Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
Fue extraño. Después de que retirara la mano despacio para coger un cuchillo de untar, Ron aún sentÃa sus dedos en la nuca.
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Mucha gente piensa que para ser un as de los negocios hay que tener la cabeza frÃa y observar, pero el negocio de Ron salió directamente de su corazón, sincero y cálido. Tel Aviv estaba lleno de gente cansada, solitaria, gente que al trasladarse a la ciudad sabÃa lo que querÃa, pero que enseguida se hartaba de correr, de tener que conseguir siempre todo por su cuenta, de despertar en sus apartamentos diminutos, una mañana tras otra, desnudos, sudorosos y con miedo. Para Ron toda esa gente era igual, y no resultaba difÃcil entenderla. Lo que toda esa gente querÃa es que alguien les diera exactamente lo que ellos mismos darÃan si no estuvieran tan cansados. Alguien que nunca juzgase.
El principio era simple. Cada cliente podÃa pedir lo que quisiera en su sándwich y que se lo prepararan como quisiera, hasta el último detalle. Ninguna explicación o exigencia era demasiado larga o difÃcil. ¿Un sándwich de falafel sin falafel? ¿Pan de centeno y pavo espolvoreado con tres cucharaditas de azúcar? ¿Una porción de pizza dentro de un pan de pita con mayonesa? ¿Zumo de naranja calentado doce segundos en el microondas? ¡Ningún problema! Si el cliente querÃa un ingrediente que no tenÃan en el quiosco, podÃa pagar diez sándwiches por adelantado y comprarse una tarjeta rosa y verde lima de la que se los irÃan descontando, y asegurarse asà de que el ingrediente estuviera disponible a partir del dÃa siguiente durante cuatro meses. No se trataba de una treta publicitaria: era una solución.
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Lea caminaba delante de Ron por las calles de la ciudad. Cada vez que la alcanzaba, Lea apretaba el paso, hasta que entendió que de alguna manera era lo que querÃa, que asà era como le gustaba. Aceptó, aceptar era parte de su negocio, y siguió caminando a unos pasos de ella. Las calles estaban llenas de gente, de juguetes, de ropa, de folletos tirados. En la ciudad nunca nada acababa de encajar del todo. Incluso a esa hora, las dos de la madrugada, vieron a una niña caminando sola, aunque no parecÃa pobre (llevaba una sudadera Gap) ni daba la impresión de que se hubiera perdido. Iba tarareando. En un banco, un chaval flaco y un hombre de mediana edad con un acordeón miraban arrimados la sección de deportes del periódico. Las tiendas no seguÃan una lÃnea recta, a cada momento invadÃan la acera más de la cuenta. Un tienda de equipos de escalada junto a un bazar judaico; nada tenÃa sentido. Con Lea caminando delante de él, todo resultaba extraño pero no menos familiar.
En el club LimaLima, después de varias copas, cuando Lea desapareció para pedirse una más, Ron seguÃa pensando en las calles de la ciudad, y cada vez se le ocurrÃan ideas más raras. HabÃa algo que no encajaba, o quizá solo fuera que no estaba acostumbrado a beber tanto. Recordó que un amigo de su padre le dijo una vez que al construir la ciudad fueron tan idiotas que trazaron las calles paralelas al mar, de manera que, fueras a donde fueras, siempre veÃas el porche de alguna casa en lugar de ver el mar. El club estaba a reventar, la música era tan ensordecedora que le retumbaba en la cavidad torácica. En la oscuridad tan solo se veÃan lenguas. OlÃa el aliento de las bocas resecas y el sudor y la laca del pelo; pasaban brazos rozándole el estómago, el culo; contempló la posibilidad de que la ciudad fuera la idea de alguien a quien le faltaba un hervor, igual que la sandwicherÃa era idea suya, que nada era lo que se suponÃa, que quizá la ciudad nunca debió existir sobre la faz de la tierra, pero un raro problema técnico en el cosmos...
