La gente como nosotros no tiene miedo (29 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Junto a la bandera, los chicos dejaron caer a las chicas desde las camillas que llevaban al hombro, como si fueran folletos de propaganda. Se apiñaron en un corro, como si el mundo fuera para ellos un partido de fútbol, y susurraron.

—Vais a escribir, bien grande, con piedras,
SOMOS PUTAS
, o... bueno, o si no os torturaremos —les dijo Yoav a las chicas tendidas en el suelo, al cabo de unos minutos—. No os dejaremos volver a casa.

Yael se incorporó y se quedó sentada sobre el polvo. Miró a Yoav. Tenía los ojos inyectados en sangre. Había estado fumando marihuana. Desde el suelo vio que tenía mocos negros pegados en la nariz, y supo que el miedo le había impedido lavarse la cara y mirarse al espejo desde que había vuelto de la guerra. Yael no podía creer que usara la palabra «tortura». Sonaba a cliché. Como si no hubiera comprado las vocales.

—No vamos a escribir nada —dijo Yael, en voz baja—.
Na, na, na. Come on
—la vieja canción de Rihanna salió de su boca. Se acordaba de la sobredosis de Rihanna del año anterior. De cómo había llorado mientras veía su vuelo retrasado en letras rojas parpadeantes en aquel diminuto aeropuerto rumano.
I like it, like it,
siguió cantando.

—Escuchad, chicas —dijo Avishag. Se apartó las manos de los ojos. Llevaba un rato llorando; el llanto seco se mezcló con el nuevo.

—Calla la boca y déjate de niñerías —dijo Yael. No le había gritado a Avishag desde que iban al instituto. A lo mejor eso era un problema, pensó Yael, y esperó a que hablara Lea.

—Soy escritora profesional y me niego a escribir eso con piedras. Las piedras son demasiado permanentes. Y personalmente me gusta S&M. Incluso en Facebook.
I like it, like it
—dijo Lea, aunque sin cantar la letra.

Así que los chicos no supieron qué hacer. Se miraron indecisos, las encañonaron con los fusiles y las hicieron ir a su barracón, el contenedor de almacenamiento de ametralladoras néguev que ya estaba cerrado con llave. Las obligaron a ir hasta allí a gatas.

 

—¿Y ahora? —preguntó Avishag. Caía la noche y las luces de la base se apagaron, luego volvieron y se apagaron otra vez.

—Ahora nada de asustarse. No hay miedo que valga en este mundo —dijo Yael. Con cada palabra que decía, volvía a ser ella misma—. Tenemos dos botellas de sauvignon blanc, y toneladas de cortezas de pizza, y sobras de pasta, y una botella entera de Coca-Cola light, del día que os equivocasteis y comprasteis light. La traje aquí.

—¿La trajiste aquí desde la zona de los chicos? —preguntó Lea.

—Eso hice. Me pareció prudente.

—Así que ahora a esperar —dijo Lea—. Conque te pareció prudente... —añadió, sonriendo y moviendo la cabeza. Era casi como si se sorprendiera por primera vez; de quién era Yael, de quién era ella misma. En su voz Yael captó que lo comprendía, pero no estaba segura de que lo quisiera.

Las chicas se quedaron sentadas en los colchones mirando la puerta. Sin moverse. Querían recordar todo lo que acababa de pasar.

 

Y así empezó.

A la mañana siguiente Yoav entró solo y pidió una voluntaria. Yael levantó la mano y lo siguió.

Avishag se echó a llorar.

—Ay, Dios —dijo Lea.

Yael no paró de hablar en todo el camino hasta la bandera, diciendo que haría cualquier cosa si Yoav le prometía no tocar a las otras dos, y luego, ya desnuda, sin dejar de repetir que haría cualquier cosa con mucho gusto si dejaban tranquila a Avishag, perdió la esperanza. Mencionó al hermano muerto, pero al final no sirvió de nada.

Los doce chicos y las tres chicas fueron partícipes activos. Ofrecerse voluntaria no dio resultados.

Nada de lo que hacían dio mucho resultado, pero lo intentaron. Yael intentó hablar. No había manera de que se callara. Decía que había recorrido África en autoestop; que seguramente tenía enfermedades exóticas y que realmente todo aquello no era una jugada muy inteligente. Lea solo hablaba mientras volvía caminando al barracón, decía que todo era bastante interesante, que a lo mejor escribiría sobre ello o se lo contaría a su marido: llevaban un tiempo intentando enriquecer la rutina en la cama. Sermoneaba a los chicos mientras se abrochaba de nuevo el sujetador, con las manos debajo de la camisa del uniforme. Ni siquiera Avishag se escandalizó. Cerraba los ojos y en susurros los disculpaba por la guerra, asentía con la barbilla, compadecida por lo difícil que es ser un chico joven hoy en día.

Los doce chicos se encontraron en un atolladero.

 

Aquella primera noche las chicas estaban bien. Incluso Avishag hacía planes. Mientras hablaba, las otras dos se miraban, como si ellas mismas y Avishag colgaran del hilo invisible de sus miradas.

