La guerra de Hart (64 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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No mi persona. Eso es cuanto tengo que decir.

Tommy tragó saliva.

—Lo tendré presente —dijo. Tenía la impresión de que todo lo que debía hacer esa noche se habría convertido de pronto en una empresa más difícil. «Es mucho lo que está en juego», se dijo.

Hugh permaneció en silencio unos segundos antes de murmurar:

—¿Sabes, Scott? Eres un magnífico soldado y un patriota, y tienes razón, y esos cabrones que han estado mintiendo y falseando los hechos probablemente no merecen lo que acabas de decir. Bueno, Tommy, el navegante eres tú…

Tommy observó la repentina y amplia sonrisa de Scott.

—Eso es, Tommy. Tú tienes que trazar la ruta. Nosotros te seguiremos.

No había nada que él pudiera decir. Dudando de todo salvo de que todas las respuestas residían en la oscuridad, Tommy abrió con suavidad la puerta del cuarto del barracón y echó a andar con paso decidido por el pasillo, seguido a corta distancia por sus dos compañeros. En el aire que les rodeaba no había nada excepto la oscuridad de la noche y el angustioso temor generado por la incertidumbre.

Apenas habían recorrido la mitad del barracón, cuando un pequeño haz de luz se filtró a través de las grietas de la puerta principal al pasar el reflector. Bastaron esos breves segundos para que Tommy viera a tres figuras agazapadas. Luego, con la misma rapidez con que había aparecido, la luz se extinguió, volviendo a sumir el barracón en las tinieblas. Pero Tommy había confirmado sus sospechas: había visto a tres hombres zambullirse en el océano de la noche. No consiguió identificarlos, ni vio cómo iban vestidos, ni lo que llevaban consigo. Lo único que percibió fue cómo se movían. Siguió avanzando con rapidez.

No hubo necesidad de decir nada cuando llegaron al final del pasillo y se agacharon, esperando observar el mismo movimiento cuando la luz volviera a pasar. Aparte de la ruidosa respiración de los dos hombres que había a su lado, Tommy no oía nada.

No tuvieron que esperar mucho rato. El resplandor del reflector cayó sobre la puerta, vacilando unos instantes antes de pasar de largo, iluminando algunas zonas de los otros barracones. En aquel momento, Tommy asió la manecilla de la puerta, la abrió y se sumergió en la noche como la vez anterior, dirigiéndose a toda prisa hacia las sombras que arrojaba el alero del barracón. Los otros dos le seguían a pocos pasos, y cuando los tres se apretujaron contra el muro del barracón 103, comprobaron que respiraban más trabajosamente de lo normal, teniendo en cuenta la modesta distancia que habían recorrido.

Tommy echó una ojeada a su alrededor, tratando de localizar a los hombres que habían salido antes que ellos, pero no consiguió distinguirlos en la oscuridad.

—¡Maldita sea! —masculló.

Hugh se enjugó la frente.

—No me hace gracia estar aquí esta noche ocupando el culo de la formación —dijo sonriendo.

Tommy asintió con la cabeza, sintiéndose más animado al oír la voz del canadiense. «Culo de la formación» era la expresión que utilizaban los pilotos de cazas británicos para referirse al último hombre en una formación de ataque compuesta por seis aviones, la posición más arriesgada y peligrosa. La guerra había cumplido casi un año cuando la jefatura de cazas ordenó un cambio en la formación básica de vuelo, adoptando una V parecida a la forma en que los alemanes volaban al entrar en combate, en lugar de un ala alargada, que dejaba al último piloto desprotegido. Nadie vigilaba la cola de éste, y docenas de pilotos de Spitfires habían perecido en 193 9 debido a que los Messerschmidts alemanes se situaban detrás de ellos, sin ser vistos, disparaban una ráfaga y huían antes de que el piloto pudiera virar para enfrentarlos.

—No me hagáis caso —añadió Hugh—. ¿Adónde vamos ahora?

Tommy entrecerró los ojos tratando de escrutar la noche. Era una noche fría, despejada. El cielo estaba tachonado de estrellas y una luna parcial brillaba sobre la lejana línea de árboles, poniendo de relieve las siluetas de los gorilas apostados en las torres de vigilancia. Los tres hombres que habían abandonado el barracón antes que ellos se habían esfumado.

—¿Nos metemos debajo del barracón, como la otra vez, Tommy? —susurró Scott—. Quizás estén allí.

Tommy meneó la cabeza, estremeciéndose sólo de pensarlo.

—No —dijo, dando gracias por la oscuridad que les rodeaba—. Rodearemos la fachada y luego el costado del barracón 105. Seguidme.

Sin aguardar una respuesta, los tres hombres se inclinaron hacia delante y echaron a correr, sorteando los escalones de acceso al barracón 103, pasando por el borde del espacio abierto y peligroso, hasta alcanzar por fin el estrecho callejón entre los barracones.

Al pasar de la zona de peligro de la fachada del barracón a la seguridad que les ofrecía el callejón, Tommy oyó un pequeño ruido sordo, seguido por una palabrota pronunciada en voz baja pero rotunda. Sin aminorar el paso, al zambullirse en la oscuridad, vio la silueta de un hombre a pocos metros, frente al barracón 105.

