La gente como nosotros no tiene miedo (27 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Observó que Lea cascaba las nueces haciéndolas rodar sobre la tabla de madera. Oía el roce de su coleta. Notó algo distinto. Cuando Lea se agachó bajo el fregadero para tirar las cáscaras de las nueces, vio que se movía despacio, metódicamente, doblando las rodillas, manteniendo la espalda erguida.

—¿Te duele la espalda o algo?

—¿No te acabo de decir que tenía las cosas bajo control? —dijo Lea. Se incorporó de nuevo, agarró el cuchillo de untar.

Ron se desconcertó al ver cómo lo miraba.

—Lo siento, lo siento. Es que no quiero que te hagas daño —dijo.

—A ti sí que te van a hacer daño si no cierras la boca —dijo Lea. Lo señaló con el cuchillo de untar. Entonces se acercó, dejó el cuchillo en el mostrador, alargó el brazo. Cogió a Ron de la mano. Su mano era suave, y cuando la vio sonreír Ron olvidó su preocupación, olvidó su pregunta, olvidó que en este mundo pudieran nacer preguntas.

 

—Me gusta mi trabajo —Lea habló de repente, uno de esos momentos antes del amanecer en que él la abrazaba—. Me gusta poder darle a la gente lo que quiere. En los controles se oían un montón de historias increíbles: todo el mundo tenía una madre no sé dónde a la que le quedaba menos de un día de vida, la boda de un hijo que había sobrevivido a un ataque de lobos malignos. Y lo único que yo podía hacer era decir que tenía las manos atadas porque llevaban un permiso del color equivocado, o porque llegaban cinco minutos tarde.

Ron no supo qué decir. La besó en el hombro.

—Gracias por darme el trabajo —dijo ella.

—¿Alguna vez tuviste ganas de mirar a otro lado, de dejar pasar el control a alguien a quien no debías? —le preguntó Ron al cabo de unos momentos de silencio.

—A veces lo pensé, un poco. Entonces aquel hombre degolló a uno de los nuestros desde la ventanilla de un coche. Se suponía que no debíamos acercarnos tanto a los coches, pero aquel soldado lo hacía. Supongo que el hombre del coche también pretendía tener una historia. Y cuando me convertí en oficial ya no podía dejar pasar a la gente, porque entonces era una oficial.

El cuerpo de Lea era mucho más pequeño que el de Ron; al abrazarla aún parecía más pequeño. Cuando Lea bebía más de la cuenta, a veces tenía que cargar con ella por las escaleras. Y aun así sabía que había hecho cosas de las que él sería incapaz; bueno, quizá hubiera sido capaz, pero de todos modos no las había hecho. Había transcrito programas árabes en un despacho. Saberlo hacía que le resultara más fácil y más difícil estrechar a esa mujer desnuda entre sus brazos. Más fácil porque sabía que ella era más fuerte; no lo necesitaba; simplemente lo quería. Más difícil porque siempre se preguntaba si sus brazos eran lo bastante fuertes.

—No debió de ser fácil —dijo por fin. Las palabras seguían fallándole, pero tenía que decir algo y, abrazándola tan de cerca, esperaba que Lea lo entendiera.

—No lo era —dijo ella—. Aunque Yaniv, el chico al que degollaron, ni siquiera me caía bien. Tenía unas cejas puntiagudas muy pobladas, como flechas peludas.

—¿Por eso no te caía bien? —preguntó Ron.

—Parecían gusanos sorprendidos.

—No pasa nada porque alguien no te caiga bien. No sabías cómo iba a acabar.

—Puede.

 

La noche después de que aquella chica pidiera brownie de marihuana, vino otro bromista. Era un ruso gordo, borracho.

—Quiero carne tierna de bebé en pan challah —pidió de mala manera.

—¿Carne tierna de cordero? ¿De vaca? —preguntó Lea.

—Carne tierna de bebé, zorra —dijo—. Eso es lo que quiero.

