que no valen la pena a menos que tengas una razón de peso para hacerlas. Mírame, hombre. Mido un metro sesenta y cinco. Con esta estatura no me resultó fácil conseguir que me aceptaran. Yo trabajaba de conductor de metro. Como no soy un tipo alto y fornido con estudios universitarios como tú y como Scott, de vez en cuando alguien me ofrece un trabajo. Ya sabes, un trabajo que no reporta ninguna ventaja especial, que no debe importarte ensuciarte las manos y para el que resulta muy útil estar acostumbrado a trabajar bajo tierra.
—Ya entiendo —dijo Tommy.
—La noche que murieron esos tíos —continuó el piloto—, yo tenía que estar con ellos. De no ser porque estaba acatarrado, a estas horas también estaría enterrado bajo tierra.
—Cuestión de suerte.
—Ya, supongo. Es curioso lo de la suerte. A veces es difícil adivinar quién la tiene y quién no, ¿comprendes lo que quiere decir? Por ejemplo, Scott. Pregúntale si cree tener suerte, Hart. Todos los pilotos de caza sabemos de qué va. Buena suerte. Mala suerte. Depende de lo que los hados te tengan reservado. Va incluido en nuestro trabajo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—He oído decir, de una fuente fidedigna, que por esa época Trader Vic consiguió algunos objetos insólitos y que algunos hombres de este campo consideran muy valiosos: documentos de identidad alemanes, bonos de viaje y dinero. También consiguió algo muy interesante: un horario de trenes.
Eso valía una fortuna. Ahora bien, ese tipo de información sólo puede provenir de un sitio, cuesta un riñón y algunos estarían dispuestos a hacer lo que fuera con tal de conseguirla.
—Cuando les vi recoger las pertenencias de Vic después de que muriera asesinado, no vi nada de eso —replicó Tommy.
—Claro, es lógico. Porque esos objetos de los que estamos hablando fueron a parar a las manos indicadas. Por bien que Vic hubiera escondido sus pertenencias, esos documentos, papeles y demás eran muy peligrosos. Nunca podía estar seguro de que el alemán que se los había dado a cambio de otra cosa no se volvería contra él y se pondría a registrar sus cosas con otros gorilas. Y como dieran con esos objetos, se lo habrían arrebatado todo antes de encerrarlo en la celda de castigo durante cien años. Por tanto, le convenía entregar esos objetos cuanto antes a las personas indicadas, ¿comprendes lo que quiero decir? Las personas que los necesitaban sabrían qué hacer con ellos y no demorarían en hacerlo, ¿entiendes?
—Creo que comprendo… —repuso Tommy, pero el capitán que se hallaba detrás de él se apresuró a interrumpirle.
—Te equivocas, porque ni yo mismo lo entiendo. Esos tíos mueren en el túnel, y poco después Bedford consigue esos valiosos documentos, horarios de trenes y otras cosas que necesitan los del comité de fuga, quienesquiera que sean, una panda de cabrones anónimos. Cuando yo estaba excavando, jamás averigüé quién lo planeaba todo. Lo único que les importaba era cuántos metros habíamos excavado y cuántos nos faltaban. Pero de una cosa estoy seguro: darían su mano derecha por esos documentos…
El piloto soltó otra risotada.
—De ese modo —se apresuró a añadir—, todos se parecerían a este maldito nazi, Visser, que siempre anda husmeando y no aparta sus ojillos de zorro de ti, Hart.
Hasta Tommy se vio movido a reír ante esa idea.
—Pero creo que esas cosas ya no tienen ningún valor para los que planeaban fugarse —continuó el neoyorquino tras aclararse la voz—, porque los alemanes han comenzado a arrojar mochilas con cargas en el condenado túnel y a rellenarlo. Las fechas no cuadran. Esos hombres necesitaban esos objetos antes de que el maldito túnel se desplomara. Varias semanas antes, para que los que se dedican a falsificar documentos pudieran prepararlos, los sastres confeccionaron las prendas de fuga y los tíos que iban a escaparse aprendieron a memorizar los horarios de trenes y a practicar el alemán. No después, que es cuando los obtuvo Vic. Quizá tú puedas descifrarlo, Hart. Yo llevo semanas intentándolo.
Tommy asintió con la cabeza, pero no respondió de inmediato, pues reflexionaba.
—¿Todavía excavas? —preguntó de sopetón.
Tras dudar unos momentos, el capitán repuso con frialdad:
—No debo responder a esa pregunta, Hart, y tú sabes que no debes hacérmela.
—Lo lamento —contestó Tommy—. Tienes razón.
El hombre dudó de nuevo unos instantes antes de proseguir:
—Pero, Hart, quiero salir de aquí. Lo deseo tanto que algunos días, el mero hecho de pensarlo me enfurece. Jamás había estado encerrado en prisión y no volveré a estarlo, te lo aseguro. Cuando regrese a Manhattan, observaré las reglas al pie de la letra. Cuando estás cavando bajo tierra, no piensas en otra cosa. Rodeado de arena y polvo. Siempre acaban desplomándose. Apenas puedes respirar. Apenas ves nada. Es como cavar tu propia tumba, tío. Da miedo pensarlo.
En aquel momento, Hugh, que se había esforzado en oír las palabras del piloto, preguntó:
—¿Cree que alguno de los amigos de Vic podría decirnos dónde han ido a parar el cuchillo y los documentos?
—¿Los amigos de Vic? —repuso el capitán neoyorquino con tono de chanza entre toses y ahogos—.
¿Amigos? Estás muy equivocado.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Tommy.
El piloto dudó antes de responder lentamente:
—¿Conoces a esos tíos, los que se meten siempre con Scott? Los compañeros de cuarto de Vic y los otros, los que siempre andan causando problemas.
—Sí, los conozco —repuso Hugh con rabia.
—Bueno, ellos dicen que eran amigos de Vic, que éste se ocupaba de que no les faltara de nada y esas pamplinas. Es una cochina mentira, te lo aseguro. Pero les viene muy bien para justificar lo que le han estado haciendo a Scott, que no es lo que muchos de nosotros haríamos, no señor. Te diré una cosa, Hart. A Trader Vic sólo le importaba él mismo. Nadie más. Vic no tenía ni un solo amigo. —El hombre calló un momento—. Te recomiendo que pienses en ello —añadió.
El ayudante alemán, situado frente a la formación, gritó:
Achtung!
Tommy volvió la cabeza ligeramente y vio que Von Reiter se había colocado delante de las formaciones y recibía los saludos obligados de los hurones, que por fin habían completado con éxito el recuento. Todos los
kriegies
estaban presentes y habían sido contados. Iba a comenzar otra jornada en el campo de prisioneros. Von Reiter pidió a MacNamara que se adelantara un paso y, tras los saludos de rigor entre oficiales, éste se volvió y ordenó a los aviadores aliados que rompieran filas. Cuando los grupos de hombres se dispersaron, Tommy se volvió con rapidez para tratar de ver al capitán neoyorquino, pero éste se había confundido con la multitud de
kriegies
que conversaban unos minutos antes de iniciar otro día de cautiverio.