El hombre se había agachado para recoger un maletín que se le había caído. Estaba inclinado hacia delante, tratando de recuperarlo frenéticamente junto con unos pocos objetos que habían caído de aquél. En cuanto lo hubo conseguido, echó a correr y desapareció. Tommy comprendió al instante que era el tercer hombre de los que avanzaban delante de ellos. El tercer hombre, el que corría mayor peligro.

Como para resaltar esta amenaza, un reflector pasó sobre el lugar donde hacía unos segundos el hombre había dejado caer el maletín. La luz parecía vacilar, oscilando de un lado a otro, como si sintiera sólo una leve curiosidad. Luego, al cabo de unos segundos, desistió de su empeño y pasó de largo.

—¿Habéis visto eso? —preguntó Lincoln Scott.

Tommy asintió con la cabeza.

—¿Tenéis alguna idea de adonde se dirigen? —inquirió Renaday.

—Supongo que al barracón 107 —respondió Tommy—. Pero no lo sabremos con certeza hasta que lleguemos allí.

Tras echar a correr por el callejón, protegidos por la oscuridad, los tres hombres consiguieron alcanzar la fachada del siguiente barracón. Todo estaba quieto, en silencio, hasta el punto de que Tommy temió que el mínimo ruido que hicieran sonara amplificado, como un trompetazo o un bocinazo de alarma. Moverse en silencio en un mundo carente de ruidos externos es muy difícil. No se oía el sonido de los coches y los autobuses de una ciudad cercana, ni el estruendo de un bombardeo a lo lejos. Ni siquiera las voces de los gorilas bromeando en las torres de vigilancia o el ladrido del perro de un
Hundführer
rasgaban la noche para distraer la atención o contribuir a ocultar los pasos de Tommy y sus compañeros. Durante unos momentos, Tommy deseó que los británicos se pusieran a cantar una escandalosa canción en el recinto norte. Lo que fuera con tal de ocultar los modestos ruidos que hacían ellos.

—Bien —musitó Tommy—, haremos lo mismo que antes, pero esta vez iremos de uno en uno.

Rodearemos la fachada y nos refugiaremos en las sombras de la parte lateral del edificio. Yo pasaré primero, luego Lincoln y después tú, Hugh. No os precipitéis, tened cuidado. Estamos muy cerca de la torre de vigilancia situada al otro lado del campo. El reflector casi pilló a ese otro tipo. Puede que los gorilas hayan oído algo y vigilen esta zona. Además, suele haber uno de esos malditos perros junto a la puerta de entrada. Tomáoslo con calma y no os mováis hasta estar seguros de que no hay peligro.

—De acuerdo —repuso Scott.

—Malditos perros —masculló Hugh—. ¿Creéis que olerán el miedo que siento? —El canadiense emitió una risa seca y desprovista de alegría—. No debe de ser muy difícil percibir mi olor en estos momentos. Si esos condenados reflectores se acercan más, podréis conocer el de mis calzoncillos a un kilómetro de distancia.

La ocurrencia hizo sonreír a Tommy y a Lincoln, pese a la gravedad del momento.

El canadiense asió a Tommy del antebrazo.

—Indícanos el camino, Tommy —dijo—. Scott te seguirá y yo os seguiré a los dos dentro de un par de minutos.

—Espera hasta estar seguro —repitió Tommy. Luego, inclinándose hacia delante, avanzó como un cangrejo hasta la fachada del barracón, hasta alcanzar la última sombra en el borde del espacio abierto. Se detuvo, agachándose para cerciorarse de que llevaba las botas debidamente anudadas y la cazadora abrochada, y se encasquetó la gorra. No llevaba nada que hiciera ruido, nada que pudiera engancharse en los escalones al pasar junto a ellos. Realizó un breve inventario de su persona, comprobando si llevaba algo que pudiera delatar su presencia. Todo estaba en orden. En aquel segundo de vacilación, pensó que había viajado muy lejos sin haber alcanzado su destino, pero que algunas cosas que se le habían ocultado hasta entonces estaban a punto de volverse nítidas.

Cada músculo de su cuerpo se resistía a exponerse al riesgo del reflector, los perros y los gorilas, pero Tommy sabía que esas voces de cautela eran cobardes, y al mismo tiempo pensó que el zafarse de los alemanes acaso fuera lo menos peligroso que le tocara hacer esa noche.

Tommy respiró hondo y se puso de puntillas. Alzó la vista, apretó los dientes y, sin previo aviso a los otros, echó a correr frente a la fachada del barracón 105.

Sus pies levantaron unas nubecitas de polvo. Tommy tropezó con un pequeño bache en el suelo y estuvo a punto de caerse. De pronto pensó que debió de ser el mismo bache que había hecho dar un traspiés al hombre que le había precedido, pero al igual que un patinador que pierde por un instante el equilibrio, recobró la compostura y siguió adelante.