Lea se quedó inmóvil y lo miró.

—Veo en tus ojos que serías capaz de hacerlo —dijo el hombre. Tenía unas ojeras amarillentas, enfermizas—. El cartel dice
A SU GUSTO
, ¿no? —preguntó—. Veo en tus ojos que serías capaz de hacerlo.

Lea se miró las sandalias. Luego levantó la vista. Miró a un lado, luego al otro. Ron nunca la había visto tan asustada. Era como si el hombre le hubiera puesto una pistola en la cabeza, como si el mundo entero esperara fuera para ir tras ella.

Salió del quiosco y echó a correr.

Ron oyó sus sandalias resonando contra la acera.

—¡Espera! —la llamó.

Sacó un billete de quinientos siclos de la caja y se lo dio al viejo que siempre pedía un sándwich de pimientos rojos y amarillos.

—Si le echas un vistazo al negocio hasta que Vera empiece el turno de la noche, te daré más —le susurró al viejo.

No esperó a que le contestara. Echó a correr.

Ella era rápida, pero él también. Alcanzó a ver que se montaba en un taxi y tuvo la suerte de coger otro enseguida. Quiso decirle al conductor: «¡Siga a ese taxi!», pero se sintió estúpido. Ni siquiera sabía si era legal decir algo así en la vida real. En lugar de eso, se limitó a decirle al taxista que le iría dando instrucciones sobre la marcha. Le dijo que sabía adónde quería ir, solo que no recordaba el nombre de la calle.

 

Era una calle cara, desde luego. La vio bajarse en la plaza del Rabino y bajar por la calle Zeitlin. Le dio un billete de cincuenta al taxista y, sin esperar el cambio, bajó y la siguió sin apurarse. Entró en el edificio tras ella y esperó al pie de la escalera hasta oír que se cerraba una puerta en el tercer piso. Se preguntó cómo reaccionaría Lea, por qué no la había llamado desde lejos. Se dio cuenta de que tenía curiosidad por saber dónde vivía; y, por más contento que estuviera de conocer a tres o incluso cuatro Leas, sería completamente feliz con una sola, con ella.

Esperó cinco minutos. Jugueteó con el polvo de las plantas de plástico del vestíbulo.

Llamó a la puerta.

Lea abrió descalza, sin más ropa que una camisa blanca larga.

—No deberías haberme seguido —le dijo.

—Quería ver cómo es un piso de una habitación y media —trató de bromear.

Ella no sonrió. Parecía cansada, más de lo que la había visto nunca.

—Voy a entrar —le dijo.

Lea se hizo a un lado sin decir palabra, franqueándole el paso.

Solo alcanzó a entrever el salón y la cocina antes de que Lea le tirara del brazo. Parecía el apartamento de los padres de alguien. Los cojines del sofá tenían fundas de ganchillo e iban a juego con los cuadros de bodegones y puentes de las paredes. Olía a incienso; madera perfumada ardiendo.

En la habitación todo fue más rápido que en las noches de borrachera en su casa. Ella no le soltó las manos, colocándolas primero ahí, después allá, y luego en otro lugar. Lea lo empujó con fuerza sobre la cama cuando él intentó acariciarle el pelo. Ron cayó de espaldas y se preguntó cuánto costaría un colchón ortopédico como aquel y por qué él aún no tenía uno.

Le preguntó el precio, y ella se echó a reír, enternecida. Ron le puso la mano en la nuca. Su Lea.

Se rindió. Ella, al final, también. Se quedaron dormidos.

 

Ron se despertó con unos gemidos familiares, y tardó un instante en saber dónde estaba. Lea yacía aún a su lado, y cuando se acercó a ella vio que no lloraba, que dormía profundamente, respirando con un ritmo regular, más tranquila de lo que nunca la había visto.

