La guerra de Hart (43 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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Hugh acercó la tabla a su nariz y la olisqueó.

—Sí, es verdad: huele a lejía y jabón.

—Como si acabara de salir del
Abort
—observó Tommy—. Y os apuesto un cartón de cigarrillos a que si fuéramos al barracón 105 comprobaríamos que alguien ha instalado otro pedazo de madera en el lugar en el que arranqué esta tabla.

Scott asintió con la cabeza.

—Yo no me apuesto nada —replicó—. Maldita sea.

Sonrió con ironía.

—No son estúpidos —añadió con cautela. La tristeza teñía cada palabra que pronunciaba—. Habría sido estúpido limitarse a robar la condenada tabla. Pero robarla, eliminar todo rastro de sangre y luego colocarla de nuevo en esta habitación es de gente lista, ¿no es cierto, señor policía?

Scott miró a Hugh, quien asintió con la cabeza y siguió examinando la tabla.

—Si tuviera un microscopio —dijo lentamente—, o una lupa, quizás hallaría algún rastro de los productos utilizados para limpiarla.

—¿Un microscopio? —preguntó Tommy con tono cínico, señalando a su alrededor.

Hugh se encogió de hombros.

—Lo siento —dijo—. Ya sé que es como pedir una carroza con alas para transportarnos a casa.

—Son muy astutos —prosiguió Scott, volviéndose hacia Tommy—. Esta mañana disponíamos de una prueba contundente. Ahora no tenemos nada. Menos que nada. Nos han arrebatado los argumentos que íbamos a exponer mañana. Y con ellos la esperanza de que se aplace el juicio.

Tommy no respondió. No merecía la pena añadir palabras a la verdad lisa y llana.

—En realidad ahora tenéis un problema —se apresuró a decir Hugh—. ¿Habéis comunicado a MacNamara lo del robo?

Tommy comprendió al instante adonde quería ir a parar el policía.

—Sí —respondió—. Maldita sea. Y ahora tenemos una tabla en la que no aparece la mancha que dijimos que tenía. Este pedazo de madera inservible es ahora tan peligroso como cualquier prueba que presente la acusación. No podemos mostrarlo al tribunal y decir que «antes» estaba manchado con la sangre de Vic. Nadie lo creerá.

Tommy se volvió hacia Scott.

—Hemos recuperado la tabla, pero ahora tenerla en nuestro poder nos convierte en un par de embusteros.

Hugh sonrió.

—Bueno, quizás os crean si persistís en afirmar que os la robaron.

Al hablar, Hugh tomó la tabla y la apoyó con cuidado en el borde de su litera. De pronto, mientras sus palabras se evaporaban en la atmósfera del dormitorio, asestó una feroz patada a la tabla con el pie derecho, partiéndola en dos. Con un segundo puntapié, no menos contundente, la hizo astillas.

Tommy sonrió, se encogió de hombros y comentó:

—El hornillo está en el otro extremo del corredor.

—Entonces iré a cocinar algo —replicó Renaday. Cogió la leña en sus brazos y salió de la habitación.

—Digamos que esa tabla sigue en poder de quienes nos la robaron. Me pregunto si esos cabrones pensaron en cómo íbamos a reaccionar.

—Dudo que imaginaran que íbamos a destruirla —respondió Tommy.

Se sentía un tanto preocupado por lo que habían hecho. «Mi primer caso real —pensó— y destruyo la prueba.» Pero antes de que tuviera tiempo de reflexionar sobre la moralidad de lo que habían conseguido con dos oportunos puntapiés, Lincoln Scott dijo:

—Sí. Seguramente contaban con que nos comportaríamos honradamente y seguiríamos las reglas del juego, porque es lo que hemos hecho hasta ahora. El problema, Hart, es que los otros no lo hacen. Piense en ello: la inscripción en la puerta. Alguien sabía que con eso me sacaría de la habitación. Alguien sabía que yo reaccionaría de la forma estúpida que lo hice, retando a todo el mundo a pelear conmigo. «KKK» y «negro de mierda». Era como agitar una tela roja delante de un toro. Y yo caí en la trampa, salí hecho una furia dispuesto a pelearme con todo el maldito campo de prisioneros si fuera necesario. Mientras yo estoy haciendo el ridículo, alguien entra aquí disimuladamente y se lleva la única prueba de que disponemos. Cuando vuelvo a ausentarme, la devuelven a su lugar. Pero después de haber destruido la prueba. Y peor aún, ese pedazo de madera nos haría aparecer ante MacNamara y todo el campo como un par de embusteros.

En aquel momento a Tommy se le ocurrió algo espantoso. Inspiró lentamente, mirando a Lincoln Scott, que seguía hablando.

—Se llevan a nuestro experto abogado. Destruyen nuestra patética prueba. Todas las mentiras parecen tener sentido. Todas las verdades parecen desatinos.

