La gente como nosotros no tiene miedo (21 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—Técnicamente podríamos arrestarle por eso —dijo Tomer—. Técnicamente podríamos —repitió, encogiéndose de hombros.

—¿Puedo? —suplicó el niño. No se lo pedía a Lea. Se lo pedía al hombre con el que iba. El arresto de un niño siempre llegaba por lo menos a la página cinco, ella lo sabía. En unos días estaría fuera; seguramente en unos días estaría fuera.

El hombre negó con la cabeza, pero entonces el niño dijo que era todo lo que querían, y ahora podían conseguirlo, y le dijo al hombre que lo pensara, y el hombre supo que estaba vendido.

—Puta —le dijo el hombre a Lea cuando Tomer agarró al niño del brazo. Necesitaba decírselo. Después de todo, era una oficial en un puesto de control, y él hacía el papel del pobre palestino, pero la palabra sonó forzada y Lea sintió vergüenza ajena de él.

Después de que los hombres se marcharan, Tomer y ella fueron hacia la base caminando detrás del niño para comunicar el arresto por teléfono. Los hombres tardaron un rato en irse, así que caía la noche cuando volvieron a pie hasta la barricada, aunque las luces anaranjadas de la carretera no estaban encendidas todavía.

Lea apretó el paso, porque quería caminar a la par del niño. Apretó el paso de pronto y temió que se asustara. Su mano dio un salto y rozó la mano del niño.

Era el niño quien hubiera podido asustarse, pero fue ella la que tuvo miedo, y más, porque lo sintió en ese momento, y con demasiada intensidad: sintió en su mano la humedad de la mano reseca del niño, y las motas de polvo de la piedra que había agarrado, y el viento. Sintió todas esas cosas de repente. Pensó que esa noche Tomer incrustaría todo el peso de su cuerpo en sus huesos, aplastándolos contra la barricada de cemento. Por un instante fugaz se preguntó si mientras lo hiciera la llamaría por su verdadero nombre, en lugar de «oficial». Se preguntó si debía pedírselo, pero entonces recordó que no era un detalle importante. Esas fechas, las fechas a ambos extremos de su servicio militar. Cualquier cosa que sucediera dentro de ellas era adorno y aire y no cambiaría nada, ella acabaría en el mismo sitio.

Decidió que pediría cita con el psiquiatra militar al día siguiente y pediría que la relevaran, a pesar del poco tiempo que le quedaba de servicio.

 

Unos años más tarde volvieron a abrir la ruta 433, pero eso solo duró unos meses. Todavía había soldados que pasaban tres años de su vida haciendo poco más que decir: «Lo siento, la carretera está cortada» cuando aparecía algún estúpido que intentaba pasar. Cuando Lea se enteró de que reabrían la carretera, y después de que volvían a cerrarla, sintió en la mano la saliva del niño casi con la misma intensidad que entonces.

A veces, en fiestas oscuras en Tel Aviv y en paseos callejeros y en habitaciones, sentía la saliva en su mano, aunque no necesariamente oyera hablar de la ruta 433. La sentía en fiestas oscuras y en paseos callejeros y en habitaciones donde nunca estaba sola, donde siempre estaba con alguien que no era ella misma, y era cuando esas personas decían su nombre cuando lo sentía. Qué dices, Lea. Muchas gracias, Lea. Me parece bien, Lea. Cada vez que oía su nombre en la oscuridad, sentía en su mano la saliva del niño, como aquella noche mientras caminaban.

Aquella noche Tomer iba apenas un paso más atrás que Lea y el niño. Caminaban pateando piedras, tarareando, mirando las estrellas antes de que las farolas se llevaran algunas. Lea pensó en todo lo que aún no había pasado pero que sabía que pronto pasaría. El cemento. El periódico. La súplica de granadas de fogueo.

—Lea —dijo Tomer justo antes de que llegaran a la base—. Acordémonos de apostar en qué página saldrá la noticia del arresto. ¿Tú qué dices, Lea?