Jadeando, dobló la esquina del edificio, arrojándose contra el muro y la amable oscuridad. Tardó un par de segundos en calmarse. Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos como el batir de un tambor, o el motor de un avión.

Esperó a que Scott atravesara la misma distancia, dejando que el silencio se deslizara a su alrededor. Aguzó la vista y el oído y miró hacia la puerta del barracón 107. Mientras permanecía atento, observando y escuchando, oyó el sonido inconfundible de una voz americana. Inclinó la cabeza hacia el punto del que provenía el sonido y lo que oyó no le llamó la atención. Las palabras del hombre traspasaron la oscuridad, aunque hablaba en susurros: «Número treinta y ocho…» En ese momento se escuchó un ruido pequeño y distante. Alguien había llamado dos veces con los nudillos a la puerta del barracón. Tommy entrecerró los ojos, y vio abrirse la puerta y a una figura, inclinada hacia adelante, que salvaba los escalones de dos en dos y entraba en el edificio.

De inmediato comprendió por qué habían elegido el barracón 107. La puerta de entrada se hallaba en un lugar resguardado del resplandor de los reflectores, en un sitio casi invisible, debido a los extraños ángulos que formaban el campo de revista y los otros barracones. No estaba tan próximo a la alambrada posterior como el barracón 109, pero la distancia adicional era fácilmente salvable. Los encargados de planificar las fugas nunca elegían los barracones más próximos a la libertad, porque eran los que los hurones registraban con más frecuencia. Tommy vio que el bosque se hallaba tan sólo a unos setenta y cinco metros al otro lado de la alambrada. Otros túneles casi habían logrado recorrer esa distancia. Por lo demás, el barracón 107 presentaba también la ventaja de hallarse situado en el lado que daba a la ciudad. Si un
kriegie
conseguía alcanzar los árboles, podía seguir avanzando en lugar de tratar de navegar con una brújula de fabricación casera en la densa oscuridad del bosque bávaro.

Tommy se apretó contra el muro, esperando a Scott. Suponía el motivo de la demora: un reflector estaba registrando la zona por la que acababan de pasar, moviéndose tras ellos, tratando de explorar los espacios entre los barracones.

Mientras aguardaba, Tommy oyó otro susurro y dos golpes en la puerta del barracón 107, que volvió a abrirse brevemente. Dedujo que habían llegado dos hombres del otro lado del recinto.

El reflector retrocedió hacia el barracón 101 y Tommy oyó las recias pisadas de las botas de Scott rodeando la fachada del edificio, cuando el aviador negro aprovechó esa oportunidad.

También tropezó con el bache en el suelo, y al arrojarse contra el muro, junto a Tommy, emitió en voz baja un juramento.

—¿Estás bien?

Scott cobró aliento.

—Sigo vivito y coleando —respondió—. Pero ha sido por los pelos. El reflector no cesa de pasar sobre la fachada de los barracones 101 y 103. ¡Cabrones! Pero creo que no vieron nada. Es muy típico de los alemanes. Hugh aparecerá dentro de un minuto, cuando esos gorilas orienten el reflector hacia otro sitio. ¿Has visto algo?

—Sí —repuso Tommy muy quedo—. Unos hombres han entrado en el 107. Murmuraron un número, llamaron dos veces y la puerta se abrió.

—¿Un número?

—Sí. Tú serás el cuarenta y dos. Yo el cuarenta y uno. Una pequeña mentira, que nos permitirá entrar allí. Y Hugh, si consigue llegar hasta aquí, será el cuarenta y tres.

—Puede que tarde unos minutos. El reflector nos persigue. Y hay algo en el suelo…

—Yo también tropecé en ello.

—Espero que lo haya visto.

Los dos hombres aguardaron. Podían ver el haz de luz moviéndose sin cesar sobre el territorio que acababan de atravesar, explorando la oscuridad. Sabían que Hugh estaría agazapado, pegado a la pared, esperando su oportunidad. Pasó un rato que se les antojó eterno, pero por fin la luz pasó de largo.

—¡Ahora, Hugh! —murmuró Tommy.

Oyó las botas del fornido canadiense que se echaba a correr en la oscuridad. Casi al instante se oyó un golpe, una palabrota en voz baja y silencio, cuando Renaday tropezó con el mismo bache con que habían tropezado Tommy y Scott.

Pero el canadiense no se levantó de un salto.

Tommy oyó un gemido quedo y ronco.

—¿Hugh? —murmuró tan alto como pudo.

Tras un momento de silencio, ambos hombres oyeron el inconfundible acento del canadiense.

—¡Me he lastimado la rodilla! —se quejó.

Tommy se acercó al borde del barracón. Vio a Hugh tendido en el suelo, a unos quince metros, aferrando su rodilla izquierda con un gesto de dolor.

—Espera —le dijo Tommy—. ¡Iremos a por ti!

Scott se acercó a Tommy, dispuesto a confundirse en la oscuridad, cuando un repentino haz de luz rasgó el aire sobre sus cabezas, obligándoles a arrojarse al suelo. El reflector se abatió sobre el tejado del barracón 105 y empezó a reptar como un lagarto por el muro hacia ellos.

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