Lo que Tommy vio, en aquel momento, fue que lenta pero sistemáticamente los iban acorralando, colocándolos en una situación donde la única defensa que tenían era la protesta de inocencia de Scott. De improviso comprendió que por enérgicamente que protestaran, su fragilidad era enorme. Cualquier discrepancia, cualquier elemento que no encajara, podía transformar la fuerza de su protesta en municiones.

Tommy quiso decirlo, pero se abstuvo al observar la expresión de angustia en el rostro de Scott.

En aquel segundo, Tommy tuvo la sensación de que gran parte de la ira y exasperación del otro se había esfumado, dejándolo sumido en una inmensa e inefable tristeza. Permanecía de pie con la espalda encorvada. Se frotó los ojos con fuerza. Tommy miró a Scott a través de la habitación y comprendió, en aquel preciso instante, el motivo de que el aviador negro los hubiera tratado a todos, desde el momento en que había llegado al Stalag Luft 13, con distancia y altivez. Lo que Tommy vio fue que no existía nada más doloroso y que produzca mayor sensación de soledad que sentirse distinto y aislado, y la única defensa que tenía Scott contra la envidia y el odio racial que sabía que le estarían esperando era ser el primero en disparar su furia, como piloto de caza que era.

Tommy comprendió que todo el caso era una trampa. Pero la peor trampa era la que Scott se había tendido a sí mismo. Al no permitir que nadie supiera realmente cómo era, había facilitado el camino a quienes querían matarlo. Porque a nadie le importaría. Nadie sabía que tenía esposa y un hijo esperándole en casa, ni un padre predicador que le instaba a cursar estudios superiores y una madre que le obligaba a leer a los clásicos. Lincoln Scott había hecho creer a todos los
kriegies
que no era como ellos, cuando lo cierto era que no existía la menor diferencia entre los otros y él.

«Debe de ser terrible —pensó Tommy— comprobar que los clavos y la madera que adquiriste para construir unos muros son ahora utilizados para confeccionar tu ataúd.»

—Así que, ¿qué es lo que nos queda, abogado? No demasiado, ¿verdad?

Tommy no respondió. Vio a Scott llevarse la mano a la frente, como si le doliera. Al cabo de unos instantes la retiró y miró a Tommy. Sus palabras contenían un innegable dolor, y Tommy imaginó lo duro que debe de ser estar acostumbrado a contemplar a tu enemigo al otro lado del cuadrilátero o a través del cielo y tener que vértelas de pronto con algo tan escurridizo y evanescente como el odio al que se enfrentaba ahora Scott. «Algunos están haciendo todo lo posible por conseguir que este pobre negro sea ejecutado. Y cuanto antes mejor.»

En éstas, sin decir otra palabra, Lincoln Scott se tumbó boca arriba en su litera, tapándose los ojos con su recio antebrazo para protegerse del ingrato resplandor de la bombilla que pendía del techo. Seguía en esta postura, inmóvil, sin alzar la vista, cuando Hugh entró de nuevo en la habitación. Permaneció así, inmóvil como un cadáver, hasta el momento en que los alemanes cortaron la corriente eléctrica en los barracones, sumiendo a los tres hombres en la habitual e impenetrable oscuridad del campo de prisioneros.

Era casi medianoche según la esfera luminosa del reloj que le había dado Lydia, y Tommy no podía conciliar el sueño, invadido por un nerviosismo semejante a la inquietud que había experimentado la víspera de su primera misión de combate. En su fuero interno estaba lleno de dudas. A veces pensaba que el auténtico valor consistía sólo en la capacidad de actuar, de hacer lo que se debía prescindiendo de las emociones que instan a buscar un lugar seguro y a ocultarse en él.

Escuchó los sonidos de los otros que dormían en la habitación, preguntándose por qué no estarían desvelados como él. Dedujo que la respiración de Lincoln Scott revelaba cierta resignación, y la de Hugh Renaday, conformidad.

Su caso no era ése.

Pensó que todo se había torcido desde el momento en que Fritz Número Uno había hallado el cadáver de Trader Vic. La rutina de la vida en el campo de prisioneros —importante tanto para los captores como para los presos— se había visto profundamente alterada, y amenazaba con alterarse aún más cuando por la mañana se iniciara el juicio del aviador negro.

Tommy rumió unos momentos sobre esta idea, pero sólo le sirvió para generarle mayor confusión. Daba la impresión de que existía una gran acumulación de odio a todos los niveles, y durante irnos instantes trató en vano de desentrañar esa maraña. ¿Quién suscitaba un mayor odio?

¿Scott? ¿Los alemanes? ¿El campo de prisioneros? ¿La guerra? ¿Y quiénes eran los que odiaban?

Tommy pensó que las preguntas constituían un pobre armamento, pero era cuanto tenía. Fijó los ojos en el oscuro techo del barracón, deseando contemplar las estrellas en su hogar y hallar el reconfortante sendero a través de la rutilante bóveda celestial que siempre buscaba de joven. Era curioso, pensó, creer durante toda tu vida que si uno era capaz de hallar una ruta familiar a través del remoto firmamento, también era posible trazar una ruta semejante a través de los lodazales y abismos de la Tierra.

