—¿Qué coño pasa aquí? —gritó Tommy con voz grave y autoritaria, sin que nadie lo esperara.
Scott se tensó al reparar en la presencia de Tommy. Permaneció desafiante.
—¿Qué ocurre? —repitió Tommy.
Como un nadador que avanza a través de un agitado oleaje, se abrió camino por el centro de la masa de aviadores blancos. Reconoció varios rostros, de unos hombres que iban a declarar en el juicio, otros que habían sido compañeros de cuarto y amigos de Trader Vic, el director de la banda de jazz y algunos colegas suyos, que el día anterior le habían amenazado en el pasillo. Eran los rostros de unos hombres roídos por la ira, y Tommy sospechó que los hombres que le habían amenazado se hallaban entre ellos. Pero comprendió que no tenía tiempo para escudriñar cada uno de los rostros.
La multitud se separó a regañadientes para dejarlo pasar. Al llegar a los escalones del barracón 101, Tommy se volvió hacia los hombres. Lincoln Scott se hallaba a su espalda.
—¿Qué ocurre? —preguntó de nuevo.
—Pregúntaselo a ese negro de mierda —contestó una voz entre la multitud—. Es él quien busca pelea.
En lugar de volverse hacia Scott, Tommy se interpuso entre la primera hilera de hombres y el escalón sobre el que se encontraba el aviador negro.
—Te lo pregunto a ti —preguntó con energía señalando al hombre que acababa de hablar.
Tras unos instantes de vacilación, el hombre respondió:
—Parece que a tu amigo no le gustan nuestras obras de arte…
Se oyeron unas risas.
—Y como no es ningún entendido en arte, salió como una fiera del barracón y nos desafió a todos, cuando estábamos tan tranquilos sin meternos con él. Tiene ganas de gresca, de pelear con todos los que estamos en este campo, excepto quizá tú, Hart. Por lo visto quiere liarse a hostias con todos los tíos que estamos aquí.
Antes de que Tommy pudiera responder, sonó una voz a cincuenta metros.
—¡Atención!
Los
kriegies
se volvieron y vieron al coronel MacNamara y al comandante Clark que se dirigían rápidamente hacia ellos. Les seguía el capitán Walker Townsend, que se detuvo en la periferia para observar. Casi de inmediato apareció un escuadrón de guardias alemanes, compuesto por media docena de hombres procedentes del campo de revista por el que Tommy acababa de pasar. Iban armados con fusiles y avanzaban a paso de marcha, pisando con sus botas la tierra seca del campo.
A la cabeza marchaba el
Hauptmann
Visser.
Los alemanes y los dos oficiales superiores americanos llegaron frente al barracón 101 casi al mismo tiempo. Los primeros se pusieron en guardia, empuñando los fusiles, mientras que Visser se situó frente al escuadrón. Los
kriegies
se cuadraron.
MacNamara avanzó con paso lento entre la multitud, al tiempo que se hacía el silencio en torno a él, escrutando el rostro de cada aviador como si quisiera retener el nombre y la identidad de cada uno en su memoria. Visser permaneció unos pasos detrás de él, como quien espera. El coronel se movía con rabia contenida, pausadamente, como un oficial dirigiendo la inspección de una unidad desaliñada. Tenía el rostro encendido, como si estuviera a punto de estallar, pero cuanto más furioso se ponía, más calculados eran sus gestos. Tardó varios minutos en alcanzar los escalones del barracón 101. En primer lugar dirigió a Tommy una mirada prolongada, rígida, luego observó a Scott y, por último, de nuevo a Tommy.
—Muy bien —dijo con un tono quedo que delataba su ira—. Haga el favor de explicarse, Hart. ¿Qué diablos ocurre aquí?
Tommy saludó y repuso:
—He llegado hace pocos momentos, señor. Trataba de obtener la misma respuesta.
MacNamara asintió.