Lea le echó los brazos al cuello, con cuidado de no derramar su vodka con Red Bull.
â¡Es el quinto que te tomas! âle gritó Ron al oÃdo. Se recordó que él también estaba borracho, aunque solo se habÃa tomado tres copas.
Cuando Lea le metió la lengua en la boca, Ron seguÃa apartando la idea persistente de que algo no encajaba, la empujó una y otra vez para apartarla de su mente. Atrajo el cuerpo de Lea hacia el suyo y se dijo que pensaba demasiado, que ser tan pragmático a todas horas tenÃa sus inconvenientes.
En la pista de baile, Lea le deslizó los dedos por debajo de la camisa. Sintió que lo arañaba con las uñas.
âNo soy la niña buena que tú te crees âle gritó Lea al oÃdoâ. He hecho cosas bastante malas âgritaba con el volumen perfecto, justo para que oyera todo lo que le decÃa.
âSea lo que sea, no me importa âcontestó él a voces. La atrajo y le dio un abrazo, la clase de abrazo que se le da a un niño. Su cerebro decidió que Lea era insuperable, un concepto brillante, la única buena idea que a nadie se le habÃa ocurrido, la única cosa que encajaba de verdad.
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En realidad lo supo antes de que su cerebro lo supiera. Supo que era estupenda. Los tres primeros meses el quiosco de sándwiches Nosotros No Juzgamos habÃa sido una sangrÃa de dinero. Iba un poco mejor que el Japanica, donde cometieron el tremendo error de pagar un alquiler desorbitado por un puesto que solo atraÃa clientes de noche. Ningún israelà quiere sushi a precio de oro para desayunar, y casi ningún israelà lo quiere para almorzar, cuando el pescado al sol apesta. El sushi a precio de oro es algo que en Israel te pides por la noche, antes de volver a casa a trompicones o cambiar de club nocturno, cuando ya te da igual, cuando quieres darle a la chica que te has ligado lo que le apetezca y quitarte todo de encima de una vez: esa noche estúpida, tu estúpida vida.
La sandwicherÃa abrÃa las veinticuatro horas, y Ron se pasaba allà metido catorce cada dÃa durante los primeros meses. Contrató a dos de sus primas adolescentes para tomar nota de los pedidos y a un sudanés ilegal para prepararlos (y limpiar), pero en agosto ya sabÃa que tendrÃa que buscar nuevos empleados, porque sus primas empezaban el curso. Era patético ver cuánta gente habÃa en la ciudad desesperada por un trabajo, cualquier clase de trabajo. El teléfono no dejaba de sonar. Modelos, estudiantes de doctorado, actrices de teatro. Por cada docena de entrevistas telefónicas que hacÃa, concertaba un turno de prueba con una de las chicas en el quiosco. SabÃa que con el señuelo del lema no bastaba, que para que el negocio fuera un éxito tendrÃa que contar con el material humano adecuado. Una chica que no juzgara. Una chica a la que te apeteciera comprarle un sándwich. Lea.
En la entrevista, les pedÃa a todas las candidatas que describieran el sándwich de sus sueños. Les pedÃa que no inventaran algo solo por ser originales, sino que fueran sinceras, que dijeran la verdad de sà mismas.
Lea dijo que jamás se le ocurrirÃa decirle la verdad, ni sobre el sándwich de sus sueños ni sobre ella misma. Que temÃa que fuera demasiado para él. Fue la respuesta más soberbia que le habÃan dado a su pregunta, pero también la que le pareció más honesta.
No la contrató porque quisiera acostarse con ella. La contrató porque era buena para el negocio, asà de simple. Que se enamorara de ella desde el momento en que la vio fue solo una coincidencia. O quizá no: ¿qué más podÃa pedir un cliente que una chica a la que todo el mundo ama le sirva exactamente lo que quiere?