Este concepto le hizo sonreír con amargura, pues advirtió en él la impronta de Phillip Pryce. Lo que distinguía a Phillip como abogado, pensó Tommy, era la ventaja psicológica que les llevaba a los demás. Cuando los otros no veían más que unos datos rígidamente ordenados, Phillip veía unos gigantescos lienzos repletos de matices y sutilezas. Tommy no sabía si algún día llegaría a adquirir las habilidades de Pryce, pero se conformaba con una parte de las mismas.

¿Qué habría dicho Phillip sobre la desaparición e inopinada reaparición de la tabla de marras?

Tommy comenzó a respirar de forma acompasada. Phillip le habría dicho que pensara en quién salía ganando con ello. La acusación, se dijo Tommy. Pero entonces Phillip habría preguntado: ¿Y quién más? Los hombres que odiaban a Scott debido al color de su piel también salían ganando. Al igual que el verdadero asesino de Vincent Bedford. Los únicos que no tenían nada que ganar con ello eran la defensa y los alemanes.

Continuó respirando de forma acompasada, lentamente.

Qué extraña combinación, pensó. Luego se preguntó cómo estaban alineados esos hombres. No obtuvo respuesta.

Como una tormenta que estalla súbitamente sobre el frío lago de una montaña, vertiendo copos de nieve en sus plácidas aguas, Tommy oscilaba zarandeado por las confusas ideas que bullían en su mente. Unos hombres querían que Scott fuera ejecutado porque era negro, otros querían que lo ejecutaran porque era un asesino y otros por puro afán de venganza.

Tommy inspiró profundamente, conteniendo el aliento.

Phillip tenía razón, pensó de pronto. Lo estoy mirando todo del revés. La pregunta crucial era: ¿quién deseaba que muriera Vincent Bedford?

Las preguntas le habían provocado tal tumulto en la cabeza, que cuando por fin percibió el sonido de unos pasos por el pasillo del barracón, experimentó un sobresalto. Era un sonido amortiguado, de unos hombres caminando en calcetines, avanzando cautelosamente para ocultar su presencia.

Tommy sintió de pronto una opresión en la garganta y los acelerados latidos de su corazón.

Durante unos instantes, temió que les atacaran y se incorporó sobre el codo para prevenir a Scott y a Renaday en voz baja. Alargó la mano en la oscuridad en busca de un arma. Pero en aquella momentánea vacilación, los pasos se disiparon. Tommy se inclinó hacia delante, aguzando el oído, y los oyó desaparecer rápidamente por el pasillo central. Volvió a respirar hondo, tratando de calmarse. En aquellos segundos procuró convencerse de que había sido un
kriegie
normal y corriente, obligado a levantarse en plena noche para utilizar el retrete interior. El mismo retrete que había desencadenado la situación crucial.

Entonces se detuvo, diciéndose que estaba equivocado. Había oído los pasos de dos o tres hombres junto a la puerta. Tres hombres afanándose en moverse en silencio con un claro propósito.

No se trataba de un solitario aviador indispuesto. Entonces Tommy reparó en que no se oía el sonido del agua del retrete.

Tommy apoyó los pies en el suelo, se levantó en silencio y atravesó la habitación de puntillas, procurando no despertar a sus compañeros. Apoyó la oreja contra la recia puerta de madera, pero no oyó nada. La oscuridad era total, a excepción del tenue y ocasional resplandor de un reflector que recorría los muros y los tejados y penetraba por las hendijas de los postigos.

Tommy abrió la puerta con precaución, unos pocos palmos, lo suficiente para pasar por ella sin hacer ruido. Una vez en el pasillo, se agachó, tratando de ocultar su presencia. Avanzó con el torso algo inclinado hacia delante, tratando de localizar los ruidos en la oscuridad. Pero en lugar de un sonido, lo que atrajo su atención fue un ligero resplandor.

En el otro extremo del barracón, en la distante entrada que Scott y él habían utilizado en su expedición nocturna, Tommy vio la llama de una vela. La luz parecía una estrella remota y solitaria.

Tommy permaneció inmóvil, observando la vela. Al principio no pudo ver cuántos hombres había junto a la puerta, pero en todo caso más de uno. Se produjo un silencio momentáneo, durante el cual Tommy observó el resplandor del reflector al pasar frente a la entrada. El reflector se paseaba por el campo con chulería de matón. En aquel preciso instante, la vela se apagó.

Tommy oyó crujir la puerta principal del barracón 101 al abrirse y un ruido al cerrarse al cabo de unos segundos.

Dos hombres, pensó. Pero en seguida rectificó. Tres hombres.

Tres hombres que salían por la puerta principal unos minutos después de medianoche, que utilizaban la luz de una vela al igual que habían hecho Scott y él, para calzarse sus botas de aviador mientras aguardaban a que el reflector pasara de largo, y que, al igual que Lincoln Scott y él hacía unas noches, se zambullían de inmediato en la oscuridad.

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