—Entiendo —dijo, aunque era evidente que no comprendía nada—. Entonces espero que el teniente Scott aproveche esta oportunidad para aclarármelo.
Scott saludó también a su superior.
—Señor —dijo, luego de ciertos titubeos, como si buscara las palabras justas—, estaba desafiando a estos hombres a pelear conmigo, señor.
—¿Una pelea? —preguntó MacNamara—. ¿Contra todos ellos?
—Sí señor. Tantos como fuera necesario. Si se terciaba, todos.
MacNamara meneó la cabeza.
—¿Y por qué motivo, teniente?
—Mi puerta, señor.
—¿Su puerta? ¿Qué le pasa a su puerta, teniente?
Scott se detuvo y respiró hondo.
—Usted mismo puede verlo —respondió.
MacNamara se disponía a contestar, pero cambió de parecer.
—Muy bien —se limitó a decir.
No bien hubo dado un paso, oyó la voz de Heinrich Visser.
—Le acompañaré, coronel.
El alemán avanzó entre la multitud de hombres, que se apartaron diligentes para dejarlo pasar.
Visser subió los escalones, efectuando un breve saludo con la cabeza a MacNamara.
—Por favor —dijo dirigiéndose a Scott—, muéstrenos el motivo que le llevó a desafiar a estos hombres en una situación de clara desventaja.
Scott miró al alemán con desdén.
—Una pelea es una pelea,
Hauptmann
. A veces las probabilidades de ganar o perder no tienen nada que ver con los motivos de la misma.
Visser sonrió.
—Un concepto de un hombre valiente, teniente, no de un hombre pragmático.
—Condúzcanos, teniente —interrumpió MacNamara con brusquedad—. ¡Ahora mismo!
Tommy fue el último que penetró a través de la puerta de doble hoja del barracón 101. Los pasos irregulares de los hombres resonaron a través del barracón mientras se dirigían hacia la última puerta, que daba acceso al dormitorio de Scott. Al llegar allí se detuvieron, examinando el exterior de madera.
Alguien había grabado en grandes letras con un cuchillo: MUERE NEGRO DE MIERDA. KKK.
—Bastante deficiente desde el punto de vista gramatical —comentó Lincoln Scott con acritud.
Visser se adelantó, se quitó el guante negro de su única mano y pasó lentamente la yema del dedo sobre las palabras, delineándolas. No dijo nada y al cabo de unos momentos volvió a enfundarse el guante.
MacNamara mostraba una expresión hosca.
—¿Tiene idea, teniente, de quién escribió estas palabras en la puerta de su cuarto? —preguntó a Scott.
Scott negó con la cabeza.
—Salí de mi habitación para ir al
Abort
. Me ausenté unos minutos. Cuando regresé, las vi.
—¿Y no se le ocurrió otra cosa que desafiar a todos los hombres que hay aquí? —inquirió MacNamara, tratando de contener la ira que destilaba cada palabra que salía de sus labios—. Aunque no tenía ni remota idea de quién había grabado estas palabras mientras usted se hallaba fuera.
Después de dudar unos instantes, Scott asintió con la cabeza.
—Sí señor. Eso hice.
De pronto oyeron a sus espaldas el sonido de la puerta del barracón 101 al abrirse y unas sonoras pisadas en el pasillo. Todos los hombres congregados frente al cuarto de Scott se volvieron y vieron al comandante Von Reiter dirigiéndose hacia ellos. Iba acompañado por dos oficiales subalternos, con las manos apoyadas nerviosamente sobre las fundas de sus pistolas. Detrás de ellos, tratando de pasar inadvertido pero sin querer perderse detalle, aparecía Fritz Número Uno. Von Reiter lucía aún su uniforme de gala.
El comandante del campo avanzó por el pasillo y se detuvo a pocos pasos de la puerta. Estuvo un rato contemplando en silencio las palabras. Después se volvió hacia MacNamara, como pidiendo una explicación.