Lo oyó de nuevo. Un sollozo. Un gemido. Salió de la habitación en boxers y se quedó inmóvil en el pequeño pasillo. Se sintió absurdo, desplazado, frío. El aire acondicionado estaba a tope, pero bajo las gruesas mantas no lo había notado.

Oyó el sonido otra vez. Venía de detrás de una puerta, al lado del dormitorio.

La media habitación,
pensó.

Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Conocía a Lea, la conocía lo bastante bien para saber dónde escondería una llave. Cuando Vera llegaba tarde a su turno y Lea no podía esperarla, cerraba las persianas del quiosco y escondía la llave debajo de la papelera de la calle. No había ninguna papelera en el pasillo, pero sí una urna sobre la alfombra, llena de cañas decorativas de falso bambú.

 

La media habitación era exactamente igual que una habitación normal salvo porque era la mitad de grande, y no había una cama, pero sí un soplete de butano en el suelo (de aluminio, francés; el que había comprado para el quiosco). El aluminio estaba cubierto de pequeñas salpicaduras rojas.

Y estaba el hombre, por supuesto. Era imposible no fijarse en el hombre. Había un árabe de mediana edad en la habitación, en el suelo, atado de manos y pies. Estaba desnudo, y tenía la piel de la espalda quemada. Su cara era un cúmulo de colores y bultos, amarillo, rojo, azul. Levantó la vista y abrió la boca. Le faltaban dos incisivos inferiores, de manera que un diente había quedado solo, como el de un bebé.

Nada tenía sentido; nada parecía encajar. Ron abrió la boca pero no articuló ninguna palabra. Notó la mano de Lea en el hombro.

—No espero que lo entiendas —dijo Lea—. Lo vi borracho tirado en un banco al lado de la obra que hay debajo de mi edificio hace dos días y lo reconocí. Fadi. Así que me lo traje. Mató a un chico de mi unidad. Le cortó el cuello. Lo agarró de la camisa y con el cuchillo...

—¿Nadie te dijo nada al verte llevando a un hombre a cuestas? —preguntó Ron, despacio.

—Esto es Tel Aviv —dijo ella.

—Ayúdame —le dijo el hombre a Ron en árabe. Tenía una voz áspera, aire sin cuerdas vocales.

—Tardé dos horas en subirlo hasta aquí. Estaba tan borracho que ni se resistió, pero me dejé la espalda —dijo Lea. Hablaba con voz somnolienta—. No para de hablarme. Venga y venga y venga. Lo lógico sería que a estas alturas se hubiera dado cuenta de que no entiendo una palabra de árabe. Pensé que dejaría de hablar cuando le salté los dientes a porrazos, pero nada.

—¿Qué he hecho? —le preguntó el hombre a Ron. Lo miraba como si creyera que Ron tenía autoridad, como si fuera un agente de alto rango del Mosad que por fin intervenía para poner orden.

A Ron le retumbaba la cabeza; resaca, aunque la noche antes no había bebido nada. Lea seguía hablando.

—Yo tampoco puedo parar; no puedo dejar que se vaya.

Ron miró al hombre y le hizo un gesto con la mano para que se callara. Miró el reloj. En menos de dos horas empezaba su turno en la sandwichería. Recogió el soplete de butano del suelo.

Ron le asestó al hombre un golpe en la nuca. El hombre se encogió; se dio de cara contra el suelo. Fue un golpe preciso, seco. Ron no pudo evitar preguntarse si el soplete se habría roto con el golpe, si volvería a funcionar.

Atrajo a Lea del cuello con una mano, y ella se acercó y le humedeció el pecho, y luego empezó a besarlo, besos pequeños, como un niño tomando sopa a sorbos.

Ron pensó.

Tal vez podrían quedarse unas horas más en la cama antes de ir al quiosco. Poner un poco de música, tomar unas copas. Qué más daba que fueran las cinco de la mañana; el trabajo, la ciudad, no iban a mandar sobre ellos. Desde luego tendría que ayudar a Lea para que dejara marchar al hombre pronto, y asustarlo para que guardara el secreto. Pero para eso había tiempo.