Y otra vez esa pregunta tonta, la que acababa de ahuyentar. Volvió. Lea se preguntó cómo la llamaría aquella noche, aunque sabía que, fuera cual fuera la palabra que escogiera entre todas las palabras de este mundo, no importaría. No cambiaría el ritmo del correr de los días, ni siquiera el ritmo del correr de aquella noche.

Mientras caminaban, el niño volvió a llevarse la mano a la boca, la mano que Lea acababa de rozar.

Aquella noche Lea tenía veintiún años, Tomer diecinueve, el niño trece. Pasaron junto a la barricada de cemento en silencio y con paso sincronizado. Vistos por un aldeano desde uno de los hogares distantes iluminados, podrían haber sido una familia.

Hubo una vez en que podíamos hacernos pasar por cualquier cosa

 

Tres días antes de irme del pueblo pasó algo que me recordó los buenos tiempos: Lea empezó otra vez a preocuparse por algo que no era del todo verdad.

—Escucha, Yael. Miller mató un olivo —dijo Lea.

—Ajá —le dije.

—Es lo peor del mundo, morir. Si eres un olivo.

—Ajá.

—Fue a propósito. Premeditado.

Lea apartó la vista del olivar que había al lado de su casa y me miró. Era la primera vez en semanas que me miraba de verdad. Dejó el cigarrillo en el cenicero. La noche empezaba a cernirse sobre el patio trasero de su casa, morada, naranja, inmensa. La sombra del enano de jardín amputado se alargaba cada vez más, y la brisa hizo sonar el carillón. Lea entornó los ojos, con aire sugerente. Quería que fuera yo quien dijera en voz alta su última idea descabellada, una idea que aún estaba tomando forma, la primera que se le ocurría en mucho tiempo.

Y lo hice, cómo no.

—Creo que hay un asesino suelto en el pueblo —dije.

Teníamos veintiún años. Habíamos acabado el servicio militar y yo estaba a punto a marcharme del pueblo para empezar a trabajar en el aeropuerto. Llevaba casi un año en casa de mis padres sin hacer nada; Lea había vuelto hacía solo unos meses, después de una temporada extra como oficial. Me había desconectado de casi todo el mundo menos de Lea y Avishag. Así era: al cabo de tantos años acababa con mis mejores amigas de la escuela primaria. No hablaba nunca con Hagar ni con las demás chicas con las que había hecho el servicio militar. Avishag estaba viviendo con su madre y su abuela en Jerusalén. Trabajaba en un despacho, archivando papeles. A veces todavía hablaba con Emuna, pero ya había empezado la universidad, en Estados Unidos. Lea quería estudiar, incluso hizo los exámenes de acceso, pero entonces se dio cuenta de que no sabía qué quería del futuro, así que no sabía cómo estudiar de cara al futuro. Yo tampoco sabía cómo estudiar de cara al futuro, pero quería que llegara. Estaba pensando en ponerme a trabajar.

Hace años que Lea y yo dejamos de fingir. Pero también hace semanas que no hablamos, que no me dice algo de verdad, aunque no sea verdad.

El olivo estaba muy muerto. No era más que un tronco, un tronco corto. Las ramas se habían puesto negras una por una antes de caer al suelo. No nos enteramos cuando pasó. Estábamos en el ejército. Cuando volvimos ya no había nada que hacer.

La mujer de Miller empezó a gritar, como cada noche después de la cena. Cruzando el olivar hasta el patio trasero de Lea, oímos palabra por palabra lo que dijo. Cerraron un cajón de golpe. Loza rota.

—¡Bajad la voz, salvajes! —grité. Desde que Lea se había quedado callada, me tocaba a mí gritarles a sus vecinos que se callaran siempre que se liaban a voces.

—¡Meshuganas! —oímos que nos chillaba Miller.

—¡Salvaje! —gritó Lea. Fingí que no me inmutaba al oírla gritar de nuevo, aunque se me abrió la boca sin querer.