—¡Esto,
Herr Oberst
, es lo que le advertí que podía suceder! —dijo MacNamara sin vacilar—. De no ser por el teniente Hart y yo mismo, que llegamos en el momento oportuno, podría haberse producido un linchamiento.
MacNamara se volvió hacia Scott.
—Teniente, aunque comprendo su ira…
—Disculpe, coronel, pero no creo que la comprenda, señor… —empezó a replicar Scott, pero MacNamara alzó una mano para interrumpirle.
—Tenemos un proceso legal. Tenemos un procedimiento. Debemos atenernos a las reglas. ¡No toleraré ningún altercado! ¡No toleraré un linchamiento! ¡Y no toleraré que se meta usted en ninguna pelea!
Se volvió hacia Von Reiter.
—Le advertí, comandante, que esta situación es peligrosa —dijo—. ¡Se lo vuelvo a advertir!
—¡Debe controlar a sus hombres, coronel MacNamara! —le espetó Von Reiter, tan furioso como el otro—. De lo contrario me veré obligado a tomar medidas.
Ambos hombres se miraron con enfado. De pronto, MacNamara se volvió hacia Tommy.
—¡El juicio se iniciará a las ocho de la mañana del lunes! En cuanto a esto —añadió volviéndose de nuevo hacia Von Reiter—, quiero que dentro de una hora instalen otra puerta en esta habitación.
¿Entendido?
Von Reiter abrió la boca para responder, pero se detuvo y asintió con la cabeza. Dijo unas apresuradas palabras en alemán a uno de sus ayudantes, que dio un taconazo, saludó y se alejó rápidamente por el pasillo.
—Sí —dijo el comandante alemán—. Instalarán otra puerta. Usted, coronel, debe ocuparse de dispersar a la multitud que se ha formado fuera. ¿De acuerdo?
MacNamara asintió.
—Lo haré.
El oficial superior americano se detuvo.
—Pero el
Oberst ya
ve el peligro al que todos estamos expuestos —añadió en tono solemne—. Es probable que se produzcan serios problemas.
—¡Debe controlar a sus hombres! —repitió Von Reiter con hosquedad.
—Haré cuanto esté en mis manos —respondió MacNamara.
A Tommy se le ocurrió de improviso una idea y avanzó un paso.
—¡Señor! —dijo—. Creo que convendría que el teniente Scott contara con el apoyo de su abogado las veinticuatro horas del día. Estoy dispuesto a mudarme a su habitación. —Luego se volvió hacia el oficial alemán y agregó—: Y no se me ocurre un guardaespaldas más eficaz que el teniente de aviación Renaday. Solicito permiso para que se traslade del recinto británico a este barracón durante los días que dure el juicio.
Tras reflexionar unos momentos, Von Reiter repuso:
—Si es lo que desea, y su comandante no se opone…
MacNamara meneó la cabeza.
—Quizá sea una buena idea —dijo.
—El
Hauptmann
Visser se ocupará del traslado —ordenó Von Reiter.
—Bien —dijo Tommy, mirando con franca antipatía al manco—. Los traslados se le dan muy bien.
De haber podido matar a Visser en aquel momento, no lo habría dudado, pues lo único que veía su imaginación era el consternado semblante de Phillip Pryce cuando le obligaron a ocupar el asiento posterior del coche que lo conduciría a una muerte rápida y solitaria.
Von Reiter calibró la ira que observó entre Tommy y Visser, asintiendo con la cabeza.
—Muy bien —dijo dirigiéndose a MacNamara—. Ordene a sus hombres que rompan filas. Está a punto de sonar el
Appell
nocturno.
Los alemanes dieron media vuelta y echaron a andar por el pasillo. MacNamara se detuvo unos segundos para volverse hacia Tommy Hart y Lincoln Scott.
—Le presento mis disculpas, teniente Scott —dijo secamente—. Es cuanto puedo decir.