La mañana era suya.

La ciudad era suya.

Y quizá todo sea fruto de la imaginación de alguien.

Por favor, no juzgues.

III
Después de la guerra

 

Y cuando los chicos soldado volvieron de la guerra torturaron a las chicas soldado que los esperaban. Les llevó cuatro días. Al final murió gente.

Fue después de la guerra, pero todo el mundo lo sabía antes de que pasara. Todos los reservistas estaban invitados a participar, y muy pocos, quizá solo algunas chicas jóvenes, se sorprendieron.

Ninguna de las mujeres tenía que estar allí. Lea estaba casada, embarazada de tres meses, aunque todavía no se lo había dicho a nadie. Avishag tomaba antidepresivos e iba a un psiquiatra. Yael estaba en Goa, India, en aquel momento, traduciendo los cantos de una comuna de músicos itinerantes. Habían mantenido el contacto de vez en cuando durante aquellos años. No seguían conectadas con nadie más del pueblo, ni siquiera con sus padres.

Avishag tenía el permiso de conducir. Llevó a las chicas a la base de instrucción en un Subaru que no usaba nunca. Las habían destinado juntas porque Shai, el oficial que se follaba a Yael durante el servicio militar, estaba esperando a que volviera de ver mundo y quisiera follar de nuevo.

Volvieron, aunque ya no las necesitaban. Ahora eran mujeres. Las chicas más jóvenes tarareaban canciones como si fueran leche y miel. «Llevo un amor dentro que se elevará y te conquistará» y «No siempre doy con las palabras». Estaban enfrente de sus monitores de vigilancia en las salas de operaciones de guerra, totalmente equipadas en las puertas de acceso; comprobaban la identidad de cualquiera que entrara en la base. Calibraban las armas con el L-beat, un punto de láser rojo que te permitía corregir la puntería sin abrir fuego.

—Eh, ¿dónde podemos instalarnos? —preguntó Yael a las chicas acurrucadas en la arena, junto a la sala de operaciones de guerra. Estaban enfrascadas en un nuevo juego de cartas al que llamaban Mentiras Salvajes. Las reglas cambiaban todos los meses, con cada nueva baraja de cartas.

—Acabáis de llegar —dijo una de las jóvenes de un puesto de control, tirando dos cartas y cogiendo tres—. Ni siquiera os necesitamos, malas putas.

—Has tirado tres cartas, así que tendrás que soltar cuatro en la próxima ronda —dijo Lea—. Y, puesto que soy oficial, te sugiero que vigiles tu lengua.

La chica las acompañó al barracón de almacenaje de metralletas néguev y municiones, donde se alojarían.

Las mujeres les dieron las gracias y la chica se echó a reír como si no hubiera un mañana.

—No deberíais haber venido. Tenemos esto.

Las néguev, apodadas así por el desierto del mismo nombre, eran unas metralletas automáticas modestas de fabricación israelí. La habitación apestaba a gasolina; habían limpiado las armas, que estaban apiladas contra la pared. Por las grietas del suelo de madera asomaban malas hierbas, algunas hasta la altura de la rodilla. Había cuatro catres de campaña caquis en el rincón del fondo.

—Genial —dijo Avishag.

—Para morirse de risa —dijo Lea.

Yael cantó unas estrofas sobre un pato que quería hacer preguntas, una canción de cuando eran pequeñas.

De pronto todas las luces de la base se apagaron.

—¿Qué pasa? —preguntó Avishag.

Dejó caer al suelo el vestido rojo que llevaba, sus pechos duros se marcaron a contraluz. Lea vació una bolsa verde que había recogido en el barracón de suministros con el uniforme y el equipo.

Las chicas se cambiaron y se contaron chismes.

El letrero de cartón del barracón de suministros decía:
SI LO DESEAS
,
NO NOS QUEDA
. Era una broma, y a Lea le hizo gracia.

