JOSÉ FRANCISCO Sentado en su Harley-Davidson del lado yanqui del río, José Francisco vio con fascinación la insólita huelga de brazos, no de brazos caídos, sino de brazos levantados, del lado mexicano, ofreciendo el músculo de la pobreza, el nervio del insomnio, la sabiduría de la biblioteca oral de un pueblo que era suyo, dijo con orgullo José Francisco trepado en su moto, la punta de la bota detenida sobre el acelerador, inseguro si esta vez, por el mitote del otro lado, las patrullas de ambos no lo iban a detener por estrafalario, con sus greñas hasta los hombros, su sombrero vaquero, sus escapularios de plata y su saco de sarape, rayado como un arco iris. Su única credencial creíble era la cara de luna, abierta, lampiña, como un astro sonriente. Aunque sus dientes perfectos, fuertes, blanquísimos, también eran inquietantes para todos los que no se parecían a él. ¿Quién no había ido nunca al dentista? José Francisco.
—Tienes que ir al dentista —le decían en la escuela texana.
Iba. Regresaba. Sin una sola carie.
—Este niño es un fenómeno. ¿Por qué no necesita trabajo dental?
Antes José Francisco no sabía qué contestar. Ahora sí.
—Son muchas generaciones comiendo chile, frijol y tortilla. Puro calcio, pura vitamina C. Nunca un salvavidas de cereza.
Los dientes. El pelo. La moto. Algo sospechoso tenían que encontrarle cada vez, para no admitir que no era raro, sino distinto, que es diferente. Traía adentro algo diferente pero no podía estarse sosiego. Traía algo que no podía darse sólo en uno u otro lado de la frontera, sino en ambos lados. Ésas eran cosas difíciles de entender en los dos lados.
—Lo que es de acá y también de allá. Pero, ¿dónde es acá y dónde allá, no es el lado mexicano su propio acá y allá, no lo es el lado gringo, no tiene toda tierra su doble invisible, su sombra ajena que camina a nuestro lado como cada uno de nosotros camina acompañado del segundo yo que ignora?
Por eso escribía José Francisco, para darle una oportunidad a ese segundo José Francisco que tenía, por lo visto, su propia frontera interior. Quisiera ser simpático con sí mismo, pero no se dejaba. Estaba dividido en cuatro.
Quisieron que tuviera miedo de hablar español. Te vamos a castigar si hablas el lingo.
Es cuando él empezó a cantar canciones en español en el recreo, a voz en cuello, hasta volverlos locos a todos los gringos, profesores y alumnos.
Es cuando nadie le dirigía la palabra y él no se sintió discriminado.
—Me tienen miedo —se dijo, les dijo—. Tienen miedo de dirigirme la palabra.
Es cuando su único amigo rapidito dejó de serlo cuando le dijo a José Francisco: —No digas que eres mexicano; no puedes venir a mi casa.
Es cuando José Francisco obtuvo su primer triunfo, armando un escándalo en la escuela para lograr —y lo logró, escribiendo panfletos en mimeógrafo, hostigando a las autoridades, dando una soberana lata— que todos en el aula, negros, mexicanos, blancos, se sentaran por orden alfabético, no por grupos raciales.
¿Qué le daba tanta seguridad, tanto ánimo?
—Serán los genes, los pinches genes.
Era su padre. Llegó de Zacatecas y las minas exhaustas de Oñate con mujer e hijo pero sin un tlaco. Le prestaron otros mexicanos una vaca para darle leche al niño. El padre se arriesgó. Cambió la vaca por cuatro cerdos, mató a los cerdos y compró veinte pollos y ya con los pollitos bien cuidados estableció su negocio de huevos y prosperó con él. Sus amigos que le prestaron la vaca no se la pidieron de vuelta, pero él les dio crédito abierto para llevarse cuantos «blanquillos» quisieran, como los llamaban púdicamente por allá.