—¡Crías de mono! —gritó Miller. Nos llamaba crías de mono porque nuestros padres no eran europeos. Igualmente nos gustaba. Al menos a mí. Hubo una vez en que nos encantaba pensar que éramos animales.

 

Hubo una vez en que fingíamos que éramos lobos. Éramos doce, y estábamos enfadadas porque después del Bar Mitzvá nuestras madres nos decían que ya éramos mujeres. Así que nos mordíamos los tobillos unas a otras. La gente del pueblo nos veía caminando a gatas por las calles y los campos de plátanos. Nuestras madres venían a llamarnos la atención, pero les apresábamos los pantalones con los dientes y no los soltábamos. En la calle le lamíamos los dedos de los pies a una niña que iba en silla de ruedas, y ella se reía. Cuando nos metíamos en el patio de Miller, nos gritaba «Meshuganas», y nos perseguía con una pala cuando le enseñábamos los dientes. Nos aullábamos historias unas a otras y las entendíamos hasta que se nos cansaban los huesos.

Siempre fingíamos que teníamos otra edad, otro nombre. Si nos preguntaban, nunca decíamos nuestro verdadero nombre. Comerciales de venta telefónica, profesores nuevos, niños nuevos, vendedores de caramelos en el mercado árabe: todos querían una parte de nosotras. En realidad no querían saber nuestros nombres; solo era una estrategia para hacernos creer que les caíamos bien. Para que habláramos con ellos. Para convencernos. Queríamos que se interesaran por nosotras, aunque no fuera verdad. Hubo una vez en que nos interesábamos mucho por todo. Queríamos hablar con cualquiera que tuviéramos cerca. Vivíamos tan lejos del mundo. Pero no confesábamos nuestros nombres. Éramos Esther y Cándida y Olga. Nunca nosotras. Nuestro mundo era pequeño entonces, pero más grande que la vida, porque existía solo en nuestra imaginación.

 

Si eres un chico y vas al ejército, una posibilidad es que acabes muerto. Otra posibilidad es que acabes vivo. Si eres una chica y vas al ejército, probablemente no acabes muerta. Quizá mandes a los reservistas a morir a la guerra. Quizá disuelvas manifestaciones en puestos de control. Pero probablemente no acabes muerta. Luego te pueden pasar un montón de cosas. Podrías conseguir un trabajo. Irte de viaje. Ir a la universidad. Casarte. Volver a vivir con tus padres. Lea y yo volvimos a vivir con nuestros padres, en el pueblecito junto a la frontera con el Líbano. A esas alturas me esperaba un trabajo en Tel Aviv, como guardia de seguridad aeroportuaria. Me lo consiguió mi tío. Yo sola no lo hubiera conseguido. No en ese momento. Pagaban bien. Todo lo que había que hacer era estar sentada. Estaba bien; hasta yo lo veía. Lea no veía nada. Ni siquiera veía que el cenicero sobre la mesa de madera de su patio rebosaba. Ni siquiera se daba cuenta de que oscurecía, porque normalmente se levantaba después de que se pusiera el sol. Cada vez que iba a visitarla, su madre me saludaba de la misma manera: «Has conseguido trabajo. Has conseguido trabajo, ¿verdad? ¿Oyes eso, Lea? Vaya, ¿no es estupendo?». Y luego se estrujaba las manos y volvía a la cocina, y nosotras nos sentábamos afuera, mirando el olivar, y fumábamos muchísimo, sin hablar. Solo había ochenta y dos casas en nuestro pueblo. Una al lado de la otra, hasta que se acababan. Salvo la casa de Lea. Había un solar sin edificar que separaba su casa de la casa de Miller. Era un olivar. Porque por mucho sentido que tuviera levantar ahí otra casa, no podían hacerlo, por los olivos. Está prohibidísimo matar un olivo. Ni siquiera se pueden trasplantar.

Éramos chicas. Sé que solo éramos chicas. Hicimos lo que hicimos en el ejército, y luego se acabó. Si a Lea le resultaba difícil hablar o marcharse del patio trasero de sus padres cuando teníamos veintiún años, no era por el pasado, lo sé. Lo admito; el problema era el futuro del pasado. Existía fuera de nuestra imaginación, y era demasiado grande.