Estaban en una base abandonada que se había construido en 2012 como centro de entrenamiento de bomberos, que llegaban de ciudades distintas y pasaban un mes al año allí, preparándose para combatir fuegos como el que hubo en los bosques del Carmelo en 2011.

La base era una mole amarilla, enorme, norteamericana.

Shai estaba hablando por el móvil, pero colgó en cuanto vio a Yael y fue hacia ella. Lea y Avishag se detuvieron en seco. Yael siguió andando como si nada.

Shai le puso las manos en las caderas.

—Te estaba esperando, y resulta que mañana tengo que marcharme con mis soldados —le dijo el oficial. Yael y Shai se habían encontrado en el desfile del orgullo gay en Jerusalén, unos meses después de que ella saliera del ejército; él había renovado por cinco años más, con lo que se intuía que sería para siempre. Hacían cola para comprar helados de los colores del arcoíris, y sus sudores se mezclaron cuando una flota de transexuales vestidos de flamencos los obligó a estrujarse. Se habían conocido cuando Yael estaba en la recta final del servicio militar y Shai fue un tiempo su oficial.

Lea y Avishag se cruzaron de brazos y observaron a Yael. Incluso a Avishag le picaba la curiosidad. Querían ver qué hacía; a Yael le daba la sensación de que los demás siempre esperaban a ver qué hacía. Como si ella lo supiera de antemano.

—Enséñame adónde los vas a llevar, y cómo —dijo Yael. Luego le dio un beso. Nunca le gustó besarse. Meter la lengua en la boca de otra persona. Parecía una mala táctica de supervivencia. Notó el sabor del pan que Shai acababa de tragar.

—¿Cómo os ha ido a vosotras? —les preguntó Shai, en lugar de contestar.

Lea se había casado con el tipo que creó la cadena de sandwicherías NNJ. Vivían en Tel Aviv, y Lea se pasaba el día fumando en las cafeterías, escribiendo libros porno sobre nazis que se follaban a los judíos en las duchas hasta matarlos y niñas de siete años que pierden la virginidad a través del incesto y penetraciones dobles. Firmaba con seudónimo y estaba teniendo una buena acogida en todo el mundo. Avishag había dejado a su madre en Jerusalén y vivía con su tío en un pequeño asentamiento del desierto del Néguev, donde trabajaba de monitora juvenil de la tropa de exploradores etíopes e integraba en su programa clases de equitación. Aparte de eso era la dibujante de los tebeos de fanfiction
Emily, la triste,
basados en Emily The Strange. Emily, la triste, siempre perdía las llaves o el autobús, pero nadie la ayudaba y se sentaba en un cubo en medio de un campo de amapolas a llorar. Avishag escaneaba las ilustraciones y se las mandaba a Yael por correo electrónico, pero Yael no volvió a abrir los adjuntos después de la primera historieta, donde Emily se olvida de sumar y no sabe si le alcanza el dinero para un cepillo. Entonces Yael estaba recorriendo mundo, una idea que se había prometido a sí misma el día que dejó el trabajo en el aeropuerto después de ahorrar setenta mil siclos, y se dedicaba a traducir obras halladas en China, Rumanía, Zimbabue, India, que luego colgaba en Internet sin ánimo de lucro. Y componía canciones. En todos los idiomas. Canciones que colgaba en Internet y que a la gente le encantaban, aunque nunca supiera que eran suyas.

—Caramba, Yael —dijo Shai, después de hablar de un montón de cosas insignificantes. Él no tenía nada que contar—. ¿Hay algo que no hagas? —preguntó.

—Pues no —dijo Lea, tamborileando con los dedos en la espalda de Yael, que sintió las uñas en la piel como gemidos—. Nuestra pequeña Yael es la puta mujer renacentista.

—Muy bien —dijo Yael.