Allá, acá. Que se cambiara el nombre de José Francisco a Joe Frank le dijeron en el high school, al graduarse. Era inteligente. Le iría mejor.
—Te irá mejor, boy.
—Me quedaré mudo, bato.
A quién sino a sí mismo, recogiendo los huevos en la granjita de su padre el próspero y abusado inmigrante, iba a contarle que él quería hacerse oír, quería escribir cosas, quería darle voz a todas las historias que oía desde niño, historias de inmigrantes, de ilegales, de pobreza mexicana, de prosperidad yanqui, pero historias sobre todo de familias, ésta era la riqueza del mundo fronterizo, la cantidad de historias insepultas, que se negaban a morir, que andaban sueltas como fantasmas desde California hasta Texas, esperando quién las contara, quién las escribiera. José Francisco se convirtió en coleccionador de historias.
Cantó sobre los abuelos sin fecha de nacimiento ni apellido, escribió sobre los hombres que desconocían las cuatro estaciones del año, describió las comidas largas, lujosas, para que todas las familias se junten y cuando empezó a escribir, a los diecinueve años, le preguntaron y se preguntó, ¿en qué idioma, en inglés o en español, y primero dijo en algo nuevo, el idioma chicano, y fue cuando se dio cuenta de lo que era, ni mexicano ni norteamericano, era chicano, el idioma se lo reveló, empezó a escribir en español las partes que le salían de su alma mexicana, en inglés las que se le imponían con un ritmo yanqui, primero mezcló, luego fue separando, algunas historias en inglés, otras en español, dependiendo de la historia, de los personajes, pero siempre unido todo, historia, personajes, por el impulso de José Francisco, su convicción:
—Yo no soy mexicano. Yo no soy gringo. Yo soy chicano. No soy gringo en USA y mexicano en México. Soy chicano en todas partes. No tengo que asimilarme a nada. Tengo mi propia historia.
La escribía pero no le bastaba. Su moto iba y venía por el puente sobre el Río Grande, Río Bravo, cargada de manuscritos, José Francisco llevaba manuscritos chicanos a México y manuscritos mexicanos a Texas, la moto servía para llevar rápidamente palabras escritas de un lado al otro lado, ése era el contrabando de José Francisco, literatura de los dos lados, para que todos se conocieran mejor, decía, para que todos se quisieran un poquito más, para que hubiera «un nosotros» de los dos lados de la frontera…
—¿Qué traes en tus morrales?
—Escritos.
—¿Políticos?
—Todo escrito es político.
—Subversivo, entonces.
—Todo escrito es subversivo.
—¿Qué dices?
—Que la incomunicación es cabrona. Que el que no se puede comunicar se siente inferior. Que el que se calla se jode.
Los agentes mexicanos se juntaron con los norteamericanos para ver de qué se trataba, qué mitote estaba armando el greñudo de la moto que pasaba por el puente cantando Cielito lindo y Valentín de la Sierra con las mochilas llenas de billetes falsos, droga, esperaban ellos, y no, eran papeles, ¿políticos, dijo?, ¿subversivos, admitió?, a verlos, a verlos, empezaron a volar los manuscritos, zarandeados por la brisa nocturna, eran como palomas de papel dotadas de un vuelo propio, no caían al río, notó José Francisco, se iban volando nomás del puente al cielo gringo, del puente al cielo mexicano, el poema de Ríos, el cuento de Cisneros, el ensayo de Nericio, las páginas de Siller, el manuscrito de Cortazar, las notas de Garay, el diario de Aguilar Melantzón, los desiertos de Gardea, las mariposas de Alurista, los zorzales de Denise Chávez, los gorriones de Carlos Nicolás Flores, las abejas de Rogelio Gómez, los milenios de Cornejo, y el propio José Francisco ayudando alegremente a los guardias, arrojando manuscritos al aire, al río, a la luna, a las fronteras, convencido de que las palabras volarían hasta encontrar su destino, sus lectores, sus auditores, sus lenguas, sus ojos…