—Solo tendremos que drogarnos mucho. Viajaremos a algún sitio y nos drogaremos y seguiremos adelante —dijo Avishag. Apoyó la cabeza en el hombro de Yael, y Yael no la apartó, como solía hacer—. Yael, ¿tomaste muchas drogas en India? ¿Qué droga es la mejor para seguir adelante? —preguntó Avishag.

—Oírte hablar así a veces... —dijo Lea—. No sabes cuánto lo he echado de menos.

—Bueno, yo quería probar toda clase de drogas, pero al final la cosa no fue por ahí. Fumé marihuana una vez y sentí que la ventana me atraía como un imán. Así que decidí que era mejor fumar marihuana en el bosque, y entonces sentí que debía encontrar una ventana para que me atrajera como un imán. Luego una vez tomé éxtasis por accidente en una
rave,
en Goa, y me puse tan paranoica que decidí que las drogas no son para mí —dijo Yael.

—¡Paranoica! Pero si el éxtasis es la droga del amor y la confianza —se rió Lea.

—Quizá deberías hacer terapia con un psiquiatra. Puede que tengas la química alterada —se rió Avishag.

—Parecía completamente real. Un chico persa con las pestañas muy largas corría hacia mí por la carretera. Gritó su nombre, que empezaba con jota, y aunque yo no hablaba farsi sabía que significaba «el mundo». Olía a musgo, y era porque llevaba una trucha de río en la mano, que pensé que venía de los ríos de Babilonia, pero sabía que no porque allí no hay truchas de río, y además, el chico era de Persia —dijo Yael.

Puede que el calor y la sed empezaran a afectar a las chicas, o por lo menos a Yael. Yael no las dejó tomar la Coca-Cola los dos primeros días que estuvieron atrapadas.

—Debía de ser ácido —dijo Avishag—. Debía de ser otra droga. El éxtasis no te da esos viajes. Leí un folleto sobre drogas —dijo Avishag.

—Pero la cuestión es que yo no fui la única que vi al chico. Dos que iban conmigo lo vieron también. Y señalaron al chico y se escondieron detrás de mí, porque les daba miedo que el pescado fuera venenoso y nos matara si lo tocábamos. Yo también estaba asustada, pero sabía que no debía estarlo. El chico dijo que quería ir con su padre, pero no estaba enfadado; más bien parecía preocupado por la fiesta que nos estábamos pegando.

—Qué historia tan rara —dijo Lea.

—Cosas más raras pasan —dijo Yael.

Y entonces un chico que no era Yoav abrió la puerta. Tenía dieciocho años.

 

Al final del segundo día, los chicos habían desarrollado una rutina. Conocían a cada una de las chicas mejor de lo que ella se conocía a sí misma. Al volver aquella tarde, Yael estaba más callada, y eso dio a las otras el margen que no habían tenido hasta entonces para hablar.

Avishag contó la historia de un chico de quinto de su tropa de exploradores etíopes que solo pintaba dedos cercenados. Los dedos cercenados tenían un empleo, se casaban e iban al ejército, pero todos eran dedos de los pies ensangrentados. En el consejo escolar estaban indignados, y en una reunión todos los padres decidieron que había que expulsar al crío, porque podía hacerse daño o hacérselo a los demás. Avishag intentó defenderlo, pero no sirvió de nada. Quizá por eso una de las madres la siguió después y se enteró de lo del psiquiatra.

Lea le pidió a Avishag que contara otra historia, para ver si así se daba cuenta de que la primera historia no merecía recordarse, si se arrepentía de no haber tenido fuerzas para escribirla.

Avishag dijo que las gallinas necesitan mucho calcio para fabricar los huevos, así que su tío le pidió que machacara todas las cáscaras de huevo con una piedra y mezclara el polvo con la comida de las gallinas. Pero una vez se le ocurrió comprobar si las gallinas se comían las cáscaras de huevo como si fueran migas. Si picoteaban los tronchos de las lechugas enteros, no veía por qué había que hacer polvo las cáscaras de los huevos. Lo que Avishag no sabía es que cuando una gallina se come algo que parece un huevo, se convierte en comedora de huevos. Por eso había que hacerlas polvo.

—¿Y se comen los huevos de las demás gallinas? —preguntó Lea.

—Al principio —dijo Avishag—. Al principio solo se comen los huevos de las demás gallinas.

 

Hacia la mitad del tercer día se les acabó la Coca-Cola. Aún les quedaban unas pocas cortezas de pizza. Lea se había tomado casi toda la Coca-Cola, su cuerpo la había obligado a hacerlo, y estaba tan avergonzada que Avishag no paraba de repetir que se la había tomado ella, y que lo sentía mucho.

Cuando las luces se apagaron, Avishag dejó de disculparse y lloró. Le daba mucho miedo la oscuridad, que era aún mayor que la oscuridad que veía cuando cerraba los ojos.

Yael observó su sombra; cuando inclinaba la cabeza, la sombra de su pelo en la pared se fundía con la sombra de una de las metralletas, y parecía que la metralleta intentara convertirse en ella.

Entonces fue cuando Lea propuso su solución.