 

La noche después de que Lea me contara que Miller era un asesino, volví al patio de su casa y todo siguió prácticamente igual que las semanas anteriores. Lea llevaba su pijama rojo. Estaba sentada en la silla de plástico, mirando el olivar, fumando. La única diferencia es que sostenía un taco de folios en la mano. Me pregunté si iba a pasarse la vida sentada en ese patio, mirando aquel olivo muerto y fumando. Esa noche no parecía imposible. Aspiraba el humo hasta el fondo de los pulmones como si la vida le fuera en ello, hasta que se le surcaba la cara. Yo no sabía qué decir. De pequeñas, cuando éramos amigas, siempre era ella la que hablaba, la que me decía en que íbamos a interesarnos a continuación, quiénes seríamos. Me pasaba días y semanas a su lado, a la espera de que se interesara, cualquier cosa, aunque fuera un poco.

Y de pronto lo hubo.

—Hemos de hacer que todo el mundo sepa que es un asesino —dijo Lea—. Él tiene que saber que es un asesino. No puedes matar un olivo sin más. Tienes que querer matarlo, tienes que asesinarlo.

Los olivos viven miles de años. Siempre me cuesta creerlo, al mirar esos árboles que crecen al lado del patio de Lea. Los troncos se enroscan en sí mismos, como sorprendidos en mitad de una frase, como si alguien acabara de insuflarles vida.

—Estoy de acuerdo —le dije a Lea. Siempre estaba de acuerdo con ella. Siempre lo estaré, pase lo que pase, lo juro.

—No es cuestión de estar de acuerdo; es un hecho —dijo.

—Estoy de acuerdo, pero Lea, ¿cómo lo has descubierto?

Lea dijo que había investigado un poco. Al parecer, prácticamente no hay nada en este mundo capaz de hacer que un olivo muera. Existen clases concretas de hongos y bacterias que pueden enfermarlos, provocarles tumores, pero no los matan. Hay un bicho que se come la corteza y una oruga que ataca las hojas. Las moscas pueden reducir la calidad de sus frutos. Las heladas y los conejos podían matar a un olivo, pero estábamos en el norte de Israel, y no había heladas ni había conejos. Y los conejos solo podrían matarlo si uno de ellos se colara en el tronco, se quedara atrapado y se muriera, y el cadáver envenenara al árbol desde dentro. En España pasó una vez, según Lea.

—Y luego está la gasolina —dijo Lea—. Si echas gasolina junto a las raíces de un olivo, se muere.

Observé los restos del árbol muerto. Un final oscuro. Un claro comienzo de algo que no tenía centro. El tronco se partía en un lugar tan abrupto que, aunque alguien no supiera que antes había algo más, aunque jamás hubiera visto un olivo o un árbol, de todos modos se daría cuenta de que faltaba algo.

—¡El Bar Mitzvá! —dije—. ¡El asesinato fue entonces!

Lea asintió.

Recordé que cuando volví del ejército, la madre de Lea nos había dicho que en nuestra ausencia los terribles vecinos, los Miller, se pusieron más insoportables todavía. No se conformaron con seguir tirando en el olivar las hojas que rastrillaban de su jardín. Celebraron allí el Bar Mitzvá de su hijo, aunque el olivar no era de su propiedad y no tenían derecho a hacerlo. Metieron allí a todos sus parientes de Inglaterra e hicieron pan de pita en un horno
taboon
de verdad, mientras babeaban hablando de sus vidas bucólicas y holísticas en la frontera de la Tierra Prometida. A voces. «Hay que entender —dijo la madre de Lea— que no son gente de aquí, así que no lo entienden».

—¡El Bar Mitzvá! —dije de nuevo, y al mirar a Lea vi que sonreía. Con una sonrisa malvada, sincera.