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En cuanto Ron giró la llave de la puerta de su apartamento, Lea se adelantó y pasó. Entró mientras él se guardaba las llaves en el bolsillo y se quitaba los zapatos. Lea estiró el cuello, como si ni siquiera registrara su presencia. Echó un vistazo al salón, cogió el mando a distancia, volvió a lanzarlo sobre el sofá. Asomó la cabeza a la cocina, encendió la luz e inmediatamente la apagó de nuevo. Recorrió el pasillo corto, abrió la puerta del armario de la escoba y lo cerró, fue y abrió la puerta de su cuarto. Oyó su cuerpo aterrizar en la cama.
â¿Y bien? âla oyó decir, plantado en medio del salón. Y se sintió tremendamente estúpido por no estar ya allà con ella.
Se dio cuenta de que no habÃa llegado a fantasear con que se acostaba con ella. No esperaba que se acostara con él esa noche, aunque todo pareciera planeado de antemano, como si el mundo hubiera tejido redes alrededor de su cerebro durante años y por fin las dejara caer en esos momentos precisos, como la primera vez que ves tu pelÃcula favorita y ya retienes en la cabeza los recuerdos de todas las veces que la verás en el futuro.
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Iba borracho, asà que solo recordaba que se quedó dormido oyendo su propio gemido. Pero fueron unos gemidos ajenos los que le despertaron. Fuera todavÃa estaba oscuro.
La encontró en el cuarto de baño, con la cara colorada. Aunque se veÃa que habÃa estado llorando, en ese momento solo sostenÃa la toalla junto a la cara con la mirada inmóvil, sentada en los azulejos del suelo.
Ron encendió la luz y el resplandor amarillento lo cegó.
â¿Qué pasa? âpreguntóâ ¿Te arrepientes de... esto?
âLo siento âdijo ellaâ. Soy un desastre.
âConmigo no tienes que disculparte nunca de nada âdijo, sentándose a su lado en el suelo frÃoâ. Sea lo que sea.
âNo sabes con quién tratas âdijo Lea, y sonrióâ. Ya te dije que no soy buena persona. He hecho cosas repugnantes.
A pesar de la resaca, de estar adormilado, Ron era un tipo listo. Adivinó de qué iba la cosa.
â¿A la gente en los controles, te refieres? âpreguntó.
Lea asintió.
âA todo el mundo que ha estado ahà le pasa lo mismo. No eres tú. Es el puto ejército. Te jode la vida âdijo él.
âNo sabes lo que hice âdijo Lea.
âSea lo que sea, no cambiará nada. Si me contaras que tuviste que darle una patada en los huevos a un abuelo no me inmutarÃa âRon estaba furioso, asqueado, con aquella ciudad, con aquel paÃs, con las circunstancias que habÃan hecho llorar asà a Lea. No era justo. Esa guerra que duraba ya setenta años nunca habÃa sido justa. No se habÃa dado cuenta hasta ese momento.
â¿Qué pasa? âdijo Lea, riéndoseâ. ¿Estás diciendo que somos una especie de parejita, o qué?
âSÃ âdijo Ronâ. Somos una parejita. Volvamos a la cama.
Entonces decidió que lo arreglarÃa. ArreglarÃa lo que hubiera detrás de la mirada insondable que vio en ella la primera vez. TrabajarÃa en ello y lo conseguirÃa. Pragmatismo en estado puro.
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Iba muy lejos, muy rápido: no podÃa evitarlo. El primer mes que supo que la sandwicherÃa finalmente habÃa dejado de tener pérdidas, y más aún, que habÃa empezado a dar beneficios cuando todavÃa no hacÃa un año de la inauguración, le dijo a Lea:
âEn unos años habrá dinero con el que formar una familia.
Era asombroso lo bien que iba. ¿Qué otros establecimientos de comida se habÃan afianzado tan pronto en Tel Aviv? Su hermano habÃa dicho que por lo menos se pasarÃa dos años invirtiendo antes de empezar a recoger ganancias.