—Lea, por favor. Estamos en una guerra —dijo Avishag.

—Quiero saber el plan de mañana —dijo Yael. Y miró a Shai. Su mirada era el sedal de un pescador: no lo dejaría escapar.

 

Shai vació la sala de operaciones militares para hablar a solas con ella. Las paredes estaban llenas de mapas, había cereales por el suelo, y gomas del pelo multicolores y radios desperdigadas por los escritorios.

Yael le pidió a Shai que no se marchara.

Después de que le mostrara los croquis de la escuela que iban a desmantelar, la ubicación de cada francotirador, de cada ventana.

—Vais a morir. No se puede entrar en Siria por tierra —dijo Yael.

—Tengo que ir —dijo Shai—. Soy oficial.

—Haré lo que sea —dijo Yael. Le rascó la nariz y se agachó, como un gato, de rodillas. El suelo estaba lleno de polvo y cereales; células muertas que sentía a través de las perneras del pantalón.

—Yael. Estás paranoica.

—Daría vueltas alrededor de la base, del mundo, eternamente, a cuatro patas, con tu polla en la boca.

—¿Te casarías conmigo? —preguntó Shai. La miró. Bromeaba, pero los dos sabían que las bromas son sumamente precisas cuando la muerte se siente cercana.

—Necesito viajar. Pero quizás algún día.

—Un día no basta. Lo que sea quiere decir lo que sea.

Yael no estaba dispuesta a decir que no, así que dijo muérete y se rindió. En el fondo sabía que no había una solución real en sus palabras. Al menos, no para Shai. Mientras volvía al barracón, vio los saltamontes reflejados en los charcos de gasolina que se habían formado con la limpieza de todas las armas, antes de zambullirse.

Entró en la caravana sonriendo. Imaginó que era lo que tocaba. Había vuelto a irse la luz.

—¡Estás en casa! —dijo Avishag. Estaba trenzando su pelo fino después de una ducha, llevaba un pijama de verano con pastelitos estampados.

—Juguemos a las historias —dijo Lea. Sacó una vela por el alma de los difuntos de su bolsillo sin fondo y la encendió.

Las chicas sacaron papel y bolígrafos y cada una escribió una frase. No jugaban a ese juego desde que estaban en séptimo. Una versión mejorada de Cadáver Exquisito. Lea podía ver las frases de Yael pero no las de Avishag. Continuaba la frase que veía. Yael continuaba la de Avishag, sin ver la de Lea.

Las historias que escribieron eran en esencia de perros muertos haciendo el amor en un lugar muy parecido a la Antártida, versiones de canciones de
American Idol,
y madrastras tan gordas que vaciaban las piscinas del kibutz cuando se tiraban de cabeza. Las tres páginas iban dando vueltas, siempre con la última frase que leían tapada y la suya a la vista para la que estaba sentada a su derecha, e iban formando un abanico con las palabras que todas llevaban dentro, ahogadas en tinta.

No pusieron despertador. De una cama a otra se susurraron que se despertarían solas. «Despertar natural», era una frase del ejército que ya nadie usaba, en alusión a los raros amaneceres sin alarmas en los que no había razón para madrugar.

 

Los chicos estaban ya montados en un autobús o en otras tierras cuando las chicas se despertaron; solo quedaban las chicas más jóvenes. Era más de mediodía cuando las mujeres sintieron el impulso de salir a deambular por la base.

Las chicas más guapas y golfas estaban al lado de la bandera, desnudas, echándose hielo por encima y tomando el sol. No quedaba nadie a quien entrenar en la base, no había campos de tiro, ni puertas que vigilar a través de un monitor. Una de las chicas, una guapísima a la que le caía un penacho de pelo fino rubio por el cuello, saltaba entre sus compañeras despatarradas en el suelo. «Pim pom fuera, qué ramera», cantaba mientras saltaba, y las chicas rodaban un poco para dejar más espacio entre una y otra, porque la rubia siempre conseguía caer en algún hueco, por mucho que se apartaran. «Somos una raza aparte, con mala sangre», repetía machaconamente la chica mientras las mujeres se alejaban.