Vio los brazos abiertos en cruz de los manifestantes del lado de Ciudad Juárez, cómo se levantaron a pescar al vuelo las cuartillas, y José Francisco lanzó un grito de victoria que rompió para siempre el cristal de la frontera…la frontera no es el río grande, río bravo, es el río Nueces pero los gringos le dicen nueces a una frontera que les impide cumplir su destino manifiesto: llegar al Pacífico, crear una nación continental, ocupar California: los vagones repletos, los coches, la gente de a caballo, las ciudades aglomeradas de pioneros, buscando certificados para las tierras nuevas, treinta mil gringos en Texas el día del Álamo, ciento cincuenta mil diez años más tarde, el día de la Guerra, Destino Manifiesto, dictado por el Dios protestante a su nueva Raza Elegida para someter a una raza inferior, una república anárquica, una caricatura de nación que le debe dinero a todo el mundo, con un ejército de caricatura, con sólo la mitad de los cuarenta mil hombres que dice tener, y esos veinte mil, casi todos, indios bajados de la sierra a tamborazos, soldados de la leva, armados con mosquetas inglesas inservibles; vestidos con uniformes harapientos: «Hay una guarnición mexicana que no ha podido mostrarse en Matamoros porque todos los soldados carecen de ropa": ¿era mejor el ejército norteamericano; no, dicen los enemigos de la guerra de Polk, sólo tienen ocho mil hombres, carne de guarnición que nunca ha visto un combate, reos sin lealtad, desertores, mercenarios…que nos echen a los gringos, gritan del lado del río bravo en Chihuahua y Coahuila, los venceremos con nuestros aliados naturales, la fiebre y el desierto, con los esclavos liberados que se unan a nosotros, no crucen el río grande, dicen los enemigos de la guerra de Polk, ésta es una guerra esclavista, para aumentar los territorios sureños: río grande, río bravo, Texas lo reclama como su frontera, México lo niega, Polk ordena a Taylor moverse a ocupar la ribera del río, los mexicanos se defienden, hay muertos, la guerra ha comenzado, "¿Dónde?", reclama Abraham Lincoln desde el Congreso, "Que me digan exactamente dónde disparó México el primer tiro y ocupó la primera tierra», el general Taylor se ríe: él mismo es la caricatura de su ejército, usa pantalones blancos largos y sucios, una casaca agujerada y una faja de lino blanco, es pequeño, grueso, redondo como una bala de cañón y se ríe viendo que las bolas de los cañones mexicanos llegan rebotando al campo norteamericano del Arroyo Seco, sólo un cañonazo mexicano en mil da en el blanco: la carcajada es siniestra, divide al río mismo, de allí en adelante todo es un paseo, a Nuevo México y a California, a Saltillo y a Monterrey, de Veracruz a la ciudad de México: el ejército de Taylor pierde los pantalones rotos de su comandante y gana la casaca abotonada de Scott, el general de West Point lo único que no cambia es Santa Anna, el quinceuñas, el gallero, el tenorio, el que sabe perder un país a carcajadas si su recompensa es una mujer bella y un rival político destruido, ¿los Estados Unidos? De eso pensaré mañana. Masca chicle, entierra con honores su pata, ordena estatuas ecuestres en Italia, se proclama Alteza Serenísima, México lo aguanta, México lo aguanta todo, ¿quién le ha dicho a los mexicanos que tienen derecho a ser bien gobernados? país botín, país saqueado, país burlado, doloroso, maldito, precioso país de gente maravillosa que no ha encontrado su palabra, su rostro, su propio destino, no manifiesto, sino incierto, humano, a esculpir lentamente, no a revelar providencialmente: destino del río subterráneo, río grande, río bravo, donde los indios escuchan la música de Dios.