âCuidado, tigre âdijo Lea. Limpió el mostrador. Sonrió. Le sonreÃa a él.
Después de la avalancha del almuerzo, una chica de grado medio con aparatos dentales le estaba dando la lata a Lea.
âEl cartel dice que uno puede pedir lo que quiera en el bocadillo, y yo quiero baguette con brownie de marihuana âdijo la chica de grado medio con exigencia.
âOjalá pudiera prepararlo, pero ni siquiera tenemos permiso para vender bebidas alcohólicas âLea trataba de razonar con ella.
âPues es lo que quiero, y punto âcontestó la chica. ParecÃa empeñada en rehuir las miradas amables de Lea, sus esfuerzos por seguirle la corriente.
âYa, cariño, lo sé, pero tengo las manos atadas.
Antes de salir juntos, de ser una «parejita», como decÃa ella, Ron se preguntaba de dónde sacaba Lea aquella paciencia sobrenatural con los clientes. Ahora que ya llevaban varios meses juntos lo sabÃa. Aun asà Lea todavÃa no le habÃa dejado ir a ver su apartamento, ni siquiera habÃa querido compartir un taxi o decirle dónde vivÃa.
âSabes cómo son las cosas en esta ciudad âdijo, recurriendo a un cliché cuando Ron sacaba el temaâ. Uno solo es su apartamento.
Aun asÃ. HabÃa ido más allá de la Lea que trabajaba en la sandwicherÃa; conocÃa a otra Lea. ConocÃa a dos Leas. Tres, de hecho. Estaba la Lea que para ir a bailar se ponÃa unos vestidos tan cortos que parecÃan camisas, que lo arrastraba por las calles de la ciudad de un club a otro: el Cat & Dog, el Oman 17, todos los grandes nombres. Esa era la Lea que podÃa bailar durante horas, la que conocÃa a la gente de la barra y la que caÃa bien y a la que coreaban cuando se terminaba la quinta, luego la sexta copa. La Lea que iba a su cama casi cada noche, riéndose a carcajadas, pitorreándose, actuando con la tonterÃa de una crÃa, y de repente como toda una mujer.
Luego estaba la otra Lea, la que lo despertaba con sus llantos cerca del amanecer, a la que estrechaba entre los brazos cuando intentaba escapar de la cama, la que apenas tenÃa palabras.
La tercera Lea, la que seguÃa siendo su favorita, era la Lea de la sandwicherÃa, la empleada estrella. Se comportaba exactamente como el primer dÃa. Era él quien habÃa cambiado. ¿Cómo no iba a ser otro?
â¿Y si te largas de una puta vez? âle gritó Ron a la niñata de grado medioâ. No haces gracia. Ni eres precisamente una monada. Con esos hierros en la boca pareces un rottweiler.
âLo lamentarás âdijo la chica. Se colgó al hombro la mochila de Manga y se alejó de allÃ.
âNo has debido meterte âdijo Leaâ. Lo tenÃa bajo control âse volvió a pelar berenjenas asadas.
Ron intentaba calmarse. La gente de Tel Aviv lo sacaba de quicio. Esta mierda no pasarÃa en ningún otro sitio, pero en esa ciudad valÃa cualquier cosa. Uno no podÃa ni inventarse un señuelo publicitario. Cuando Domino's anunció que entregaban la pizza a domicilio antes de treinta minutos en cualquier parte de la ciudad, o si no corrÃa de su cuenta, el dÃa que cambiaron la hora cientos de personas llamaron y luego dijeron que el repartidor llegaba una hora tarde, exigiendo a gritos la pizza gratis. Ron incluso habÃa empezado a sospechar que la gente de la ciudad robaba cosas cuando Lea y Vera miraban hacia otra parte. Las cosas tendÃan a desaparecer âcubiertos, tazasâ, ese dÃa ni siquiera encontraba el soplete de butano.