—¿Vamos a asaltar los barracones de los chicos, o qué? —preguntó Lea—. Sabéis que siempre he querido hacerlo.

Lea dejó de caminar, se acercó a Yael y le dio un beso en la frente. Se comportaba con cierta ternura. Los labios le temblaron sobre la piel de Yael. Quizás era el bebé que llevaba dentro, pero Yael pensó que solo se trataba de la serenidad de la madurez.

Recorrieron la base y encontraron a las chicas menos populares enfundadas en sus bañadores rojos y estampados de leopardo. Formaban un corro y se agarraban de las manos con tanta fuerza que los nudillos se les quedaban blancos. A Avishag le hizo gracia que jugaran a algo que conocía. Era un juego de cumpleaños. La chica que celebraba su día especial se ponía dentro del corro y hacía de gato. Afuera estaba la chica que hacía de ratón. El juego consistía en que las chicas del corro no dejaran salir al gato. Cantaban una antigua canción de las chicas del ejército: «Qué desastre, qué desastre. Las putas se dejan follar por dinero; nosotras lo hacemos gratis».

—Es el día de la nostalgia —le dijo a Avishag una pelirroja alta, la que hacía de ratón fuera del corro. La atravesó con la mirada—. Así que os podéis apuntar, aunque seáis mayores. Luego jugaremos a profesores y colegialas, y a lo mejor podéis darnos unos azotes con las varas de calibrado láser.

—Cada vara cuesta tres mil cuatrocientos siclos. Ni lo sueñes. ¿Quién es la instructora de armamento aquí? —preguntó Yael. Desde que había visto a las chicas jóvenes iba buscando a la chica que ella misma había sido en otros tiempos. La más bajita, la flaca. Pero no la encontraba por ninguna parte. Los cuerpos de aquellas chicas le recordaban a las amazonas.

—Bah, ya no servirán para nada —dijo una chica de ojeras profundas, tan grandes que se le hundían en las mejillas. Era una instructora de armamento, y se notaba—. Los chicos están entrando en Siria a pie. Estamos todos caput. ¡Me pregunto qué pasará luego!

—Ignoradlas, ignoradlas —dijo Lea, quitándose una araña imaginaria del hombro con un gesto—. Nunca me han gustado los niños. Vamos al castillo de los chicos a por un poco de diversión adulta.

Cuando se acercaban a la zona de los barracones de los chicos, oyeron que la chica-gato se soltaba. Atravesó el corro con el gruñido de un robot amordazado. Ninguna de las mujeres se volvió a ver cómo cazaba al ratón.

 

La zona de los barracones de los chicos era idéntica estructuralmente al complejo donde Avishag se alojaba cuando hizo el servicio militar, cerca de Egipto. Viendo las habitaciones, se diría que los chicos se hubieran tenido que marchar en mitad de la cena. Los posos oscuros de un termo de café estaban esparcidos sobre un colchón. Había ropa interior amarilla con restos marrones tirada en un umbral. Por el suelo uniformes, hojas de afeitar, pretzels, incluso dinero.

Yael oyó una voz. Era una voz de mujer, pero sonaba más como el chirrido metálico de la chica-gato al atravesar el corro y liberarse. Los chicos deben de haberse dejado un televisor encendido, pensó. Al final de las dos largas hileras de barracones, la «sala de recreo» estaba abierta. A Yael siempre le había dado rabia que, solo porque hubiera más chicos en todas las bases de instrucción, ellos fueran los únicos que podían recrearse por la noche. Las chicas podían ver la televisión durante el día si entraban acompañadas, pero a ella siempre le tocaba guardia o instrucción. A menos que te follaras a algún tipo importante, te decían: «¡Nada de televisión después de la cena, jovencita!».

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