GONZALO ROMERO A su primo Serafín cuando llegó oliendo todavía a basurero le dijo que aquí en el norte había chamba para todos, de manera que Serafín y Gonzalo no se iban a pelear por los territorios, más siendo primos, y más trabajando para ayudar a los paisas, pero sí le advertía que ser asaltante del otro lado de la frontera era una cosa y una cosa peligrosa, eso no lo intentaba nadie desde Pancho Villa y en cambio ser pasador como Gonzalo, lo que llamaban coyote en California, pues era un trabajo hasta honorable, por decirlo así una de las profesiones liberales como decían los gringos: reunido con sus colegas, unos catorce chavos como él de veintitantos años, sentados en las trompas de los carros estacionados, esperando a los clientes de esta noche, no los ilusionados que están en la manifestación frente al puente, sino los clientes seguros que van a aprovecharse de la noche confusa de la frontera para hacer el paso a estas horas y no de día como recomiendan los coyotes; se conocen de memoria el Río Grande, el Río Bravo, El Paso, Juárez: no se van a lo más fácil de vadear, la cintura estrecha del río, porque allí se juntan los rateros, los yonquis, los pequeños traficantes de droga, Gonzalo Romero tiene organizada hasta una flotilla de balsas de hule para cruzar a los que no saben nadar, a las mujeres preñadas, a los niños, cuando el río de veras se vuelve grande, de veras se vuelve bravo, ahora está mansito y el paso va a ser fácil, además todos están distraídos con la famosa manifestación, no se darán cuenta, vamos a pasar de noche, somos profesionales, sólo cobramos cuando el trabajador llega a su destino y entonces —le dijo Gonzalo a su primo Serafín— todavía hay que repartirse la ganancia con choferes y administradores de lugares seguros, y a veces hay gastos de teléfono y de avión, vieras todos los que apuntan a Chicago, a Oregon, porque allí hay menos vigilancia, menos persecución, no hay leyes como la 187, un pueblo entero de Michoacán o Oaxaca junta todos sus ahorros para que uno de ellos pueda pagar mil dólares y llegar en avión a Chicago: —¿Qué sacas de esto, Gonzalo?
—Pues unos treinta dólares por persona.
—Mejor únete a mi banda —rió Serafín—. Te lo juro por tu madre que allí está el futuro.
La confusión de la noche apremiada y fría le permitió a Gonzalo Romero pasar a cincuenta y cuatro trabajadores. Sólo que ésta fue la noche de malas y más tarde, en su casa de Juárez con los hijos y la mujer de Gonzalo, llorando todos, el primo Serafín comentó que cuando todo parece tan fácil hay que estar precavido, seguro que algo va a chingarse, es la ley de la vida y el que crea que todo le va a salir bien todo el tiempo pues no pasa de ser un gran tarugo, dicho sea sin ofender al malogrado primo Gonzalo.
Fue como si esta noche los empleadores texanos se hubieran puesto de acuerdo para joder a la gente que pasa, atizados por la manifestación de brazos levantados, y de los cincuenta y cuatro reunidos por Gonzalo Romero junto a una gasolinera en las afueras de El Paso, los contratadores desde su troca dijeron primero que eran demasiados, ellos no podían contratar a cincuenta y cuatro mojados, aunque los que quisieran trabajar a un dólar la hora, pues serían aceptados y aunque les hubieran dicho que les darían dos dólares la hora, todos levantaron la mano, y entonces los contratadores dijeron, no, son muchos todavía, a ver cuántos se vienen con nosotros por 50 centavos la hora. Como la mitad dijo que estaba bueno, la otra mitad se quedó azorada, empezó a encabronarse, pero el empleador les dijo que se regresaran pronto a México porque él iba a darle aviso a la patrulla fronteriza. Los marginados empezaron a insultar a los contratados y éstos a tratar a los que se quedaron de pinches mendigos y que se dieran prisa en largarse porque había mucho ánimo contra ellos en estas partes.