Scott asintió y saludó.
—Gracias, señor —respondió, confiriendo poca gratitud a sus palabras.
Luego el oficial superior americano se volvió y siguió a los alemanes por el pasillo. Durante unos momentos, Tommy y Lincoln Scott permanecieron en la puerta de la habitación.
—¿Habría peleado contra ellos? —preguntó Tommy.
—Sí —contestó Scott sin dudarlo—. Por supuesto.
—¿No cree que eso es justamente lo que pretendían? —continuó Tommy.
—Sí, no cabe duda de que lleva usted razón —reconoció Scott—. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?
Tommy se abstuvo de responder. De hecho, él no veía otra alternativa.
—Creo —dijo al fin— que sería conveniente que dejáramos de hacer lo que todos los que le odian quieren que haga.
Scott abrió la boca para contestar, pero dudó unos instantes antes de responder.
—Ha dado usted en el clavo, Hart. Estoy completamente de acuerdo.
Scott se hizo a un lado y con un gesto invitó a Tommy a entrar en la habitación.
—Agradezco su ofrecimiento —dijo—, pero no puedo…
Tommy se apresuró a interrumpirle.
—Colocaré una litera junto a la pared —dijo—, y Hugh y yo dormiremos junto a la puerta. Por si alguien quisiera jugarle una mala pasada por la noche. No hay muchos hombres que estarían dispuestos a pelear con Hugh para llegar hasta usted.
Scott volvió a abrir la boca, pero se detuvo y asintió con la cabeza.
—Gracias —se limitó a decir.
Tommy sonrió, pensando que era la primera vez que oía al aviador negro utilizar esa palabra con sinceridad.
—Iré a por mis cosas —dijo al tiempo que señalaba la pared junto a la que pensaba colocar su litera. Pero se detuvo.
De improviso lo atenazó una sensación de temor.
Tommy echó un vistazo en derredor, escudriñando cada rincón del dormitorio.
—¿Qué pasa? —preguntó Scott alarmado.
—La tabla. La que estaba manchada con la sangre de Vic y demuestra que lo mataron fuera del
Abort
y luego lo trasladaron aquí. La que le dejé aquí hace un rato…
Tommy la buscó con la mirada.
—¿Dónde diablos está?
Scott se volvió hacia la esquina opuesta de la habitación.
—Yo la puse ahí —repuso— y ahí seguía cuando salí para ir al
Abort
.
Pero había desaparecido.
Inmediatamente después del habitual
Appell
vespertino, Hart y Scott se dirigieron al dormitorio de MacNamara. Atravesaron rápido y en silencio el campo de revista y entraron en el barracón 114, sin intercambiar palabra. Pasaron junto a pequeños grupos de
kriegies
que se disponían a preparar su cena. La mayoría se entretenía combinando diversos productos extraídos de los paquetes de la Cruz Roja: carne o salchichas enlatadas, vegetales y frutos secos y la invariable leche en polvo Klim que constituía la base de todas las salsas que elaboraban. Esa tarde, los alemanes les habían proporcionado un poco de
kriegsbrot
y una magra ración de nabos duros y patatas rancias.
Un cocinero
kriegie
dotado de imaginación era capaz de crear una increíble variedad de menús a partir de los alimentos que contenía un paquete de la Cruz Roja, mezclando los ingredientes (pastel de cerdo enlatado con confitura de fresa acompañado por frutas en conserva). Los mejores chefs clavaban nuevas recetas en los tablones de anuncios del Stalag Luft 13, unas recetas que eran imitadas y modificadas de diversas formas en todo el campo de prisioneros. Los aviadores suplían cantidad con creatividad, y cada nuevo
kriegie
aprendía a cocinar y a comer despacio, procurando que cada escaso bocado evocara en su mente el recuerdo de un suculento festín tomado en circunstancias más gratas y, al mismo tiempo, que durara más de lo que merecía. Nadie devoraba allí.