—Miller usó gasolina para prender el horno
taboon
—dijo Lea—. Mi madre lo vio. El muy idiota no sabe ni encender un fuego.

—Pero ¿por qué iba a verter gasolina junto al olivo? —pregunté.

—Porque le sobraba. Porque el árbol estaba cerca del horno. ¿Quién puede comprender la mente de un asesino?

Guardamos silencio.

—Un asesino, ojo, no un simple criminal —dijo Lea.

Y entonces me enseñó los carteles que había hecho. Cuarenta carteles, en papel tamaño folio. Los había pintado con lápices de colores. De su hermano pequeño. Al pie se leía: «Se busca vivo o muerto al asesino de un olivo».

Ella misma había dibujado la cara de Miller. Había pintado las entradas de su cabeza con rayajos negros y rojos. Con cada póster, el retrato se volvía más y más siniestro.

—Vale —dije—. Vale —entendía. Siempre entendía su lógica.

Salimos del patio y nos fuimos. Nos fuimos.

Pegamos los carteles en los olivos y en los bancos de la calle y en el coche de Miller, e incluso le pegamos uno a su gato, que andaba siempre por ahí. Lea estiraba la cinta adhesiva y yo me acercaba a cortarla con los dientes, trocito a trocito. Luego golpeábamos fuerte para asegurarnos de que el cartel quedaba bien pegado.

Cuando volvimos a sentarnos a fumar en el patio de Lea, la mujer de Miller ya había empezado a chillar y a dar portazos como de costumbre, pero no le gritamos que se callara. A la de tres gritamos: «¡Asesino! ¡Asesino!». No hubo respuesta.

Aun así, creíamos que cuando Miller se levantara sabría que creíamos lo que era.

 

Una vez fingí que era capaz de matar a un hombre. Una vez dije que los insumisos merecían la pena de muerte. Mi madre siempre ha pensado que los hijos de los Miller se marcharán a Inglaterra antes de que los recluten, y creo que tiene razón.

Fingí que era capaz de matar a un hombre cuando estuve en el ejército. Eso fue un año después de la guerra, justo antes de acabar el servicio militar. Fue un juego. Le dije a mi oficial, Shai, que un hombre me había guiñado el ojo. Era solo un peón de la construcción, un árabe, y yo solo estaba agobiada y lejos de casa y aburrida. El hombre tenía todos los permisos en regla. Lo traían a la base desde su pueblo para construir una zona nueva de los campos de tiro.

—Es un error; no he hecho nada malo —dijo con su acento—. Tengo todos los permisos —dijo—. Estoy trabajando en vuestra base.

—No te preocupes —dijo Shai—. No te preocupes.

Con uno de los trapos que usábamos para limpiar las armas le tapó los ojos al hombre, que por iniciativa propia se llevó las manos a la espalda, y Shai lo esposó con esposas metálicas de verdad, no las de mentira de plástico negro que tenían los cabos.

—No te preocupes —dijo, y sentó al hombre en el asiento trasero del
humvee
. Yo me monté detrás y me senté frente al hombre. Aquella idea descabellada era mía, prácticamente todo era idea mía, pero fue Shai quien la ejecutó.

Aparcamos detrás de las dunas. Shai, el oficial, silenció el
humvee
. Las vibraciones cesaron. Abrió la puerta trasera del vehículo.

—Camina —dijo—. No te preocupes —dijo. Pero el hombre no veía, y jadeaba rítmicamente.

—Camina —dijo Shai, el oficial—. Vamos, puedes hacerlo —dijo, poniéndole al hombre una mano en el hombro.

Echó a andar delante de nosotros como el hombre de espagueti de los sueños. Se notaba que tenía el corazón atenazado por el miedo.

—Quieto ahí —dijo Shai, el oficial—. Vuélvete.

El hombre se volvió hacia nosotros como si lo impulsara un resorte.

—No te preocupes —dijo el oficial—. Pero —añadió— no puedes ir guiñando el ojo a las chicas. Hay cosas que simplemente no se pueden hacer y punto.

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