—Bueno. Tenemos municiones. Y armas automáticas.

—No podemos dispararles. Ni se te ocurra pensarlo —dijo Yael.

—Podemos amenazarlos con hacerlo, putita. Tú no nos controlas —dijo Lea.

—No podemos. Hay futuro en esos cuerpos y esas cabezas —dijo Yael.

—A veces me encantaría que dejaras de hablar así, ¿sabes? —dijo Lea.

—A mí también —dijo Yael.

—Ya somos tres —dijo Avishag.

Las chicas hablaban con sed. Las armas aún estaban húmedas de gasolina. Burlándose de ellas, tan cerca, durmiendo con ellas, como a propósito. Los chicos estaban al mando. No entendían por qué, pero la sensación les calaba hasta los huesos. Había una puerta delante que no les correspondía a ellas abrir.

El sudor de una de las chicas había empezado a oler distinto. Olía a alarma.

Avishag propuso su solución.

—Deberíamos escribirlo y ya está. Son solo unas piedras. Alguien las quitará. Son solo palabras. Podremos devolvérsela a los chicos en cuanto salgamos. Ya lo lamentarán.

—¿Solo palabras? —preguntó Lea—. Quizá.

—¿Solo piedras? —preguntó Yael—. Nada permanece tanto como lo que se escribe en la piedra.

—Yael —dijo Lea.

Y Avishag quería seguir hablando. Yael se preguntó si la habría animado más de la cuenta a que hablara.

—¡No! —gritó Yael, y a las otras dos les entró miedo: de ella, de que la oyeran los chicos—. No somos Harry Potter. Aquí no hay segundas oportunidades. Es lo que hay. No somos Jesús. No vamos a volver. O esto es el estado judío, o no lo es.

—Yael —dijo Lea.

—No sigas, por favor —dijo Avishag.

—Si no afrontamos esto ahora, después haremos daño a otros. Los chicos nunca se lo perdonarán. Lea, tú siempre verás la televisión en lugar de hacer lo que quieres de verdad. Avishag, tú siempre pedirás perdón cuando alguien tropiece contigo. Y yo siempre me odiaré por hablar así —dijo Yael.

—Te veo muy apasionada con este asunto —dijo Lea, y sonrió. Y no lloró.

Esa noche los chicos vinieron solo a por Lea, y luego otra vez.

—Lea, princesa —dijo Yael cuando oyó a los chicos acercarse por tercera vez—. Yo no lo sé todo. No he estado en todas partes, ¿te acuerdas?

—O sí, o no. No queda otra —dijo Lea.

—Que la fuerza te acompañe —dijo Avishag.

Yael sintió el peso de todas las palabras y los sonidos que había compartido desde siempre con sus amigas como una cascada que explotara dentro de su boca, en aquel momento. Tenía que imaginar una escapatoria, y pronto.

 

La mañana del cuarto día las chicas no intercambiaron una sola palabra. Yael quería decir algo muy potente, susurrar una verdad antigua, pero la sed le impedía formar consonantes en el velo del paladar, y además se daba cuenta de que empezaba a parecer tonta.

Avishag hacía muñecas con las hierbas que crecían entre las grietas del suelo de madera. Corazones, bebés, gatos. Formas simples, caricaturas de los objetos reales. Entretejía, tensaba, rasgaba. Yael no sabía cuándo había empezado a hacerlas, pero por la mañana había seis muñecas y una a medio hacer entre las manos despellejadas de Avishag.

Cuando Yael se dio cuenta, cogió la caña de bambú que sujetaba una planta de anémonas de oficina que no estaba el primer día que las chicas entraron en el barracón. Le hizo agujeros con los dientes hasta que tuvo una flauta.

Ella tocaría.

—Si vas a tocar para mí, Yael, ahórratelo. Te lo he dicho un millón de veces. Soy como la hija de Shylock, Jessica. No tengo oído para la música —dijo Lea.

—Ahora mismo no estamos haciendo Shakespeare, ¿verdad? —dijo Avishag.

—Lo que digo es que me parece una mariconada, lo admito —dijo Lea.

—Claro. Porque todas sabemos que Hitler era gay —dijo Yael.

Las chicas la miraron. Y tuvieron miedo, sobre todo por ellas, por escucharla.

—Y cuando digo Hitler me refiero a Shakespeare —dijo Yael.

Entonces pidió permiso para dormir.

 

Yael buceó dentro de su cuerpo en busca del sueño. Imaginó las olas del océano por debajo de ella, exigiendo calma. Entonces pensó en todos los momentos felices, cuando se sentaba en el suelo a ver la televisión y escuchaba con entusiasmo las canciones de sus programas favoritos, y recordó las lágrimas que le caían con la cortinilla musical al final del episodio, mientras pasaban los créditos. Recordó su cuerpo de niña al despertar inundado de una felicidad que le hacía encoger los dedos de los pies y le abría la nariz en medio de todos aquellos sueños en los que otro ser humano se la llevaba para ponerla a salvo. En una habitación con una cama que se cerraba con llave, donde únicamente la alimentaban y la compadecían.

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